lunes, 19 de mayo de 2008

Nuevo Cine colombiano. ¿Ficción o realidad?*

Por Pedro Adrián Zuluaga

En un foro realizado en Medellín en noviembre de 2007, Felipe Montoya, un joven realizador de documentales y programas de televisión, lanzó al aire un Objeto Sonoro Hasta Ese Momento No Identificado: Nuevo Cine colombiano. Más que la reunión de estas tres palabras, de alguna manera previsibles en una época hambrienta de etiquetas, lo que me llamó la atención fue la ironía y desconfianza con que eran pronunciadas. Con esa ironía y desconfianza, Montoya quería hacerse al margen de un hipotético Nuevo Cine colombiano vendido como imagen promocional por los medios de comunicación y la industria del entretenimiento.

Aunque la etiqueta no haya hecho carrera del todo, su sola posibilidad quiere decir varias cosas. Un Nuevo Cine colombiano reclamaría la existencia de un Viejo Cine colombiano frente al cual proclamar su novedad. Sin ir muy lejos, el Nuevo Cine argentino de directores como Pablo Trapero, Lucrecia Martel, Daniel Burman o Adrián Caetano, que por más de una década se paseó triunfalmente por escenarios internacionales, se reclamó como nuevo frente al cine de la generación anterior: Adolfo Aristaraín, Eliseo Subiela, Marcelo Piñeyro, Héctor Olivera. Este Nuevo Cine buscó sus figuras paternales o sus influencias, no en el cine nacional de ese momento que consideraba viejo y paralizado sino, quizá, en una paternidad simbólica representada en una cinefilia idealizada y sin fronteras; cuando más reconoció a figuras del pasado como Leonardo Favio y buscó extraer de ellas lo que, en su momento, tuvieron de originales y renovadoras. Nuevo implicaba, en el caso de los cineastas argentinos, tomar una posición en los linderos de su propia tradición y con miras a renovarla.

Un Nuevo Cine colombiano requeriría, como presupuesto de partida, un diálogo con nuestro cine anterior.

PRIMER DILEMA: ¿HACIA DÓNDE MIRAMOS?
Antes del actual, el cine colombiano ha atravesado por cinco momentos de una notable expansión de su producción industrial. Veamos: en el periodo 1922-1928 se realizaron 18 largometrajes, muchos de ellos con notable éxito de público, y se fundaron empresas productoras que hicieron cine en Cali, Manizales, Pereira, Medellín y Bogotá. El contexto era el de una bonanza económica favorecida por la economía del café y el entusiasmo por negocios nuevos que prometían una rápida acumulación de capital. Muy pronto se vio que el cine no era uno de esos negocios. Esto, sumado al inevitable atraso tecnológico en el que nos sumió la incorporación del sonido a las películas en la industria norteamericana y la incapacidad nuestra de hacer lo propio, más la crisis mundial de la economía al final de la década, crearon un ambiente altamente desfavorable a la continuidad industrial del cine nacional. Por otra parte, las películas, recibidas al comienzo con entusiasmo patriotero fueron dejando de ser novedad para el público que acogía con fascinación un cine norteamericano de argumentos sencillos y acciones rápidas y le daba la espalda a los pesados melodramas y la grandilocuencia nacionalista de nuestros largometrajes.

En el periodo 1941-45 se realizaron 10 largometrajes, se constituyeron empresas y se hizo cine en Cali, Medellín y Bogotá. El contexto era el de los gobiernos liberales que le dieron gran empuje a proyectos de modernización económica, apoyaron la educación femenina y oxigenaron un poco el ambiente clerical y cerrado de la república Conservadora que gobernó el país hasta 1930. En ese ambiente reformista se aprobó la ley Novena de 1942, primera legislación que contempló un apoyo estatal al cine. Las películas de ese periodo buscaron afanosamente el favor del público trabajando sobre elementos populares, elaborando los lenguajes y aprovechando las figuras de otros medios de gran alcance como la radio y dando enorme importancia a la música. Nuevamente la continuidad sucumbió frente a la realidad de una industria ya muy controlada por los intereses norteamericanos y frente a la evidencia de los cálculos económicos demasiado optimistas realizados por los empresarios nacionales, el activismo sin reflexión y la escasa preparación técnica y artística. El público, tampoco esta vez, respondió en la proporción esperada.

En los años 60 abundaron las coproducciones y el cine institucional pagado por entidades privadas o del estado, llegaron a trabajar al país realizadores nacionales formados en escuelas extranjeras y realizadores extranjeros, se activó una crítica de cine beligerante, y por primera vez se discutió el problema de lo nacional en el cine, más allá de supuestos nacionalistas y folcloristas. Empezaron a formalizarse los medios de producción marginal que se concentraron sobre todo en el documental antropológico, social y político, cuyos productos circulaban en un circuito paralelo de universidades, centros sociales y sindicatos. Pero los colombianos formados en el exterior terminaron explotando sus habilidades técnicas en la realización de comerciales e institucionales; realizadores extranjeros como Arzuaga sucumbieron demolidos por el esnobismo del medio nacional, y los circuitos marginales fueron desactivados; actuó la censura y la persecución oficial.

