jueves, 23 de noviembre de 2017

Luis El Memorioso

La VII edición del Festival Márgenes, que se inaugura esta noche en la Cineteca de Madrid, le entregará el Premio Especial Márgenes por toda su trayectoria, al cineasta colombiano Luis Ospina. Este premio, que por primera vez recae en un cineasta latinoamericano, reconoce los aportes a la calidad y diversidad del cine independiente. En ediciones anteriores de Márgenes, recibieron el mismo premio el director y productor Luis Miñarro, Basilio Martín Patiño, Gonzalo Suárez, Emma Suárez y Lluís Escartín. Como parte del homenaje, la obra de Ospina será exhibida online entre el 2 y el 23 de diciembre en la web oficial del Festival. Para celebrar este merecido reconocimiento retomo un breve texto escrito para el catálogo del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias-FICCI que le rindió tributo a Ospina en su edición 56.


Luis Ospina. Foto: Juan Cristóbal Cobo

En casi cinco décadas de carrera ininterrumpida, Luis Ospina (Cali, Colombia- 1949) ha transitado por una variedad de oficios que le han dado forma a su visión del cine. Montajista, crítico, actor, productor, curador y director de festivales, amoroso albacea de la memoria de sus amigos, acumulador obsesivo de momentos de la cultura colombiana, y personalísimo director con una obra imprescindible para entender los debates, los horizontes y las transformaciones del cine colombiano y latinoamericano.

Su obra empieza con cortos experimentales imbuidos del espíritu inconformista de los años sesenta, del que se empapó siendo estudiante en California. El cine que vio mientras asistía a las clases en UCLA, cambió para siempre su visión de este arte y le abrió “las puertas de la percepción” respecto a lo que se podía lograr con el montaje y los materiales encontrados. Desde allí se empezó a decantar su obsesión por la memoria, y su convencimiento de que el cine es un lugar desde el cual preservarla pero también cuestionarla.

Creador y destructor de mitos al mismo tiempo, Ospina se ha enfrentado a las verdades heredadas por la tradición y el conformismo. En la primera parte de su filmografía, él y el vehemente Carlos Mayolo, cuestionaron el cine oficial e institucional en Oiga vea, y la oportunista usurpación y comercialización de la miseria en Agarrando pueblo. En Asunción le dieron curso a los pánicos de su propia clase social, cuyo temor histórico ha sido una revuelta social que le quite privilegios. Como el amigo y mentor Andrés Caicedo, ejercieron con atención y disciplina el desclasamiento, la búsqueda y el encuentro de esas otredades que el miedo encubre con la cara de lo monstruoso.

En la década de 1980, huérfanos de la figura, al mismo tiempo frágil y paternal de Andrés Caicedo, dieron el salto al largometraje en lo que se conoce aún como la época de Focine, establecieron las coordenadas estilísticas de un género cinematográfico colombiano, el “gótico tropical”, del que hace parte su primer largo, Pura sangre, y se inventaron un mote, Caliwood, para definir la energía creativa, el humor y el desenfado que atravesaba a esa vibrante ciudad del occidente del país.

Al final de la década, el triunfo del narcotráfico y la consecuente destrucción del patrimonio urbano y la vida cívica tradicional de Cali expulsaron a Ospina y a Mayolo, junto con otros miembros del Grupo de Cali, de ese precario paraíso. El arte de Ospina tuvo que reinventarse, impulsado por cambios tecnológicos como la llegada del video que abrieron un nuevo sensorium. La memoria comenzó a asediar a Ospina y a revelársele como el gran tema del documental, al mismo tiempo que la desaparición de amigos y conocidos le mostró su propia condición perecedera.

Sus documentales sobre artistas, cultos y populares, proscritos y olvidados, marginales o inventados, y sobre obras o tradiciones que el tiempo ha querido borrar, configuran una memoria en movimiento sobre la cultura nacional, desde Andrés Caicedo, unos pocos buenos amigos a Un tigre de papel. Esta voluntad de recuperar y conservar da a su obra un conmovedor rasgo de entrega a la fidelidad de unos pocos buenos amigos.

