sábado, 28 de mayo de 2016

Luis Ospina entrevista a Luis Alberto Álvarez: “… esa manera de ordenar la realidad es lo que para mí es belleza”


En los años noventa el director Luis Ospina entrevistó al crítico de cine Luis Alberto Álvarez, como parte de la investigación para el documental Mucho gusto (1997). Con la disculpa de una encuesta sobre el buen y el mal gusto, esta conversación va de lo bello a lo feo, de lo bueno a lo malo, de lo verdadero a lo falso. Se habla de comida y cine, de sexo y pornografía, de Mozart y Rossini, de Santo Tomás y Goethe. La entrevista se publicó originalmente en el número 76 (2006) de la revista Kinetoscopio -fundada entre otros por Luis Alberto Álvarez- en el décimo aniversario de la muerte del crítico. Con su republicación, se ofrece el segundo texto que busca entender la raíz de las ideas estéticas de LAA y examinar su vigencia o la manera como esa visión nos habla hoy.

Por Luis Ospina

Luis Alberto Álvarez (1945-2006): sacerdote claretiano, crítico de cine, amante de Mozart y de la opera.

LUIS OSPINA: ¿Se puede decir que en el cine hay buen gusto y mal gusto?
LUIS ALBERTO ÁLVAREZ: Yo siempre he pensado que hay buen gusto y que es algo que se aproxima mucho al mío… (risas). Hay una frase muy famosa de Rossini sobre la música: “hay dos clases de música: la buena y la mala”. Puede ser maniqueísmo pero uno tiene que aceptar que hay cosas mejores que otras, que hay una jerarquía, que hay cosas más depuradas, más bellas. Puede haber niveles distintos de apreciación, pero hay algo en que la gente coincide siempre más allá de fronteras, más allá de educación: que hay cosas que son fruto del talento y que son bellas y que son buenas. Yo pienso que no es lo mismo decir que una película de Bresson es igual a la de… no sé, de cualquier director americano de serie Z. Tiene que haber verdaderamente diferencias.

LO: Algunos pensadores, sobre todo alemanes del siglo XIX, hacían una conexión entre el mal gusto y el mal, entre lo feo y lo diabólico. ¿Estarías de acuerdo con esa opinión?
LAA: Eso ya es muy metafísico. Puede ser que por su formación cristiana uno tienda a equiparar lo bello a lo bueno. Lo más curioso es que en Italia que, a pesar de tener una tradición pagana, de todos modos es la sede de la cristiandad, no se dice que una cosa es buena sino que es bella. Es un “bel film”, se dice en italiano, una bella película; o un buen plato de espagueti es un bello plato de espagueti: “bel piatto di spaghetti”. Santo Tomás hablaba de lo uno, lo verdadero y lo bueno… las cosas que son fundamentales en la vida.

LO: También los italianos para decir que una cosa es fea dicen que es “bruta”.
LAA: Exactamente, es la belleza el parámetro. No es la bondad en el sentido moral sino la belleza.

LO: En Medellín, ¿qué palabras se usan para decir que algo es de mal gusto o de buen gusto?
LAA: “Mañé”, que es una palabra bellísima. Nunca he podido saber de dónde procede, pero es típicamente antioqueña; yo no sé si en Cali se emplea.

LO: No, no se emplea, pero varias personas nos han dicho que proviene de una especie de tela que era muy burda y que usaban las campesinas
LAA: Es probable. Eso ya es una investigación muy a fondo… Pero la palabra “mañé”, verdaderamente, es el mal gusto refinado… (risas). Hay otras que se han heredado posteriormente: la bogotana “lobería” y cosas de esas, pero en  realidad la palabra más típica nuestra es esa: “mañé”.

LO: ¿Cuál es la diferencia entre arte y artesanía?
LAA: (Suspiros) Yo creo que el arte no depende mucho, ni del esfuerzo que se haya puesto en hacer las cosas, ni de la precisión, ni del perfeccionamiento, sino de algo que es completamente indefinible, que es sencillamente la inspiración. Hay cosas que son bellas y que para serlo no necesitan ningún esfuerzo. Son sencillamente… tienen un… algo que las invade, que las llena, que las… que les da fuerza y uno de repente dice: ¡qué maravilla! Lo mismo que la belleza de una persona, exactamente. Un poco de lo que hablaba Fausto… el Fausto de Goethe, de ese momento fugitivo del que uno… al que uno quisiera decirle: “Detente, eres hermoso”. De pronto una belleza fugaz que está ahí y no sabe uno de dónde proviene. Sigue siendo para mí un enorme misterio. Hay cosas tremendamente cuidadas, elaboradas, perfectas, impecables, y que hacen todo el esfuerzo por ser bellas y no lo son; y hay otras que logran ser bellas maravillosamente y sin saber por qué. Incluso quien las hace casi no se ha dado cuenta de que las ha hecho bellas.