En los años 70 la legislación de sobreprecio disparó un boom de realización de cortometrajes (856 en total) con el propósito inicial de crear las condiciones industriales para la industria del largometraje. Los jugosos incentivos económicos devinieron en distintas formas de pillaje, el paso al largometraje fue diferido una y otra vez y los resultados estéticos fueron, por decir lo menos, desalentadores.En los años 80 operó Focine. Se realizaron 45 largometrajes. Se reactivó la producción en Cali, Barranquilla y Medellín, nacieron los canales regionales, se introdujo el video. Ya no se discutió lo nacional sino lo regional. El cine bogotano se inventó un país caricaturesco y estereotipado y las regiones le respondieron en sus propios términos. La polaridad televisión-cine se hizo inevitable. Los problemas administrativos desgastaron a Focine. La enorme inversión en producción no tuvo equivalente en los resultados obtenidos con el público, pues no existió una política de exhibición. El esquema resultó completamente inviable.

Este breve repaso solo pretende demostrar que, aunque a trancazos, ha existido el cine colombiano. Pero, ¿hay algo en toda esa enorme inversión de energías previas que nos sirva para mirar el presente?

En una investigación reciente sobre el cine de los años cuarenta, María Antonia Vélez se pregunta por la causa de la rápida obsolescencia del cine de este periodo y su desaparición de la memoria colectiva del país, aun tratándose de una década en la que, por ejemplo, el cine mexicano produjo algunos de sus grandes íconos. “Están pensadas –escribió María Antonia sobre las películas de ese periodo- desde la premisa de que algo es accesible si ya es conocido. Su dependencia en un conocimiento tan efímero y sujeto a modas es probablemente lo que bloqueó su permanencia en el tiempo. Sin embargo, al considerar la experiencia previa de los realizadores, sus habilidades e intereses, se entiende que optar por una estrategia opuesta (es decir, la de un cine esotérico, inaccesible) no solo habría sido muy improbable sino seguramente más desastroso. Hay que considerar la posibilidad de que una cultura hecha, igual que la economía, a punta de bonanzas y golpes de suerte, con poca noción de su continuidad en el tiempo, se condene a una pronta obsolescencia. Y eso en sí mismo tal vez no sea ningún problema, pero entonces deberíamos dejar de fingir sorpresa cada vez que vuelve a pasar” (1).

Hay que tener en cuenta, por supuesto, para complementar el análisis de María Antonia, que las dificultades de acceso al cine colombiano de los años 20 y 40 son antes que nada dificultades materiales relacionadas con la divulgación de las copias de las películas que han podido ser recuperadas y restauradas por la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Tampoco es fácil el acceso material a la producción nacional de los años 60 y 70, aunque proyectos como La Maleta de Películas o la emisión de cine colombiano a través de Señal Colombia, hayan logrado algo al respecto. Lo cierto es que el cine nacional del pasado, el que podríamos considerar el Cine clásico colombiano, aún quitándole a la palabra clásico su connotación de calidad, no existe en la memoria cinéfila de nuestros realizadores más jóvenes.

El cine que se asocia a la Compañía de Fomento Cinematógráfico-Focine ha tenido, si se compara con el cine de décadas anteriores, mucha más visibilidad. Ese cine es el resultado de una generación que, temporalmente, es la antecesora de la actual. Sin embargo, salvo en tres o cuatro casos aislados (Norden, Mayolo, Luis Ospina, Víctor Gaviria), los cineastas del presente no han querido dialogar con las películas de esa época que en todo caso se suele asociar a extremos como los representados por las apuestas, marginales frente a Focine, de realizadores como Jairo Pinilla o Gustavo Nieto Roa, que han adquirido la dimensión de cine de culto. Pero con el cine de culto no se dialoga. Cuando una película accede a esa condición lo único posible es una admiración ciega y desproporcionada, desprovista de elementos de análisis.

El diagnóstico entonces resulta demoledor: no hay diálogo crítico y fecundo con el cine del pasado y aunque parezca un lugar común, esa ausencia de confrontación nos conduce a la repetición mecánica de suposiciones, desaciertos y caminos ya desgastados, o a la toma de decisiones guiadas exclusivamente por los prejuicios del presente, por el mandato del mercado o por la importación sin adaptaciones de modelos foráneos.¿Valdría la pena que ese diálogo existiera incluso si se trata de un corpus muy mediocre de películas? Sí, no sólo valdría la pena sino que tendría que ser una prioridad de una política pública de formación audiovisual facilitar el acceso sin cortapisas a esa producción nacional, sin que los estudiantes sientan que están cometiendo un delito viendo cine colombiano en copias piratas o en mal estado. Lejos de ser un reclamo retórico es el reconocimiento de una verdad de Perogrullo: las condiciones materiales de producción influyen en la creación de las obras artísticas, definen su carácter y cualidad. El cine nacional de cada país se enfrenta a las particularidades del paisaje, las calidades de la luz, la fotogenia de los espacios, el timbre de los acentos.