Todo comenzó por el fin, su último documental, es el testamento de un director que acostumbraba realizar biografías por interpuesta persona hasta que la fuerza de las circunstancias lo obliga a elaborar la propia. Y lo que resulta de esa necesaria pérdida de pudor es la incansable experiencia de una vida atravesada de principio a fin, por el cine y la amistad.

Web oficial de Márgenes:
https://www.margenes.org/

lunes, 16 de octubre de 2017

Sol Negro: Deseo homosexual y depredación colonial

Unas notas a propósito de Suddenly, Last Summer (Joseph L. Mankiewicz, 1959), que hizo parte del ciclo sobre María y el cine internacional, en el seminario paralelo a la exposición que conmemora los 150 años de la publicación de la novela de Jorge Isaacs.


Elizabeth Taylor (Cathy Holly), perseguida por los hambrientos en Suddenly, Last Summer.

Si convenimos en que Sebastian Venable es el primer homosexual representado "explícitamente" en el cine de Hollywood, acto seguido surgen una serie de punzantes dudas, preguntas e incomodidades. Porque Sebastian, si bien es el eje invisible sobre el que se articula la casi intolerable tensión de la película de Mankiewicz, es antes que nada una ausencia, un signo invisible, un muerto.

El código Hays, aún vigente en el año en que se estrenó la película, prescribía la homosexualidad en la pantalla, más o menos como si se tratara de un crimen. Los criminales podían ser representados -y lo fueron profusamente- siempre y cuando tuvieran un merecido castigo que sirviera como advertencia moral. Y como un criminal -aunque sería mejor decir como un monstruo- entra el homosexual al cine de Hollywood.

Sebastian Venable, hijo de una aristócrata sureña, es un monstruo que solo puede concebir su deseo como depredación. Según su prima Cathy, con quien viaja al sur de Europa en el insistente "último verano" del título, su manera de referirse a los jóvenes, objeto de su deseo, siempre pasaba por la metáfora alimenticia y el imaginario caníbal. Estos jóvenes le resultaban apetitosos y saciaban su hambre de experiencias y sensaciones.

El drama colonial se apodera muy pronto de la película de Mankiewicz, y anuncia su inesperado, fatal desenlace. El jardín de la casa de los Venable es un museo tropical que imita la exuberancia natural de los países del sur; una de sus plantas más exóticas, la "Dama", sacia su hambre devorando insectos que Violet Venable o alguien más de la servidumbre de aquella mansión en decadencia, le provee. Violet, además, recuerda un viaje a las islas Galápagos o Encantadas, donde Sebastian habría visto a Dios, una palabra que opera como otra forma de nombrar su destino, prefigurado en una naturaleza donde todos se devoran entre sí. 

Pero en el corazón de este drama colonial hay otro territorio en disputa. Es el cuerpo de los jóvenes de pieles más oscuras que Sebastian va a buscar en sus viajes de verano. Paolo Zanotti, autor del libro Gay. La identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich señala la relación entre colonialismo y sensibilidad homosexual moderna: "Fue en el mundo colonial donde vieron la luz, mucho antes que en San Francisco, las primeras ciudades verdaderamente homosexuales (...) Como es de prever, a finales del siglo XIX, el Mediterráneo y los países exóticos se convirtieron no sólo en lugares a los que huir, sino también en los destinos de la primera forma de turismo sexual". El escritor William Burroughs en el libro de entrevistas Cónsules de Sodoma, lo dice más claro y de primera mano: "Verán: la homosexualidad es un hecho económico de alcance mundial. En los países pobres -como ocurre en Marruecos y en partes de Italia- ésa es una de las grandes industrias, uno de los principales caminos para que un joven pueda llegar a algún lado".