El esplendor del orden

LO: Hace un rato mencionaste a Santo Tomás, y una de las preguntas que te iba a hacer, la pregunta de los diez millones, era: ¿qué es la belleza? En parte me la has contestado con lo que hemos hablado, pero me gustó una frase…
LAA: … “el esplendor del orden”. Esa es una definición escolástica que yo creo que sigue teniendo validez. La realidad, el universo, la naturaleza están llenos de cosas bellas y feas pero en desorden; el arte de alguna manera las organiza. No necesariamente con simetría, pero les da un orden y cuando ese orden es esplendoroso, cuando ese orden produce emoción (para mí, en lo estético, lo fundamental es la emoción)… ese esplendor de esa manera de ordenar la realidad es lo que para mí es belleza; sigo aceptando esa definición.

LO: Platónica.
LAA: Más aristotélica… (risas)

LO: Para representar lo feo en el cine, ¿es necesario estilizarlo o no?
LAA: Yo de pronto en eso soy muy clásico. Mozart decía que uno podía presentar cosas feas, pero nunca hacer música fea. Y yo pienso lo mismo, el mejor cine del mundo presenta las cosas más feas del mundo. El neorrealismo italiano muestra tugurios y gente mal vestida… pero no es un cine feo. Visconti mostraba pescadores de Sicilia, gente de lo más pobre que uno se pueda imaginar, y parecían verdaderos dioses griegos. La calidad de la mirada descubre eso: la belleza. Yo pienso que una función del arte es saber descubrir la belleza en todo, aún en las cosas más terribles. Hay una película que vi recientemente, una de esas películas que me ha revolcado el estómago tremendamente, y que sin embargo es una película que me fascina y que considero válida y completamente positiva, La madre muerta. Esa película tiene la capacidad de mostrar las cosas más feas del mundo de una manera absolutamente bella y no denigra de esa realidad; muestra el lado oscuro, pero de una manera que es profunda y bella.

 "En cine pongo el ejemplo de Von Stroheim. Las cosas que él hace son de un 'mañé' espantoso,  o las de Von Stenberg, y son maravillosas". En la foto: Codicia, de Erich von Stroheim

LO: ¿Qué piensas de una frase de Goethe que dice que “Nada es más bello que lo que no sirve para nada”?
LAA: Siempre se ha dicho que la belleza es una especie de lujo. Yo creo que muchas cosas bellas sencillamente son bellas y no tienen ninguna utilidad. Esa tendencia tan reciente de que una silla en la que uno se sienta sea una obra de arte, me parece un esperpento; uno las cosas verdaderamente bellas son las que tiene para mirarlas y decir: “son bellas y no más”. No sirven para poner nada, ni para echar agua… son sencillamente bellas y ahí está toda su entidad.

LO: ¿Crees que hay una relación entre el gusto y el tiempo libre?
LAA: Depende del tipo de tiempo ocupado que uno tenga. Hay gente que tiene el privilegio de estar ocupada y trabajar en las cosas que verdaderamente le gustan. Pero la mayoría de las personas durante todo el tiempo que llaman de trabajo, hace cosas que absolutamente no tienen que ver con ellas. Es lo que llamamos alienación… (risas). Son sus horas libres las que les permiten dedicarse a las cosas que verdaderamente les llaman la atención. A mí me pasa lo contrario… me siento absolutamente bien cuando estoy haciendo las cosas normales de la vida, trabajando, porque estoy haciendo las cosas con las que disfruto. Para mí unas vacaciones suelen ser más bien aburridoras, y espero con gran ansiedad volver a trabajar. Pero es una suerte que no todo el mundo tiene.

LO: Cada vez que yo oigo la palabra alienación pienso en la televisión. Hablé con un especialista en comunicación que tiene la tesis, como la tienen muchos latinoamericanos, de que la telenovela es valiosa y hay que rescatarla. Yo no estoy en absoluto de acuerdo. Yo creo que todas las telenovelas son malas en ambos sentidos: ético y estético… (risas), pero me gustaría saber la opinión sobre este problema de una persona que viene del cine y que no sólo ve las cosas desde el punto de vista de la sociología.
LAA: Yo creo que el problema de la televisión no es un problema técnico, sino que es la concepción, la estructura del medio tal y como es manejada. Yo creo que con el tipo de estructura que tiene la televisión en Latinoamérica, y recientemente también en todo el mundo, porque en todas partes se está volviendo igual, no hay posibilidad verdadera de hacer con ella casi nada interesante. Sergio Cabrera tiene un par de reflexiones muy lúcidas; él dice que en el cine uno incluso se puede permitir aburrir a la gente: un tipo está sentado en un teatro, al oscuro, y uno puede hacerle dar la sensación de fastidio, de molestia, durante un rato, y eso puede ser parte de la comunicación de quien hace la película con el espectador. El problema es que si uno aburre a una persona en televisión durante medio segundo, le cambia de canal. Entonces tiene uno la obligación de tenerla cautiva, a la fuerza, de cualquier manera, y eso me parece horrible; es decir, no tiene uno un público que esté dispuesto sencillamente a oírlo, a tener paciencia, a decirle: “mire, esto es lo que les quiero contar”. Porque si uno no los engaña todo el tiempo, sencillamente se le quitan. Eso es fatal; dentro de ese sistema no hay posibilidad de crear otra cosa que no sea ese tipo de cosas horrorosas que ve uno todos los días.