En 2001, durante el Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia dedicado a la memoria y el olvido del cine colombiano, fui testigo del entusiasmo de los jóvenes, muchos de ellos realizadores en ciernes o estudiantes de áreas audiovisuales, frente a películas como Pasado el meridiano, de Arzuaga, El río de las tumbas, de Luzardo, La langosta azul de Cepeda Samudio et al., o Los santísimos hermanos de Gabriela Samper. En estos trabajos estaban planteados los mismos dilemas de construcción dramática, las mismas preguntas sobre el paisaje, las mismas dificultades con los actores que puede enfrentar un realizador actual que haga cine en Colombia. Incluso si se tratara de un cine mediocre en términos estéticos, lo que resulta imposible de sostener en muchísimos casos, es la única tradición en la que nos podemos reconocer, nuestra única familia legítima, aquella filiación que no escogemos pero nos define, ese núcleo de conocimientos que cargamos como una segunda piel y que nos posibilita tomar decisiones con base en experiencias anteriores. Es la tradición que nos permite habitar, aunque sea con extrañeza y distanciamiento, la casa de los antepasados.

Frente a esa orfandad de referentes a los cuales reconocer o legitimar, los realizadores nacionales actuales están abocados a resolver en solitario, arduas dificultades que otras cinematografías tienen más o menos resueltas.

SEGUNDO DILEMA: ¿CÓMO INVENTAR UN PÚBLICO CASI DE LA NADA?
Ninguna teoría estética vigente, hoy en día, puede desconocer la participación del espectador en el hecho artístico.

Una de esas dificultades mayores del cine colombiano reciente es crear su propio público. No hablo necesariamente del público como el dato estadístico que suma en los registros de taquilla sino de la conformación de ese espectador ideal al cual van dirigidas las películas y en el que se piensa cuando se las hace: el espectador del que un realizador supone ciertas competencias y apetencias, ciertas filias y fobias, ciertos miedos y anhelos.

En un sentido muy grueso, el público del cine nacional en los últimos años no existía más que como reacción a coyunturas muy precisas. Una de esas coyunturas, por ejemplo, fue la fiebre nacionalista de 1993-94 en el contexto del triunfo 5-0 sobre Argentina que supo aprovechar una película como La estrategia del caracol. Otra fue el impacto emocional provocado por el tema y los personajes de La vendedora de rosas. Pero en general el público nacional se enfrentaba a las producciones propias desde una experiencia de rechazo casi instintivo. Productores como Dago García toman el camino, ya probado en otras épocas, de trabajar sobre elementos populares, jugar al reconocimiento de los actores en otros medios y elaborar temas de arraigo como el fútbol y la música. Fórmulas que buscan, y logran, aumentar las facilidades de acceso del público a las obras; lo popular en Dago es trabajado como una categoría de acceso, según la definición de V.F.Perkins: "Películas para cuya comprensión y disfrute sólo se requieren las habilidades, conocimientos y entendimientos que se desarrollan en el proceso ordinario de vivir en sociedad - no aquellos que vienen con una posición económica o cultural privilegiada" (2).

Desde esta forma de entender y elaborar lo popular se produce un cine altamente codificado, donde todos los elementos están calculados y previstos para obtener un máximo grado de identificación emocional por parte de los espectadores. Es un saber hacer, un know-how que se sistematiza y por supuesto se replica de maneras más o menos idénticas de película a película. El grado de inventiva y espontaneidad en cualquier nivel de la producción resulta mínimo: el actor incorpora y sistematiza gestos, el guionista giros, el camarógrafo encuadres, y el público reacciones. Es la producción en serie en su máxima expresión con altos niveles de eficacia en cada fase de su proceso, incluido, por supuesto, su paso por las salas comerciales. (Aunque no siempre la fórmula funciona. Recuérdese La esquina, del propio Dago García).

Esta forma de entender el hacer cine en Colombia no es en este momento exclusiva de las películas de Dago García; es la misma lógica de trabajo de la productora Clara María Ochoa en películas como Soñar no cuesta nada o Esto huele mal, del guionista Jorg Hiller o del renacido Gustavo Nieto Roa. Por supuesto, lo anterior no descarta el interés que estas películas tienen a la hora de analizar los mecanismos de su inserción social, a que necesidades responden y qué intereses conllevan. La lectura de este tipo de cine es pues, necesariamente política.Pero resulta claro que el registro de propuestas como las de Dago García o Clara María Ochoa es bastante limitado y su obsolescencia es casi inmediata, pues su arraigo popular depende excesivamente del contexto local y coyuntural. Su interés decae rápidamente en el tiempo y está circunscrito a un lugar específico, en este caso Colombia.

Todavía queda por resolver, entonces, como conquistar un público con estándares de calidad más alto y al mismo tiempo responder a las demandas desmesuradas de críticos, especialistas, gestores culturales y el propio medio cinematográfico, empeñados en lograr un cine más trascendente en términos sociales y culturales, y además exportable, de acuerdo con las exigencias de una economía globalizada.

Antes de la aprobación de la Ley de Cine en octubre de 2003 y de su puesta en funcionamiento a comienzos de 2004, las películas nacionales eran, entonces, un fenómeno aislado en las pantallas del país o que por lo menos no respondía a un consenso en el que estuvieran implicados el Estado y los particulares del medio cinematográfico. Algunas de estas películas, las de mayor notoriedad reciente, como La virgen de los sicarios o La vendedora de rosas, habían mostrado de manera muy abierta los conflictos de una sociedad cuyo proceso de modernización, en palabras de Rubén Jaramillo Vélez, es un proceso postergado –pues se pasó del institucionalismo católico a la anomia social, sin un proceso de secularización- (3).

