viernes, 25 de abril de 2014

Estudio de reflejos, de Juan Soto: el espejo recompuesto

Ayer sábado 26 de abril, se estrenó en la Cinemateca Distrital de Bogotá -días después de haberse proyectado en el Teatro Matacandelas de Medellín- el largo documental Estudio de reflejos, del realizador colombiano Juan Soto, culminación hasta el momento, de una obra de trazos personales que se sostiene en la memoria y el archivo, en el cine y la fotografía, en la mirada.

Conocí a Juan Soto como producto de un feliz malentendido. Hace un poco más de tres años, recibí un mensaje suyo en el que me invitaba a una proyección, en Mapa Teatro, de su trabajo de grado en la EICTV de San Antonio de los Baños, Cuba.

Aunque es Juan quien sufre de dos enfermedades de los ojos, nigtasmus y extravismos, yo fui quien leyó mal. Donde decía: “si no va, ya otra vez nos conoceremos” yo leí “si no va esta vez, ya no nos conoceremos”. Me llamó la atención el atrevimiento y la vehemencia de la amenaza y fui a ver de qué se trataba.

Estudio de reflejos.
Se trataba de 19º Sur 65º Oeste, a la vez un documental familiar y un diario de viaje, y el punto inicial de una saga de películas en las que Juan Soto ha venido trazando un mapa de correspondencias y vínculos, donde lo personal se proyecta en lo social, en el marco del cine como lenguaje y posibilidad.

Trastornado por lo que, en 19º Sur 65º Oeste, y tomando en préstamo el título de una película de Rithy Panh, me pareció “una imagen faltante”, una prohibición de origen, busqué a Juan días después. Fue el comienzo de una amistad en la que sus películas, y las películas de otros, han sido importantes, sin ser lo más importante.

Después vendrían Nieve y Oslo 2012, dos nuevos documentales de Juan Soto que me confirmaron que en su cine reverbera el presentimiento, la inminencia de una revelación que no se produce, que es tal como Borges definía el hecho estético. Es un cine, el de Juan, que tira una red en el ancho mar de las probabilidades, y deja al espectador a su suerte, obligándolo a participar activamente, con la misma determinación y vehemencia del autor.

Estudio de reflejos es el primer largo de Soto, pero en él sobrevuelan los impulsos y las claves estilísticas de sus cortos. Otra vez el archivo de imágenes, acumuladas en distintos formatos, que vienen en auxilio de una identidad fracturada, para certificar, pese a todo, su unidad. Otra vez los viajes, los aviones, los carros, los vidrios, las ventanas, las vacaciones, los caminos abiertos, los veranos. ¿Son estos los trozos del espejo roto, por cuyo significado se pregunta Juan, citando a Bergman, en el epígrafe?

La obra entera de este joven realizador y dentro de ella Estudio de reflejos, conforma lo que me atrevo a inscribir en la tradición de las bildungsromane, las novelas de formación. Es decir, aquella imaginación narrativa que en el siglo diecinueve adquirió forma y entidad mostrando a personajes adolescentes en el doloroso camino de hacerse adultos. Las experiencias sentimentales e intelectuales, los requiebros del corazón o las contrariedades de la amistad, el afecto, en fin, iban definiendo al héroe y dotándolo de un carácter, es decir de un destino.

Pero la narrativa de Juan Soto es demasiado pudorosa para hablar directamente de emociones. Así que estas son diferidas, borroneadas en un aprendizaje de la mirada. Lo que se forma, lo que se educa, es precisamente esta mirada sobre el mundo. Y es el cine, son las cámaras, es la fotografía estática o en movimiento, nítida o difusa, lo que da acceso, lo que media.

Por eso el cine de Juan Soto es un cine cinéfilo, por eso es un cine absoluta e intraicionablemente moderno. En el siglo diecinueve se confió en la metáfora de la novela como espejo que reflejaba el mundo social. Pero la novela, probablemente, esté en crisis, y el cine es su reemplazo en la tarea infinita de recomponer los trozos de ese espejo fragmentado que es lo real. Esa confianza de Juan en el cine es, no solo conmovedora y digna de nuestra atención, sino una permanente inspiración para quien quiere ver en ella el camino posible hacia un cine íntimo pero no autista, libre pero riguroso, suyo pero de todos.  

Ver trailer:


   

viernes, 11 de abril de 2014

Ciudad delirio, de Chus Gutiérrez: “Flores del Valle”


Mi amiga me dice que su momento “favorito” de Ciudad delirio es cuando Julián Villagrán (quien interpreta a un médico español que asiste a un congreso en Cali) después de haber pasado la noche en el inefable Motel Kiss Me (un parque temático de la obscenidad traqueta) con una caleña, apenas abrazados, sale a la ciudad. Bajo su ardiente sol y con los efectos aún vivos del guayabo (“resaca” le corrigen al personaje para mejor traducirle), hace un inventario visual de las caleñas que son como las flores, que vestidas van de mil colores. En un arranque de ilustración la  canción de Piper Pimienta se escucha en la banda sonora: “Caminando van por las aceras / contoneando llevan su cintura / ellas mueven las caderas /como los cañaverales”. Como no solo lo asaltan las mujeres sino los vendedores de minutos de celular y otras delicias del folclor urbano, yo le respondo a mi amiga que a la secuencia solo le faltó que también las mujeres se pusieran su precio en el lomo.

Carolina Ramírez, la heroina de Ciudad delirio.