LO: Sí, pero yo pienso, por ejemplo, que puede haber telenovelas buenas.
LAA: Sí, en principio…

LO: Berlin Alexanderplatz, por ejemplo, uno dice: “esto es una telenovela”.
LAA: Sí, aunque el concepto es muy diferente. Es sencillamente una película larga, como podría haber sido Codicia, de Von Stroheim, si hubiera existido la televisión. Es decir, una historia más larga, más naturalista, con periodos de tiempo más prolongados, implica que uno tenga más tiempo para contarla. En La edad de la inocencia uno ve que al final, pobre Scorsese, tiene que pasar no sé cuántos años de la vida de ese señor en tres o cuatro planos, para poder terminar la película y llevarlo hasta la vejez, pues no tiene el tiempo para contar todos esos años en los que podrían haber pasado cosas muy importantes. En ese sentido la televisión sería el medio ideal para hacer novelas en varios volúmenes, para contar La comedia humana, Proust, todas esas cosas que requieren tiempo. Pero tendría que ser otro tipo de televisión para otro tipo de espectadores… Eso es lo que hizo la televisión europea con Heimat, con Berlin Alexanderplatz, pero ya no lo puede hacer porque ahora está el estilo Berlusconi y están las antenas parabólicas compitiendo, entonces ya la televisión europea tiene que decir: “no, señores, hay que hacer cosas para competir con todo este otro gran paquete de señales que nos llegan”.

LO: Bueno, en parte el problema de la televisión es que depende directamente de la publicidad. Tanto en la publicidad norteamericana como en las películas norteamericanas hay una obsesión con los senos. En la televisión colombiana hay es una obsesión con el culo: tú ves que todo lo que están vendiendo tiene que ver con eso. ¿Por qué crees que hay ese cambio, esa diferencia entre una sociedad desarrollada y otra subdesarrollada, o una más hambrienta que otra?
LAA: De cualquier manera las dos son fragmentaciones, y el problema de la televisión, no sé si es por lo pequeño de la pantalla, es que es un mundo de personas fragmentadas… es un eisensteinismo… (risas)… es cine soviético pero convertido al capitalismo por completo. Son realidades en pedazos; la gente no existe sino en pedazos. La diferencia que hay entre una película de Fred Astaire y Flashdance, por ejemplo, es esa. Para ver a Fred Astaire y Ginger Rogers la cámara se mantiene a una distancia y uno los ve todo el tiempo de cuerpo entero, con su entorno, con su ambiente. En cambio en Flashdance lo que hacen es tener una actriz que no es la que baila y tener otras bailarinas, a las cuales les muestran los muslos, las nalgas, los senos, en pedacitos, y con eso arman un Frankenstein completamente ficticio.

LO: Es un concepto completamente vertoviano.
LAA: Exactamente, y esa es la adherencia soviética. Lo más curioso es que haya terminado precisamente en el medio más capitalista que existe. Los únicos herederos del montaje soviético son los publicistas televisivos. Entonces no sé por qué habrá una diferenciación, por qué senos en una parte y culos en otra… pero de todos modos son fragmentos. Yo sufro espantosamente porque a veces pueden ser unos senos bonitos; lo que sea, y uno quisiera saber a quién pertenecen. Uno diría, yo quiero ver la persona entera.

LO: ¿Cuál debe ser la función del crítico respecto al gusto?
LAA: Tener su propio gusto, irlo desarrollando, pero yo creo que con una cierta fidelidad. Bueno, pero el gusto es el que uno tiene y es muy difícil cambiarlo. Pienso que una cosa es el gusto y otra es… yo siempre hago la referencia al fútbol. No es lo mismo ver un partido en la calle, con niños del barrio, que ver un equipo en el Mundial. Hay un disfrute mayor a medida que haya mayores capas de comprensión, que haya varios niveles de complejidad. Creo que el gusto y la belleza, a pesar de que mucha gente dice que “la gran belleza es la más simple”, pienso que la complejidad es muy importante para el disfrute y para la belleza. Y un partido del Mundial es bonito y es perfecto porque es complejo, porque implica un montón de cosas: mentes en movimiento, coordinaciones, cosas que se han preparado antes, cosas que se improvisan; todos esos niveles los puede apreciar solo un conocedor. Entonces mientras uno más conozca, mientras más posibilidades haya tenido de ver variantes, de ver múltiples cambios y estilos, puede llegar a un disfrute mayor. Yo creo que eso se puede comunicar… hacer que la gente aprenda a ver cada vez más capas. Había un crítico soviético, Yuri Lotman, que ante eso que dicen de que a la gente hay que darle cosas sencillas, porque la gente es sencilla, decía: “no, a la gente hay que complejizarla”. Mientras más compleja sea una película, más complejo se vuelve el público. Es el cine el que hace a su público y no al revés. Una película de Tarkovski crea un público, y ese público va a ser cada vez mejor a medida que vea películas cada vez más complejas y más ricas, y no a medida que las cosas se vuelvan más primitivas. Unas estructuras primitivas vuelven al público primitivo, y el ejemplo clásico es la televisión.

