lunes, 28 de julio de 2014

Tierra en la lengua: Actor natural, divino tesoro

Por PATRICIA CARBONARI*

No vi más que una vez Tierra en la lengua, no he podido aún gozar de la diferencia que aporta una segunda visión. Pero sí quedé muy interpelada por un fuerte protagonista, como eje de un relato intenso, contundente tanto en su aspecto formal como en la historia que narra. Rubén Mendoza hizo una enérgica elección: un "no actor" como protagonista, un abordaje desde el estado natural, desde quién conoce muy bien el campo que transita. Una  receta certera que viene dando buenos resultados desde que los pobladores de La tierra tiembla (Lucino Visconti, 1948), o el mítico Lamberto Maggiorani (descubierto por Vittorio de Sica para Ladrón de bicicletas, 1948), dieran el puntapié inicial para la legendaria relación entre los neorrealistas italianos y los actores naturales.


Y Jairo Salcedo se pone en la piel de Don Silvio Vega, sustentando el relato con su presencia a un ritmo que no decrece en toda su composición, y dando a la película aquello de lo que, en otros campos, adolece. Portador de uno de esos rostros tallados a mano (como decía Leonardo Favio de Edgardo Suárez, aquel actor de rostro esculpido que mereció interpretar al traidor de Juan Moreira), sostiene una interpretación sin ilustraciones ni lugares comunes. Salcedo lo lleva todo adentro y solo lo exterioriza para que la cámara haga lo suyo. Tierra en la lengua propicia la construcción de un personaje ambiguo pero a la vez creíble, de esos que facilitan el verosímil, algo que Mendoza no había logrado en su primer largometraje La sociedad del semáforo, donde deseó más de lo que pudo plasmar.

Y aquí, que tenía terreno ganado antes de empezar con este magnífico tirano atravesando sus últimos días, parece haber perdido la oportunidad de expandirse porque creyó demasiado en su protagonista como eje de la acción. Ningún deuterogonista ni otros secundarios logran hacerle sombra en escena alguna a este divino tesoro conseguido tras un meticuloso casting. El director no propicia el distanciamiento y Don Silvio nos genera empatía, a pesar de que lo discutimos éticamente toda la película. El espectador se asemeja más a un rehén que a un activo interlocutor. La virtud, muchas veces, se transforma en defecto.

Si hacemos un recorrido por otros grandes nombres del cine mundial, los cineastas toscanos Paolo y Vittorio Taviani sostienen que el actor es uno de los muchos instrumentos con que cuentan, aunque se trate, sin duda, “del más dotado de valores plásticos y dinámicos”.  Es difícil pensar Padre Padrone (1977), una de sus grandes obras, sin Omero Antonutti, el terrible padre del escritor Gavino Ledda, por el peso que tiene su presencia y su composición patriarcal. Pero los Taviani, cineastas amantes del teatro y de la ópera, gustan sorprender al espectador con la puesta en escena y el encuadre, porque apuntan al valor dramático fuera de los actores, y eligen distanciar de ellos la cámara en el momento menos pensado.  

Como en la historia coral no se trata de lograr una sumatoria de voces sino una sutil polifonía donde cada voz ocupe su lugar en el conjunto, en toda historia de personaje, se trata de abrir el abanico e ir de lo particular a lo general, o, como murmuraría Robert Bresson, universalizar el detalle para llegar al todo. Es evidente que hay muchos Don Silvio Vega en nuestra América profunda, muchos que albergan su violencia, y que podrían trascender épocas y geografías. Al pasar, Mendoza hace mención a la herencia de los años 50 en Colombia y quizás hubiese sido interesante desarrollar las consecuencias de tan prolongado patriarcado y tantas décadas de violencia de género.

