miércoles, 27 de abril de 2016

Taxi, de Jafar Panahi: El triunfo de la imaginación


La ganadora del Oso de Oro en Berlín 2015, dirigida por el proscrito director iraní Jafar Panahi, se estrena mañana en Colombia. 

Desde el interior de un taxi, una cámara registra el pulso cotidiano de Teherán. Todo parece normal a primera vista, con esa visión distante de sus gentes atareadas en un ir y venir por una de las calles de la ciudad. Pero la normalidad de ese plano general se rompe cuando el taxi es tomado por los primeros pasajeros y la película empieza a mostrar a través de sus conversaciones los pequeños y grandes conflictos de una sociedad, y el ingenioso modo en que un director que tiene prohibido filmar se las arregla para seguir haciéndolo. Pocas películas como Taxi han capturado de un modo tan diáfano, casi didáctico, las relaciones entre cine y realidad. Con una combinación inusual de encanto y humor, de serenidad y rabia contenida, Jafar Panahi muestra el triunfo de la imaginación y la sutileza sobre el torpe –pero no por eso menos criminal–comportamiento de los poderosos.

Como otros directores iraníes, Panahi hizo películas que como El espejo, mostraban con gracia y ternura la presencia del cine en la vida cotidiana de su país. La niña que se rebela y abandona un rodaje, es un ícono de las películas contemporáneas de ese género que es ya el cine dentro del cine. Pero a partir de la prohibición de filmar que pesa sobre Panahi por el supuesto delito de “actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el Estado”, el cine mismo, con una particular intensidad, se vuelve el tema, la sustancia de sus películas. Tanto This Is Not a Film como Closed Curtain, los films previos de Panahi y posteriores a su condena, se balancean en esa fina línea entre el documental y la ficción, una frontera que, con sencilla eficacia, es borrada de nuevo en Taxi.

¿Qué estamos viendo?, es la pregunta que acecha al espectador en los 82 minutos de Taxi. ¿Un ejercicio de cámara clandestina que se apropia de la autenticidad de los momentos y personajes filmados? ¿Un juego concertado entre director y actores? ¿Una feroz pedido de auxilio encubierto en un documental sobre la vida cotidiana y sus pequeños dilemas?  Quizá todo lo anterior, pero también mucho más. El cineasta Panahi se parapeta tras el trabajo de taxista para filmar una película en la que la cámara nunca sale de ese taxi, pero que desde adentro de esa prisión amarilla lo observa todo. Hay otras cámaras en la película y muchos puntos de vista, como si Panahi quisiera decir algo sobre la estructura panóptica de las sociedades totalitarias, obsesionados con trazar las fronteras de lo legal y lo ilegal a través de la mirada.

Pero Panahi no hace altisonantes declaraciones políticas. La profunda reflexividad y agudeza de la película no está solo en los diálogos, algunos aparentemente banales, otros que dan rienda suelta a comentarios políticos directos. Su carga de sentido está sobretodo en la estructura y el uso de los recursos del cine para producir significados. La distancia de las cámaras, el lugar desde el que se mira, lo que entra y no entra en un encuadre, lo permitido y lo prohibido, es el real asunto en el que esta película se juega sus cartas. Saber que este es el drama cotidiano de Panahi, no hace sino intensificar el carácter biográfico de Taxi, la manera como milagrosamente el director se las arregla para hablar de sí mismo a través de los otros, y para darle a su problema personal un matiz colectivo.

En ese sentido, es la pequeña sobrina del director (la misma que entre sollozos recogió el Oso de Oro que la película ganó en Berlín) quien durante el viaje en el taxi con Panahi graba con su cámara una tarea de clase, la que con infantil sencillez y contundencia ve con mayor lucidez lo que está pasando. La niña debe hacer un film “distribuible” de acuerdo con las lógicas oficiales iraníes, donde haya gestos de abnegación popular, personajes buenos y ausencia de realismo sórdido, entre otras prescripciones.

El cine dentro del cine, vuelve a sorprender en esta película de Panahi, como ya ocurría en otras películas iraníes.

La niña, en principio, realiza con entusiasmo y convicción la tarea para al final declararse vencida cuando se da cuenta de que la realidad es soberana, y que cualquier “secuestro” ideológico de la misma lo único que hace es empobrecerla. El otro personaje infantil que ella captura con su cámara, desde el taxi, no puede seguir sus instrucciones para actuar de acuerdo con las reglas del cine distribuible y devolver, como gesto de corrección, un dinero que ha tomado sin que le pertenezca. Aunque se intente manipularla, la realidad se autogobernará. En estos niños el eco del personaje de El espejo reverbera, y con ello, la impresionante coherencia y continuidad de la obra de Panahi, su obsesión particular por el cine y la representación, que en sus actuales condiciones legales, se ha vuelto más urgente y necesaria.


