domingo, 29 de enero de 2012

Polvo en los zapatos, polvo en los ojos, sobre La mirada de Ulises de Angelopoulos


Murió esta semana el cineasta griego Theo Angelopoulos, arrasado por una moto mientras rodaba el filme El otro mar. Recupero un texto escrito hace años para recordarlo.

En 1995, gracias a  una iniciativa del Musee Du Cinema de Lyon, la ciudad industrial del centro de Francia donde cien años atrás se habían registrado las “primeras imágenes” en movimiento con el recién inventado cinematógrafo, cuarenta directores tuvieron el privilegio de volver a filmar con la primitiva cámara de los hermanos Lumière.

Entre ellos estaba el griego Theo Angelopoulos, un consentido del cine europeo actual, ganador de la Palma de Oro en el último Festival de Cine de Cannes con La eternidad y un día, descrita en los cables internacionales como “un viaje sin tiquete de regreso dentro de la conciencia de un poeta en el umbral de su muerte”. La película, escrita por Angelopoulos en colaboración con el coguionista de su última filmografía, Tonino Guerra (colaborador de Antonioni y de Tarkovski) y protagonizada por Bruno Ganz, completa un vigoroso corpus humanístico de ideas, reflexiones e influencias clásicas, empacado en un lenguaje cinematográfico de vanguardia, que hace escasos dos años se elevó hasta un punto altísimo de virtuosismo formal y conciencia moral en La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1996). El homenaje de Angelopoulos a los Lumière es de una conmovedora simplicidad, fiel a las intuiciones “estéticas” de los pioneros franceses: frontalidad de la escena, acción en tiempo real, una digna naturalidad en la actuación. Un intertítulo, recurso desconocido por los Lumière, nos ubica en una encrucijada de nobles referencias históricas: “Ulises: Estoy perdido ¿A qué tierra extranjera habré llegado?”. Es el grito de angustia del Odiseo homérico, encarnado por algún griego de ahora, una vez se ve lanzado a la orilla desconocida de algún mar remoto. El cuerpo pesado del actor, su barba patriarcal, su mirada asombrada se acercan a la cámara y al espectador, como solían hacerlo inocentemente los primeros sujetos fílmicos: Odiseo, ya viejo, nos ofrece la revelación de su “primera imagen”, de su “primera mirada”. 

La mirada de Ulises
Es 1995, cien años después de la mítica jornada del 28 de diciembre en el Salon Indien, en el número 14 del Boulevard des Capucines, a la orilla derecha del Sena. Al año siguiente, Angelopoulos propone una versión mucho más amplia y compleja del mito de Odiseo en la arriba mencionada La mirada de Ulises, una película que abarca la suma completa de sus temas obsesivos y la culminación de su lenguaje formal. El filme, de una estructura coral en cuanto a significados y sugerencias, es arrastrado por varias corrientes. En primer lugar, es la crónica de una crisis individual, la del personaje protagonista (Harvey Keitel), descrito en el guión con la letra A: un director de cine griego, exiliado en Norteamérica, que regresa a su país, encargado por la Cinemateca Nacional, para hacer un documental sobre los pioneros del cine en los Balcanes.    

A es claramente un alterego de Angelopoulos, no sólo porque es el vocero de unas ideas reconocibles en el discurso anterior del director (Reconstrucción/Anaparatassi -1970-;El viaje de los comediantes/O Thiassos-1975-; Alejandro el Grande/O Megalexandros-1980-; Viaje a Citera/Taxidi sta Kithira -1984-; El apicultor/O Melissokomos -1986-;Paisaje en la niebla/Topio stin omichli-1988-; El paso suspendido de la cigüeña/To Météoro vima tou pélargou-1991-), aunque sometidas a contradicciones y autocrítica, sino porque la anécdota lo confirma; A es una ficción que sirve para documentar un hecho real: la existencia en Grecia y en ese territorio de identidad que son los Balcanes, de dos hermanos pioneros del cine en esa región, Miltos y Yannakis Manakis (como si por entonces el cine fuese una aventura familiar: los Lumière, los Manakis, los Di Domenico, los Acevedo).

