domingo, 25 de octubre de 2009

PVC-1 de Spiros Stathoulopoulos, Una bomba de tiempo

La opera prima del joven realizador colombiano de ascendencia griega Spiros Stathoulopoulos, nos enfrenta a una paradoja: la sentimos como una historia de alcance universal sobre los límites de la maldad humana, pero, al mismo tiempo, sabemos que sólo podría haber sido imaginada en un escenario tan degradado como el de nuestra historia reciente de violencia. Y esto último a pesar de que el director, en una de las tantas decisiones inteligentes que toma en el curso de la película, omite cualquier referencia directa que permita al espectador hacer sociología a la colombiana; en este simple gesto de modestia radica la diferencia de Spiros frente a la mayoría de directores nacionales. Mientras nuestro cine habitual intenta hacer grandes discursos sobre el país y dejar sentada una idea de la colombianidad, generalmente simplificada y vulgar, PVC-1 pone todo su empeño en contar su historia y en encontrar la mejor manera para hacerlo.

Y la encuentra: una vez terminada la película, estamos seguros de que
la agobiante jornada de la protagonista, atrapada entre una bomba de tiempo que le rodea el cuello (el tristemente célebre collar bomba), necesitaba ser mostrada en un solo plano de 84 minutos: un largo temblor sin cortes que el espectador experimenta como un pedazo de tiempo robado al horror. Las vacilaciones que la película pueda tener (actuaciones no siempre convincentes o algunos diálogos artificiosos, entre otras), propias de un rodaje milimétricamente cuidado y donde la decisión técnico-narrativa del plano secuencia condiciona todos los demás aspectos, se ven claramente superadas por el impacto que logra.

La película tuvo un estreno difícil y rodeado de aves de mal agüero que afirmaron que el público colombiano no está preparado para soportar una película que obliga al espectador a un ejercicio de atención tan extremo, ni para verse confrontado en un espejo que le devuelve una imagen tan deforme. Está claro que los que piensan así tienen interés en que el cine nacional siga siendo algo rutinario e inofensivo, en un país que día tras día nos debería escandalizar.

PVC-1. Dir: Spiros Stathoulopoulos. Intérpretes: Mérida Urquía, Daniel Páez, Alberto Zornoza. Colombia, 2007, 84 min.

Ver trailer:

La pasión de Gabriel, de Luis Alberto Restrepo. Cine para fast thinkers

Las películas no son personas y resulta ingenuo concederles atributos morales. Sin embargo, y sobre todo respecto a películas que no convencen del todo, o que desplazan su interés de los valores cinematográficos a otros planos de la discusión, terminamos por caer en la trampa, y para simplificar las cosas o salir del paso, hablamos de ellas en esos complicados términos. Ocurrió así con La pasión de Gabriel (2009) de Luis Alberto Restrepo (La primera noche), que algunos, por los días de su estreno en las salas comerciales del país, calificaron de película honesta.

Incluso siendo muy condescendientes, resulta difícil no ver la torpeza y apresuramiento de su narración, su look televisivo y su consecuente desinterés por construir cinematográficamente el espacio de la acción y las relaciones entre los personajes, y su amplia gama de concesiones para volverse más accesible. Pero al mismo tiempo se trata de un filme sobre asuntos social y políticamente relevantes: el papel de los sacerdotes en comunidades sacudidas por el conflicto armado, la encrucijada de los jóvenes a la hora de decidir entrar a formar parte de grupos irregulares en ausencia de futuros más prometedores, la corrupción de la administración pública, la arrogancia de la jerarquía eclesiástica y su distancia frente a una iglesia de base popular, la dinámica de los falsos positivos. Y etcétera, etcétera, etcétera.

Andrés Parra en La pasión de Gabriel.
Recalco lo interminable de esta enumeración porque el principal defecto que atenta contra la “honestidad” de la película es su necesidad de enunciar una gran variedad de conflictos para después dejarlos en el aire sin ningún desarrollo, y el desmesurado propósito de ofrecer un mapa general de la realidad colombiana; es decir, un cine que está más cerca de las afirmaciones de la sociología que de las preguntas del arte.