LO: ¿Estarías de acuerdo con Karl Rosenkranz, un pensador alemán del siglo XIX, que dice que las leyes generales válidas para lo bello y lo feo son las mismas que las de la estética de la buena mesa, que para muchos es la más importante de todas?
LAA: Yo creo que todo tiene que ver con los sentidos, con la sensibilidad; unas cosas entran por los ojos y otras por el tacto y otras por el gusto. Algunos de los cineastas más expresivos, han sido también excelentes comedores (no digamos “comelones”). Orson Welles, por ejemplo, era un Gargantúa absoluto, Robert Altman, gente que es capaz de disfrutar. En el cine es casi esencial la sensualidad y esta tiene también que ver con el gusto. Hay películas maravillosas en las que la comida es importante. Como agua para chocolate no es una de ellas. Alguien me decía que las personas que escribieron ese libro e hicieron esa película no deben saber ni siquiera cocinar, porque son incapaces de mostrar la comida de modo atractivo y agradable, cosa que sí sabe por ejemplo Scorsese en La edad de la inocencia, o Gabriel Axel en El festín de Babette. Yo siempre digo que esta es la película más espiritual que conozco. Es una película incluso cristiana. Para mí es casi eucarística, y el tema fundamental de esa película es la comida, de modo que yo sí creo que hay una unión muy estrecha entre esas cosas. Yo recuerdo cuando vino Ugo Tognazzi a Bogotá; él era un magnífico gourmet. Escribió varios libros de cocina y tenía un programa muy simpático en la radio italiana, que yo siempre oía, en el cual daba recetas de cocina y después terminaba diciendo unas locuras terribles. No sabía uno cuál era la receta de verdad y cuál era el chiste, pero era verdaderamente un gourmet. Y en Bogotá, comiendo con él en un restaurante muy común y corriente, le pregunté: “¿usted, que es un cocinero y un gourmet, no se siente muy mal comiendo esta comida?”, y me dijo: “no, yo comer como cualquier cosa, a mí lo que me gusta es cocinar. Mi placer es saber crear las cosas”.

LO: ¿Y una película como La gran comilona?
LAA: Bueno, yo siempre tengo mis dificultades con Ferreri… me parece que más que un interés en la comida, es el tipo de película que quiere demostrar algo en forma de gran parábola, y a mí esas cosas nunca me funcionan. No es una película realmente sobre la comida, sino que quiere hacer la parábola del capitalismo, de los excesos, de todo eso, y entonces se vuelve falsa. ¡A ver quién escandaliza más!

“Esos misterios inexplicables”

"Yo siempre digo que esta (El festín de Babette, de Gabriel Axel) es la película más espiritual que conozco. Es una película incluso cristiana. Para mí es casi eucarística, y el tema fundamental de esa película es la comida".

LO: ¿Cuáles serían unos ejemplos de buen gusto en la música clásica y otros de mal gusto?
LAA: Para mí Mozart es el máximo; y una de las cosas más apasionantes de Mozart es que era probablemente un ser muy vulgar. Las cartas que él escribe, por ejemplo, son casi escatológicas, con puras referencias muy típicas del sur de Alemania… de esfínteres, hablando todo el tiempo de pedos y de mierda. Por otra parte era un gran vividor, un gran gourmet; comía a pesar de que muchas veces no tenía plata, pero siempre se daba grandes lujos en la mesa. Mozart era una persona muy aterrizada, muy en el mundo sensible de las cosas. Y es extraño que en Mozart es prácticamente imposible encontrar una sola nota vulgar o de mal gusto. Hay una obra, La broma musical, en la que se burla del mal gusto de los otros, y se nota que le cuesta tremendamente. Lo bello se le da como una cosa natural, es muy difícil saber por qué. Salieri dice en Amadeus: “yo me he pasado toda la vida estudiando, alabando a Dios, haciendo cosas, y llega este pendejo, vulgar, ridículo, y Dios le concede ese talento de hacer obras absolutamente sublimes”. Salieri se siente completamente engañado. ¿Por Dios. ¿Por qué él y no yo -se pregunta-? Es otro de esos misterios inexplicables. Mozart es buen gusto, pero no en el sentido de… estirado, es todo completamente espontáneo, natural. Había cantidades de compositores de la época que se suponía que eran los de buen gusto, los finos, y se ven absolutamente empolvados, “jartos”, aburridores. Mozart nunca se salió de los esquemas de su época, él no revolucionaba nada porque no era ningún revolucionario, sin embargo las cosas de él son distintas. ¿Por qué? Es lo que yo no sé. Es como la diferencia entre Robert Altman  y Alan Rudolph, por ejemplo, que haciendo las mismas cosas…