Pero Suddenly, Last Summer va más allá de la verificación de un hecho dado. Muestra la revuelta o subversión del cuerpo colonizado o primitivo. Justo en el momento en que Sebastian parece haber saciado su apetito de cuerpos oscuros y dirige su deseo hacia el norte, hacia los cuerpos blancos de los países nórdicos, estos jóvenes del sur lo asedian con su música ruidosa (y siempre es la percusión el sonido fundamental del sur. El ruido ininteligible del instinto más que la melodía tranquilizante de la razón). Lo rondan en manada y lo devoran en las ruinas de un templo antiguo, como a un moderno Dioniso. Porque estos cuerpos oscuros también quieren ser saciados: su hambre es más antigua y más feroz.

Detrás de la intensidad simbólica de Suddenly, Last Summer hay dos artistas homosexuales -el guionista Gore Vidal y el dramaturgo Tennessee Williams- que pertenecen a esa fase de la sensibilidad gay que creció expresándose en clave y sentó las bases de una identidad fundada en "la figura dieciochesca y decimonónica del homosexual como dandy y aristócrata, superior al resto de la sociedad" (Zanotti). Ese dandy y aristócrata tenía una especial propensión a devorar y un secreto deseo de ser devorado. Como en efecto ocurrió no pocas veces. Todavía hoy son hitos de la historia homosexual, la muerte de Johann Joaquim Winckelmann, el historiador del arte que redescubrió el potencial homoerótico del arte estatuario griego,  a manos de unos gamberros de Turín; o la (auto) destrucción de Wilde devorado por Lord Alfred Douglas. El propio Pasolini, una figura de transición entre el viejo dandismo y el homosexual moderno atormentado, es asesinado en 1975 por Pelosi, en un escarceo sexual en la playa romana de Ostia. (Pasolini es literalmente atravesado por el culo, ese metáfora anatómica de la subversión colonial, ese límite por el que pasa el hambre, la saciedad, el desperdicio y la revuelta).


Katherine Hepburn (Violet Venable) alimenta a la "Dama" de su museo tropical privado.

Con un poco de optimismo uno podría pensar que esto es historia pre-Stonewall y que el moderno movimiento por los derechos civiles lgbti ha permitido escenarios de igualdad donde estos dramas coloniales e imaginarios caníbales han sido desterrados de la experiencia, del deseo y de la conciencia. Pero las cosas no son tan sencillas. La igualdad no es universal y además, el deseo es un sol negro, el lugar donde el deseo de lo primitivo se actualiza, nuestra zona de contacto con aquello que en la experiencia diurna (y políticamente correcta) no podemos tolerar.

Ver escena:




martes, 3 de octubre de 2017

A unos jóvenes estudiantes de cine: "Hagan dinero con lo que hacen"

Ayer 2 de octubre estuve en la Universidad Agustiniana de Bogotá hablando con un grupo de estudiantes de cine. Aunque la promesa era ofrecer un taller de crítica, de dos horas de duración, permanecí allí casi tres horas, hablando de esto y de lo otro, y de lo de más allá. Al final del encuentro, Yamid Galindo, el profesor que me invitó, me pidió, en una forma que yo no esperaba, que les dijera algo a los estudiantes. ¿Algo? ¿Un consejo tal vez? Pensé entonces en qué consejo puede dar un crítico de cine, cuyo oficio, casi siempre, es mirado con dosis venenosas de condescendencia y desprecio por los colegas del medio. Alguien que según cierta jerarquía, propia de sociedades acomplejadas, practica la inacción y el parasitismo.

Hilé dos o tres cosas como respuesta, ideas en las que creo aunque suenen ingenuas o absurdas. Les hablé de tener esperanza y decidir con el corazón, que nunca se equivoca, mientras la razón crea monstruos. Y de recordar siempre el porqué escogieron estudiar cine. De volver una y otra vez, sobre todo cuando se cree perdido el camino, a la motivación, al impulso inicial; como cuando en la escritura de una historia el sentido de la misma se dispersa en múltiples, equívocas direcciones y hay que volver al centro, al origen. 