Uno de los principales problemas de La pasión de Gabriel, paradójicamente, es aquello en lo que muchos han visto su virtud principal: el personaje protagonista y el actor que lo encarna. Andrés Parra, premiado como mejor actor en el festival de Guadalajara 2009 (donde el cine colombiano era invitado de honor) interpreta a un sacerdote desmedido en lo que hace y con dificultades para calcular las consecuencias de sus actos. En resumidas cuentas se trata de un “bacán” que hace hasta lo imposible por ganarse el favor del público, y según entiendo lo consigue en amplios sectores. Pero el cura que encarna Parra resulta tan simpático que no demora en convertirse en un elemento casi folclórico y pintoresco dentro del filme, mucho más cuando, en analogía tremendamente pretenciosa, quiere comparársele con Cristo: treinta y tres años, incómodo para la autoridad y el poder y finalmente martirizado.

Una sola de las angustias que sacuden “el alma en llamas” de Gabriel, habría dado para una película. Todas juntas, como lo están, revelan un afán por decir cosas importantes que termina en una penosa superficialidad. Sirva de ejemplo el intento de promover el filme como un desafío a la institución del celibato dentro de la Iglesia católica; si bien es cierto que en medio de sus peleas con otros curas, el ejército, la guerrilla o los políticos, Gabriel mantiene una relación con la mujer más bonita del pueblo, el affaire ni siquiera es vivido con angustia por el personaje, por lo cual el debate moral es inexistente. Los episodios sexuales se ven en la película mucho más como una concesión al melodrama y al morbo del público que como un discurso crítico.

Molesta, por último, que el filme esté construido con retazos de todas partes: paisajes de Risaralda (anulados por un montaje y una mirada que nunca los hace protagonistas), música llanera, actores bogotanos. Ninguna de estas elecciones parece corresponder a una necesidad intrínseca de la película. Como en los tiempos pasados de las coproducciones internacionales, aquí todos tienen su cuota, y nada es auténtico.

Valga decir que la honestidad en el cine no está en los temas sino en la mirada; esta última sí implica siempre un universo moral, la focalización de la atención sobre uno u otro aspecto del filme, la posibilidad, para el director y su equipo, de tomar decisiones. Y en La pasión de Gabriel todas las decisiones estéticas lucen condicionadas por el automatismo de la producción en serie, por el trazo grueso, por la desatención al detalle donde podría emerger la vida de la película. La pasión de Gabriel es cine viejo y mandado a recoger.

Ver trailer:




Los actores del conflicto, de Lisando Duque, Actores sin conflicto

El de Lisandro Duque fue un cine capaz, en sus mejores momentos, de expresar el carácter de la vida en la provincia. “Tan mirón, tan escuchador, tan sastre de ropas y de almas”, como diría Fernando González de Tomás Carrasquilla. Filmes como El escarabajo, Visa USA, Milagro en Roma y Los niños invisibles están hechos de esas miradas oblicuas y escépticas, pero al mismo tiempo inocentes, que definen el ser particular de pueblos y caseríos.



En Los actores del conflicto, tres artistas populares se ven accidentalmente en poder de un sofisticado cargamento de armas y deciden sacarle provecho, haciéndose pasar por guerrilleros desmovilizados para obtener beneficios y una visa que les permita salir del país. El argumento sirve para poner en juego los distintos móviles del conflicto colombiano, aunque de forma indirecta y esquemática. Duque vuelve a dejar claro que le interesa más la anécdota que los personajes, y en la elección, a no dudarlo, se sacrifican el realismo y la verosimilitud. A algo tan salvaje y desproporcionado como el conflicto colombiano le sienta mal esa mirada ingenua que tan bien podía funcionar en las películas previas del director. En Los actores la ingenuidad es de la película, no de la mirada.


El filme de Duque es muy ilustrativo para quienes gustan de clasificar el cine colombiano con raseros generacionales. El cine “viejo” le apuesta a la ideología y las buenas historias; pero una película se define en la puesta en escena. No quiere esto decir que los directores jóvenes lo hagan mejor, pero lo intentan de otra manera. Los actores es una película vieja en un cine que todavía no ha visto lo nuevo.


LOS ACTORES DEL CONFLICTO. Dir: Lisandro Duque. Intérpretes: Arianne Cabezas, Mario Duarte, Vicente Luna, Coraima Torres. Colombia, 2008, 100 min.

