miércoles, 2 de septiembre de 2015

La Siberia, de Iván Sierra y Gerrit Stollbrock: Saturación de la ruina


Desde este jueves 3 y hasta el 30 de septiembre, se proyectarán en Cine Tonalá de Bogotá, diez funciones de La Siberia, que tuvo se estreno como parte de la programación del Salón Regional de Artistas Zona Centro ("Museo Efímero del Olvido"). El documental -y el archivo creado y recuperado por Iván Sierra y Gerrit Stollbrock en torno a la histórica planta de Cementos Samper en La Calera- participó como una de las propuestas artísticas desde las cuales este evento discutió las alternancias y mutua dependencia de la memoria y el olvido. ¿Logra este documental ir más allá del deseo o fascinación de la ruina?


La Siberia, un documental de Iván Sierra y Gerrit Stollbrock.

Hay dos documentales en el reciente trabajo de Sierra y Stollbrock, así como hay dos siberias (la una en La Calera, la otra en una lejana y mítica Rusia), que aunque traten de unirse a través de una línea imaginaria, al final resultan radicalmente distantes.

El primero de estos documentales, y por cierto el que ha terminado por imponerse sobre el otro, se pliega a los discursos dominantes sobre la memoria, que van camino a convertirse en una cultura oficial, cuando no en un mercado. La Siberia convoca los recuerdos dispersos, contradictorios, siempre inestables, de un grupo de trabajadores de la histórica planta de Cementos Samper, en el municipio de La Calera (Cundinamarca) y echa mano de todo el repertorio estilístico de lo que el propio codirector Gerrit Stollbrock llama, en un artículo de Arcadia y citando a David MacDougall, "films of memory".

Para verificar esas memorias, al fin y al cabo provisorias, quizá urdidas por la nostalgia y el deseo, el documental usa archivos de distinto tipo (fotografías, películas, álbumes) y los confronta con el testimonio de los protagonistas (empleados y dueños de la fábrica, esposas, hijos e hijas) y con las huellas-ruinas que aún quedan del esplendor del pasado. El resultado de esta pulsión de archivo ("mal del archivo" lo llamó Derrida) es previsible y, en ocasiones, saturado, víctima del deseo de decir mucho, así La Siberia rehúya los típicos recursos del documental ilustrativo y totalizante (voz en off, infografías, animaciones), es decir, esas obras de gran impacto que por el camino de su visibilidad en eventos como Ambulante o IndieBo, configuran un nuevo mainstream para el público colombiano, más preocupado por el documental como tema que como lenguaje. 

Las "películas de memoria" han creado sus propios códigos y en ellas es frecuente encontrar la fascinación visual por la ruina (como una sinfonía a destiempo, respecto a las sinfonías de ciudades de principios del siglo veinte) tratando de encontrar un equilibrio con el interés por los personajes y sus testimonios. A veces, estos films hallan un admirable balance como ocurre en 24 City, del gran director chino Jia Zhangke, que es formalmente espléndido sin sacrificar a sus personajes o convertirlos en meros objetos plásticos. En otros casos, como en el documental colombiano La Hortúa (Andrés Chaves, 2011) el espacio mismo -en este caso el "abandonado" hospital bogotano del mismo nombre- cobra protagonismo como evidencia material del paso del tiempo y de una manera desastrada de ejercer el poder.

Lo que La Siberia no logra ser, lo que está la mayoría de las veces reprimido, pero que por momentos se insinúa y promete algo de su potencia no desarrollada, es un documental sobre el trabajo y su devaluación. O sea, todo aquello que analizó Richard Sennett en La corrosión de carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. El brillante estudio del sociólogo estadounidense sobre la manera como se ha reconfigurado el trabajo en las economías neoliberales y su efecto en la identidad de los individuos y en su narrativa personal, tiene todos los vínculos posibles con la situación del grupo de ex trabajadores de Cementos Samper. El trabajo como seña de identidad y seguridad, no solo se explica por el paternalismo de los jefes hacia sus empleados, sino por el orgullo de pertenecer a una clase trabajadora capaz de forjar sus propios hitos: huelgas, sindicatos, logros concretos que mejoraron las condiciones materiales de la existencia. Sin esa garantía del trabajo, de la empresa como centro entorno al cual se articula "la vida", el propio relato del yo se fragmenta. La Siberia muestra esta memoria astillada y la pérdida de ese centro como consecuencia del cierre de la fábrica, pero lo hace de forma involuntaria y no saca de ese hecho capital unas conclusiones que, por cierto, saltan a la vista. 


Demolición de las huellas de La Siberia, planta de Cementos Samper en La Calera.

