viernes, 31 de diciembre de 2010

Luzardo aclara + lo bueno del año

Muy oportuna la aclaración de Julio Luzardo, que se puede leer en los comentarios, respecto al tono irónico en que su artículo sugería que el Estado subvencionara el cine colombiano en un 100%. Pero bienvenido el debate sobre los costos de las películas, las condiciones de estreno, el diseño de las convocatorias del FDC, y la inevitable tensión entre cine comercial y cine de autor.

Bienvenidos también los análisis que vayan más allá de la taquilla, desde donde resulta muy fácil caerle al caído. 2010 es también el año de varios hechos positivos. Menciono cinco:

-Los premios y el reconocimiento internacional a películas colombianas como El vuelco del cangrejo, Todos tus muertos, Los colores de la montaña y Retratos en un mar de mentiras. Estos premios, si bien no son los más preciados en el ranking de los festivales internacionales, abren un camino. Y un camino urgente y necesario para el cine colombiano, que no puede vivir de mirarse el ombligo.

-El fortalecimiento de festivales nacionales y el carácter diferenciado que tienen muchos de ellos, como los de Cali, Villa de Leyva, Pasto o Sinfronteras en el Valle de Aburrá.

-El cambio de Ministra de Cultura. Salimos de una Ministra -Paula Moreno- obsesionada con los medios y la eventitis (y que tuvo el escaso pudor de postularse y aceptar una beca Fulbright de la que el propio Ministerio es convocante*), y damos la bienvenida a una Ministra discreta como Mariana Garcés, y que tiene entre sus prioridades la circulación de la cultura entre los colombianos, no en los medios de comunicación pagando viajes a periodistas.

-El aumento global en la taquilla de cine en el país (34 millones de espectadores). Falta mucho para que haya un acceso equitativo al cine entre los colombianos (y la principal explicación del aumento es la fiebre del 3D), pero el cine sigue siendo un plan.

-La publicación de libros, revistas, blogs, páginas webs y otros esfuerzos afines, que desmienten la supuesta crisis de la crítica y la investigación sobre cine en Colombia. Nos libramos de los grandes profetas con el poder de decidir lo bueno y lo malo, y nos acercamos a una construcción mucho más colectiva de la opinión y el conocimiento sobre el cine.

¡Enhorabuena!.

Que 2011 sea un feliz año para el cine colombiano y para todos y cada uno de nosotros

*El caso de la beca Fulbright para la ex Ministra de Cultura, Paula Marcela Moreno ya se ha discutido en medios como El Espectador y El Heraldo. Aunque las explicaciones están dadas y no haya nada irregular en la forma de adjudicación de esta convocatoria, se trata de una indelicadeza de fondo de la ex ministra.
Ver:

Una respuesta a Julio Luzardo

En un artículo sobre el cine colombiano durante 2010, que acaba de publicar en
http://www.enrodaje.net/, Julio Luzardo hace un juicioso análisis de varios factores que, sumados, deberían propiciar un debate a fondo sobre prioridades y decisiones en la orientación de la política cinematográfica colombiana, y también sobre prioridades y decisiones de otros estamentos del cine nacional.


Luzardo desglosa especialmente la taquilla de las diez películas nacionales estrenadas este año, y aporta una estadística valiosa a la hora de medir su comportamiento: el número de copias de lanzamiento de cada película y el promedio de espectadores por copia. No se conocen aún los datos finales sobre la taquilla de El paseo, todavía en cartelera, aunque hay claros indicios de que será la película de mayor número de espectadores del año. Sin embargo, es un hecho que en 2010 se consolida el bajón del cine colombiano, en un claro contraste con el aumento global de la taquilla, que logra su mejor estadística de los últimos 20 años. También quedan en evidencia los crasos errores de cálculo de muchos productores y distribuidores a la hora de medir la dimensión de los estrenos, en cuanto al número de copias suficientes para un mercado domestico en contracción -para el caso del cine colombiano- y que requiere reinventarse para volver a enganchar al público, que ha dejado de identificarse con las películas hechas en el país.