Y podemos sumar otros ejemplos al ya mencionado padre padrone y hablar del mítico El Hedi Ben Salem de Miedo devorar alma (1974), film en el que Rainer Fassbinder apuntó a expandir el personaje a todos los inmigrantes ilegales (otro título que tuvo el film fue Todos nos llamamos Alí) en una Alemania de amos y esclavos, cuya herencia vertebral era el nazismo. Es evidente que a todos estos personajes solo los diferencia su posición geográfica. 
            
Pero volviendo a nuestras tierras, también es evidente que este director colombiano disfruta lo que hace y se toma en serio cada instancia. Los resultados artísticos hablan de esa seriedad. Recuerdo como me impactó, a los tres minutos de comenzada La cerca, una extraña alternancia de información entre el campo visual y el campo sonoro: la sombra del padre en la pared mientras en sus labios leemos un texto relevante para el relato que será dicho en un extraño off. Este juego, así como el misterioso merodeo de la niña en La casa por la ventana, mientras la violencia circula en fuera de campo, apunta a desafiar al espectador y sugerir más que mostrar.

El equipo de la película recibiendo el premio a mejor película iberoamericana en el FICCI 2014. Foto: El Universal










La bienvenida síntesis narrativa que ha logrado con el cortometraje no parece haber corrido la misma suerte en el largo. Hasta acá parece haberle sentado mejor un formato que otro, porque el escollo parece estar, precisamente, en la administración de la información. Podemos avalar esta hipótesis en la escena de los jóvenes con algunas dosis de ácido encima, donde el clima amenazante cae cuando intentan incluir al viejo en su juego. En estos tiempos cinematográficos en que la atmósfera se intensifica con pocas señales, me pregunto hacia donde apunta el enérgico montaje de Tierra en la lengua, o qué refrenda narrativamente el sonido ambiente en primer plano. ¿Y qué pasó con la caracterización de los guerrilleros, acaso hablamos del sueño de unos loquitos que querían salvar a la patria? Me parece que la rica historia de Colombia amerita dedicarle más tiempo a ciertos temas, variables imprescindibles a la hora de cualquier análisis.

No podemos terminar nuestro recorrido sin la imagen de Don Silvio cuando pide a sus nietos que le den muerte una vez que haya dejado todo barrido... y en el "the end", el héroe tirano se suicida porque sus acólitos se niegan a matarlo. Aquí se interpela al estereotipo del pater familias, ese que nunca perdió las malas costumbres, que siempre estuvo armado, que hizo de la violencia su ley. Y la estrella de este film se luce en un potente in crescendo, cada vez más intenso, que comienza en un fuera de campo visual con su tos en campo sonoro dejando claro que su debilitada salud ya nos acerca al final de su vida y de la película. Ésta dinámica, la de manipular las elipsis y los campos a piacere,  ayuda a concentrar la vasta información con la que trabaja. Porque… ¿para qué poner toda la carne al asador, si la economía narrativa le hace tan bien al cine moderno, si el todo es más que la suma de las partes?

Sea como sea, dentro del paisaje del cine colombiano actual, es gratificante contar con el riesgo al que Rubén Mendoza somete su filmografía. Solo que, como espectadora, y para abonar la idea de Abbas Kiarostami, preferiría la información más dosificada para salir rumeando el film y preferiría confiar más en un diálogo abierto con sus ideas, esas que, evidentemente, no le son esquivas.

*Crítica de cine y actriz argentina.



martes, 22 de julio de 2014

Tierra en la lengua, de Rubén Mendoza: Un cine al margen de la razón

Enfrentar, como espectador, una película de Rubén Mendoza, es abismarse en un viaje a lo desconocido sin posibilidad de anclaje en puntos de referencia, guías o códigos, ya sean estos cinéfilos o tomados de la experiencia de la realidad.

Esa es, creo, la mayor virtud y el potencial de debacle y decepción que, a partes iguales, encierran los trabajos de este director colombiano. Estamos ante un creador con un universo emocional único, con una visión embriagada de las cosas y los seres, con la capacidad de someter el mundo material –el único del que dispone el cine– a soluciones visuales siempre sorprendentes y no pocas veces excesivas, muchas veces contingentes o aparentemente innecesarias. 

