martes, 30 de agosto de 2016

"El cine colombiano sobre la guerra tiene su propia historicidad, sus debates internos, sus grandezas y miserias humanas"

Este martes 30 de agosto, la Radio Nacional convocó a un foro sobre el cine en un país en post-conflicto. Sobre este tema se me pidió responder estas breves preguntas, que transcribo aquí completas para ofrecer una mejor argumentación sobre asuntos que, hoy por hoy, son tremendamente sensibles para todo el sector cinematográfico. Aún así, las respuestas están lejos de abarcar lo complejo del cine colombiano sobre el conflicto armado: el que se hizo, el que se está haciendo y el que se hará. 


Para usted, ¿qué papel han venido desempeñando las artes, en especial el cine, en la construcción de paz en Colombia?
Por lo menos desde finales de la década de 1950 y principios de los sesenta, con las películas inaugurales sobre el fenómeno histórico de La Violencia (Esta fue mi vereda, El hermano Caín o El río de las tumbas), el cine ha sido un lugar de acogida para las narrativas no oficiales, la contra-información y el debate político. Si se mira con atención, esa tradición de aproximaciones a la violencia en largos de ficción, cortos, documentales o incluso en obras que utilizan formatos audiovisuales (como el video arte) ha permitido multiplicar la compresión del conflicto armado, escuchar a sus víctimas, explorar las marcas y las huellas de la guerra, dejar en evidencia los tejidos comunitarios rotos. No se ha limitado a ilustrar la realidad histórica, ha construido un discurso propio. También ha expresado, sobre todo en la producción más reciente, las resistencias a la deshumanización, resistencias tan viejas como la guerra misma. A través del cine, en los años recientes el relato nacional se ha ido ampliando para incorporar a sujetos sociales subalternizados, invisibles o estigmatizados: negros, indígenas, personajes lgbti, entre otros, retomando una agenda de reivindicaciones que en la novela de La Violencia o de la tierra quedó inconclusa y que ha pasado también por otras disciplinas artísticas (las artes plásticas, desde luego). Esta ampliación de la mirada, en ciernes o en proceso, puede contribuir, así sea en pequeña escala, a una nueva convivencia social. De lo contrario estaríamos ante fraudes o autoengaños de parte de los artistas que se atribuyen cierta vocería -y los recursos para hacerla posible-. Si ese trabajo de los artistas no tiene ningún impacto social (impactos que son difíciles de medir a corto plazo, por ejemplo con la impaciencia que lo hace Julio Luzardo en sus análisis de la taquilla), tambalean las bases de la política cultural del estado y los artistas quedan reducidos a la condición de oportunistas y farsantes. Está pendiente, y se debe hacer en otro lugar y con más matices, el análisis de las condiciones en que ha sido posible esta ampliación del relato nacional, cómo el centro interpreta al margen desde sus condiciones de privilegio o qué alternativas existen en el camino de una representación menos vertical o una autorrepresentación.

¿Cómo piensa que ha repercutido el conflicto colombiano en el desarrollo de la industria cinematográfica? ¿Cómo se refleja esto en nuestro cine?
Entender el conflicto armado y sus causas, identificar los actores involucrados, y mostrar sus consecuencias en los individuos y en el conjunto de la sociedad, han sido obsesiones del cine colombiano, no tanto en términos cuantitativos (se han hecho muchas más películas sobre otros temas) pero sí en intensidad. Y los logros y limitaciones habría que mirarlos película a película. Puede que la violencia como estructura no haya sido explicada, y que falte un cine que se piense políticamente más allá de las convenciones asociadas al cine político (lo político no como un tema sino como un modo de mirar), pero una descalificación sumaria del cine de la violencia, en cualquier dirección que se haga (hacia el pasado o hacia el futuro) es irresponsable. La producción sobre el conflicto armado o sobre temas vinculados a esa realidad, ha sido la más atendida y protegida por críticos, académicos y especialistas, pero en muchos casos se ha mirado como una generalidad o una tradición homogénea y sin fisuras. Y lo cierto es que es una tradición que tiene su propia historicidad, sus debates internos, sus grandezas y miserias humanas.