El cronista griego, Christos Christodoulou, en el número 24 de la revista española Nosferatu, dedicado a Angelopoulos, dice sobre los Manakis: “...nos han legado una colección de archivos fotográficos y cinematográficos de un valor etnológico e histórico notable, y de un valor artístico incontestable. Estos documentos cubren un período de sesenta años, referido al conjunto del espacio balcánico, y pertenecen a todos los pueblos”. Los Manakis lo filmaban todo: acontecimientos políticos, fiestas populares, guerras, discursos, manifestaciones, acciones cotidianas, con la inocencia de quien no ha teorizado sus actos, ni ha conceptualizado su elemento de trabajo. Esas imágenes de la infancia del cine tienen para Angelopoulos, a través de su protagonista, un poder regenerador, una virtud que no es virtud, porque es anterior a la culpa y al entendimiento, a la imagen manchada, a la cámara que tras cien años de ser cómplice pasiva de la infamia del mundo, no sobrevivirá si no hace un alto. La necesidad de formular una ética de las imágenes, que es uno de los puntos de tensión de La mirada de Ulises y de la obra de directores contemporáneos como Wim Wenders o el documentalista francés Raymond Depardon, encuentra en el conflicto de los Balcanes un poderoso motivo de vergüenza. Sarajevo, la guerra de Bosnia, los nacionalismos, son de repente motivos recurrentes de inspiración artística, de regodeo esteticista, de turismo audiovisual y algunas veces, también, de compromiso real con una verdad y unas ideas superiores a cualquier coyuntura. 

Artistas nacidos en la conflictiva zona  como el prestigioso realizador Emir Kusturica (especialmente en Underground-1995) el poeta y guionista musulmán Abdulah Sidran, el joven director macedonio Milcho Manchevski (Before the Rain-1995-) y otros hombres de cine de la región como Jovan Acin, Ademir Kenovich y por supuesto Angelopoulos, que aunque griego, se siente parte de una tradición cultural común, han aportado sus catarsis personales, su culpa o su indignación frente al peor desastre político europeo después de la segunda guerra mundial. El evento es extraño porque significa asistir al “acontecimiento” de la guerra y a la reflexión sobre la misma de una manera simultánea, casi como una constancia de la inutilidad del pensamiento y del arte frente al lenguaje contundente de las armas. La alergia producida por la destrucción de los Balcanes  se abre al exterior y propicia obras como la del francés  Jean Luc Godard, For Ever Mozart (1996), un complejo juego intelectual que es en principio el recorrido de un grupo de teatro hacia Sarajevo para escenificar el amor en medio de la guerra o el brote británico en  Welcome to Sarajevo de Michael Winterbottom, sobre los paparazzis de las guerras multinacionales, o el salpullido español, Territorio comanche; sin contar los flirteos de la literatura (Goytisolo, Pérez-Reverte), de la plástica, de la música, que han encontrado en medio de la destrucción, una gallinita de los huevos de oro. Un fotógrafo, personaje de Before the Rain, se pregunta si al registrar con la cámara el “acontecimiento” de la muerte, no está de alguna forma accediendo, siendo cómplice, contemplando la guerra como una erupción repentina, como un espectáculo, como una fiesta. Frente a esa incomodidad sólo aparente, frente al triunfo del componente light de toda imagen audiovisual sobre el peso de los hechos, la película de Angelopoulos construye un edificio de cimientos profundos, que al penetrar las raíces del conflicto y al evadir el lamento directo se aproxima al corazón del dolor, desde una distancia que lo hace insoportable. La mirada de Ulises evade la imagen evidente y se permite distintos efectos de distanciamiento frente a la realidad: el poema, el monólogo o la teatralidad en vez del diálogo directo; el hombre símbolo en vez del hombre real;  la voz en off y la imagen en off en vez del sonido y la imagen realista , la permanente presencia de la nieve y de las brumas que ocultan y alejan los hechos; los planos generales en vez de los primeros planos; en resumen, una puesta en escena que contradice conscientemente el imperativo de la acción, que desprecia la linealidad y hace posible la convivencia de los magmas de la historia: de la historia de la película y de la Historia con mayúsculas. Esa moral extrema, esa prudencia, tienen su apoteosis en la secuencia final de la película, cuando la nieve cae sobre Sarajevo y los asesinatos que están ocurriendo son cubiertos por ella; el espectador escucha sólo el sonido de la muerte y el sonido parece tener en estos casos una emotividad mucho mayor.  