La poesía

En sus cortos, hoy por hoy ineludibles en la precaria historia de nuestro cine reciente, esa voluntad de dispersión se halla contenida por el propio formato; las líneas de fuga que ellos se permiten, por ejemplo La cerca y La casa por la ventana, abren un espacio poético que es al mismo tiempo el de la crueldad, algo así como la belleza convulsiva que imaginó Bretón en Nadja.


Perpetro este prólogo solo para tratar de situar en un espacio comprensible el amor, pero también la frustración que me provoca Tierra en la lengua, el segundo largometraje de ficción de Rubén Mendoza. Vi la película tres veces y en sendas ocasiones la encontré “diversa de sí misma”, es decir, cada vez más enmarañada, más anárquica, probablemente más fascinadora. La primera vez, en compañía del propio Rubén y del escritor y traductor Joe Broderick celebré en ella un retorno al mundo que, considero, es más cercano a la sensibilidad de su director: el universo de los afectos familiares sometidos a la presión de un entorno de intolerable violencia. 

Tanto en La cerca como en La casa por la ventana, hay un paisaje –moral, geográfico, cultural– que se ha perdido, o que nunca existió. Las cosas y los seres han sido expulsados de un improbable paraíso. Esa narrativa, que no es la de la nostalgia, configura sin duda nuestro mejor cine político reciente pues más que atarse a los acontecimientos de la Historia con mayúscula nos enseña a ver los pormenores, las relaciones contrariadas por el poder, y lo hace con las mejores armas que el cine tiene: por mostración y no por demostración.

La ideología

La segunda vez fue en el ambiente caldeado del Festival de Cine de Cartagena, donde la película cosechó una estela de premios y se encaminó hacia el mito. Esta vez la recepción de Tierra en la lengua estuvo fuertemente contaminada por las querellas ideológicas. No pocos vieron en ella, a través de Silvio, el complejísimo personaje principal, una cuasi celebración del patriarcado, una justificación poética de la violencia familiar, una verificación antropológica o al menos una declinación sumergida en el fondo de un complaciente “así somos”. Las infinitas conversaciones posteriores sobre la película abrieron un espacio de percepción intersubjetiva donde ella misma se enrarecía y, sobre todo, nos dejaba de pertenecer como experiencia individual. Su sentido había que construirlo colectivamente.

Considero que las obras definen su sustrato ideológico desde decisiones formales más que a través de su contenido. Si bien el personaje de Silvio es el centro magnético de la película, frente al que giran personajes secundarios no definidos con la misma fuerza y entereza, eso en sí mismo no hace a Tierra en la lengua una exaltación del patriarca. Más problemática resulta la fascinación visual de la película con algunos elementos violentos que quizá se podrían haber evitado pero que le restarían parte de su crueldad, es decir de su fuerza: la relación con los animales y los cuerpos, por ejemplo, o los desvaríos verbales que revelan una “axiología de la agresión” en la que no es muy clara la posición que Mendoza suscribe.  

Lo más contradictorio o paradójico de Tierra en la lengua es que al representar la violencia por momentos la reproduce y se vuelve su cómplice, incluso estetizándola, convirtiéndola en el objeto de su amor. Tema y estilo corren el riesgo de hacerse indiferenciables. Lo que en principio sería una virtud se paga muy caro: la posibilidad reflexiva del espectador es coartada, quedamos librados a una emoción sin dosificaciones que explica el rechazo que en amplios sectores, por ejemplo en los muy conservadores y adocenados festivales internacionales sobre todo europeos, despierta la película. Se ve uno tentado a pensar que la fascinación por la vulgaridad y la crueldad es más del director que de la propia lógica interna de la película. ¿Y para qué?