Esto es quizá lo que separa a la historia de la memoria y lo que hace a esta última tan necesaria para mantener los vínculos comunitarios, tal como lo demuestra Alessandro Portelli en "Historia y memoria. La muerte de Luigi Trastulli", un texto clásico sobre los mecanismos de la historia oral, en directa relación, en este caso, con la autoestima de la clase trabajadora. La Siberia, en su fascinación o "deseo de ruinas", deja poco espacio a esa memoria de lo que estaba en juego en el trabajo y sus condiciones. Cuando da vía libre a esa vertiente de la memoria (el recuerdo de las huelgas o los logros sindicales, pero también del encierro y la dominación), rápidamente se pasa a otra cosa.

El cierre de Cementos Samper se explica en el documental como un simple accidente ("se acabo la caliza", dice uno de los antiguos dueños) sin ver que este final hace parte de un fenómeno más global donde el empleo precario e inestable logra "corroer el carácter"; que lo que significa ese final está relacionado con una administración de la sociedad que promete libertad y movilidad cuando solo genera miedo y conservadurismo cerril. Documentales como Roger and Me (Michael Moore, 1989) o Numax presenta... (1979) y Veinte años no es nada (2005, y que es una continuación del primero), ambos del director catalán Joaquim Jordà, asumen la entera dimensión política de esta derrota o, a veces, resistencia de la clase obrera. Ese es el verdadero Ubi Sunt?, el mundo ido que quizá haya que lamentar, si es que no hemos caído de pleno en el cinismo. No unas ruinas que no valen más que un fetiche y desde las cuales se da base material a una nostalgia que embellece lo que fue piedra pero también carne, sudor pero también sangre.

La Siberia está hecha, por supuesto, en otros tiempos y en este país, Colombia, donde la memoria es el guion oficial y la clase obrera es "El Coco". Los obreros son aquella gente de imprecisos y sospechosos orígenes que hay que despolitizar a toda costa, a quienes conviene avergonzar de sus luchas y representar como restos, como sobrevivientes inocuos del pasado que juegan a la memoria y el olvido como si se tratara de un distracción pueril. El 11 de agosto en la Universidad Nacional, en un evento que se llamaba "No olvides mañana lo que puedes olvidar hoy", los dos codirectores de La Siberia comparecieron ante el público del "Museo Efímero del Olvido". En un momento, uno de ellos, Iván Sierra, llevándose las manos a la cabeza en señal de preocupación, contó la experiencia con uno de los ancianos que participan en el documental, quien le habría dicho, también preocupado, que aquello que no quedara grabado en el documental desaparecería para siempre. El cine estaría, en este y en muchísimos otros casos recientes (recordar, sin ir lejos, el debate sobre El abrazo de la serpiente en este mismo blog) atribuyéndose un papel redentor, de notario de aquello que está próximo a extinguirse. El cineasta se estaría auto-representado como un patrón bonachón... pero tenemos sobradas razones para dudar de esa bonhomía.

El discurso redentorista podrá ser útil en muchos escenarios, sobre todo en aquellas instituciones estatales, europeas o del primer mundo (o todas las anteriores), que se presentan como bancos de crédito material (y por supuesto simbólico) para reparar o sanar aquello que ellas mismas han enfermado o destruido. Triste papel el del cineasta si se conforma a ese papel de idiota útil que tranquiliza conciencias, empezando por la suya propia. 

Ver más:



Ver:

"Recuerdos de La Siberia, Olvidos del documental". Primero de una serie de videos que se derivan del documental La Siberia.





martes, 1 de septiembre de 2015

Un asunto de tierras, de Patricia Ayala: El documental sin sus habitantes

Un asunto de tierras, de Patricia Ayala.

"Si tener la tierra es tenerlo todo, entonces perder la tierra es perderlo todo. Es perder la historia, la identidad y el sustento". Un asunto de tierras empieza con la voz en off, vehemente, de Patricia Ayala, la propia directora, haciendo esta declaración. Es fácil estar de acuerdo con lo que allí se suscribe. No obstante, de ahí en más, lo que la narrativa del documental va mostrando es una voluntad de llenar la realidad con un arsenal de premisas ideológicas que, no por bienintencionadas o políticamente correctas, dejan de ser discutibles.