La responsabilidad, la justicia o la injusticia —y no la belleza—  de las imágenes, son para Angelopoulos las preguntas esenciales después de cien años de cine; los Manakis son la disculpa y el conflicto en los Balcanes el catalizador. Él mismo siguió el rastro de los hermanos Manakis por toda la región en conflicto: Albania, Macedonia, Bulgaria, Rumanía y Serbia, en busca de unas bobinas perdidas –o no reveladas aún por la emulsión fotográfica– que contenían los primeros planos filmados en Grecia. Angelopoulos las encontró en la cinemateca de Belgrado: son las tres bobinas de Las hilanderas, registradas por los Manakis en 1905 y que representan esa parte del legado visual de estos pioneros que supera la actualidad del noticiario y se conserva como un registro del tempus despolitizado de la vida cotidiana. Las hilanderas simbolizan para Angelopoulos la identidad cultural de los pueblos balcánicos; son un elemento de unidad y de acuerdo en donde reinan los nacionalismos y los odios tribales.

Lenin, naufragando en el Danubio
La romería de A. en La mirada de Ulises hacia el fondo de ese pozo de inocencia que son las “primeras imágenes”, las “primeras miradas”, parte de la ciudad griega de Florina y termina no en Belgrado, donde estaban cautivas las bobinas de Las hilanderas sino en Sarajevo, escogida por su carga simbólica, porque representa mejor que ninguna otra ciudad la tragedia del siglo XX, el fracaso de un proyecto de civilización que empieza a fracturarse definitivamente en la primera gran guerra con el asesinato del archiduque de la ciudad y culmina su apoteosis con la guerra de Bosnia.

De esta manera, a través de un destino y una crisis personal, la de A. o la del director, se establece el vínculo con la historia política reciente de Europa, algunos de cuyos capítulos, en especial el del ascenso y el fracaso del marxismo-leninismo, se ha encargado Angelopoulos de documentar con las dosis justas de esperanza y desaliento. El hombre como sujeto histórico que es arrastrado por una corriente que no puede controlar alcanza en La mirada de Ulises una concreción insuperable, gracias a una concepción de la historia que más que describir una evolución, deja constancia de unos cruces, de unas acciones que se alimentan recíprocamente. Es en la idea del viaje, del desplazamiento físico y espiritual, cuyo epígono es Ulises, donde el río de la historia  —un río que vuelve sobre sí mismo—  se convierte en sujeto dramático. Los rizos que la figura literaria, simbólica e histórica del Odiseo homérico han seguido hasta venir a significar una nueva utopía, son apenas el punto nodal desde el cual arma Angelopoulos su reflexión sobre la memoria histórica, individual y colectiva.