Pero al contrario de muchos de sus contradictores, veo que Tierra en la lengua, en relación con la arrogancia del patriarcado o su probable justificación o alabanza, tiene mucha más ambigüedad de la que ven quienes la rechazan de plano basados en esos argumentos. La película acepta desde adentro la inevitabilidad de lo que está contando –el machismo, el poder que se inscribe en la familia y que viene y va de lo íntimo a lo público– y las redes de complicidad que el patriarcado requiere. Pero también lo sacude en sus bases, lo lastima.

Por una parte, en apariencia lo asume y lo celebra, cuando en el prólogo –un lugar complicado, por su peso semántico, para ubicar una declaración de carácter documental–, la esposa de Silvio atenúa la violencia de que fue víctima, la normaliza. Pero ese archivo oral –trucado o no–  es apenas un testimonio que difícilmente se puede confundir con el punto de vista de Rubén, que en verdad está más diseminado. Por otra parte lo critica, a través de los nietos, aunque como ya se ha dicho estos no tienen la suficiente entidad como personajes para establecer con Silvio una relación verdaderamente oposicional. Sus intentos de subvertir el poder del abuelo se disuelven en simples gestos o rasgos caricaturizados, por ejemplo el sugerido afeminamiento o incluso el travestismo del nieto hombre.

El mito

La tercera vez que vi Tierra en la lengua fue en un reciente ensayo de prensa, mucho más distendido, más íntimo. Allí pude ver algo así como la estructura de una película que se niega a tenerla: su inspirado arranque, las promesas de un viaje familiar lleno de tensiones, la ilusión de que en ese trayecto va a ocurrir una epifanía, algo reveladoramente contundente que nunca termina por llegar. Porque el viaje mismo, el sistema de relaciones entre el abuelo y sus nietos, entre el abuelo y sus víctimas, entre el abuelo y sus cómplices, se termina desvaneciendo en una serie de anécdotas con una precaria unidad interna. Personajes como el médico y los guerrilleros, o episodios como el del viaje de ácidos, hacen creer por momentos que Mendoza pierde el interés y la atención en lo que está contando, o la propia fe en sus personajes. El resultado de ese déficit es la saturación visual y narrativa, la anarquía –no pocas veces virtuosa – y el exceso que a veces es significativo porque acarrea una posición carnavalesca como cuando el nieto destiñe con una canción obscena la utopía política de los guerrilleros. El gran talento de Rubén es al mismo tiempo su peor enemigo.


Después de las torceduras que afectan su columna vertebral, al final la película vuelve a andar, recupera su talante poético y nos entrega, en los minutos finales, no precisamente una defensa –o una elegía– sobre la vida de un hombre inmenso en sus contradicciones sino la constatación del inevitable y melancólico– final de todo poder.

Tierra en la lengua es la más desafiante de las películas que se han realizado en el cine colombiano contemporáneo; su negación a acogerse a toda fórmula, con la valentía y la arrogancia que eso conlleva, invita a la adhesión o al rechazo sin términos medios. La obra que Mendoza ha ido configurando permanece sin embargo abierta como una interrogación de futuro. No he visto Memorias del Calavero pero vi a amigos exaltados por su caótica independencia. Y me dicen que Señorita María Luisa: la falda de la montaña, ya rodada, tiene un material potente que promete un gran documental sobre “una vida recreada al margen de la razón”.

Tal vez el delirio que se respira en el cine de Mendoza sea, en todo caso, una respuesta a la pregunta sobre lo que debe ser nuestro cine en sus intersecciones con lo que somos como sociedad. Pero en ese caso, estas películas, rabiosamente libres, tendrían que inventar al espectador del porvenir.

Ver trailer:



jueves, 3 de julio de 2014

Las bromelias, de Manuela Montoya: el cine de los hijos

Se presenta esta noche en el Museo Nacional y el próximo martes en las sesiones de Bogoshorts en Cine Tonalá, Las bromelias, un corto de ficción de Manuela Montoya, premiado por el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico y sintomático de unas narrativas que se toman por asalto el cine colombiano, desde sus bases, desde sus hijos.