Ver trailer:



Te amo Ana Elisa, de Robinson Díaz y Antonio Dorado. La mujer maravilla y el bobo

No se parece a ninguna película colombiana. Esa es la virtud y la desgracia de Te amo Ana Elisa. Virtud porque en un cine tibio como el nuestro, arriesga mezclas imprudentes: tragedia y comedia, ridículo y ternura, maldad y compasión. Virtud porque construye un sui generis personaje femenino – interpretado por Adriana Arango – que no se doblega ante un mundo hostil ni se acomoda a sus condiciones. Virtud porque sus primeras escenas, en un barrio popular de Medellín, son visualmente deslumbrantes aunque a los puristas del realismo les resulten cosméticas. Virtud porque el viaje a Bogotá que emprende la protagonista, estudiante de medicina, con su hermano bobo (Robinson Díaz), no es un viaje hacia el crimen y la degradación, a la usanza del cine made in Colombia, sino hacia la independencia y la integridad.

Adriana Arango y Juan Carlos Vargas en Te amo Ana Elisa.
Pero desgracia, a su vez, porque el espectador va a quedar desconcertado. No es una comedia simplificadora y arquetípica, como las de Dago García o Rodrigo Triana, que trabajan sobre los códigos aprendidos del espectador para darle más de lo mismo. Pero tampoco es una tragedia como las de Víctor Gaviria, que investigan cada detalle de la puesta en escena para no traicionar la realidad. Y el público, esquivo e intolerante, exige menos ambigüedad.

Robinson Díaz y Antonio Dorado dirigieron el guión de Adriana Arango; arriesgan mucho y a veces pierden: la identidad visual del comienzo, que recuerda la estética de Ciudad de Dios, se deshace con el paso de los minutos, y el esperpento y lo kitsch terminan ganando la partida. Es inevitable pensar que las tensiones del rodaje, comidilla de los medios hace poco, afectaron la unidad y coherencia. Con todo y sus bemoles es un filme entrañable, capaz de hacernos solidarios con el destino de unos personajes, por una vez, superiores a su entorno.


TE AMO ANA ELISA. Dirs: Antonio Dorado y Robinson Díaz. Con: Adriana Arango, Robinson Díaz, Juan Carlos Vargas. Colombia, 2008, 104 min.

Ver trailer:

Ni te cases ni te embarques, de Ricardo Coral. La comedia nuestra de cada año

Como las discusiones sobre el salario mínimo o la infaltable selección de personajes y hechos del año, cada diciembre nos trae, inevitablemente, una nueva película del productor, director y libretista Dago García. Las hubo buenas como La pena máxima, aceptables como Te busco o Es mejor ser rico que pobre y discretas como La esquina, Mi abuelo, mi papá y yo o Las cartas del gordo. Sin olvidar que en su prehistoria como productor, Dago apoyó dos películas experimentales de Ricardo Coral (La mujer del piso alto y Posición viciada) en las que es difícil reconocer la carrera posterior de ambos personajes. Coral vuelve a estar tras la cámara en Ni te cases ni te embarques, pero el ánimo con el que asume la dirección deja ver claramente que se trata de un trabajo por encargo.

El cine de Dago García pone siempre las cartas sobre la mesa desde las primeras secuencias; se trata de comedias populares, con actores reconocidos en la televisión (en este caso Víctor Hugo Cabrera), narración de gran simplicidad y muchos referentes de identificación fácil para el espectador, ya sean prejuicios sociales, sitios emblemáticos o marcas comerciales que por cierto ayudan a redondear el buen negocio que son sus películas. Ni te cases ni te embarques se centra en un personaje que huye de los compromisos afectivos de largo alcance y a quien las circunstancias ponen a las puertas de cometer un crimen. Aquí la inmadurez emocional se mezcla con la cultura de lo fácil.

Como en otras comedias contemporáneas (cabe mencionar las de Judd Apatow o, en otro extremo, las del argentino Daniel Burman), Ni te cases ni te embarques pone en circulación todo un arsenal de valores conservadores. Más allá de la familia, la pareja o el grupo de amigos, todo es anomalía. Es un buen mensaje social pero muy mal cine. Bastante lejos, por cierto, de la mejor tradición de la comedia, que siempre contiene un sustrato desestabilizador.

