martes, 28 de abril de 2015

Cine colombiano en Cannes 2015: ¡Qué horror, qué maravilla!

La tierra y la sombra, de César Acevedo, seleccionada en la Semana de la Crítica.

"A río revuelto, ganancia de festival de cine", escribe Marcelo Panozzo, Director Artístico del recién concluido BAFICI, sobre una cosecha cinematográfica, la de 2014-2015, sacudida por la incertidumbre y donde escasean lo que él mismo llama "películas obvias", aquellas que deben estar sin discusión en los principales festivales de cine del mundo, los cuales frente a esa evidencia, se comportarían como festivales-loro. Panozzo intuye que estamos en un momento de transición, viviendo una metamorfosis en la creación, donde a la multiplicación de nombres y lugares desde los que se hace cine, se suma la reinvención de lenguajes y temáticas, los reenvíos entre géneros, la dificultad de las etiquetas y la probable –y poco deseable– asunción de nuevos códigos.

"En río revuelto, ganancia de cine colombiano", podríamos decir desde esta frontera. Con tal afirmación, algo temeraria, estaríamos por un lado, sacudiendo los siempre detestables entusiasmos y excesos nacionalistas e intentando analizar "el estado de las cosas". Y las cosas del estado, para nuestro caso. La inclusión de tres películas colombianas en sendas selecciones de Cannes, el más prestigioso festival de cine del mundo, es algo que hay que celebrar, por supuesto. En principio tienen que alegrarse los equipos de las películas. Hacer cine en Colombia no sólo es difícil y heroico. Es sobre todo el trabajo solitario, terco y obstinado de grupos pequeños de personas que ponen su vida entera en suspensión a lo largo de meses y años, con la incertidumbre de si lo que están haciendo va a tener algún mérito y va a ser mirado generosamente por jueces caprichosos como el público, los críticos y, para el caso que nos ocupa, los festivales de cine. Es demagogia pura la afirmación de que el estado acompaña estos procesos. El estado, y retomo aquí a Pierre Bourdieu, se comporta como un banco central de crédito simbólico que otorga "certificación" o "validación", que dota a un agente social de capital económico para crear artefactos culturales. Pero que abandona en el camino. Es pues ese padre culpable que da dinero porque en realidad nunca está ahí. Pero que después, ante el triunfo de su hijo, lo aprovecha y se lo apropia como capital simbólico.

Después de celebrar conviene preguntarse porqué. ¿Por qué precisamente aquí y ahora se logra esta significativa presencia en Cannes? ¿Por qué en un año tan especialmente difícil para el cine colombiano? En unos años, para ser más exactos, donde como lo dice Panozzo para el mapa del cine mundial, las "películas (colombianas) obvias" escasean y el público le da espalda a las imágenes que le devuelven su realidad más cercana. (Dos películas muy diferentes en todo sentido, Ruido rosa y El elefante desaparecido, acaban de terminar su recorrido por las salas de cine con menos de cinco mil espectadores cada una). ¿Y qué tienen en común las tres películas que van a Cannes para merecer la atención de Su Majestad, el Festival Más Prestigioso de Cine del Mundo?

Alías María, de José Luis Rugeles, seleccionada en Una cierta mirada.

Lo que sigue no es una valoración personal de La tierra y la sombra de César Acevedo que irá a la Semana de la Crítica, ni de El abrazo del serpiente de Ciro Guerra que aterriza en la Quincena de Realizadores y que ni siquiera he tenido oportunidad de ver, ni tampoco de Alias María que llega a Una cierta mirada. Es un intento de comprender el juego geoestético, geopolítico y geoestratégico en el que se insertan. Uso la palabra juego más allá de su sentido lúdico, porque creo que lo que se está tramitando sobre este escenario es importante, tiene que ver con nuestro posicionamiento, nuestro lugar en el mundo, con el particular acento de nuestro performance de identidad. Y pongo el énfasis en la inscripción geográfica porque las películas están ahí, antes que nada, como películas colombianas (una categoría que domestica la incertidumbre) y en ese sentido, es menos importante lo que sean en sí mismas –y por eso me atrevo a escribir  sin haber visto la película de Ciro Guerra– que lo que se espera de ellas.

El cristal con que se mira

Cuando Robert McKee, el gurú del guión, vino en 2012 a impartir unos talleres a Colombia no tuvo ninguna vergüenza en decir que lo que esperaba de los "cines otros", los que ahora podríamos llamar cines del sur como antes llamábamos cines del Tercer Mundo, era una cierta manifestación de excepcionalidad antropológica. Con ese horizonte de expectativas en mente, nos estaba condenando a traducir y exportar la diferencia como nuestro principal valor cultural, nos reducía, no a una condición excéntrica que podría ser saludable porque entraría a discutir la centralidad de algunos poderes instituidos, sino a una condición exótica. En "Geopolítica, festivales y Tercer Mundo: el cine iraní y Abbas Kiarostami", Antonio Weinrichter planteó que el cine del Tercer Mundo:  "[...] puede ser militante, o desarrollar un discurso de denuncia asimilable a las grandes ideas básicas de la izquierda, o testimoniar la crisis que sin duda atraviesa un país, o ser indigenista, o al menos, de filiación realista. La ficción del Tercer Mundo por tanto cae en el neorrealismo o bien en el realismo mágico [...] Lo que no se acepta es películas que se aparten de estas dos vías".


El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, seleccionada en la Quincena de Realizadores.