En el mismo tema de la anomia social reincidieron los títulos de mayor éxito estrenados en los primeros tiempos de la ley: El Rey, Rosario Tijeras, Sumas y restas, María llena eres de Gracia, Perder es cuestión de método. El resultado fue que en la opinión pública o en esa ficción mediática que aquí solemos considerar como tal, arraigó un prejuicio frente al cine nacional: aunque empezó a reconocer en él avances técnicos en sonido e imagen, y se alegró por sus eventuales triunfos en escenarios internacionales –sobre todo los de Catalina Sandino-, no estaba dispuesto a tolerar más su empecinamiento en volver una y otra vez sobre las distintas formas de lo marginal, lo violento y lo ilegal. No olvidemos que esto ocurría cuando se consolidada el proyecto de Seguridad Democrática del presidente Uribe y cuando su Gobierno se empeñaba en recuperar la confianza, negar el conflicto y poner a circular el poder simbólico de las mayorías morales del país, sobre una minoría de terroristas y comunistas.

Por otra parte, Colombia no ha escapado al fenómeno global de infantilización del público consumidor de entretenimiento, bombardeado sin pausa por la información de los medios de comunicación y saturado de una publicidad que promete bienestar en todas las formas posibles. Las características de este nuevo público zombificado resultan ideales para gobiernos autoritarios, que hoy por hoy son la mayoría de gobiernos del mundo: se trata de un público apto para el consumo, el consenso y la aprobación: un público tremendamente cínico, egoísta y calculador que no quiere conflicto ni confrontación.

Este público acepta cualquier tema o tratamiento a condición de que sea fácilmente digerible o que satisfaga su reclamo infantil de compensación instintiva. Los realizadores colombianos o hacían parte o han tenido que alfabetizarse a la fuerza en este nuevo lenguaje, teniendo en cuenta además que este público no deja de ser un inmenso agujero negro cuya fidelidad es esquiva. Sin cambiar de tema, los realizadores cambiaron de estrategia: siguen sobreexponiendo el país de los corruptos y los cafres, el país atravesado por violencias en todos los órdenes –pues tampoco hay otro o exige demasiado esfuerzo verlo-, pero han encontrado la manera de banalizar esa tragedia para seguirla mostrando, pero sin consecuencias.

La gran mayoría de las películas nacionales recientes responden a una lógica de lo instintivo por encima de lo racional, para dar satisfacción a ese público zombificado. Muestran una realidad atroz (incluso el mundo representado en las comedias más evasivas es verdaderamente espantoso e invivible) y no plantean ninguna salida. Es un mundo apocalíptico donde todos a coro reaccionan a instintos básicos de poder y supervivencia, sin posibilidades, siquiera mínimas, de vivir de acuerdo a proyectos éticos o colectivos, un mundo fracturado, hecho pedazos, pero que satisface instintivamente en tanto nos blinda frente a soluciones racionales que implican paciencia, juicio y elaboración, y favorece, en cambio, las vías de hecho. En películas como El trato de Francisco Norden, El colombian dream de Felipe Aljure, Dios los junta y ellos se separan de Harold Trompetero, La ministra inmoral de Celmira Zuluaga, e incluso Perro come perro de Carlos Moreno, no hay posibilidad alguna para los personajes de transgredir su contexto de corrupción y degradación moral. La libertad de decisión está excluida pues los móviles de comportamiento de los personajes son preestablecidos y deterministas.

Estas películas están construidas bajo la lógica de un mundo urbano de flujos y eficiencia, pero sin las negociaciones que requiere la vida en la ciudad. Esta vida urbana que muestra el cine colombiano, a pesar de que en ella sobrevivan rezagos campesinos, se construye en contra de una vida rural que ha ido desapareciendo (salvo como vacaciones en el campo o como evocación nostálgica de una vida primitiva). Al borrar el origen campesino de la sociedad colombiana, o al ridiculizarlo por la vía de la caricatura o el estereotipo, se contraviene el fundamento mismo de la cultura nacional que se basaba en dos pilares: la familia y el trabajo, sostenidos en última instancia por el sustrato católico. Fracturarse este sustrato, las nuevas relaciones urbanas no se dan dentro de un proceso de modernización secular con una ética civil modeladora sino dentro de un berenjenal de anomia social hábilmente explotado por el narcotráfico.

Lo campesino, que no ha sido superado en un proceso de transformación de la sociedad, es simplemente suprimido y sobrevive como lo “reprimido” freudiano que al no desaparecer se transforma en síntoma, es decir en violencia real y simbólica. Mientras el mundo campesino implicaba paciencia, siembras y cosechas, lenta acumulación de días y horas, sueños burgueses insípidos, la nueva vida urbana es la acción, el enriquecimiento rápido, las vías de hecho.

El retorno de lo reprimido en este mundo urbano es el acto violento e ilegítimo que ejerce entonces una fascinación mística en cineastas y espectadores, por lo que tiene de compensación instintiva. Se explota esa relación causa-efecto, instinto-satisfacción y se crea un género nuevo: PELÍCULA COLOMBIANA, en la cual, aunque en términos distintos a los dispositivos empleados por Dago García o Clara María Ochoa, todo está también codificado y predeterminado.En el Nuevo Cine colombiano, que existe si aceptamos que existe una unidad de visión del mundo en las películas nacionales, ya sabemos cómo van a reaccionar los personajes (instintivamente, a golpe de individualismo feroz), cuál es el móvil de los acontecimientos (el dinero o el reposicionamiento social, pero que este último se dé no por trabajo o esfuerzo sino a golpes de buena suerte) y cuál será el desarrollo final (el equilibrio o permanencia del statu quo).