Cruzar número de espectadores con número de copias permite relativizar el éxito o fracaso de algunos títulos. Dago García, rey indiscutido de la taquilla, es quien mejor librado sale en este ejercicio. Su película In fraganti (estrenada en 2009), hizo 9.946 espectadores por copia, muy lejos de la segunda mejor librada, Del amor y otros demonios, que contabilizó un promedio de 5.101.  Esta última producción, que a todas luces parecía un fracaso, si se tienen en cuenta sus apenas 76.521 espectadores, resultó beneficiada de un estreno modesto y bien calculado (sólo 15 copias), de acuerdo con sus posibilidades comerciales.En este punto, los fracasos más estruendosos corresponden a dos películas de Dynamo, ambas coproducciones:  Contracorriente, estrenada con 40 copias, para un promedio ínfimo de 949 espectadores por copia, y Rabia, con 21 copias para un promedio de 841 espectadores.

Lo anterior le sirve a Luzardo para cuestionar el modelo de las coproducciones, con argumentos aparentemente irrebatibles y comprobables en muchos casos, y que además ganan peso al ver la taquilla de algunas coproducciones en los países socios. Es una lástima que no se pueda disponer de datos confiables sobre el costo total de las películas. Si se tuviese esa información (indispensable en una industria que aspire a la transparencia y a la definitiva profesionalización), se podría cruzar número de espectadores, número de copias y costo total, llegando a establecer de manera mucho más clara la realidad financiera de cada película. Así se relativizarían aún más las opiniones que juzgan con el sólo indicador de la taquilla.

Una película como El vuelco del cangrejo, frente a la que Luzardo manifiesta toda su animadversión, podría haber logrado un equilibrio económico, como en su momento lo hizo La sombra del caminante, a pesar de la escasa atención que tuvo por parte del público colombiano. (Si se mira 2009, una película de bajo presupuesto como Riverside, que se estrenó con 10 copias, logró 44.382 espectadores y puede resultar también un buen modelo de cine barato, estrenado con prudencia y económicamente viable). Cada película es un caso aparte, y el peso que en cada producción tienen los apoyos públicos, privados o de fondos internacionales merecen considerarse individualmente. En ese sentido sacar conclusiones absolutas con la supuesta objetividad de las cifras es resbalar en un terreno pantanoso. Y Luzardo resbala.
   
Después de un emprender un análisis tan cuidadoso, las conclusiones de Luzardo resultan decepcionantes. Sugiere increíblemente que el cine colombiano debe ser 100% subvencionado por el Estado, una propuesta en cuya ingenuidad encuentro ecos de aquella que en años anteriores hiciera Andrés Hoyos, director de la revista Elmalpensante, en relación con el Festival Iberoamericano de Teatro. Y soprende que la propuesta venga de un director que conoció bien el frustrado modelo de Focine, que llegó a producir películas nacionales íntregramente con ruinosos resultados en su distribución y sospechas de malos manejos financieros no sólo de funcionarios públicos sino especialmente del personal técnico, administrativo y artístico de las películas. 

Volver a ese modelo -en el caso de que fuera lejanamente posible- sería demostrar una flagrante incapacidad para aprender de los errores del pasado ("no repetimos porque olvidamos, como decía Freud. Olvidamos porque repetimos", dice el escritor Rodrigo Pérez).

Pero lo más insólito de la propuesta de Luzardo es ver cómo en su misma página En rodaje, sugiere que es El paseo el tipo de película que se debe hacer en Colombia, y por consiguiente, de acuerdo con su argumentación, el tipo de película que el Estado debería apoyar en un 100%. 


Creo que hasta el propio Dago García se sorprendería de una iniciativa de este talante, él, que nunca le ha pedido mayor cosa al Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, y que ha logrado consolidar un modo de producción "independiente y de autor" (ver al respecto el post del 27 de diciembre), eficiente en términos económicos, pero que en términos estéticos va año tras año en retroceso, y que por lo mismo no crea industria, como sugeriría Luzardo.

Una industria debe pensar en cualificar a su personal para lograr cada vez mejores productos; pero me temo que en las películas de Dago García, como en la mala televisión colombiana, hay un personal técnico y artístico infravalorado y rebajado a lo mínimo en sus exigencias, con el triste resultado de que ese modo de trabajo se vuelve un hábito del que después es muy difícil sacudirse.