En esas condiciones, la producción cultural de nuestros países corre el albur de ser leída como una "alegoría nacional", donde al norte civilizado (y que mayor expresión de civilidad que un festival de cine) le corresponde el papel de ser el hermano comprensivo de las tormentas políticas y sociales del sur irreductible (pero reducido a alegorías por la fuerza de las representaciones artísticas). Esa misma asimetría se reproduce dentro de los países del sur, en el juego de las energías sociales que hace posible la producción cultural. Los artistas, cineastas para el caso, están dotados del capital cultural y simbólico para ser notarios, es decir para dar fe, en un ejercicio de buena voluntad, de los tremendos cambios a los que se ven abocadas nuestras sociedades. No puedo entrar en detalle en una caracterización sociológica de los cineastas colombianos, solo constato que en gran medida es un grupo humano instalado en las inciertas fronteras de la clase media, aquel lugar donde lo poco que se posee está bajo la constante amenaza de perderse. Comportarse como un etnógrafo (a la manera del "artista como etnógrafo", cuyos resortes identificó hace unos años Hal Foster) le ofrece al cineasta una seguridad simbólica que le permite tener un lugar en lo social, no perderse en la anomia y la indeterminación.

Al nombrarnos como sus otros, el norte, a través de ese reducto de las relaciones coloniales que son los festivales de cine, se estaría blindando frente a su propia inseguridad ontológica, cuando quiere ver y situar en el sur, allá lejos, lo que está ocurriendo en sus propias narices: la violenta confrontación entre visiones del mundo, el choque cultural, las fricciones entre modernidad y tradición, entre razón y mito. Mirando hacia fuera, hacia el sufrimiento de los demás, recupera así sea brevemente, simbólicamente, una ilusión de estabilidad propia. Al mirar a los otros, al desplazarse hacia los márgenes sociales para hacer un cine nómada y rural, el cineasta colombiano está clamando por su lugar en el espacio social, un lugar excepcional, el suyo propio antes que nada y como consecuencia, el lugar del arte.

En las tres películas colombianas que van a Cannes se manifiestan esas paradojas del mercado del arte internacional de las que habló el crítico Gerardo Mosquera en Caminar con el diablo. Textos sobre arte, internacionalismo y culturas:  "[...] la nueva atracción de los centros hacia la alteridad ha permitido mayor circulación y legitimación del arte de las periferias, delimitadas sobre todo dentro de circuitos específicos. Pero con demasiada frecuencia se ha valorado el arte que manifiesta en explícito la diferencia, o mejor satisface las expectativas de 'otredad' del neoexotismo posmoderno. [...] Esta actitud ha estimulado la 'auto-otrización' de las periferias, donde algunos artistas –consciente o inconscientemente– se han inclinado hacia un paradójico autoexotismo".

En las tres, se negocia la entrada al circuito internacional del más prestigioso festival de cine del mundo por la vía de hablar, de una cierta manera, de un país donde la centralidad del conflicto social y político es inescapable, donde el paisaje es determinante sobre los personajes y donde las oposiciones civilización-barbarie, campo-ciudad y centro-periferia que marcaron el origen de las naciones latinoamericanas están lejos de ser clausuradas. En una situación ampulosamente definida como poscolonial y transnacional, se da un revival de las expectativas coloniales y de las inscripciones geográficas del tiempo de los estados-nación. Que esta negociación sea inconsciente y que no anule el valor social de las películas en términos de memoria, no nos excluye de la obligación de ver. No saber o saber de forma muy brumosa no nos hace, como a Edipo, menos "culpables", menos actores de nuestro destino.

¿Cuál es su concepto sobre la novelística americana?, le preguntaron hace tiempos al escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón. "Ya lo dije alguna vez, en una serie de artículos. Dije entonces que la novelística americana estaba demasiado influida por factores telúricos y ambientales. En las grandes novelas americanas el primer personaje sigue siendo la selva de José Eustasio Rivera, o la llanura de Rómulo Gallegos, las selvas ardientes del Brasil de Jorge Amado, los riscos ecuatorianos del autor de Huasipungo, etc.,etc.  Y es que en nuestra América aún no ha cuajado la persona del sudamericano. Su psicología todavía es primitiva, y los continuos cambios traídos por las transformaciones de la sociedad no han permitido la formación del tipo humano característico. Entre nosotros el hombre es lo menos importante”. 

Han pasado algunas décadas tras esta afirmación de Caballero Calderón y sería, de nuevo, temerario, decir que estamos en el mismo punto en la narrativa latinoamericana –el cine hace parte de ese proyecto–. Por otra parte, tal vez esa identidad psicológica que reclamaba el escritor, sea apenas uno de los desafíos. Las narraciones dan curso antes que nada a hechos. Lo factual es su nivel más básico. Algunas de ellas expresan además lo social y lo cultural, lo cual es una ganancia. Las mejores llegan también al nivel del mito. Esas son las imprescindibles. Cien años de soledad, sin ir muy lejos, logró hablar, en términos míticos de realidades universales como la aldea primigenia, la casa y el tiempo devorador, ese Saturno que se come a sus hijos. El posicionamiento político del arte latinoamericano, aquí y ahora, pasa por construir nuestros propios mitos, no aquellos que nos imponga el mercado internacional, transnacional, asimétrico, brutalmente desigual. Que, como en la saga de Ventura en el cine de Pedro Costa, a los museos y las casas impecables de la normalización occidental les salgamos al paso con las imágenes inciertas que forma la humedad en nuestras chabolas.