Se puede analizar el caso en Sumas y restas de Víctor Gaviria, Bluff de Felipe Martínez, Soñar no cuesta nada de Rodrigo Triana, El trato, El colombian dream, Dios los junta y ellas se separan, Esto huele mal de Jorge Alí Triana, La ministra inmoral o Perro come perro. El mundo tal como es permanece inalterable pues es el único mundo posible. Una imagen emblemática del último cine colombiano reciente es el ingeniero Santiago de Sumas y restas, interpretado por el actor natural Juan Uribe, regresando a El Poblado, el tradicional barrio de Medellín, con las manos limpias, mientras el traqueto “popular” cae despanzurrado por las balas.

La pregunta es, ¿podría ser de otra manera? ¿Podría el falso héroe de Esto huele mal ser desenmascarado? ¿Podría el soldado protagonista de Soñar no cuesta nada ser de verdad diferente a su ambiente? ¿Podría el pobre Luis Eduardo Arango salirse con la suya en Bluff? ¿Podría el feo ser amado o siquiera deseado?Los cineastas colombianos quizá no están interesados en ese PODRÍA, que plantearía alternativas a lo predecible de la vida social, al valor de cambio por encima del valor de uso.Y si estuviesen interesados, la sola toma de posición a favor de semejante alternativa implicaría cambiarle al público las condiciones de acceso a las películas, exigirle una posición racional y convertir la película, con ese sólo y único gesto, en un producto esotérico. En un país que viró masivamente hacia posiciones de derecha, da mucho más resultado – en votos y en espectadores- preservar el orden que insinuar una mínima alteración del mismo, por mucho que ese orden sea el producto de una larga historia de exclusión social.

El resultado, entonces, de estos procedimientos que supongo son inconscientes en los realizadores, es en primera instancia un cine que conecta con el público y su conformismo moral y político. A pesar de que se sobreexpone el estado actual del país, esta sobreexposición se hace en términos sociales y políticos paralizantes: descree de todo, no legitima nada. La apocalípsis es tal que resulta obvio que no hay otro mundo posible, a no ser a costa de borrarlo todo y empezar de nuevo (lo que por supuesto no es realizable a nivel práctico pero si en el terreno de lo simbólico).

Las películas mejor masificadas del Nuevo Cine colombiano pretenden hacer un calco de la realidad, pero como el arte es necesariamente una mediación sobre esa realidad, lo que logran con esa imitación servil es una imagen tremendamente deformada, que es aceptada como verosímil o creíble por el efecto de su repetición: es la visión del país que tiene el cine, y que a fuerza de repetirse de película a película ha logrado en los espectadores altos niveles de codificación.La omnipresente representación de la violencia no excluye que el punto de vista y la visión de mundo de las nuevas películas sea escapista. Voy a poner el caso de Bluff. Es una comedia con todos los ingredientes que los colombianos de bien rechazan, supuestamente, en las películas. Pero la gente sale feliz de la sala porque nada es cuestionado. Ocurrió lo mismo con Esto huele mal. Es el discurso del conformismo institucionalizado. Estas películas pretenden ser críticas –sólo había que escuchar a Jorge Alí Triana- cuando en realidad “exudan” una perfecta sincronía con lo establecido biológica y culturalmente como destino nacional: el salvaje individualismo, la creatividad para la trampa, el entusiasmo por la ilegalidad. Nuestras últimas películas están atrapadas en ese discurso, y celebran estas “características” nacionales, incluso con escaso pudor como en Esto huele mal, Soñar no cuesta nada, El colombian dream, El trato o Dios los junta y ellos se separan.

Cuando Víctor Gaviria recibió en 2005 el premio del Festival de Cine de Cartagena para Sumas y restas, dijo que había hecho la película para recordar aquellos años de feliz irresponsabilidad cuando se dio la gran bonanza del narcotráfico en Antioquia. También él que es nuestro “autor” expresaba esa fascinación por lo criminal y lo ilegal, que marca toda su obra y contamina a la generalidad de las películas recientes.

Me permito especular que ese trauma nacional de fascinación por la violencia, camuflado pero indesterrable, es, entre otras cosas, el resultado de un cine hecho desde una visión patriarcal y masculina. Un cine volcado al exterior, al acontecimiento estruendoso; focalización traumática disfrazada de compromiso con la realidad, procedimiento metonímico de enmascaramiento. En ese supuesto compromiso con la brutalidad de lo real, el cine nacional ha olvidado ponerse del lado de las víctimas, de los débiles, ha desechado la perspectiva de lo íntimo, de lo femenino. Quienes padecen la violencia tienen menos sex-appeal que quienes la ejercen. Lo público ha prevalecido sobre lo privado.

En el corpus del cine sobre la violencia, muy pocas películas nos permiten ver el drama de las víctimas (como La primera noche o La sombra del caminante), pues preferimos darles audiencia, representación y votos a los hombres fuertes.