LO: Yo sé que la opera es una de tus grandes pasiones. ¿Cuál sería un ejemplo de una ópera de mal gusto?
LAA: Querría generalizar un poco primero; hay que diferenciar lo que es bello, talentoso, inspirado, grande, y el gusto, que al fin y al cabo es una cosa social, que puede ser condicionada por la época, por lo que está de moda, por todo eso. A mí no me interesa tanto el buen gusto o el mal gusto, sino la fuerza, la belleza, la inspiración. En ese sentido en la ópera hay cosas geniales, maravillosas, y hechas dentro de lo que cualquiera podría llamar mal gusto. En cine pongo el ejemplo de Von Stroheim. Las cosas que él hace son de un “mañé” espantoso,  o las de Von Stenberg, y son maravillosas. En estos días estaba viendo La emperatriz escarlata; para mí es una película absolutamente demencial, cada vez más loca, más de mal gusto y cada vez más genial. Una película de una fuerza impresionante que está dentro de lo que la gente no considera buen gusto. Lo mismo la ópera. La ópera, como muchas cosas buenas en la vida, parte de la exageración, del melodrama, de los sentimientos exacerbados. Yo creo que hay obras maestras con concentración de sentimientos en lo mínimo y hay obras maestras con el desborde de los sentimientos. Ni lo uno ni lo otro es el mal gusto o el bueno gusto, cada artista dentro de su temperamento produce obras maravillosas. La ópera es eso; decir que Lucia di Lammermoor es muy mal gusto porque es un novelón… pues es que todo es un novelón, Lucia di Lammermoor lo mismo que Shakespeare, o una telenovela. La cuestión es el cómo se cuenta, qué sentimientos hay, cómo logran convencerlo a uno, que los sentimientos sean auténticos y verdaderos, no falsos ni postizos… a través de la fuerza que les comunican. Verdi tiene algunos de los libretos más absurdos e idiotas que uno se pueda imaginar, y además, mal escritos. La traviata tiene un libreto, que si uno lo lee en italiano, se muere de la risa; un italiano antiguo, rebuscado, del siglo XIX, completamente retórico, y sin embargo, lo que es capaz de transmitir esa música de una intensidad que uno llega hasta las lágrimas y más si estada cantado por una Callas. ¿Eso por qué va a ser “mañé”? Eso son sentimientos; lo importante es cómo me los están traduciendo.

LO: ¿Y en el caso, por ejemplo, de la pornografía?
LAA: Pues es lo mismo. Volvemos otra vez a lo de la fragmentación. Eso de que la pornografía sea un género a mí me ha parecido una cosa horrible. No ha habido una película que incorpore sencillamente el sexo tal y cual a la historia, como una parte de la vida de sus personajes. Está la película que solo muestra el sexo y naturalmente los primerísimos planos. Es una carnicería, es partir en pedacitos a las personas.

LO: ¿O sea que los responsables de la pornografía también son los rusos marxistas?
LAA: Exactamente… (risas). Y es que funciona de la misma manera. No sé si viste una película muy bella que se llama Jesús de Montreal.

LO:
LAA: ¿Te gustó?

LO: Bueno. Hay unos actores que doblan películas pornográficas… (risas)… suena muy bonito. Además con Marie-Christine Barrault.
LAA: … la pornografía existe sencillamente porque es una ampliación gigantesca de algo que es parte de una totalidad. Entonces, al ampliar solo una cosa se vuelve verdaderamente una cosa infernal. Es como ampliar un pelo… o la cabeza de un insecto, lo que sea. La pornografía amplía algo que es parte de una totalidad. Lo amplía hasta hacerlo perder toda su dimensión. Yo creo que ahí está el problema. Siempre hablan de la pornografía y del erotismo de buen gusto, y el erotismo de buen gusto suele ser el de más mal gusto: todas esas estilizaciones, y las músicas de fondo y los suavizadores. Wenders decía, y yo creo que tiene razón, que él rehúye tremendamente filmar escenas de sexo… porque piensa que la gente que verdaderamente disfruta el sexo es la que lo está haciendo, y que le parece intraducible eso en imágenes para otras personas, porque uno está viendo movimientos extraños y cosas que desde afuera necesariamente van a parecer grotescas; pero no son grotescas para el que está en ellas, porque verdaderamente está sintiendo algo.

LO: Claro que Wenders llegó al extremo de decir prácticamente que la pornografía hay que quemarla, y eso dicho por un alemán siempre produce miedo.
LAA: Él está haciendo declaraciones de esa clase… y que hay que acabar con la televisión… Es como “ayatolesco” en ese sentido.