"La riqueza de una obra -de una generación- siempre está dada por la cantidad de pasado que contenga". 
Cesare Pavese

Manuela y Rossana viajan con Luis Fernando, su padre, hacia Taganga, en el Caribe colombiano. Pero al parecer ningún viaje ocurre, de manera simple o unívoca, en el presente. Se viaja siempre hacia adelante, con la expectativa de aquello que vamos a encontrar, y hacia atrás, proyectando la mirada sobre lo que dejamos. El road movie, la película de carretera, es un sustrato narrativo fértil y poderoso; en la incertidumbre que lo sostiene, nos concierne a todos.


Las bromelias, el corto de Manuela Montoya, hija de Luis Fernando y hermana de Rossana, no se ocupa del antes ni del después de ese viaje. Es una instantánea, un cuadro de familia que estalla por sus bordes. Lo contenido en esa instantánea, en ese cuadro, es, en principio, todo lo que debería importar. Sin embargo, el afuera, lo exterior, su contexto, lo envuelve, lo determina, le agrega capas de sentido.

La jornada

El fragmento de viaje es dibujado con trazos delicados pero seguros. El "falso" inicio del viaje es la ciudad nocturna, un recorrido en carro hacia la casa del padre, de donde partirá el "verdadero" viaje. La cámara descubre paisajes y personajes, y la dramaturgia sugiere la ternura pero también las tensiones del círculo familiar. El padre conduce, hace planes, toma cerveza. Las hijas le reclaman, la tensión aumenta y las emociones, antes contenidas, empiezan a ser subrayadas hasta bordear los límites del melodrama familiar: los reproches por la ausencia, la pregunta por el amor, los hijos convertidos en padres.

El drama se plantea sin resolverse con grandes énfasis, lo que establece una línea de continuidad entre Las bromelias y cortos colombianos contemporáneos como Rodri y Como todo el mundo, de Franco Lolli, o Leidi, de Simón Mesa. La promesa de un acontecimiento, contundente o definitivo, es diferida, obligándonos a un ejercicio de la mirada donde los índices que conducen nuestra necesidad de orientación y de sentido están sembrados en los objetos y las miradas, en los cuerpos y los lugares. Y sin embargo, así en Como todo el mundo, como en Las bromelias, como en Leidi, algo se ha fracturado y se ha recompuesto en el sistema narrativo, algo que incumbe a la familia y su inevitabilidad psicológica, a los vínculos afectivos que se heredan o que -eso queremos creer- se eligen.

El otro territorio al que Las bromelias se arrima, aunque incómodamente, es a aquel definido por las narrativas del yo. Y digo incómodamente porque si bien Las bromelias parte de una anécdota personal y familiar de la directora, logra objetivar la situación, aunque la complica al poner en escena al mismo círculo familiar en la que ocurrió. Esa puesta en escena de la "novela familiar" en procura de una experiencia terapéutica o de un plus de autenticidad, es un gesto que no se puede desdeñar. Pero Las bromelias es una ficción y como tal la experiencia se transforma en un relato que debe ser verosímil más allá de la evidencia testimonial. Y Manuela Montoya logra esa verosimilitud sin deberle nada a la realidad.


El contexto


En el cine colombiano, los años ochenta es el tiempo de los padres. Claro, hubo un tiempo anterior, pero es un tiempo -los años veinte, los años sesenta- que se pierde en el mito de los orígenes, con nombres más o menos difusos como los Di Domenico, Máximo Calvo o José María Arzuaga. Los ochenta, en cambio, corresponden a la norma, a la ley que se instaura y permea el espacio de posibilidad de nuestro destino, nuestro carácter, nuestro deseo, aunque como Edipo, no lo sepamos mientras respondemos ciegamente a él. Los ochenta o Focine, como algunos prefieren llamarlo tomando la parte por el todo, son la promesa y la esperanza de las grandes narrativas, del país que podía ser explicado, de la memoria sobre la que era perentorio imponer un mapa cognitivo. Camila Loboguerrero extenúa a María Cano, Víctor Gaviria ofrece un punto de vista innegociable, vertical en su realismo sobre las transformaciones de Medellín, Luis Ospina y Carlos Mayolo se convierten en los pater familias de la tradición cinéfila y de los intercambios entre la alta cultura, la cultura de masas y la cultura popular, Francisco Norden delinea la aproximación académica e intelectualizada al conflicto, Lisandro Duque la utopía de la provincia, Marta Rodríguez un imperativo político.