La proliferación de narrativas sobre la violencia, ya sea en ficciones o en documentales, ha repercutido en la desatención a otros temas y otras exploraciones. Pero esta situación no solo es responsabilidad del conflicto armado. La relación de oposición que tradicionalmente el cine ha tenido con la televisión, es también una explicación posible de estas ausencias. Durante mucho tiempo, se ha creído que a la televisión le correspondían las narrativas de entretenimiento y evasión, y una mirada centralista y esquemática hacia el país; y al cine, por el contrario, la relevancia social y la exploración estética, que pasa, entre otras cosas, por otras narrativas. Para poner un caso muy preciso, eso explicaría en parte la obsesión por buscar la autenticidad o la verdad que supuestamente transmite el actor natural o no profesional. Lo anterior es desde luego una simplificación, pero ese prejuicio o esa falsa polaridad cine-televisión sí ha afectado, incluso más que la centralidad del conflicto armado, las derivas narrativas y estéticas del cine colombiano.


Dentro de este marco, ¿qué películas recomendaría? 
De las primera décadas de esta tradición, solo centrándome en la narrativa de ficción, El río de las tumbas de Julio Luzardo, y Canaguaro de Dunav Kuzmanich. Ahí se puede constatar lo poco homogénea que ha sido la representación del conflicto armado colombiano. Son películas que cubren una época parecida (las guerrillas de los Llanos y su posterior desmovilización) pero con puntos de vista por completo opuestos. De la época intermedia, Confesión a Laura de Jaime Osorio, que muestra los vínculos inescapables entre lo público y lo privado a través de una relación que sucede en el marco histórico del Bogotazo. Y de las películas recientes, La sombra del caminante de Ciro Guerra, por la forma como anticipó lo que puede ser una pedagogía de la reconciliación entre víctimas y victimarios; y El vuelco del cangrejo de Óscar Ruiz Navia, por la manera como desplazó su foco de atención hacia otros matices del conflicto armado: en esta película el tema es profundamente local pero el estilo y la forma cinematográfica entablaron un diálogo directo con los nuevos cines mundiales de ese momento, y ese diálogo lucía fresco, novedoso y necesario. En el documental destacaría la obra de Oscar Campo, por lo sofisticado de sus herramientas teóricas, su riqueza especulativa y ensayística, la libertad de sus formatos y la plasticidad de sus lugares de enunciación.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Home-El país de la ilusión: Dos personas en tránsito


Lilia, madre de la directora Josephine Landertinger Forero y personaje principal de Home-El país de la ilusión.

Alguna vez el director y poeta Víctor Gaviria, con su habitual voluntad de asombro, hablaba del significado profundo que nos cubre por ser parte de una familia -y de una como la suya, una grande y tradicional familia paisa-: tener un lugar asignado en una estructura donde cada elemento parece necesario y único, incluso si su papel es el de ser una amenaza. Lo más seguro, si se mira con atención alrededor, es que esas grandes y tradicionales familias existen cada vez menos, que el sentido de la familia se desplaza -más rápido que los latidos del corazón, como diría Baudelaire- y que la soledad y la falta de pertenencia asfixia a un número cada vez mayor de personas. Sí, la familia es una estructura de vigilancia y control, perderla es ser más libre al precio de caminar solo entre los hombres.

Pienso en esto mientras se me viene a la cabeza una amplia lista de películas colombianas que, alguna vez, a propósito de Las bromelias de Manuela Montoya, definí como "el cine de los hijos". Home-El país de la ilusión, el documental de Josephine Landertinger Forero que tuvo su estreno en la última versión del FICCI y que se proyectará desde el 18 de agosto en algunas salas del país, llega a incorporarse a esa "familia de películas sobre la familia", de hijos que buscan a sus padres o abuelos, y que con ese gesto quieren insertarse en una tradición más grande que el tiempo que abarca una vida humana.

Josephine es colombiana y desde aquí quiere seguir haciendo cine, pero también es austriaca y sudafricana y portuguesa. Esa identidad en suspensión es la herencia de su madre, Lilia, una herencia que a lo largo del documental es amorosa y, a veces, tensamente examinada, pues esa ambivalencia es inseparable del sentimiento de pertenencia y familiaridad. Lilia es una mujer de nacionalidad colombiana que vive en Portugal, y que ha llegado a sus 67 años, en una vida marcada por una continua migración, desde que, siendo muy joven, salió del país. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no ha vuelto? ¿Qué la separa y que la une a esas ideas adquiridas de patria, territorio, familia?