LO: Ya entrando a temas que nos tocan directamente… a veces yo creo que el cine colombiano fracasó porque la gente creía que era de mal gusto ver películas colombianas.
LAA: Si uno quiere hablar del mal gusto universalizado, hay que hablar del cine norteamericano, y sobre todo del actual, de los cines de los años setenta para acá. Un cine que con pocas excepciones es tan plano, dice tan poco y es tan estúpido, que yo veo que ante eso, cualquier película colombiana es una obra maestra de sensibilidad.

LO: ¿Hay algo que no te haya preguntado pero que te gustaría decir alrededor de estos temas?
LAA: No, sigue preguntando que me gusta mucho.

LO: Se me acabaron las preguntas.
LAA: Yo verdaderamente creo que eso del gusto puede tener desplazamientos, puede variar, puede transformarse. Porque el gusto, como digo, tiene que ver mucho con la moda. Ahora, lo que es la inspiración, la belleza, la fuerza, la calidad humana, expresiva del arte, no depende del gusto necesariamente. Dentro de las más grandes obras del arte universal hay cantidades de elementos de mal gusto. Hay obras que se suponen que son de gusto refinado y que son absolutamente estúpidas. Pensaba en el caso de Cocteau; Cocteau sería la persona más pasada de moda, de peor gusto que uno se podría imaginar, porque parece que se preparara concienzudamente para hacer cosas de mal gusto y “mañés”, y en ocasiones hacía cosas que… decía uno: “esto sería basura sino fuera porque detrás hay un genio”. Orfeo es la película más ridícula que uno se pueda imaginar, y de pronto hay momentos en que uno dice: ¡Qué maravilla! Eso es lo que yo no sabría definir qué es, pero es lo que uno aprende a intuir en las cosas. En cambio hay mucho cine de gusto perfecto, impecable, se me ocurre un Bolognini, que pretendía ser Visconti. En realidad externamente no se distingue de Visconti en ciertas cosas, pero Visconti, por ejemplo, tiene cosas que son de un pésimo gusto, o Fellini, aunque él si era consciente de su mal gusto. La grandeza de Fellini está en eso, en que no le importaba un carajo, pero Visconti sí pretendía ser de buen gusto. Pretendía ser “el gran señor”. A Fellini no le importó nunca ser “gran señor”. Él vivía de la cultura popular y vivía de los cómics, no se preocupaba por tener buen gusto o mal gusto. En cambio Visconti sí, es genial pero cuando es de mal gusto es también insoportable.

LO: Ahora que mencionaste a Cocteau, pensé en ese matrimonio de él y Rossellini al hacer La voz humana. Pues son dos extremos.
LAA: Sí, pero Rossellini la hace a su manera, y quería, creo que más que Cocteau, hacer algo donde saliera solo Anna Magnani, de la que estaba locamente enamorado. Le quiere hacer una película y se encuentra con una obra de Cocteau que es para una sola persona. Una de las cosas más bonitas son las películas en las que los directores se enamoran de sus protagonistas, aunque a veces eso también produce cosas desagradables, como Visconti enamorado de Helmut Berger.    


miércoles, 25 de mayo de 2016

El amor es más fuerte que la muerte: las ideas estéticas de Luis Alberto Álvarez*

El lunes pasado se cumplieron veinte años de la muerte del sacerdote antioqueño Luis Alberto Álvarez, el más influyente crítico de cine colombiano entre las décadas del setenta y el noventa. Con sus textos, escritos para medios como El Colombiano y Kinetoscopio, Álvarez moldeó el gusto de toda una generación de espectadores y cineastas. En los años de Focine fue la voz más lúcida del cine nacional. Sus seminarios y su generosa amistad fueron determinantes para la cinefilia de esa época. Álvarez se comprometió de manera vehemente con la carrera de jóvenes directores, entre ellos Víctor Gaviria, a quien apoyó desde sus cortometrajes iniciales. En Gaviria, Álvarez vio ese amor (católico) irrenunciable por la realidad y por las personas, que es el centro del siguiente artículo, escrito por uno de sus amigos más cercanos. Este es el primero de dos textos que buscan entender la raíz de las ideas estéticas y la visión del cine de LAA. En próximas días se publicará la entrevista que Luis Ospina le hizo a Álvarez, cuando el primero realizaba el hoy prácticamente olvidado documental Mucho gusto.

Por Andrés Upegui Jiménez

"Predicar el cristianismo no consiste en hablar de él, sino en hablar desde él".
Nicolás Gómez Dávila

De izquierda a derecha Rubén Darío Lotero, Víctor Gaviria, Andrés Upegui, Noris, Álvaro Ramírez, Luis Alberto Álvarez y niños sin identificar.  Circa 1981, durante el rodaje de La lupa del fin del mundo, en el Colegio San Ignacio de Medellín.  Foto: Raúl González

En sus textos críticos Luis Alberto Álvarez (1945-1996) abandona la manera tradicional en la cual la Iglesia católica se aproximaba al cine. Esta era una forma confesional, apologética y moralista; se trataba de discernir qué directores o qué películas se aprobaban o se desaprobaban, y cuáles se amoldaban a unos cánones morales y estéticos preestablecidos (Es lo que yo llamaría un régimen de censura).