El director griego, formado en el credo del marxismo, influido, por lo tanto, por la teología de la dialéctica hegeliana, describe la tensión, desde el exilio hasta un nuevo topos, del viaje de un Odiseo hacia su Itaca particular, una Itaca que tiene más que ver con Cavafis que con Homero y cuyo hilo de Ariadna es, por una parte, la memoria, el teatro donde ocurre la representación, la dramaturgia de los hechos humanos y, por otra, el deseo, cuyo vigor construye un puente para llegar hasta Penélope y una vez allí: “Entre abrazos y susurros de amantes, te contaré toda la aventura humana, la historia que nunca se acaba”(1). El deseo y la memoria se entrecruzan y le dan sentido al curso de la historia que, una vez demolidas todas las utopías, alcanza un punto de reposo en la Inocencia. La apropiación de la carga simbólica de Odiseo, que se emparenta y se prolonga en el homenaje a los Lumière y a los Manakis, no es más que la necesidad de encontrar referentes históricos para la configuración de un sentimiento nuevo, con el poder regenerador de la tradición. A la figura de Lenin, cuyo busto deconstruido atraviesa el Danubio lentamente, con una inflexión litúrgica, mientras se despide del centro de la historia, Angelopoulos opone a Odiseo, figura del descentramiento y la vacilación, naúfrago enfrentado a la contingencia. A su propia personalidad como hombre de cine, que alguna vez creyó en el realismo dialéctico de Eisenstein, en el montaje intelectual, en el poder ideológico de la imagen, Angelopoulos opone la figura de los Lumière primero, de los Manakis después; cineastas limpios si los hubo, para abocar por una imagen transpolítica o cabalmente política, una vez ha constatado que los fragores de las ideologías han devastado a Europa. El topos actual es la interioridad del individuo, la dermis frágil lastimada por el flujo inagotable de las ideas.

Otra de las corrientes espirituales que jalonan el filme está expresada en el epígrafe, tomado del Alcibíades de Platón: “También el alma para reconocerse tendrá que mirarse en otra alma”. La idea capital del pensamiento moderno, la otredad, en una época, posterior a las ilusiones de la modernidad, en la cual el imperativo de lo absolutamente otro se ha fragmentado en una colcha de relativismos. Lo Otro —o sea lo uno mismo, cabalmente—  es la búsqueda de todo viajero, y en eso Otro hay riesgos que sólo encuentran metáfora adecuada en la idea del desplazamiento real, no equivalente al viaje in situ de la cibernética. Ulises es el prototipo del viajero que haría avergonzar al turista y al periodista, que no busca información, ni novedades, que se queda y se deja distraer, que no busca la sombra sino la sustancia.

El nuevo viajero, que es el viajero viejo, se desplaza en un doble forcejeo de intensidad y concentración y su experiencia sólo puede ser registrada por la duración en el tiempo, por una película que sea como un arroyo continuo, como La reina africana, como The River y la cámara líquida de Renoir. Es en el plano secuencia, por encima de cualquier otro elemento narrativo, donde Angelopoulos resuelve su reclamo de duración, concentración e intensidad. La religión del montaje acostumbró al ojo a asumir el parpadeo del corte como una simulación perfecta de la realidad, debido, seguramente, a un principio similar al de la persistencia retiniana, “defecto” del mecanismo de la visión que hace posible la ilusión de la imagen en movimiento. En el cine convencional y subsidiario del establishment, cuya paráfrasis más cómoda siempre la hemos nombrado Hollywood, pero que puede sentar sus reales en las entrañas mismas del cine de autor, la edición por corte resulta más comoda, aunque de ella salga damnificado el arte del actor, especialmente.

En La mirada de Ulises, el director subvierte el concepto del ritmo, el secreto del tiempo que se vuelve belleza, y fuerza al espectador a regresar al tiempo real, a la experiencia de la pesadez del segundo plano secuencia, que, exacerbado con profundidad de campo, se remonta hasta el Welles de El ciudadano Kane y en el cual Andre Bazin veía una conjura contra los artificios del cine de qualité, encuentra en Angelopoulos una nueva vuelta de tuerca, una composición dinámica, más próxima al arte teatral o a las coreografías del ballet que a alguna otra cosa anterior en el cinematógrafo —tal vez a Le bal, de Etore Scola—. Los planos secuencia en La mirada de Ulises son el espacio que convoca sin transiciones, ni cortes, ni rupturas, épocas distintas; el lugar donde se reconcilia la Historia consigo misma. “La renuncia al corte y al montaje consiguiente en favor de la continuidad estricta, posibilitan a Angelopoulos mostrar en imágenes esa su idea capital que reivindica la convivencia del pasado y el presente”(2). “Esta opción estética de Angelopoulos se ubica allí donde el cine clásico había instaurado el complejo artefacto del flashback a base de enfáticas transiciones. De esa manera, la escritura clásica pretendía, a un tiempo allanar al espectador la lectura de la historia, subrayar el cambio de registro temporal con el propósito último de facilitar la discriminación del pasado en relación con el presente diegético y permitir la reconstrucción cronológica  de los acontecimientos de la historia narrada. Angelopoulos, por su parte, contrapone dilatadísimos planos secuencia en los que conviven el pasado y el presente diegéticos precisamente para perpetrar esa lectura dialéctica de la Historia (...). Dispuestos en el mismo plano y sin signo alguno que ponga de relieve el cambio de registro temporal, el ayer y el hoy están en disposición de suscitar en el espectador el efecto dialéctico deseado: las semillas del tiempo florecen hoy”(3).