TERCER DILEMA. ¿CÓMO CONSTRUIR UNA ESTÉTICA DE LA DEBILIDAD?
Quizá una posible salida para nuestro cine dependa de ser capaces de construir una “estética de la debilidad” como diría el director ruso Andrei Tarkovski.

Una tal estética de la debilidad puede que no se parezca mucho a las exigencias de un sector de la ficcionalizada opinión pública que reclama del cine nacional historias sencillas, gente común, clase media. Este público hipotético considera que debe ser tenida en cuenta la dignidad de pagar la cuota del carro, el heroísmo del adulterio, los paseos a la finca. Reclama una voz para aquello que ocurre sin estridencias pero compone también el marco total de la vida.

Hay un director colombiano, Jaime Osorio, que ha intentado esa épica de la intimidad. Una vez con suerte, en Confesión a Laura; otra vez con cajas destempladas, en Sin Amparo. Asimismo, hay una larga lista de cortometrajes recientes que construyen, con mayor o menor éxito, el mundo de lo privado, sin apenas relación con un afuera conflictivo. Ese sería otro filón de análisis, imposible de seguir en el espacio de esta ponencia. Se puede mencionar, sin embargo, un solo ejemplo, que resulta sintomático, el corto Aniversario, del realizador Augusto Sandino, ganador en 2005 del Premio Nacional de Cortometraje del Ministerio de Cultura. Allí se puede ver a una pareja, aislada de cualquier contexto social identificable con la realidad del país, asaltada por el malestar de los sentimientos, por la intolerancia de la convivencia. La incomodidad de la violencia, aquello que, aparentemente, no se quiere ver más, contamina lo simple y cotidiano de una cena con la que una pareja pretende celebrar su aniversario.

Este corto, quizá sin proponérselo, demuestra algo elemental: que lo público y lo privado no se pueden compartimentar, que una sociedad es violenta porque ha construido una red de relaciones donde la hostilidad se extiende o atraviesa desde el cerrado círculo familiar hasta el campo expandido de lo político.

En cualquiera de los dos escenarios se puede hacer realismo, que es a no dudarlo el gran referente estético que atraviesa al cine colombiano desde las películas de Arzuaga en los años sesenta y que alcanzó su punto más alto en la influyente obra de Víctor Gaviria.

El protodiscurso del realismo ha provocado un pertinaz malentendido en el cine nacional y en la recepción que el público, tanto el masivo como el especializado, tiene de él: creer que el cine es un reflejo de la realidad. Falso dilema porque el cine, tanto si se considera expresión artística como si se tiene en cuenta su carácter de medio de comunicación, no es reflejo de la realidad sino expresión y mediación de la misma.

Los primeros en caer en ese mimetismo han sido los propios cineastas colombianos que al querer construir una narración sobre nuestro tiempo, se han quedado en el nivel de la exposición y la denuncia, se han limitado a la representación de los hechos, de lo anecdótico y exterior de esos hechos, sin trascender en la búsqueda de realidades simbólicas de alcance universal. Una película como La sombra del caminante ha sido importante internacionalmente porque, aunque con errores y torpezas, busca un sentido para lo que está contando, crea un símbolo de reconciliación a través de la relación de los dos personajes principales.

Por su parte, Víctor Gaviria decía hace siete años en pleno debate sobre los alcances éticos de su realismo: “Creo que el cine tiene la misión de sacarnos del enredo de estar recibiendo una cantidad de noticias sobre la violencia, pero nunca comprender lo que la violencia quiere decir, de superar esa estupidez mental de estar dando vueltas alrededor de unos hechos que no se entienden, porque los periodistas no pueden, no son capaces y no deben, digámoslo, salirse de ese automatismo de una serie de noticias y de hechos que están desvinculados de la historia, o sea desvinculados de un proceso que nos permita entender de dónde vienen, hacia dónde van, cuáles son realmente los personajes y los protagonistas de esos hechos, cuáles son los sentimientos que están ahí. El cine tiene la obligación -ya que la televisión comercial no lo hace- de darle un sentido a esa violencia”.

Desde el imperativo ético de que el cine sirviera para procesos de catarsis social, nuestra saga cinematográfica sobre la violencia, el narcotráfico y la marginalidad, saga ya concluida por cierto, asumió la convicción de que sin interpretar artísticamente, es decir desde todos los matices de lo humano, los años recientes, no habría posibilidad de una verdad completa con su consecuente reparación. Películas como La primera noche o La sombra del caminante construyeron relato y personajes con aquello que en los medios de comunicación aparecía encubierto, o por la cifra estadística o por la sobreinterpretación del periodista o el político. La primera noche, historia de dos desplazados de la violencia que llegan a Bogotá, nos permite ver a los personajes en su realidad anterior al desplazamiento. Su vida en el campo, en contacto inmediato con un mundo donde tenían un lugar, permite sentir con fuerza el desgarramiento, la pérdida, la degradación de su nueva condición de desplazados, que la película muestra paralelamente. Como reclamaba Víctor Gaviria, vemos el proceso, llegamos a saber de dónde vienen y a presentir para dónde van estos personajes. Allí estaba la historia íntima de dos personas sacudida por el flujo de los hechos sociales, pues la intimidad no ocurre en el vacío.