En un mundo en que las mayorías son cristianas es comprensible apelar al prestigio institucional o al principio de autoridad para que se acepten como verdades ciertas declaraciones, pero en un mundo que ya no es cristiano, donde existe un pluralismo religioso y posiciones anti cristianas, incluso mayoritarias, la forma más adecuada de hablar de la verdad de Cristo es prescindiendo de declaraciones confesionales o basadas en principios de autoridad que solo operan para los cristianos. Lo mejor pues es ir a las cosas mismas, de manera fenomenológica, y ver qué es verdad y qué no lo es, independientemente que coincida o no con un mensaje preestablecido. Además, esta forma de ver las cosas es fundamental pues abre el puente a las visiones no cristianas del mundo, a la visión ecuménica de la que tanto hablaba LAA.

Él tenía muy claro que el mensaje de Cristo es verdad no porque lo dice Cristo, sino, al contrario, Cristo lo dice porque es verdad. La verdad, la autenticidad y la autoridad de la verdad, nace de las cosas mismas, no de quien la dice. El problema de la verdad no es pues fundamentarse en un principio de autoridad institucional o en el prestigio de una persona, no es porque lo dice un cristiano o la Biblia que algo es verdad, sino al contrario, porque es verdad es cristiano y lo dice la Biblia. La verdad es verdad independientemente que la diga Agamenón o su porquero, decía Antonio Machado. La verdad, como la gracia, es como el viento: sopla donde quiere.

Yo he querido preguntarme cuál es esa verdad de la que hablaba LAA en sus escritos sobre cine.

Sin más preámbulos, yo creo que esa verdad es el amor a la realidad, especialmente el amor a la persona humana y que este amor es redentor. En último término, como dice el Cantar de los cantares, yo creo que el mensaje de LAA es que “el amor es más fuerte que la muerte”. 

Voy a tratar de explicar y mostrarles esto brevemente: en primer lugar, preguntémonos, ¿cuál es la idea del amor que está implícita en LAA? Creo que su idea del amor es la misma que la de la verdad: el amor es la aceptación de las cosas tal cual ellas son. Pero una aceptación, un reconocimiento, gozoso, entusiasta, maravillado. El amor es la fascinación por el ser, por la realidad, es alegrarse de que todas las cosas son y existen. El amor es el rechazo a la nada y al nihilismo.

En segundo lugar, se ha dicho que LAA era ante todo un humanista; eso es correcto pero creo que hay que hacer aquí otra precisión. Amor a la humanidad, al hombre en general es un amor muy pobre, porque humanidad y hombre son conceptos abstractos y generales que no tienen ninguna particularización en nada ni en nadie. Mientras que el amor a la persona es ante todo una emoción, una aceptación gozosa y fascinada por el ser de alguien concreto y determinado. No es el amor a un concepto sino a una imagen concreta, particular, que además se mueve, en el tiempo y en el espacio; es el amor por una imagen en movimiento.

Ahora bien, ¿cuáles son los parámetros dentro de los cuales se da ese amor a la persona? La persona es una totalidad abierta, es un ser en movimiento que va del infinito y regresa al mismo infinito, desde antes de nacer hasta después de morir. La persona es también un todo integral, es decir que no es un todo espiritualista ni materialista, no es la negación de la materia y el cuerpo, ni la negación del espíritu o la subordinación de este a la materia. La persona lo comprende todo, tanto su vida física como metafísica. Comprende todo su actuar, su comportamiento, va pues más allá o más acá de su comportamiento ético. Comprende también toda su particularidad física y mental, su carácter racial, edad, ideología, nacionalidad, clase social, integridad orgánica o intelectual.

Por eso, cualquier clase de inhumanidad o de intento de despersonalización, cualquier pretensión en contra de la totalidad e integridad de la persona en el sentido señalado era rechazada y repugnada por LAA. Todo deseo o pretensión de exaltar determinado tipo de persona en detrimento de otro, toda consideración parcializada de la persona, toda valoración positiva de aspectos inhumanos, toda exaltación de fuerzas irracionales, instintivas, tanáticas o toda espiritualización, purismo o mistificación de cualquier aspecto espiritual sin tener en cuenta la realidad material y física era rechazada por él.

El amor a la persona es también la superación de todo egoísmo, el amor al Otro, la aceptación de la diferencia. Mientras más diferente sea el Otro más obligado se está al amor. Es decir, mientras más diferente y enemigo sea el Otro, más se nos impone el amor. Por eso Chesterton decía que el amor al prójimo es exactamente lo mismo que el amor a los enemigos, porque nuestro verdadero enemigo es siempre el prójimo.