No creo que yo sea el único ciudadano que se sentiría estafado de que dineros públicos fueran a parar a algo culturalmente tan mediocre como las películas de Dago García. ¿Hemos llegado los colombianos a un promedio tan bajo de autoestima, al punto de llegar a creer que el cine comercial que nos merecemos es el de Dago García? Claro que el cine comercial merece estímulos y apoyo estatal, pero pongámonos de acuerdo en que entedemos por cine comercial.

Convertir El paseo en el estándar deseable del cine colombiano y seguir a pie juntillas el razonamiento de Luzardo, equivaldría a aceptar que el Estado financie las telenovelas y los realities con el argumento de que le gustan a la mayoría de los colombianos.Sin duda esa es la ley del más fuerte que funciona en la práxis política. Las películas de Dago García han demostrado que se defienden solitas. Pero si no es posible soñar con que el Estado ofrezca garantías a todos pero proteja especialmente al más debil, bienvenida entonces la ley de la selva.

lunes, 27 de diciembre de 2010

El paseo de Trompetero y Dago García: las fábulas de identidad y el Estado de Opinión

En un artículo sobre Las cartas del Gordo, publicado en la edición 78 de la revista Kinetoscopio (1), María Antonia Vélez ofreció un inmejorable diagnóstico sobre las trampas y ostensibles contradicciones ideológicas que encierran las películas del productor y libretista Dago García, a las cuales, según la propia  María Antonia, vale la pena considerar como "cine de autor", aunque, en oposición,  casi siempre se juzgan como "cine de productor" para acentuar y reconocer sus valores industriales.


Si se atiende el reconocido interés de Dago por decir algo personal (e importante) en cada  una de sus películas, tejidas todas por sus propias memorias y visiones del mundo, la denominación "cine de autor" que el propio Dago desprecia como venida del "coloso del norte o del viejo continente" (2), paradójicamente es a su cine al que mejor le calza. Los temas de los filmes que produce y escribe son siempre moralizantes y grandilocuentes,  y sirven a Dago para acometer en tono sacerdotal los "problemas mayores" de la vida: amistad, amor, familia, lealtad..., y en su estilo recurrente  son siempre reconocibles las marcas de un autor PERO DE UN AUTOR MEDIOCRE.

Vayamos entonces a lo que escribió en su tiempo María Antonia y compárese si se quiere con cada entrevista de Harold Trompetero, el director de la recién estrenada El paseo, quien insiste en que esta nueva entrega de la saga escrita y producida por Dago García (3) es "cine sin pretensiones intelectuales":  "la cuña televisiva  -escribe pues María Antonia sobre Las cartas del Gordo- nos informa que la película es 'sobre lo que nos gusta a los colombianos'.  Y con esto llegamos a una constante de toda la obra de Dago García, que es su insistente 'colombianidad'.  Según él mismo afirma, el mercado colombiano es demasiado pequeño para ser fragmentado, por lo que él apunta a un público masivo, al 'poder de las mayorías' como cierto partido político.   

"Pero, como hemos visto, lo hace trabajando a partir de recuerdos personales y de 'lo que quiere decir'.  De manera que Dago se pone a sí mismo como estándar del ciudadano normal, promedio; el colombiano prototipo.  Es evidente que se trata de una doble invención: se inventa una identidad nacional normal, y todo lo que sea distinto resulta aberrante; y se inventa para sí mismo una personalidad de ciudadano corriente que le permitiría comunicarse espontáneamente con el público.

"Gracias a esa identificación fabricada, Dago se aboga el derecho de informarnos qué nos gusta y cómo somos.  Si hemos de tomar por modelo Las cartas del Gordo, entonces todos somos hombres blancos heterosexuales de la clase media bogotana, lo cual resulta una mentira excluyente y grosera.  Pero no es una mentira original, porque corresponde exactamente al modelo de ciudadano que se construye día a día en la televisión y en algunos medios impresos.  Se puede decir que el sistema moral de las películas de Dago, como el de las telenovelas, es complaciente con los prejuicios del público masivo. Sin embargo, es más preciso decir que ese cine y esa televisión son los que están inyectando y reforzando constantemente esos prejuicios, masificando el público para hacer más sencillo y eficiente el mercadeo.