Pero de regreso a mi casa la pregunta me siguió acechando. Si pudiera devolver el tiempo, cosa imposible, muchachos, les diría otra cosa, que ni siquiera me pertenece porque el pensamiento propio y la originalidad no son más que otra falacia en la tupida red de mentiras que nos dispensan todos los días. Les diría algo que es una suma de cosas que otros me han dicho y que quiero repetir con convicción. Un día, un amigo me contó que otro día Eduardo Coutinho visitó la ESCAC de Barcelona y le habló a un grupo de estudiantes de cine, quizá semejante a los de la Universidad Agustiniana. Sí, Coutinho, el cineasta de la escucha atenta, del amor por la palabra, del cuidado del otro. El documentalista brasileño, puesto en la situación de dar un consejo, solo les dijo: "hagan dinero con lo que hacen".

Quiero repetir una a una esas palabras, como si fueran mías, y darles todo el énfasis posible, subrayarlas hasta que brillen como una inscripción: MUCHACHOS, HAGAN DINERO CON LO QUE HACEN. Cobren por su trabajo y trabajen con amor. No se dejen enredar en la madeja de argumentos de quienes les dicen que el amor no se debe ensuciar con el dinero. El amor no es sacrificio, como les han enseñado para así mantenerlos atados a la rueda de la culpa, es dar y recibir, para que el mundo permanezca en equilibrio. Y ese equilibrio, entre muchos otras cosas, lo da el dinero (o más bien el dinero, que visto de cierta manera no es nada, es su símbolo -el símbolo del equilibrio-, o sea que lo es todo). Robinson, el Robinson de Michel Tournier, el solitario que naufragó en una isla, solo salió del pantano, de la ciénaga de la depresión y el sinsentido, cuando entendió que quien acumula, quien conserva, quien reúne, encuentra el espíritu.

Hagan dinero con lo que hacen, cobren por lo que hacen, porque lo que hacen o harán es único y tiene valor. Quien les pide que trabajen gratis, ese, casi siempre, tiene las manos llenas. Cobren como el jardinero, el electricista, el carpintero, el ingeniero, que son irremplazables. Lo que ustedes hacen significa mucho en el entramado del universo. Casi diría que ustedes lo sostienen, al universo, porque le dan sentido, proporción, orden simbólico, belleza. Cobren y cobren bien, y a tiempo. Si no, hagan huelga, detengan la marcha de la iniquidad.

Porque de cobrar, ganar dinero, acumular, conservar, dependen no pocas cosas. Depende, por ejemplo que este mundo, que no es el mejor pero es el que tenemos, se renueve. En el trabajo se sostiene la transmisión, la continuidad del saber, la tradición. Sin estas cosas, sin transmisión, sin continuidad, sin tradición, queridos jóvenes, se van a sentir solos y miserables, y eso no se lo pueden permitir. No dejen que crezca en ustedes la sensación de que tienen las manos vacías, que sobran o están de más, que son intercambiables como fichas. Así los quieren los poderosos del mundo, dóciles y llenos de miedo, para venderles mercancías, ideologías, fetiches, ideas de éxito y reconocimiento, identidades de papel. Los quieren en lucha unos contra otros, mirándose con sospecha unos a otros. Si cobran y cobran bien tendrán lo suyo, entenderán el costo de vivir, y de vivir del trabajo -no de los padres ni del estado, ni de nadie más-. Entenderán la grandeza de ganarse el pan -y con el pan una vida que crece en significado espiritual-. Sí, ganarse el pan con el sudor de la frente, esa consigna que cargamos desde aquel día feliz en que fuimos expulsados del paraíso.

Cobren por lo que hacen, porque cuando se cobra por hábito del alma, se gana la libertad de descubrir que también existe el acto generoso y gratuito.



sábado, 22 de julio de 2017

El silencio de los fusiles, de Natalia Orozco: "¿Qué hacer con los prejuicios?"