La sombra del caminante intentó algo parecido, aunque de una manera más atropellada. La opera prima de Ciro Guerra se resentía de ser una película que pasó de durar casi tres horas a un metraje final de 90 minutos. El resultado es que el público no alcanza a percatarse de la maduración de unos personajes, de sus relaciones y revelaciones. Como en buena parte del cine colombiano de estos últimos años, en esta película los protagonistas representan más un conflicto ideológico propio del director y el guionista que su propia autonomía como personajes.

El peligro constante que trajo aparejado el intento de inspirarse en la realidad más inmediata y conflictiva, para los directores colombianos, fue la solemnidad y la falsa conciencia de sentirse obligados a los grandes temas, a la corrección política, a un cine ideológicamente irreprochable. En películas como Hábitos sucios de Carlos Palau, o El trato, de Francisco Norden, se pierde toda mesura en la edificante decisión de pretender incluir todo el conflicto colombiano en 90 minutos de ficción. Aparecen entonces peligrosos fenómenos de sobreexposición e intercambiabilidad: da lo mismo un para que un guerrillero, un policía que un ladrón. La cualidad propia de cada cosa se borra. Aquello no sólo es el resultado de una desesperación frente a una realidad donde todos los integrantes del cuerpo social aparecen como corruptos y oportunistas. Es ingenuidad estética que deviene en reiteración y énfasis innecesarios.

De ese ciclo concluido sobre la violencia y el conflicto hemos heredado vicios, supuestos y lugares comunes. El principal de esos supuestos es la unidimensionalidad de los personajes. El director polaco Krysztof Zanussi, en una visita a Colombia hace 6 años, enseñó que la tensión dramática en las películas sólo es posible si se plantean en términos morales, es decir, si los personajes están atravesados por dilemas, si se mueven en medio de dudas y con un alto grado de libertad para tomar decisiones. El cine colombiano reciente ha intentado muy poco este tipo de personajes, a no ser de forma caricaturesca, como el personaje de la ministra en La ministra inmoral. Y eso lo obliga a trabajar mayoritariamente en el tono de la comedia donde, según la prescripción aristotélica, los personajes están por debajo del ideal moral. Aunque la representación de este tipo de personajes satisfaga necesidades sociales, con ellos no se dan los efectos de piedad o catarsis indispensables para la salud del cuerpo social según el pensamiento del estagirita.

Una película como Sumas y restas está en el límite de estas tensiones. El ingeniero Santiago cede a la tentación del dinero fácil, pero su decisión es dramática, y dramatúrgicamente importante, porque en el proceso entendemos que pudo haber decidido lo contrario, y eso lo hace un personaje complejo e interesante. Los otros personajes, los pequeños o grandes traquetos de Sumas y restas, son menos interesantes aunque puedan ser más vivaces y coloridos y lleguen más directamente al público. Ellos pertenecen más al folclor urbano y a la caricatura, que abunda, por cierto, en nuestras películas.

El principal desafío para el cine colombiano próximo, me atrevo a decir, es ser capaz de construir personajes que escapen de la visión monolítica que define buena parte de los actantes, en términos semióticos, de las películas recientes.

El Viejo Cine colombiano, que para ese caso sería el actual, se ha limitado a decir “Somos así”, con una pretendida objetividad antropológica. Pero consideremos por un momento la posibilidad de que los cineastas no sean antropólogos. Sabemos que el pesimismo antropológico es el tono y registro habitual del cine contemporáneo, especialmente aquel que dentro de la industria se etiqueta como cine de autor. Pero el cine de autor pesimista, desesperanzador, donde igual que en El trato o Soñar no cuesta nada se puede entender que todos somos oportunistas, corruptos e intercambiables, tiene habitualmente elementos de racionalización, una frialdad de la puesta en escena, un distanciamiento brechtiano, por decirlo de alguna manera, que le permite al espectador otro tipo de relación con lo expuesto, más desde la inteligencia que desde la emoción. Es, en últimas, un cine moderno.

Pero un cine narrativamente convencional, como la mayoría del cine colombiano, que busca cumplirle al espectador lo que le promete, es decir, que es un cine clásico en sus procedimientos y que apela a la participación emocional del espectador, requiere de entidades dramatúrgicas más contrastadas que, por lo menos en el plano de la expresión artística, señalen un horizonte de mayor apertura.

Un cine pensado desde la debilidad y la pobreza es el que mejor se ha aproximado en los últimos años a esta ampliación del campo de posibilidades de las películas colombianas. Se trata de un cine al margen no realizado con los criterios centralistas o bogotanos que dominan la producción nacional. Es un cine fronterizo o, si se me permite utilizar una palabra con mucho más arraigo entre nosotros, regional. La posibilidad de un cine regional no es un problema geográfico sino cultural. Películas hechas en Bogotá o pensadas desde aquí como La sombra del caminante, o los cortometrajes La cerca y Xpectativa, por citar sólo dos ejemplos mayores de este formato menor, son cine que se sabe pobre y que entiende a Colombia como un país inconcluso, conflictivo, de ideologías con profundo arraigo campesino, en movimiento hacia un no se sabe qué…

Estas películas muestran gente débil, pobre y fea, pero en esa debilidad, pobreza y fealdad hay una razón de ser interna que las redime y las hace aparecer como lo que son: la expresión de lo vivo en su complejidad. En las películas centralistas o bogotanas, la pobreza y fealdad funcionan como un acto reflejo de la superioridad de quien filma: es el caso de Bluff o El colombian dream.