Home-El país de la ilusión no responde uno a uno a estos interrogantes. En muchas ocasiones, es un documental definido por la extrañeza y la opacidad, y en eso es fiel a su personaje principal. Josephine, la directora, le ofrece a su madre un instrumento, el cine, para armar el relato de una vida fragmentada, sin ceder a la tentación totalizante y explicativa de lo que, tal vez Bordieu, llamó la ilusión biográfica. Pero el documental hace otras cosas y depara singulares sorpresas. A través del seguimiento minucioso que hace un pequeñísimo equipo de rodaje, se vuelve visible la melancolía de Lilia, pero también su rara fortaleza, la relación con los espacios y entornos que habita, la incomodidad hacia los lugares del pasado y el sentido de las decisiones que tomó. Un momento de particular emotividad al que accedemos a través de la narración es aquel en el que Lilia recibe, finalmente, la nacionalidad portuguesa. Su cara, casi siempre adusta, de repente se ilumina: Lilia vuelve a ser parte de algo. Quizá no es solo la idea abstracta de patria, sino algo mucho más concreto: la protección jurídica que ofrece el hecho de ser el ciudadano de un país. Sabemos, en el siglo veinte, cuánto sufrieron las personas que perdieron esa garantía básica, o cuánto sufren aún quienes no la tienen.

Así, el encuentro entre la madre y la hija, mediado por el dispositivo cinematográfico, se llena de resonancias históricas y universales y se transforma en un diálogo revelador entre dos personas en tránsito: una mujer adulta y otra joven, un sujeto que es filmado y la documentalista que filma. Las preguntas por la identidad y la pertenencia, asociadas a los lugares, los afectos y la lengua, no tardan en aparecer. Tanto Lilia como su hija Josephine son producto de una serie de derivas que ponen en cuestión cualquier respuesta unívoca a estas cuestiones.  

Home-El país de la ilusión de Josephine Landertinger Forero, se estrena el jueves 18 de agosto.

Las tensiones que se generan al volver sobre la historia familiar y al confrontar las experiencias de la madre, abren grandes preguntas acerca de la libertad, la soledad y las ideas de patria y hogar. Home-El país de la ilusión muestra todo lo que hay en juego en la relación más determinante de todo ser humano: la que lo vincula a su propia madre. En su volver a las fuentes, el documental de Landertinger Forero es cercano, pero a la vez distinto, a documentales recientes sobre el hecho, no escogido, de ser hijos. En Pizarro, el documental de Simón Hernández, María José, la hija del asesinado dirigente del M-19, Carlos Pizarro, se regodea en un dolor personal sin nunca entender el alcance social y colectivo de su drama. En Inés, memorias de una vidala directora Luisa Sossa intenta acercarse al mundo de su bisabuela a través de unos textos heredados. Lo propio hace Ricardo Restrepo en Cesó la horrible noche, pero en este caso con los archivos audiovisuales de su abuelo. En Looking For, Andrea Said cierra, a través del cine, el vacío simbólico generado por la ausencia del padre, a quien busca en un Londres de inmigrantes asiáticos en el que probablemente este padre viva aún. Daniela Abad, en Carta a una sombra (codirigida con Miguel Salazar) dirige su atención a la impactante y entrañable figura de su abuelo Héctor Abad Gómez y le permite a su esposa, su hijo el escritor, y sus hijas, una catarsis íntima que quizá se pueda proyectar al cuerpo social. 

Este giro autobiográfico en el documental colombiano quizá tuvo su origen en De(s)amparo polifonía familiar (2003) de Gustavo Fernández, y con los años se ha vuelto una forma de narrativa dominante que hay que entender en el contexto de un país donde la noción de familia ha sufrido transformaciones de todo orden, muchas originadas en lo excepcional de nuestras circunstancias sociales y políticas. En este país reciente, es evidente que el cine ha servido a algunas personas para reconstruir simbólicamente (de la única manera posible), las familias en ruinas. Esa, aunque no sea la única razón de ser de las películas, no empobrece al cine ni lo vuelve instrumental; lo pone, por el contrario, a dialogar con una multiplicidad de experiencias y realidades posibles.