sábado, 19 de enero de 2013

"Ni es cielo ni es azul": sobre Lo azul del cielo de Juan Uribe



Lo azul del cielo es el primer estreno del cine colombiano en 2013, un año que promete ser tan prolífico como el que acaba de terminar, y tanto o más incierto en sus cifras y expectativas (éxitos comerciales como los de El Paseo 2 no pueden dejar de ser buenas noticias, pero películas de mayor nivel tendrían que poder aspirar al esquivo favor del público).

María Gaviria y Aldemar Correa
El largometraje de Juan Uribe comparte con Paraiso Travel no solo unas fechas parecidas de estreno, a la zaga de la infaltable premier de Dago García, sino algunos actores (Aldemar Correa, Ana María Sánchez), cierta atmósfera moral, una ciudad, unos personajes aspiracionales, un origen literario (en este caso una obra teatral de Hernando García Mejía, un escritor del canon más conservador de la literatura antioqueña), directores formados en la producción de cine en Estados Unidos y, lo último pero no lo menor, una comprensión del cine como agente de una supuesta buena imagen para países o ciudades.

Simon Brand, director de Paraiso Travel,  dijo alguna vez en un foro en la Universidad Javeriana, que era incapaz de hacer películas que hablaran mal de Colombia, y con ello suscribía una preocupación que parece calar en cierta diáspora colombiana que debe enfrentarse, sin duda, a negociar en la vida diaria los estigmas y estereotipos de haber nacido en este país.

El film de Uribe tiene de entrada el mismo problema: "Traté de mostrar la ciudad (Medellín) bajo una nueva luz. Quisiera lograr que esta película haga parte de ese renacimiento por el cual ha pasado la ciudad en los últimos años" (del pressbook de la película). Sin duda es un loable propósito ciudadano y una agenda que tiene que ser del mayor interés de políticos y empresarios, pero es un programa que en principio uno supone ajeno a los desafíos artísticos.

Y es claro que Lo azul del cielo se contorsiona hasta lo desesperante por mostrar una Medellín de arquitectura de vanguardia y un insólito desarrollo urbanístico, elementos que son forzados a entrar en una historia donde queda claro que, como dicen en El embajador de la India sobre los colombianos, "gentecita no, gentecita no buena, gentecita...regular". Un esfuerzo que hace recordar la conocida letra "Porque ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza".

 "Anduve mucho Medellín tomando registros del metro, el metrocable, las universidades, parques", dice Uribe. Y a fe que ese concreto abunda en la película. Pero no está al servicio de ninguna idea narrativa. El resultado es como esos films de ciudades de Woody Allen, donde las atracciones turísticas aparecen claramente prescritas para la curiosidad del espectador, pero por supuesto sin la gracia y los personajes del director estadounidense.



Lo azul del cielo es descrito en la publicidad de la película como un thriller romántico.  Pero para ser más exactos se trata de dos películas. Una primera parte donde un joven (el mencionado Aldemar Correa, un actor con un repertorio muy limitado de recursos técnicos) debe decidir si participa o no en un secuestro y donde están claros algunos elementos del género; este bloque tiene aciertos cinematográficos y un desarrollo verosímil de situaciones y personajes (aunque el supuesto dilema moral del protagonista se resuelve a la velocidad de la luz, perdiendo todo su potencial peso dramático). Y una segunda parte que es un bodrio sentimental que ningún espectador con dos dedos de frente podría tomarse en serio, pues de tal grado son sus excesos y simplificaciones.

Ese es el precario balance de una película subordinada a intereses espurios o que por lo menos nunca lograron integrarse sólidamente a una narración cuyos aciertos son aislados y secundarios (la actuación del casi siempre convincente John Alex Toro, algunas atmósferas sonoras, determinados climas visuales). Sin duda menos de lo que se le tendría que exigir a una película que tuvo recursos, un personal técnico y artístico muy profesional y un bello título.

Ver trailer:


lunes, 7 de enero de 2013

La Ley 1556 o el paisaje que seremos



La sanción de la Ley 1556 conocida como Ley "Filmación Colombia", fue el hecho más relevante en 2012 para las huestes cinematográficas, aunque estemos aún pendientes de su desarrollo e implementación. El siguiente texto fue escrito para el portal Razón Pública y publicado en los días siguientes a la aprobación del nuevo marco legislativo.