Taxi es también la demostración de otra paradoja: a veces las restricciones juegan a favor del arte, al obligarlo a encontrar formas indirectas e ingeniosas de representación. Es como si los artistas necesitaran un gran enemigo contra el cual trenzarse en su batalla sin cuartel, un gran enigma que les obligue a no distraerse en la frivolidad y en la autocomplacencia del “fantasma de la libertad”.

Ver trailer:


martes, 5 de abril de 2016

Todo comenzó por el fin, de Luis Ospina: una fina carta de amor


Todo comenzó por el fin no es, de ninguna manera, un simple y aislado homenaje a Caliwood, sino que concede al cine colombiano en general una obsequiosa y fina carta de amor cuya cortesía también personifica un juicioso y pertinente llamado de atención a la célebre ingratitud del público colombiano.

Por Giovanny Jaramillo Rojas*

Esto también empieza por el fin: en un país tan culturalmente hermético y anticuado como Colombia sólo un cineasta como Luis Ospina puede darse el lujo de idear, realizar y estrenar  una película que, sin ningún tipo de vanagloria ni pedantería, supere con creces los doscientos minutos. Y es que no sólo se trata de idear, realizar y estrenar una película de semejante metraje, sino que también se trata de mantenerla, no en la cartelera de los cines más superficiales, snobs o comerciales del país, sino, precisamente, en uno de los lugares más difíciles e inaccesibles del público: su memoria.

Para nadie es un secreto que desde siempre el cine colombiano ha tenido un gravísimo problema que, por fortuna, de unos buenos años para acá, dejó de ser económico, temático, tecnológico, creativo o de producción. Nuestro cine sufre el peor mal de todos: la apatía y la indolencia del público. Un público que está alienado en la expectación y el aprecio de lo foráneo y que, por demás, vive completamente incapacitado para mirar hacia adentro y valorar lo propio. 

De esta manera, para que algo en materia de arte y/o cultura, sea estimado dignamente en Colombia –sin que esto garantice su triunfo, tiene que, paradójicamente, venir etiquetado e interpretado desde afuera. La experiencia inmediata de El abrazo de la serpiente y La tierra y la sombra, como otras tantas películas u obras de arte de distintas épocas, remachan inmarcesiblemente y con júbilo inmortal estas palabras en el concurrente y lamentable tablero de la idiosincrasia que nos convoca y determina como nación.

La vida y obra de Luis Ospina es loable y, antes de empezar con el reguero de comentarios sobre su más reciente obra, me gustaría desearle que después de la enfermedad que venció con tanto arresto, ojalá esta sea la primera de muchas otras películas que todos sabemos le faltan por filmar.

Ahora bien, Todo comenzó por el fin es un autorretrato documental que tiene tres excusas dramáticas claramente identificables que a su vez encierran tres argumentos autónomos auspiciados por el mismo telón, a saber: la historia íntima de las vidas y peripecias de los más esenciales del destacado grupo de Cali: Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Luis Ospina, personajes que, además de oficiar como las tres excusas dramáticas, son genuinamente reparados y reconstruidos desde la diversidad de reflejos y memorias de toda la jauría de artistas e intelectuales que hicieron –y hacen parte de aquella generación. 

Los subsiguientes tres argumentos cardinales sobre los que se mueve la hoja de ruta narrativa de la película, se pasean libremente de inicio a fin sobre la pantalla y los lució Luis Ospina en una camiseta que anduvo deambulando con desembarazo por la última edición del FICCI (Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias) la cual decía: Sexo, drogas y cine. Alocución que funcionó irreprochablemente bien a propósito de la memorable conjugación entre trabajo serio y diversión perpetua que, para la minúscula gloria del cine colombiano, legó una lista de casi medio centenar de producciones audiovisuales de todos los calibres y formatos, cuya calidad se ha hecho de obligatoria revisión no sólo para los nuevos creadores sino para investigadores, cinéfilos y lenguaraces de todo tipo. 

Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, dos de los "excusas dramáticas" de la reconstrucción documental que hace Ospina del Grupo de Cali.

Por último, nos queda el telón de fondo, ese lugar que desempeñó el rol verdaderamente capital del film: ella, la muerte. La que se llevó tempranamente a Caicedo y tres décadas después a Mayolo y que por poco se lleva a Ospina. De hecho, según el propio director, ese enfrentamiento en primera plana contra la muerte justo en el inicio del rodaje de la película, fue el que lo llevó a reflexionar sobre la –su– vida y, posteriormente y en medio de los tratamientos y la difícil recuperación, la que soltó la infinita pesquisa para empezar a escudriñar en los anales de la prole de la que orgullosamente hace parte. El trabajo se prolongó durante cinco años de charlas, tropiezos, desencuentros, entrevistas, remembranzas y exploraciones de todo tipo de archivos hasta lograr consolidar el producto final y así proveernos de una detallada y fehaciente grafía del mito, del cual Ospina, específicamente, es un sobreviviente.