Al lado de esta consideración (amorosa) de la persona, LAA veía en el amor una fuerza, una potencia redentora. Veía como este hace que la persona que ha descendido a los infiernos se pueda elevar, primero, a la realidad terrenal y física de lo humano y, segundo, se pueda situar en disposición a ser ascendida a un nivel metafísico, trascendental y absoluto. Por tanto, esta ascensión desde el mal, desde las taras, las debilidades, los defectos, las discriminaciones, las injusticias tenía para él un carácter redentor metafísico, más allá incluso que la muerte. LAA creía firmemente como san Pablo que allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia.

Luis Alberto Álvarez (izquierda) y Paul Bardwell, director del Centro Colombo Americano. Dos de los fundadores de la revista Kinetoscopio.

Este sentido redentor del amor lo entendía en el sentido paulino de resurrección. Es decir, de una redención tanto física como metafísica, tanto material como espiritual. Física en el sentido que no solo se redime el espíritu sino también la materia, el cuerpo. Porque la idea de la redención como resurrección parte de la consideración de la persona como sustancia integral de cuerpo y alma. La persona no es ni materia arrojada al infinito sin ningún sentido, ni espíritu puro que puede prescindir de la materia. A cada cuerpo individual y personal corresponde un alma también individual y personal, única e irrepetible. Por eso no se admite ni la reencarnación ni la clonación. A mi cuerpo solo le “sirve” mi alma, no puede haber otro cuerpo diferente al mío en el que pueda “reencarnar” mi alma. Resucitaremos con este mismo cuerpo carnal y esta misma alma individual decía san Pablo.

Finalmente, preguntémonos, ¿cómo se traduce todo lo anterior en términos cinematográficos?

El amor a la realidad y la persona es amor no solo a la creación divina, el universo, el cosmos, sino también amor a la creación humana. Especialmente a esa creación que no es utilitaria, sino contemplativa. Me refiero no a la creación artesanal o industrial sino a la creación artística. El arte manifiesta y expresa el ser, la realidad tal cual ella es. El arte es pues la manifestación y expresión del amor, tal y como lo he venido considerando. Ahora bien, hay un arte en especial en el cual LAA podía ver, por encima de los demás, esa manifestación amorosa. Ese arte era el cine.

Yo diría que LAA fue un dogmático de la llamada teoría o política del autor, un religioso del cine de autor. La teoría del autor es la personalización del arte, es ver el arte a partir de la realidad fundamental y central de la persona. El cine expresa la realidad de la persona humana a través de la creación de personajes. A LAA le gustaba ver cómo en las películas los autores se expresaban mediante sus personajes y cómo estos los expresaban a ellos.
Pero esto entendido no en términos de su biografía, es decir todo aquello de que se ocupa la farándula, sino cómo esa persona reflejaba en la obra eso que él llamaba la mirada particular y amorosa sobre la realidad. LAA entonces buscaba siempre la mirada personal y única de cada autor. Autor era para él aquel que reflejaba una mirada particular y propia a través de ese afecto o amor por lo real. 

No le gustaban los artistas impersonales, sin miradas propias o que teniéndola no transparentaran un afecto por lo real. Es decir apreciaba la forma, la manera personal como se miraba esa realidad; por eso no se cansaba de repetir que para él siempre era más importante el cómo que el qué.

Pero además, esta mirada debería ser no solo compasiva y tolerante con el drama y la tragedia humanos, con todas sus contrariedades, sino también redentora. Defendía un tratamiento amoroso de los personajes, que comprendiera todas sus dimensiones, lo que él llamaba personajes tridimensionales; no le gustaba la unilateralidad o el maniqueísmo de los héroes buenos-buenos o malos-malos, sino los héroes trágicos, buenos y malos al mismo tiempo, héroes caídos y vueltos a levantar gracias al amor.

Rechazaba entonces la mirada cínica, irónica, degradante o decadente, nihilista o que se regodeara en la maldad humana. Por eso, antes que un cine impersonal sin mucho carácter autoral, que él llamaba artesanal, lo que rechazaba era un cine que siendo de autor tuviera una mirada deshumanizada y despersonalizada en el sentido que hemos venido diciendo. No le gustaba los autores que, como se dijo antes, mostraban a la persona como víctima de fuerzas oscuras, inhumanas, irracionales, tanáticas o aquellos personajes alienados, sujetos a problemas diferentes a los personales. Al contrario, lo que más valoraba y apreciaba era la manera como escapaban y se redimían gracias al amor.


En conclusión, a LAA le gustaban las películas con estructura dantesca (pero con esta palabra no quiero referirme a un cine de horror sino a un cine de estructura cristiana): aquellas películas que mostraran un viaje que partía del fondo de los infiernos, pero que gracias a las llamas del amor ascendían al purgatorio donde se purificaba toda maldad y se ponía a la persona en disposición para el ascenso glorioso a los cielos.

*Este texto fue leído en Art Hotel de Medellín, el pasado lunes 23 de mayo, durante un evento organizado por la Corporación Cinefilia para recordar al padre Álvarez.