"Esto era el posconflicto: una borrachera brutal entre la abstinencia de la guerra, la corrupción desnuda, y el aturdimiento de no saber qué hacer con los prejuicios". Esta frase, escrita por Juan David Ochoa en un lugar de alguna red social, señala quizá el mayor obstáculo que hoy enfrenta la sociedad colombiana en el propósito de ser un país vivible y no ese Saturno que devora a sus hijos; a pesar del progresismo de algunas de sus estructuras democráticas, de los derechos formales garantizados para un buen número de asuntos de la vida pública y de una guerra -la de las Farc- liquidada, Colombia, los colombianos, nos arrastramos como dinosaurios entre un fango de pequeños y grandes prejuicios (sociales, raciales, sexuales, que se entrelazan) que alimentan las guerras simbólicas que consumen nuestra energía día a día.

Algunos de esos prejuicios parecerían menores sino fuera por el lugar de irreflexión que revelan (la costumbre de pensar cómodamente y en bloque, estableciendo jerarquías inamovibles que impiden ver los fenómenos uno por uno). Muchos de esos prejuicios "menores" hacen parte del campo del cine y se han normalizado de tanto repetirse. Dos de ellos se vinculan con lo ocurrido en torno a la recepción pública -compleja, ambivalente como el propio país- de El silencio de los fusiles. El prejuicio de creer que el cine es, per se, moralmente (y no digamos estéticamente) superior a la televisión, y otro, que tal vez se deriva del primero, creer que el documental es un modo de expresión estética mientras que el reportaje pertenece al mundo bastardo y contaminado del periodismo, de la mera información.

En la defensa que aquí quiero hacer de El silencio de los fusiles debo declarar mis cartas en el asunto: también es mi propia defensa o, más concretamente, la defensa del trabajo que con Diana Bustamante en la dirección artística del FICCI, hago cada año como programador de este festival. Sabemos que nuestra decisión de elegir la película de Natalia Orozco como film inaugural de Cartagena 2017, modificó de muchas maneras el destino de este documental, al ponerlo en un lugar de extrema sensibilidad y que concita todas las expectativas del ya mencionado campo cinematográfico. 

Habían pasado pocas semanas del deplorable resultado del plebiscito del 2 de octubre cuando con Diana asistimos a una proyección privada de El silencio... Tuvimos la intuición (y como programadores a veces no se tiene nada más a la mano, además de los prejuicios o de la mirada formada y deformada por la costumbre) de que se trataba de algo extraordinario. Y no solo como documento coyuntural (algo que incluso hasta los más obtusos suelen reconocer) sobre el proceso histórico más importante que ha vivido el país en los últimos años; la mirada de Orozco y de su editor, Etienne Bousacc, estaba destinada a perdurar como modelo de responsabilidad artística en tiempos de guerra, como gesto de un pequeño grupo de personas -con Orozco a la cabeza- implicado de lleno y contra viento y marea, en la tarea de generar un artefacto político y estético difícil de cooptar por la habilidad ideológica de los bandos en conflicto.



La responsabilidad del El silencio de los fusiles no es otra que su toma de partido. En vez de producir un documento aséptico que distribuye cuotas de representación para todas las ideologías en juego (como hacen los programas radiales y televisivos de debate que naturalizan la polarización al ritualizarla como formato) Orozco decide estar a favor del proceso (algo bien distinto a estar a favor del gobierno). Su estar a favor no pasa por la ceguera o la inocencia: ella pregunta, habla con los negociadores, les punza sus partes más sensibles. Tiene, en suma, una impresionante capacidad de desnudarlos. Lo que en parte molesta a muchos espectadores es que en esa desnudez, los dos bandos, o en concreto sus líderes, ya no aparecen como monstruos sino como seres humanos que comparecen -sin entenderlo muy bien- ante una exigencia de la historia: acabar con una guerra, cumplir un mandato de futuro.