Viendo el segundo largometraje documental de Patricia Ayala (el primero fue Don Ca, de 2013) recordé un viejo texto, "Del documental y sus habitantes", escrito por Víctor Gaviria. "Tanto el periodismo como el documental mismo y como los estudios antropológicos -escribió Gaviria- tienen un grave problema, el de aislar el objeto de conocimiento. En el periodismo se trata de cubrirlo, como ellos dicen, ponerlo en escena flagrantemente por el reportero que se pone en primer plano frente a la cámara y frente al espectador, mientras al fondo está la caótica realidad, organizada y encubierta en forma de noticia. Qué invento extraordinario esta conversión de los hechos sociales (o individuales) en noticias, sin otro rigor y otra verdad que la de la demanda y la oferta, es decir, sin otra pretensión que la de convertir los hechos en mercancías vendibles".

Un asunto de tierras, por el punto de vista "anti-oficial" de la directora, por el largo tiempo empleado en la investigación, por la manera de cotejar archivos y fuentes, parece ubicarse en las antípodas del cubrimiento periodístico de la realidad, aunque Patricia Ayala es periodista. Pero ante la película terminada, ante el montaje que nos propone (que supone recorte y selección de materiales) es difícil no hacerse algunas preguntas incómodas: ¿Se acercó Patricia Ayala a su objeto de conocimiento e investigación -para usar el florido lenguaje académico- con más respuestas que preguntas? ¿Le impuso a la realidad sus propias convicciones? ¿Quería hacer una declaración sobre el fracaso de la ley de tierras gestionada por el primer gobierno de Juan Manuel Santos y aprobada por el congreso, más que un documental sobre esa ley y su "caótica realidad"?

Hay que reconocer que la voz en off del comienzo, que propone un punto de vista cargado de "buenismo" pero impuesto a los hechos, no vuelve a aparecer. Pero no así la intervención decidida de la directora sobre el flujo de personajes, instituciones y acontecimientos que aparecen en el documental. Ayala sigue a una comunidad específica asociada a un lugar -Las Palmas en los Montes de María- en su intención de seguir la promesa gubernamental y recuperar las tierras al amparo de la recién aprobada ley. Al final del acompañamiento, como era previsible, la mayor parte de los esfuerzos han sido en vano y los personajes no han penetrado ni siquiera los misteriosos entresijos del lenguaje burocrático. En su acercamiento a la comunidad prevalece la idea de un sujeto colectivo, una decisión que, en mi opinión, si bien ayuda a no caer en tentaciones como el heroísmo o el sentimentalismo, vuelve intercambiables a los personajes, los recorta sobre un fondo ideológico y le impide a los espectadores una identificación, "desde abajo" o en un plano más horizontal, con sus sueños y luchas. 


Entonces el documental cae en dos sinsalidas que revelan sendas impotencias frente a lo que se está intentando contar. Primero, los repetidos y muy bellos planos de los personajes frente a sus casas en ruinas. Esta estilización de la ruina no representa ni la estética ni el punto de vista del documental, por lo cual la reiteración de estas imágenes crea más ruido que sentido. Y de otro lado, la representación carnavalizada del poder: los congresistas engullendo comida mientras se discute una de las leyes más importantes en la agenda del gobierno y en el destino de millones de colombianos, o el discurso que Santos no puede pronunciar bien porque ni siquiera funciona el sonido del micrófono. ¿En verdad la incompetencia del poder se reduce a esta fealdad exterior o a este accidente tecnológico? En esos momentos, el espectador se siente satisfactoriamente por encima de los poderosos, moralmente superior a ellos, con lo cual no llega a entender realmente nada sobre cómo funciona este poder y sus alcances devastadores.

El motivo kafkiano del hombre ante las puertas de la ley es dominante en el documental. La incomunicación entre el estado y los ciudadanos es un tema fundamental de la modernidad, un lugar común. En el documental colombiano, lo que directores como Jorge Caballero han logrado abordando esta relación "imposible" entre individuos e instituciones, es muy notable. La trilogía que conforman Bagatela (2008), Nacer, diario de maternidad (2012) y Paciente (2015) tiene momentos en donde, pese a todo, la grandeza del individuo prevalece. Esos momentos son todo un logro de observación; el director sabe desaparecer ante la lógica de los hechos y la fuerza interior de los personajes. Creo que Patricia Ayala hizo Un asunto de tierras con cuotas muy altas de valor e indignación. Lo que en principio es un mérito, termina por ir en contra del mismo documental. Por lo menos en cuanto a lo que uno (quiero decir yo) espera de un documental: justo aquello que el periodismo tradicional, con sus urgencias, no puede revelar o lo que a la ciencia, con su confianza "positivista" en la realidad, se le escapa. Las ambivalencias que las ideologismos duros no pueden reconocer y que son la entraña misma de la vida, de la "caótica realidad".  

Nota:

1). Víctor Gaviria, "Del documental y sus habitantes", en: revista Kinetoscopio Nro 26, julio-agosto 1994, pp. 87-91.

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