Hollywood en la Casa de Nariño

La noche del 11 de julio de 2012, Juan Manuel Santos, hombre de mundo como el que más, fue la cabeza de un penoso espectáculo provinciano, muy a pesar de que, al decir de la revista Arcadia: “En el evento estaba no solo la crema y nata del cine nacional, sino que se oía inglés por todas partes” (No 82, p. 6).


El presidente de los colombianos, que en la mañana y tarde de ese mismo día había fracasado ruidosamente en su intento de diálogo con los indígenas del sur del país, se sentía como pez en el agua entre las divas y divos que colmaban los patios exteriores de la Casa de Nariño, a quinientos años luz de la incómoda insurrección caucana. El glamuroso escenario fue preparado para la sanción de la ley  1556 de 2012, “Por la cual se fomenta el territorio nacional como escenario para el rodaje de obras cinematográficas en Colombia”. 


Con un discurso generoso en guiños a la farándula local (¡qué bien lees el teleprompter Mr. President!), fragmentos de películas de impronta Hollywood y una selección musical que delata muy bien la idea de cine que se quiere atraer a Colombia (Walt Disney et al.), Santos rubricó el esperpento, con el poder legitimador de personajes como Amparo Grisales, Manolo Cardona (a quien el presidente dio la bienvenida pública a su familia), Isabela Santodomingo o Paula Jaramillo. “Hoy se firma le ley para que Hollywood venga a hacer cine a Colombia”, tituló sin asomo de vergüenza en primerísima primera plana El Tiempo del 11 de julio, como si todo el cine del mundo se redujera a ese mantra.

El saludo fraternal de Juan Manuel Santos y Manolo Cardona












Baja autoestima, alta rentabilidad


¿Pero qué se esconde debajo de esta ley que tiene tan férreos –y pocos defensores–? ¿Quiénes serán sus rentistas? ¿Quiénes medran a su alrededor y serán invitados a la mesa y quiénes, en cambio, se quedarán con las migajas? Tras largas e intestinas discusiones, en las que participó lo más granado de la escena cinematográfica local, y nuestro honorable Congreso, el texto de la ley arranca con una auténtica piedra filosofal: “Artículo 1°. Objeto. Esta ley tiene por objeto el fomento de la actividad cinematográfica de Colombia, promoviendo el territorio nacional como elemento del patrimonio cultural para la filmación de audiovisuales y a través de estos, la actividad turística y la promoción de la imagen del país, así como el desarrollo de nuestra industria cinematográfica. Lo anterior, de manera concurrente con los fines trazados por las Leyes 397 de 1997 y 814 de 2003 respecto de la industria cultural del cine, todo ello dentro del marco de una política pública diseñada para el desarrollo del sector cinematográfico, asociado a los fines esenciales del Estado”.


El texto incurre en sutiles mentiras y contradicciones, y pasa de agache frente a la dificultad de juntar en un mismo costal la cultura, la actividad turística y la promoción de la imagen del país. Por supuesto, estamos en una época donde las industrias creativas han demostrado suficientemente el alcance económico de la cultura, pero no es menos cierto que toda actividad artística debe estar, por principio, desligada de las agendas del poder (promoción de la marca país, buena imagen). ¿Quiere esto decir que habrá un ojo avizor que impida que Colombia sea asociada de nuevo, como lo fue en otras épocas en el cine filmado en el país por extranjeros, a vengativas y celosas amazonas, sangrientos caníbales, contrabandistas, capos de poca monta y otra suerte de prejuicios que iban del trópico a la selva, y del oro a las esmeraldas, pasando por la coca?  

El simple artículo 1º, que no es lo más importante pero supone el derrotero conceptual del que se partió, revela viejas ansiedades no resueltas, una bajísima autoestima y un débil posicionamiento geoestratégico. ¿Así es como vamos a jugar en el complejo entramado transnacional del cine? ¿Ofreciendo paisaje y bellezas naturales, bellas y obsequiosas mujeres, supinos funcionarios, mano de obra barata y no sindicalizada? Por supuesto que al gran músculo financiero del cine internacional le interesa filmar en países donde pueda evadir una que otra incomodidad y uno que otro costo, como ha ocurrido en Puerto Rico, Hungría o Nueva Zelanda. Es puro sentido práctico, no interés real por Colombia, lo que va a convocar la soñada inversión.

En resumen, la ley tiene atractivas promesas para la inversión extranjera (devolución del 40% de lo gastado en servicios cinematográficos y un 20% de lo invertido en otros conceptos como hoteles y pasajes) y muy pocas talanqueras que regulen los modus operandi del capital internacional del cine en el país.