NI TE CASES NI TE EMBARQUES. Dir: Ricardo Coral. Prod: Dago García. Con: Víctor Hugo Cabrera, Andrea Noceti, Juliana Botero. Colombia, 2008, 86 min.

Nochebeuna, de Camila Loboguerrero. ¿Quién es el marrano?

“Las pirámides de Egipto se construyeron con camellos, las de Colombia con marranos”, reza un chiste que circula por estos días de emergencia social. Y es que el insólito animal que muchos colombianos sacrifican en la Navidad, no solo se mueve libremente por los últimos planos de Nochebuena, sino que es una presencia constante –literal o figurada– en el tercer largometraje de Camila Loboguerrero. La película se apropia de este símbolo nacional para dar cuenta, en tono cómico y mordaz, de esa ley de la selva que parece imperar en el país, donde el vivo vive del bobo y todo “depende el marrano”.

La acción sucede –casi en su totalidad– un 24 de diciembre en la finca de una prestigiosa familia de apellido Uribe, cuando los negocios de especulación financiera de uno de los hijos se vienen al piso arrastrando con su suerte el patrimonio de no pocos incautos, de dentro y fuera de la casa. El tema es increíblemente oportuno y la película revela, en este y otros detalles, una fina capacidad de observación del entorno social.

Por supuesto que el asunto central es el mismo de casi todo el cine colombiano: el dinero fácil, y que en el tratamiento se abusa de los estereotipos para comodidad del espectador. Pero eso no impide reconocer que Nochebuena tiene momentos donde lo cómico sirve para hacer comentarios críticos más que chistes fáciles, y que los personajes, pese a estar caricaturizados, conservan en la mayoría de los casos el suficiente espesor humano para volverse creíbles. Por último, es innegable que la narración fluye de manera ágil sin dar tregua al espectador. La directora de la ingenua Con su música a otra parte (1984) y la pesada y reverencial María Cano (1990), ha hecho después de casi dos décadas el mejor largometraje de su carrera.

NOCHEBUENA. Dir: Camila Loboguerrero. Con: Matías Maldonado, Conny Camelo, Consuelo Moure. Colombia, 2008, 90 min.

El Man, de Harold Trompetero. Gracias Divino Niño!

Se necesita fe a borbotones para ver El Man. Y ya no es la que se le pedía al maltratado espectador colombiano para convencerlo de ir a ver un nuevo esfuerzo del cine nacional. Ahora es fe en sentido estricto. El personaje principal es un taxista que, a su pesar y amparado en el poder del Divino Niño, se convierte en superhéroe; y el antagonista es un vulgar especulador inmobiliario. Alrededor de ambos personajes, ostensiblemente ridículos, hay, por un lado, un barrio popular en camino de ser demolido, con su buena y pobre gente, y por otro, una oficina de serviles funcionarios.

Son temas y ambientes que recuerdan La estrategia del caracol. Pero la película de Cabrera era un homenaje a la resistencia popular, mientras en El Man todos los gestos, colores, costumbres o lenguaje de la “gente del pueblo”, están mirados desde la superioridad de quien filma lo popular sin untarse de sus miserias. Con el ojo bien puesto en la taquilla, Harold Trompetero dirige una película descabellada, que hace reír solo por el tamaño de su desproporción. Y que degrada no digamos el cine como arte, sino el oficio mismo de hacer películas en Colombia, cuando ya se creían superadas las épocas del legendario Jairo Pinilla, creador de ‘Kondor El Mago’, el verdadero primer superhéroe nacional.

En El Man todo cuanto ocurre es inverosímil e incongruente: se le exige al público que lo crea todo, sin justificar nada. El argumento, el guión y la puesta en escena se toman todas las licencias. Pero no se trata de libertad artística; son las gracias del Divino Niño que puede convertir, por puro capricho, una comedia en una película fantástica. Lo único congruente de El Man es cuando el antagonista llama por celular a un tal Dago, y lo tranquiliza diciéndole: “Si está feo no se preocupe. Eso es para pobres”. Y los pobres somos todos nosotros.

EL MAN: Guión, dirección y producción: Harold Trompetero. Con: Bernardo García, Fernando Solórzano, Inés Prieto, Aída Bossa. Colombia, 2009, 100 min.