La autorrepresentación

No hay lugar a dudas de que Todo comenzó por el fin es el más personal de los trabajos de Ospina. Es una invitación a viajar en el tiempo, cuyo imposible retorno es más un trasiego historiográfico y memorial por los convulsionados setenta y ochenta donde el narcotráfico, la violencia, el cine, la anarquía y la rumba de las décadas en cuestión, son los condimentos que conforman el caldo de cultivo y la ulterior germinación de un relato airosamente autobiográfico que esquiva, con fluida elegancia, aquellos lugares comunes en los que es tan fácil caer cuando uno se refiere a sí mismo: la presunción y el narcisismo. 

Luis Ospina, la tercera "excusa narrativa" de su propio documental.

Sin embargo, la película tiene ciertos quiebres narrativos que por momentos desorientan y que de ninguna manera pueden pasarse por alto, uno de ellos es el vehemente y árido tono confesional que usa y que deja a la postre la extraña sensación de asistir más a una radiografía encadenada a parábolas de fantasmas, cuya redención es la que les permite que, no estando entre nosotros, justamente puedan estar más vivos que nunca. De igual manera, la fragmentación de los personajes centrales reconstruidos por las voces de otros– puede pasarse ligeramente como desmedida y hasta artificiosa. 

No obstante, considero que estas profusiones e incluso disyunciones son naturales y hacen parte de las fórmulas ensayísticas del director que, por ejemplo, también son desplegadas metódicamente en Andrés Caicedo. Unos pocos buenos amigos (el principal ascendente genealógico y estético de Todo comenzó por el fin), La desazón suprema. Retrato incesante de Fernando Vallejo y Un tigre de papel. A todo esto y como salvedad, vuelvo a remarcar que estos quiebres se excusan solos adquiriendo cierta licencia, gracias a la cuidadosa construcción del ritmo que tiene el film y que, sin más, pueden pasarse como auténticos y consecuentes gajes del estilo documental que profesa Ospina. 

Todo comenzó por el fin tuvo su estreno mundial en la cuadragésima versión del Toronto International Film Festival TIFF y, antes de aterrizar en Cartagena fue exhibida en festivales de Japón, México, España, Francia y Argentina. El documental está dispuesto en torno a una reunión de amigos que al reencontrarse empiezan a ascender por una espiral de efemérides y reflexiones sobre sus vidas enlazadas por el cine y en las cuales la única protagonista es la camaradería. En esta tertulia audiovisual podemos ver personajes que van y vienen por la narración confinados en anécdotas, alegrías, silencios y melancolías varias. 

Los mismos que conformaron la que podría ser la primera generación de cine urbano, testamentario y contracultural que se atrevió a filmar la marginalidad y a ficcionar críticamente los tabúes de una sociedad pacata, beligerante y conservadora como la colombiana. Personajes de la talla de Sandro Romero, Elsa Vásquez, Eduardo Carvajal, Patricia Restrepo, Beatriz Caballero, Vicky Hernández, Rodrigo Lalinde, Karen Lamassonne, Miguel González, Ricardo Duque, Oscar Campo, Ramiro Arbeláez y Liuba Hleap, entre otros, son los que nos hacen recordar, de viva voz, que Colombia no ha dejado de ser ese país bipolar en el que no hay inverosimilitud posible, y en el que ellos y sus estelares mártires, se abismaron a soñar abanderando sus respectivas sediciones y formidables ingenios, para dar rienda suelta a los universos estéticos y simbólicos que hoy celebramos.

A modo de conclusión y de comienzo todavía, lo nuevo de Luis Ospina puede leerse, verse, entenderse, etc., como una crónica retrospectiva y reconcentrada de la multiplicidad, no de las voces e imágenes que presenciaron la historia que se esmera por retratar, sino de las que la forjaron con terca perseverancia dándole dinamismo y sentido, con obras que, a diferencia de ellos, nunca van a morir y de las cuales muchas ya, como esta película, se incrustaron en nuestra memoria. Vamos a escuchar lo silenciado: Bendita sea la fiesta y el cine también.

*Estudió Sociología en el Externado de Colombia y, posteriormente, una maestría en Sociología de la Cultura en alguna universidad argentina. Actualmente trabaja como editor y redactor para revistas digitales y programas de radio independientes de arte, cultura y sociedad en Buenos Aires y Montevideo.