"Uno de esos prejuicios es el antiintelectualismo; todo un complejo ideológico que pasa por oponer, de manera artificial, la inteligencia contra la imaginación y el entretenimiento contra el pensamiento.  En este orden de ideas, cualquier ambición artística o intelectual (recordemos al personaje melómano de Mi abuelo, mi papá y yo) es inútil, insensata, antipática, elitista, y aburrida.  En ese universo binario lo opuesto sería la emoción pura, que es algo aparentemente universal y apolítico.  Así se construye un mundo como el de Hollywood, en donde los problemas tienen causas y soluciones exclusivamente emocionales e individuales.  Pero una emoción no es nunca neutra ni vacía de contenido; para sentir algo es necesario poseer un mecanismo de juicio y unos conocimientos o experiencias previas.  El sentimentalismo no es ingenuo; defiende y reproduce escalas de valores y formas de experiencia.

"Resulta curioso ver a Dago escribir que 'la buena comedia es uno de los más adecuados espacios para que una sociedad se cuestione con altura e inteligencia' (4).  Tal vez es entonces el temor a cuestionar, a desestabilizar ese orden social que ha ayudado a consolidar desde la televisión, lo que lo mantiene (a él y al cine colombiano) lejos de hacer buena comedia.  A cambio, el país sigue consumiendo frustrantes sustitutos barnizados de demagogia".

Hasta aquí María Antonia. Es casi elemental insistir en que El paseo es otra "grosera" invención de Dago sobre la clase media colombiana, un grupo social que a decir verdad sólo está en su cabeza, pero al que apela como fuerza mayoritaria y antídoto que lo previene de cualquier sospecha de pretensión o intelectualismo. 

Los referentes de clase que Dago utiliza en sus películas -una mezcla de sentimentalismo en la narración con una dirección de arte recargada y chillona donde sobreabundan los divinos niños y otras marcas y mercancías por las que se definiría la pertenencia a un grupo social y por consiguiente a una nación- no sirven para cuestionarnos con altura e inteligencia, según su encumbrada pretensión, sino para idealizar ad nauseam al "colombiano común" que él mismo se inventa, y por el cual supuestamente "habla", en la mejor tradición de los intelectuales. 

Esa identidad figurada tiene en El paseo un capítulo más, ahora en la forma de un grupo de personajes, otra familia modelo (en el sentido de prototípica) que emprende un viaje a Cartagena por carretera. La película intenta desenvolverse en la estructura de un road movie con su consecuente transformación de personajes y su "estudio" del paisaje. Pero, con toda justicia, hay pocas revelaciones a las que asistir en este quinteto familiar, nada importante sobre la dificultad de vivir juntos, ningún índice que haga suponer una mínima capacidad de aprovechar el humor para cuestionar "con altura e inteligencia". Solo chistes recurrentes y sobreactuación, la parte más visible de un lenguaje cinematográfico vaciado en toda su extensión.

El "colombiano común" de García es evidentemente un contradiscurso del otro "colombiano común" que el cine social y de la violencia ha ficcionalizado. El de Dago es ingenuo, bonachón y solidario, no el tramposo habitual de las películas de "lo real". Ambas son reducciones, fábulas de identidad para usar el concepto de Graciela Montaldo, con trazos esquemáticos, prototipos en los que es imposible reconocerse. El hecho de que en uno de esos códigos el público ría y en otro se cuestione no hace a uno preferible al otro. Porque en ambos casos la identificación que desencadena la reacción del público es mentirosa.

El personaje interpretado por Colin Firth en la excelente Solo un hombre (A Single Man, Tom Ford, 2009), le pregunta a sus alumnos sobre si los nazis tenían razones para su acendrado odio contra los judíos. Y él mismo se contesta que sí: "tenían razones, pero eran razones falsas". Porque algo puede ser falso aunque exprese el acuerdo y la voluntad de las mayorías... en nuestra consabida fábula democrática.