Regional entonces sería un cine que se exprese desde los márgenes, que renuncie a dar visiones totalizantes y esquemáticas y las reemplace por un descubrimiento paciente de los múltiples matices en los que se descompone cada hecho.

No es una utopía pensar en un cine así. Quizá es una necesidad social. Una película como Apocalípsur también lo logra. Allí aparecen jóvenes de aquella Medellín de finales de los 80 y comienzos de los 90, jóvenes que piensan en sexo y en drogas, pero también en lo que significan la amistad, la muerte, el destino, sobre un fondo de destrucción y escepticismo. La película no presume nada sobre ellos, los deja ser, los deja revelarse, incluso en esa vacuidad y grandilocuencia tan suya y reconocible. También lo logra una película como Satanás, de Andi Baiz, cuando consigue sacar la cabeza por encima del esquematismo de una producción excesivamente planificada que se traduce la mayoría de las veces en frialdad.

Apocalípsur o Satanás, La cerca o Xpectativa son cine significativo e inconforme. Sé que decir esto suena tremendamente anticuado e inocente, pero sospecho del conformismo del Nuevo Cine colombiano, y como decía un personaje en Leones y corderos, el melancólico panfleto de Robert Redford, sé muy bien quienes cuentan con él y son favorecidos con su perpetuación.

Me permito sospechar hasta el fondo cuando Celmira Zuluaga o Felipe Martínez dicen que su cine no tiene pretensiones, sólo la de entretener. Veo en ellos todo el desprecio por la cultura y el pensamiento, que se ha vuelto casi un slogan en un país gobernado por flujos y contraflujos emocionales, donde polarizar da enormes réditos; y nadie mejor para polarizar, actuando de idiotas útiles, que los medios de comunicación, cine incluido.

Sé que la sociedad del entretenimiento es una realidad casi incontestable y que en ella el mundo aparece como un hecho dado que es inútil explicar o resistir. Pero sé que en un estado de cosas así, la memoria y un arte de la memoria es un último baluarte, porque testifica que el actual no es el mejor ni el único de los mundos posibles.

Si el Nuevo Cine colombiano reafirma clisés y copia fórmulas, como estoy seguro que lo hace, con la manida disculpa de crear un público, ya es hora de que un nuevo campo de fuerzas lo arrincone y lo vuelva viejo. Pues, finalmente, suponer demasiado del público es lo que ha ocasionado, una y otra vez, el fracaso del cine nacional, como está históricamente demostrado, y lo que ha impedido su continuidad.

Para un realizador, tomar posición dentro de ese campo de fuerzas de poder que es el campo cinematográfico colombiano, y aquí uso campo en la acepción propuesta por Pierre Bourdieu, es casi suicida, pues es un campo tremendamente exigente, donde se tiene que sobrevivir a cómo dé lugar complaciendo a un gremio arribista y superficial, y donde los nuevos arzuagas pueden sencillamente volver a sucumbir.

Puede que de repente “florezca” un artista con una visión intensa y nueva de la realidad. Pero eso sería hacerle el juego al mesianismo del hombre fuerte tan en boga entre nosotros. En vez de esa inspiración ex nihilo, tendría que existir una base social que le haga un “nido de calor” a otro tipo de cine y que instaure otro campo de fuerzas compuesto por el personal técnico y artístico que está en formación, por periodistas, funcionarios, espectadores, críticos.

La posibilidad no se ve clara. Me temo que incluso la academia está llena de mensajes conformistas y pusilánimes, pues enfrenta las fauces voraces del mercado o ya ni siquiera se diferencia de este último. Las condiciones y estructuras generales del país y de la cultura, las tensiones que vivimos, la atmósfera que respiramos, todo nos lleva a la perpetuación del modelo imperante: un país dividido entre buenos y malos, ricos y pobres, bonitos y feos, poderosos y débiles, victimarios y víctimas y una gran vocación de eliminarse mutuamente y disolver las diferencias en el acto instintivo y violento. Y un cine que, en su mayor parte, se mueve en las mismas coordenadas.

Estas polaridades son el alimento espiritual que recibimos cada día de la vida cotidiana, de los medios de comunicación, de las familias, de nuestro gobierno; las nuevas generaciones, aquellas llamadas a marcar un Nuevo Cine con su sello, quizá no hayan tenido la oportunidad o el interés de imaginar otro mundo posible.*Este texto fue leído en el primer Encuentro Nacional de Escuelas y Programas de Formación Audiovisual, que se realizó del 3 al 5 de diciembre de 2007 en la Universidad Javeriana de Bogotá, y posteriormente en el evento académico de la 8a versión de Cine a la Calle, en mayo de 2008 en Barranquilla.

NOTAS:
(1). Vélez, María Antonia. “En busca del público: Patria Films y los primeros años del cine sonoro en Colombia”. Ponencia para la XII Cátedra de Historia Ernesto Restrepo Tirado. Museo Nacional, 2007, en proceso de publicación.
(2). Perkins, V.F. “The Atlantic Divide”, en Dyer, Richard y Ginette Vincendeau, eds, Popular European Cinema. Londres y Nueva York: Routledge, 1992.
(3). Ver a este respecto: Jaramillo Vélez, Rubén. Colombia: La modernidad postergada. Bogotá: Argumentos/ Temis, 19