Más allá de ese estrecho mundo cinéfilo, sacudido por pequeñas rencillas ideológicas, estaba el mundo de la vida, la aventura y el fracaso de una generación que le heredó a la siguiente un país inicuo, de lazos sociales rotos, de sueños que terminaron por convertirse en pesadillas. Manuela Montoya, egresada de la EICTV de San Antonio de los Baños (Cuba) es una directora menor de treinta años e hija directa de la generación que estaba en el meridiano de la vida en la década de los ochenta. Luis Fernando Montoya, su padre, es un bien reconocido actor de telenovelas y películas (La mansión de Araucaima, de Carlos Mayolo, sin ir muy lejos). 


En el cine colombiano la búsqueda del padre o de la madre, o de ese antepasado escurridizo que nos define en su presencia o en su ausencia, sostiene una zona de exploración que progresivamente se va ampliando: es el impulso detrás de Looking for, de Andrea Said, de Cesó la horrible noche, de Ricardo Restrepo, de Inés, recuerdos de una vida, de Luisa Sossa, entre las producciones más recientes. El hecho de que Andrea Said, Luisa Sossa o Manuela Montoya sean mujeres, tampoco es un dato desdeñable, sobre todo si se considera que esa búsqueda de los orígenes tiene, en la literatura y en el cine, un fuerte acento masculino (piénsese si no en referentes tan disímiles pero poderosos como Pedro Páramo, de Juan Rulfo, El río del tiempo, de Fernando Vallejo, La luna y las fogatas, de Cesare Pavese, El espejo, de Andrei Tarkovski o algo más reciente y que nos interpela: Tierra en la lengua, de Rubén Mendoza). La incursión femenina en estas narrativas (1), introduce, sospecho, un tono menos confrontacional; se abre con menor dificultad un espacio para la sanación y el encuentro -dentro de lo que cabe- conciliador. Las mujeres transforman las condiciones concretas, simbólicas -y materiales- de la existencia, los hombres hacemos la guerra, incluso cuando hacemos la paz.

Lo que Las bromelias despliega como potencia es un cine de los hijos, que es indispensable que sea distinto al cine de los padres, y que necesita plantear alternativas éticas y estéticas. Un proceso similar pudo haber ocurrido con el cine de hijos argentinos como Nicolás Prividera (M. o Tierra de los padres) o Albertina Carri (Los rubios) que revisan las narrativas heredades (sobre la dictadura por ejemplo), las cuestionan y las transforman. O con el cine de directores chilenos como Sebastián Lelio (La sagrada familia, Gloria) que aun reconociendo la paternidad de Raúl Ruiz o El chacal de Nahueltoro no puede menos que hacer otra cosa. Es siempre la pregunta de cómo hacernos cargo de nuestra memoria (sobre todo si se trata de una memoria fracturada por el acontecimiento político con mayúscula, como lo pudo llegar a decir Beatriz Sarlo en Tiempo pasado), es decir de nuestros padres, para emprender un camino de responsabilidad con la vida y, por qué no, con el arte.

Notas

1). La participación femenina en el equipo de producción de Las bromelias va más allá de la directora: también incluye a Carol Ann Figueroa en el guion, Amanda Sarmiento  en la producción, Lola Gómez en la dirección de fotografía, Isabel Torres en el sonido y Marcela Gómez en la dirección de arte. También es importante anotar el carácter "eiceteviano" del equipo.