NOTAS:
(1). María Antonia Vélez, "Las cartas del Gordo: Lo que nos gusta a los colombianos", en Kinetoscopio No 78, 2007.
(2)."Los países se piensan, se reflexionan y se cuestionan desde muchas perspectivas", entrevista con Dago García, en: "El guión en el cine colombiano", dossier de Kinetoscopio No 77, 2006.
(3). La extensa filmografía producida por Dago García, casi siempre escrita por él y ocasionalmente con el propio productor tras las cámaras incluye: La mujer del piso alto, Posición viciada, Es mejor ser rico que pobre, Te busco, El carro, La esquina, Mi abuelo, mi papá y yo, Las cartas del Gordo, Muertos de susto, Ni te cases ni te embarques e In fraganti.
(4). "El método: Risa y profundidad", en: El Espectador, diciembre 24-30 de 2006, p. 7E



viernes, 19 de noviembre de 2010

Cartagena: las geografías "difíciles" *

Tras el estreno de Cartagena (L' Homme de chevet), en el 50 Festival de Cine de esa ciudad el pasado mes de febrero, comentarios bastante desfavorables al filme de Alain Moone empezaron a circular. Se repetía así el fenómeno que afectó a otras películas, entre ellas El cielo de Alessandro Basile o Desasosiego de Guillermo Álvarez, que nunca se pudieron recuperar de una premier en uno de los espacios más cargados de historia en el cine colombiano y donde se suele exacerbar la intolerancia cinéfila y cineclubística.

Sorprende encontrase ahora con un filme que tiene muchos más méritos que los previstos en aquel boca a boca.Cartagena no adolece al menos de esa "estética sintética" tan propia de las películas filmadas en el país, que usan las locaciones colombianas para ilustrar todo un ársenal de prejuicios sobre el trópico salvaje e incivilizado. Una imagen del país creada para ojos extranjeros y que parece no precupar mucho siempre y cuando se cumpla la agenda de la Comisión Fílmica: "vender el país" como escenario sin entrar en inoportunas injerencias en qué se hace con esas locaciones.

Es cierto que Moone no se resiste a ubicar cómodamente al espectador en algunas postales turísticas propias de Cartagena (las murallas, la ciudad vieja, la miseria, el mercado, las prostitutas, la basura), pero sus mayores esfuerzos se concentran en mostrar el desarrollo de los personajes y sus relaciones: Muriel, una mujer francesa postrada en un cama (Sophie Marceau), un ex boxeador de supuesto origen colombiano pero de clara eduación europea (Christopher Lambert) y una ex profesora de la Alianza Francesa, interpretada sorprendentemente por Margarita Rosa de Francisco. Los tres coinciden en la necesidad de escapar de un pasado penoso, y encuentran en Cartagena la oportunidad de lograrlo, actualizando, cómo no, el viejo motivo cultural de la huida de la civilización hacia un lugar al margen de la historia donde un nuevo comienzo es posible.
 

El ex boxeador llega a la casa de Muriel para trabajar como su enfermero y su hombre de cabecera (tal como lo sugiere el título en francés), y en los ratos libres entrena a una mujer negra para una pelea de boxeo a la vez que se desliza en los márgenes de la ciudad con fascinación autodestructiva (las citas de Bukovski, Rimbaud o Álvaro Mutis cumplen una función de correlato a este viaje hacia atrás).

Atrapada como está en el borde de la representación racista, la película de Moone se levanta de ese fango gracias a una particular crudeza para ir revelando a los personajes, una "manera dura" que neutraliza cualquier tentativa de solución  romántica. Finalmente, quizá la muerte es la única huida posible y definitiva.

El filme se estrena hoy en Colombia, al mismo tiempo que otras películas como Bad Lieutenat (exhibida con el curioso título de Enemigo interno), de Werner Herzog, o London River, de Rachib Bouchareb, que pueden resultar quizá más atractivas. ¿Cómo, por cierto, se deciden los estrenos en Colombia, dado que hay semanas áridas y otras en las que las alternativas compiten entre sí?

*sobre el tema de los viajeros europeos por Latinoamérica, y el sueño, fallido o no, de reiventarse a sí mismos en esta nueva geografía, recomiendo el texto de Ángela Pérez, La geografía de los tiempos díficiles, que se concentra en experiencias de los siglos XVIII y XIX. El título de este artículo sobre Cartagena, evoca este antecedente.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Rabia en el corazón

Rabia, una coproducción entre Colombia, Ecuador y España, dirigida por el ecuatoriano Sebastián Cordero (Ratas, ratones, rateros y Crónicas), se estrenó ayer en Colombia, después de un recorrido relativamente exitoso por festivales internacionales (ganó el Premio Especial del Jurado en Tokio y el de Mejor Película en Málaga y se exhibió en Guadalajara y Toronto). En los créditos de la película aparece como productor el mexicano Guillermo de Toro y la participación industrial  de Colombia corrió por cuenta de la empresa Dynamo.