Hay una objeción frente a El silencio... que quiero traer aquí porque creo pertinente discutirla; se la escuché a Jaime Abello Banfi -una figura central en los debates del periodismo en Colombia- en el FICCI. Para él, un problema central del documental es la voz poco articulada que dentro de él tiene el uribismo, en comparación con la relevancia de esa voz en el espacio social y político colombiano. Es cierto, el uribismo y su jefe es un murmullo de fondo en El silencio de los fusiles; es una decisión política de Orozco no reconocer esa voz y con eso desmarcarse precisamente de esa presunción según la cual la responsabilidad periodística consiste en que hablen todos ("todas las voces, todas las opiniones"), de forma casi indiferenciada o en pie de igualdad. ¿Y si resulta que esa vocinglería uribista es desarticulada ella misma y por lo tanto no merece tener un lugar, ya no digamos en el documental sino en este momento histórico? ¿Y si el periodismo en vez de servir de caja de resonancia al sátrapa y a su nostalgia desesperada de poder, lo ignorara? ¿Tendría la misma relevancia en el referido espacio social y político?

La otra objeción recurrente frente a El silencio..., ya insinuada líneas arriba, es valorarlo como documento (coyuntural) y despreciarlo como cine. "No es cine, es reportaje", le he escuchado a muchas personas, e incluso la propia Natalia Orozco a veces ha suscrito esa distinción presentándose más como una periodista que como una cineasta (lo que nos lleva al segundo prejuicio: la superioridad de los supuestos artistas cineastas sobre los ingenuos periodistas). Esta objeción merece ser deshecha. El silencio... es una crónica del tiempo presente, es cierto, realizada frente a la urgencia de unos hechos que, incluso en los primeros cortes del documental, aún no tenían un cierre. En ese sentido cumple esa misión de "primer borrador de la historia" que muchos le han reconocido al periodismo. Pensar que ese primer borrador puede ser cualquier cosa o que no tiene ningún valor intrínseco es simplemente delirante. El reportaje es un género que en sus mejores casos puede producir no solo información cualificada, sino tener belleza de expresión. 


Frases de Santos, dadas en la entrevista a Natalia Orozco, como la recogida en redes sociales sobre el Country Club, hacen parte también del tupido espectro de prejuicios al que se enfrenta El silencio de los fusiles.

Por otra parte, El silencio... está lejos de ser un borrador, si asumimos esta palabra en sus implicaciones habituales de urgencia, descuido, imperfección.Y aquí venimos a lo cinematográfico del trabajo de Natalia Orozco y Etienne Boussac, que considero indispensable reivindicar. Porque fue en una sala de montaje (ese lugar donde se genera el sentido del cine), en horas y horas de revisión de materiales y archivos, y de prueba y error de múltiples estructuras narrativas, que El silencio... llega a esa propuesta formal que algunos, equívocamente, simplifican con el adjetivo de televisiva. En efecto hay una voz en off -la de la propia Orozco- que agrega una dimensión individual y emocional al material, y músicas -quizá excesivas- que refuerzan esa implicación sensitiva más que racional. Pero la voz de la documentalista era indispensable precisamente para deshacer esa idea de falsa neutralidad de la que hace gala algún periodismo al uso, que no entiende que no tomar posición es ya de hecho una posición, y la más peligrosa.

La otra decisión del documental, y que le da su estatura cinematográfica, es la cuidadosa distribución del referido material de archivo y los testimonios, evitando mezclas entre uno y otro que llevarían el testimonio a un cierto lugar manipulable a discreción de los documentalistas. "Pintar" los testimonios con archivos daba pie a ese tipo de manipulaciones en las que suele medrar la televisión. Escoger la estructura (menos atractiva visualmente, pero más responsable éticamente) de cabezas parlantes, permite además la ya mencionada humanización de los líderes de ambos bandos. ¿Se trata de una profilaxis histórica en donde el documental opera como un mecanismo exculpatorio al servicio de los bandos en guerra? Sinceramente no lo creo, pues el documental tiene, por otro lado, suficiente información complementaria para entender la amplitud y extensión de la tragedia provocada por la guerra en Colombia, y para ubicar el lugar que le corresponde a sus responsables. Y la mayor de esas tragedias, vivísima aún en este posconflicto que se arrastra con su coraza de dinosaurio, es no poder verle la cara al otro.