En los años cuarenta y cincuenta, el crítico de cine y empresario antioqueño Camilo Correa pugnó porque se crearan las condiciones para sacar al cine colombiano de su postración estética e industrial. Su ideario, tal como lo resume el investigador Álvaro Villegas consistía “básicamente [en] la formación de un pequeño Hollywood en Medellín, ciudad que por su luz natural, suavidad del clima, ubicación geográfica, variedad de paisajes, carácter artístico de sus habitantes, espíritu empresarial y mujeres hermosas debía concentrar la producción nacional que debía ser constante y empezar por películas fáciles de hacer y que atrajeran la atención del público, aprovechando el atractivo de la música popular” (1). Sus aspiraciones se concretaron en una desastrosa película, Colombia linda, adobada con abundante música y participación hasta de Montecristo. Las latas del film se perdieron “en el fondo del río” pero sobrevive su leyenda. El técnico Guillermo Isaza describe su sincronización de imagen y sonido: “Se seguía oyendo la música cuando los integrantes del trío ya habían colgado las guitarras” (2).

Sin duda el cine colombiano ha progresado desde aquellos años cuarenta y cincuenta en que soñábamos con la internacionalización de nuestras películas y le apostábamos al gancho del folclor: nuestras películas, mal que bien, se oyen y se ven. Pero muchos agentes de la cultura, productores de cine, funcionarios y periodistas siguen sembrados en un programa de hace seis o siete décadas. Ciudad delirio es una película que expresa, una a una, todas las torpezas de esta estrategia, su potencial tanto como sus limitaciones, su horizonte estético y político.

El argumento es más o menos como sigue: el médico español llega al mencionado congreso. Lo recibe una amiga (Ingrid Rubio) también española que ya está integrada a Cali y sus secretas delicias. El mismo día se van de rumba y el médico conoce por arte de birlibirloque, como ocurre todo en una película que parece concebida entera por un Deus ex machina, a una simpática y emprendedora caleña (con amigo gay a bordo), que se empeña por enseñarle a bailar. El sueño de la chica (Carolina Ramírez) es sacar adelante su academia de baile e integrarse al grupo de Delirio, la emblemática compañía caleña de salsa. Los dos personajes, desafiando todas las distancias geográficas, sociales y culturales se enamoran. La película es, en esencia, la historia (improbable) de este amor.

El relato está sembrado de personajes e incidentes que revelan una posición estética y política. El binomio civilización-barbarie que abundó en la cultura y el pensamiento del siglo XIX demuestra estar “vivo y coleando”. Los portadores de la civilización son extranjeros y blancos que tienen comportamientos racionales, autocontrol y capacidad reflexiva. A los demás les corresponden las puras fuerzas instintivas, la pasión, el baile, el desperdicio de fuerzas, las condiciones propias de lo primitivo e informe. Pongamos un ejemplo: Carolina Ramírez es caleña y es hermosa, pero también es disciplinada y emprendedora. Su padre, el personaje más simpático de la película, reconoce un antiguo ascendiente español que le permite no solo conectar emocional e intelectualmente con el médico sino separarse de esos impulsos degenerados que están representados en los negros (el amigo gay de Carolina Ramírez o su ex esposo). Lo que está en juego en esta película es una política de los cuerpos y las fronteras, de cuáles de esos cuerpos importan y cuáles no, tan evidente que sonroja. Ciudad delirio no disimula el desarrollo de un discurso racial en el seno mismo de una ciudad (Cali) donde el tema es particularmente sensible. Que la película entusiasme tanto a la Ministra de Cultura hasta, a lo que parece, imponerla como la película inaugural del Festival de Cine de Cartagena, demuestra su visión de clase, su imaginario colonial y su lógica de hacendada. 


Ciudad delirio solo se puede analizar políticamente, pues en términos estéticos y narrativos todo lo que se puede decir de ella es obvio y redundante: el guion inverosímil, el precario desarrollo de personajes, la imaginación melodramática básica. Este film de Chus Gutiérrez, la limitadísima y oportunista directora de Sexo oral y Retorno a Hansala (una bienintencionada pero torpe película sobre inmigrantes) se convierte en el síntoma de unos comportamientos, muchas de ellos inconscientes, que tienen sembrado al cine colombiano en un punto ciego. 

Nuestro cine ha decidido participar de manera activa en una cierta distribución de imaginarios geopolíticos que han quedado reflejados en iniciativas como la ley “Filmación Colombia”. En este reparto está claro a quién le corresponde qué parte. Así, la simetría de esta película con el poder es escandalosa: Colombia ha decidido jugar una posición subordinada como economía extractiva y de servicios, y en Ciudad delirio están mostradas las cartas de ese programa político.

Lo que molesta no es que este cine exista, sino que exista con tanta arrogancia y capacidad de avasallar simbólicamente todo lo que no participa de su compromiso supino y patético con el poder. Los productores de Ciudad delirio afirman sin asomo de duda que la película “refleja a Cali como realmente es: una ciudad alegre que no conoce la tristeza y que delira con ese ritmo que transita por las venas. Una película en la que Cali y el Valle del Cauca se ven en todo su esplendor, los paisajes, el calor de la gente y la música…”. Es como cuando Dago García asegura que hace películas con lo que les gusta a los colombianos. Pero Dago García o Diego Ramírez, productor de esta película, ¿qué colombianos tienen en la cabeza? Víctor Gaviria sugirió de forma tajante, en un foro hace algunos años y hablando de la radio y su forma de generar opinión pública: “Hay que apagarles la radio a estos hijueputas”. Yo traslado y suscribo sus palabras para lo que corresponde.

Notas:

1). Texto inédito facilitado por su autor.

2). "Las latas en el fondo del río. El cine colombiano visto desde la provincia" es un texto escrito a cuatro manos por Víctor Gaviria y Luis Alberto Álvarez en los años ochenta. Fue publicado originalmente en la revista Cine y ha sido retomado en varias publicaciones que reconocen su carácter de manifiesto generacional y programa estético-político.