Antes de discutir otros aspectos del film, se debe reconocer que Cordero utiliza hábilmente algunos recursos cinematográficos (planos siempre bien concebidos, sobretodo) para lograr el suspenso y crear un ambiente enrarecido como marco a la relación entre dos inmigrantes latinoamericanos en España. Así, la mansión en la que ocurren los hechos (y donde José María, uno de los protagonsitas, se encierra para estar cerca de Rosa, la mujer a la que ama) es un personaje más dentro de la narración de esta película, que debe ser juzgada más en su relación con el thriller como género que en una posible inscripción en el realismo social a la colombiana.

Sin embargo, ese deseo explícito de hacer cine de género, manifestado abiertamente y enhorabuena por una empresa como Dynamo, permite plantear una serie de reflexiones, que son legítimas a la hora de abordar la relación del cine colombiano (o si quiere hispanomericano) con los géneros mayores y con el cine dominante made in Hollywood.

Esa apropiación de géneros no es nueva, como suponen los recién llegados a la industria. Al contrario, es una marca del cine colombiano tan definitiva como el realismo escueto con el que no pocas veces se identifican las películas nacionales. Históricamente el cine colombiano ha imitado muchos modelos, desde los melodramas franceses e italianos en los años 20, hasta los mexicanos en los 40, pasando por las incursiones recientes en el noir o en el road movie.

Tal apropiación solo ha significado algo en términos estéticos cuando se introduce un fuerte componente local que desestructura el género en su traducción, hasta convertirlo en "extraño". Ocurrió así en Pura Sangre (Luis Ospina, 1982) o en Carne de tu carne (Carlos Mayolo, 1983), ejemplos de incursiones irreverentes en subgéneros como los de los vampiros o los zombis, llenas de la hojarasca del suelo local.

Es el tiempo de decir que Rabia no tiene nada de esa irreverencia, y que sus condiciones de producción pueden de algún modo explicar su desangelada corrección, pero no la justifican. En la lógica de las coproducciones, la película aspira a un público internacional al que se le complace borrando las evidencias que podrían situar el film en una perspectiva crítica del mundo. Las marcas que aún sobreviven en la película son esquemáticas y meramente ilustrativas. Pongo dos ejemplos: una de las inmigrantes (Martina García) es conocida en el filme como "la colombiana", no sólo porque la actriz efectivamente lo es sino porque su apariencia puede acomodarse fácilmente en el estereotipo ("está buena y todos se la quieren follar") e instalar comodamente al público en él. Y el segundo es la alusión a la crisis económica española actual, que nos ubica en un tiempo histórico. Ninguno de estos dos aspectos tiene en el filme un desarrollo importante, ni tendría por qué tenerlo en un simple thriller de caracter industrial.

Pero mi pregunta es si esto es un modelo para el cine industrial que se quiere hacer en Colombia o con participación colombiana: un cine que difícilmente (y vergonzosamente) habla de "nosotros" y cuya relación con la tradición del cine colombiano o con la cultura colombiana es inexistente.

No me canso de insistir en que Rabia es un obediente filme de género, pero llamo la atención sobre la necesidad de dejarlo ahí, y no pretender cargarlo de ninguna otra relevancia. La película de Cordero no muestra el problema de la diáspora latinoamericana, y espero que nadie se engañe al respecto. Para lograr eso, en vez de proceder a borrar todas las marcas de lo latinoamericano, como hace el film, tendría que haberlas acentuado. Al contrario, Rabia busca lo homogeneo, lo redundante, el código. Y su perspectiva crítica es nula en tanto asume precisamente todas las exigencias de lo dominante.

Pero encrucijadas como las anteriores son precisamente las que plantea la búsqueda de un cine transnacional: qué se sacrifica y qué se obtiene en la idea de traspasar fronteras, qué tanto complacemos al otro, cómo sobrevive la hojarasca de lo propio ("hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos", como escribe García Márquez en el prólogo de su novela de 1955, la primera del ciclo de Macondo, precisamente). Son preguntas que hay que abordar de frente y sin hipocresía. ¿Pero hay suficientemente masa crítica en el cine colombiano para emprender ese debate?