El documental es valioso y responsable precisamente porque contribuye a dar la cara, a ver el rostro. Que algunos lo condenen por eso da una señal de lo poco preparados que estamos para vivir sin un monstruo que, en su extrañeza, nos justifica y nos define.




lunes, 20 de marzo de 2017

Daniel D. Flórez: Esa mirada luminosa

Este jueves 23 de marzo, familia, amigos y compañeros de Daniel Felipe nos reuniremos en la Universidad Nacional para recordarlo de la mejor manera que se nos ocurre: volviendo a ver muchas de las imágenes y a escuchar muchos de los sonidos que él creó con libertad y convicción. Rara vez ocurre que alguien se manifieste tan entero en lo que hace. Daniel batallaba para convertir el cine –su cine– en un lenguaje que le permitiera entregar su intimidad, la misma que solo podía concebir resonando con la intimidad del entero universo. Su corta filmografía, buena parte de la cual se verá este jueves en el Paraninfo Juan B. Gómez del edificio 401 de la Nacional (de 6:00 a 8:00 pm y con entrada libre), fue realizada bajo un conflicto latente entre las demandas académicas y su propia necesidad de expresar sin ataduras las "verdades" que creía ir encontrando.

En 2015 escribimos juntos un artículo "Mayolo, padre nuestro", publicado en Colombia y México y que fue, a fin de cuentas, una especie de plegaria compartida por un padre simbólico para el cine colombiano. Daniel deja también, inédito, un libro de poemas, Charcos y lagunas, y un proyecto de largometraje en desarrollo, Por ti, para que tú un día llegaras.

Daniel Felipe Díaz Flórez nació en 1991 en Bogotá. Hizo estudios de artes audiovisuales en la Universidad de la Plata en Argentina y de cine y televisión en la Escuela de la Universidad Nacional.

Despierta el órgano que ordena las colmenas,
me hago sensible a su llamado,
después de aquí no hay vuelta posible,
después de esta imagen no hay por ver,
no es posible estar más cerca.
tan lejos, tan cerca,
Padre
Daniel D. Flórez

Una cualidad define –quizá mejor que ninguna otra– los trabajos audiovisuales de Daniel D. Flórez: gravedad. Pero esta gravedad no resulta nunca una impostura o un artificio, como sí ocurre en muchos trabajos de realizadores jóvenes como él. El peso simbólico y la densidad afectiva de sus imágenes y sonidos corresponden a lo que fue su carácter. Sus documentales o ficciones, los ensayos y ejercicios, describen una trayectoria biográfica y dibujan una vida entregada al propósito de hacer emerger lo trascendente. Daniel rehuía en sus imágenes lo frívolo y lo cosmético, lo superficialmente bello, y por eso, título tras título, su corta pero precisa filmografía va encontrando un estilo que en Esa herida luminosa aparece decantado. Allí, y después, nos va a decir que ver tiene un costo, que toda revelación es una agonía. Encuadres y ángulos que obstruyen la comodidad de la mirada, narrativas alusivas, informaciones balbucientes y entrecortadas, textos que restituyen –con la hermosa precariedad de las palabras– intuiciones o epifanías.

Cada una de las imágenes construidas por Daniel, muchas de ellas logradas en colaboración con sus amigos más cercanos –Juan Carlos, Sara, Tomás, Nicolás, Natalia–, remite a un concepto o reinterpreta la intensidad de sus experiencias vitales, y las de su generación. Verlas en conjunto es acercarse a un alma, es invocar su presencia a través de la materialidad del cine, es repasar –ya completa y rebosante de sentido– la vida que vivió y las películas y directores que amó. Aunque la búsqueda de Daniel fue espiritual en el más pleno sentido de la palabra, sus imágenes están fascinadas por los objetos y seres del mundo, que él supo reencantar con su mirada luminosa.

Sara Fernández en Las uñas de los pies, cortometraje de ficción de Daniel D. Flórez.