Menos cultura, más turismo

La ley no es concurrente con la 397 o Ley General de Cultura, de 1997, que si bien dejaba una puerta abierta a las industrias culturales, todavía, y en el espíritu de la Constitución del 91, pensaba la cultura en términos de identidad y memoria, y la defendía como la expresión de una diversidad, no pocas veces incómoda (como la de los indígenas, para ir bien lejos). Ni con la ley 814 de 2003 o (primera) ley de cine, que aunque daba un paso adelante para consolidar la industria cinematográfica fue capaz de generar un consenso alrededor suyo, a pesar de que haya tenido grandes y claros beneficiarios como Cine Colombia. Pero ese consenso y legitimidad social ganado por el cine colombiano, la institucionalidad que estaba en proceso de consolidación, la energía de una masa cada vez mayor de personas interesadas y dispuestas a integrarse en el cuerpo social haciendo películas, ahora está en su más dura prueba.

En esta nueva ley solo se habla de dinero e inversión, y de garantías para el capital extranjero, y no entiende uno muy bien que hace un Ministerio de Cultura obsesionado en conseguir su aprobación y gastando su poco capital político en esta iniciativa, que bien podría haber sido tramitada solo por el Ministerio de Turismo.

La nueva ley, en cambio, es concurrente con los pactos de estabilidad tributaria, con los tratados de libre comercio firmados asimétricamente por Colombia con otros países, con las leyes que garantizan la explotación minera de nuestro territorio. Es expresión de un país ansioso por ponerse en venta y al mejor postor. Los beneficiados en este caso son, por el lado local, las pocas empresas con la infraestructura para ofrecer servicios competitivos a la inversión extranjera, lo cual explica la satisfacción de algunos empresarios y productores, los más sólidos financieramente. Pero en el camino quedará un reguero de pequeñas empresas, un cine nacional con tendencia a que se disparen sus presupuestos y una vía bastante incierta para el cine más arriesgado y menos comercial. Un productor nacional ahora podrá hacer películas cinco o diez veces más caras, dejando de lado los mecanismos disponibles en la vieja ley de cine, la de 2003, que preveía un férreo y sensato mecanismo de topes a la inversión para evitar la especulación o el lavado de activos, y yéndose a jugar a las grandes ligas. Conociendo nuestra megalomanía, ya es fácil prever lo que puede pasar.  

¿Transferencia de conocimientos? ¿Posibilidad de que crezca la capacidad tecnológica instalada? ¿Generación de empleos cualificados? Conviene decir que uno de los sectores donde más reina la informalidad y el abuso laboral es en la producción audiovisual colombiana, y ese personal técnico acostumbrado al maltrato es parte de lo que vamos a poner en bandeja de la codicia extranjera. ¿Incremento de la buena imagen del país? ¿Alguien recuerda algo distinto a Dania de la famosa cumbre de Cartagena?

Leyes a la medida

500 años después del poco amigable descubrimiento y conquista del territorio de la actual Colombia, con su consecuente exterminio cultural y sus bien escogidas víctimas, asistimos a nuevas formas de masacre cultural, ahora mucho menos sangrientas y más sofisticadas.

La ley  no está asociada a los fines esenciales del Estado, a no ser que el investigador Luis Jorge Garay tenga razón al decir que estamos ante una reconfiguración cooptada del Estado, que ocurre en distintas escalas. Si el Estado moderno se fundó para poner en pie de igualdad a todos los ciudadanos y proteger a los más débiles frente al abuso de los poderosos, estaríamos recorriendo un camino de vuelta a lo más hobbesiano del espacio social. Para la aprobación de la ley de cine 814 de 2003 la poderosa Cine Colombia chantajeó al estamento cinematográfico de entonces -y lo sigue haciendo- para garantizarse la mejor parte de la tajada, el poder de decidir lo más importante y el más generoso retorno de inversión. Sin el lobby de la poderosa distribuidora y exhibidora no habría ley y el débil cine colombiano no hubiera tenido esa base para operar. Eso se ha aceptado como un mal necesario. Lo mismo pasa con la nueva ley. En vez de hacer las cosas bien de entrada, con leyes justas y proporcionadas, nos resignamos a engendros contrahechos, con la idea conformista de que al menos tenemos algo. Y así nos va. En el Cauca en cambio son extremistas e incómodos. ¡Qué viva el espectáculo!