Así, comulgan la forma y el fondo, el cine y su sustancia , la Historia y el Ser. Las imágenes, un puente que tiende la memoria , se convierten en espacio y tiempo transfigurado, ennoblecido.


Notas
1. Adaptación de Tonino Guerra y Theo Angelopoulos de algunos versos de La Odisea.
2. Imanol Zumalde. Restaurar la mirada. Revista de cine Banda aparte. Nro 7. pag. 8.

3. Idem

Cine colombiano y retórica estadística

Un texto de Claudia Triana de Vargas, directora de Proimágenes en Movimiento, publicado en latAmcinema.com, de nuevo cae en la retórica estadística y en el análisis caprichoso y parcial de las cifras del cine en Colombia:
http://www.latamcinema.com/especial.php?id=125
Si se miran con detenimiento y sensatez, las cifras del cine colombiano preocupan mucho: de las casi tres millones de boletas vendidas para ver cine colombiano en 2011 (el 8.3% del mercado doméstico), la asistencia se concentra en cuatro de las 18 películas estrenadas: El paseo, con 1.189.607 boletas; Los colores de la montaña con 378.218; El Páramo con 325.681, y El jefe con 318.441. Ni siquiera vale la pena entrar a discutir los aportes de dos de ellas, en términos sociales o estéticos. Frente a esos éxitos necesarios, todos olvidamos los presupuestos "programáticos" de la Ley de Cultura y la Ley de Cine, la idea de que "el cine nos permite vernos y reconocernos como personas y como grupos con distintas maneras de entender todos los aspectos de la vida, algo especialmente importante en un país, que como el nuestro, tiene una diversidad cultural inagotable” (tomado de la cartilla La ley de cine para todos, Bogotá: Ministerio de Cultura, Proimágenes en Movimiento, 2004). El cine concebido únicamente como una industria tiene legítimo derecho a existir, y es mayoritario en todas partes. La pregunta es si esa es la apuesta de una política pública, que se asienta en la demagogia de la identidad y la relevancia social.
Lo que se obvia en el análisis grueso de las estadísticas es que las cifras de asistencia a las otras 14 películas colombianas exhibidas en 2011 son pírricas o están claramente por debajo de las expectativas de productores y distribuidores (señal de un profesionalismo muy lejano en la comercialización de las películas), como lo evidencia el rendimiento por copia, que es en muchos casos dramático como ocurrio con Pequeñas voces (estrenada con 62 copias, con menos de 10 mil espectadores y un rendimiento por copia de 157 espectadores). El divorcio del público con el cine nacional es ostensible, y cualquier pregunta enfocada a determinar las razones de ese desencanto termina en discusiones acalaradas e incapacidad de reconocer el espacio y la razón del otro.
Más tramposa aún es la estadística más grande: las 38 millones de boletas vendidas corresponde a una oferta que se ha empobrecido en vez de diversificarse: más teatros para el mismo número de películas y una dictadura del 3D -cuya precio de boletería está por las nubes-. Cada semana, los cinéfilos tenemos que escoger entre quedarnos en la casa viendo películas conseguidas de manera "ilegal" o someternos a la precariedad de la oferta "legal". Ya se imaginarán qué decide la mayoría. ¿Se puede situar  la discusión del cine colombiano -por lo menos la que proponen desde la institucionalidad- en algo más sustantivo y de mayor alcance que las cifras?