Por cierto, dejo dos links que revelan el estado de nuestras discusiones:

http://www.agenciadenoticias.unal.edu.co/nc/detalle/article/el-cine-colombiano-no-es-una-industria/

http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/A/al_cine_colombiano_le_salio_acne/al_cine_colombiano_le_salio_acne.asp?CodSeccion=217

Ver trailer:





domingo, 24 de octubre de 2010

La desazón de los premios Macondo

Tanto los jurados internacionales como la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas han desconocido el valor de una película como El vuelco del cangrejo (coherente como propuesta estética, sin cabos sueltos en su narración pero a la vez audaz, desafiante con el público y políticamente inteligente) en la reciente entrega de los Premios Macondo.

En el caso de la Academia se cumple la lógica de una premiación industrial y estandarizada, que suele reemplazar los "favoritismos repelentes" por criterios políticos y de compensación, donde todos tienen un poquito del ponqué pero siempre resulta previsible quien se lleva la mejor parte.

Más decepcionante es el comportamiento de los jurados internacionales (Claudia Llosa, Manuel Pérez Estremera y Diego Dubcovsky), que premian una película como Retratos en un mar de mentiras con el Premio Nacional de Largometraje. Retratos es una película que grita, en donde  El vuelco del cangrejo apenas susurra.

La opera prima de Carlos "El Negro" Gaviria estalla por doquier en lugares comunes, en chistes fáciles, en una representación esquemática de buenos y malos que simplifica la complejidad del conflicto colombiano que le sirve de tema. Tiene virtudes pero son avasalladas por las concesiones: al público, al espectador extranjero, al artista en su papel de juez.

Probablemente en la mirada al cine colombiano, los espectadores extranjeros aún se muevan en unos pocos tópicos esencialistas sobre lo que somos como país, que Retratos en un mar de mentiras satisface plenamente.Entretanto los espectadores colombianos, quizá buscan afanosamente un cine que los aleje de una cuadrícula para situarse en otra. Los viajes del viento es una película con interés cinematográfico, pero demasiado fría y calculada, una película transicional antes de tiempo. Es entendible que la Academia colombiana la premie, como reflejo de un país que quiere salir de su historia reciente sin asumir las consecuencias.

Ver la lista de premiados y otras notas sobre los Macondo y el cine colombiano en:

http://bogota.vive.in/cine/bogota/articulos_cine/octubre2010/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR_VIVEIN-8172721.html

martes, 19 de octubre de 2010

Benditas estadísticas

En el siguiente link, tomado de la página de Proimágenes en Movimiento, se puede hacer un seguimiento de la asistencia a cine colombiano en los últimos años.

http://www.pantallacolombia.com/secciones/cine_colombiano/estadisticas/espectadores.php#

Estas solas cifras, más el informe de Fedesarrollo del que EL TIEMPO publicó ayer 19 de octubre unos fragmentos, demuestran que los números del cine colombiano son alarmantes, que el cine nacional no se nos creció, que al contrario se está contrayendo.

http://www.eltiempo.com/entretenimiento/cine/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-8147220.html

No hay 190.000 espectadores en promedio para las películas colombianas salvo si se retuerce la estadística y se le pide una ayuda benefactora a los años gloriosos (2006 ó 2007). El año pasado, al contrario, el promedio fue de 40.000 espectadores con una recuperación bajísima. "¿Hacia dónde desapareció este público masivo, que nos auguraba un futuro promisorio y seguro?", se sigue preguntando Víctor Gaviria en el catálogo del Festival de Cine Colombiano (Medellín, 2010).

Una falacia más, que algunos me han expuesto amigablemente, es comparar los estrenos nacionales con los extranjeros, que en su mayoría tampoco superan las 50 mil boletas vendidas; mientras para los estrenos nacionales el mercado local es fuente casi que única de su recuperación económica y de su retorno de inversión, para los estrenos extranjeros la taquilla en Colombia es accesoria.

¿La alternativa es hacer cine industrial como lo sugiere FEDESARROLLO, con historias universales y reconocidas (sic), actores famosos y publicidad en canales de televisión? En esa opción hay el riesgo de llevarse por delante no sólo a las películas industriales sino a todas las demás. La alternativa -si no la solución, que sería pretencioso decirlo-, aunque resulte incómoda, pasa por moderar los costos, las expectivas de asistencia en un mercado estacionario y la dimensión de los estrenos.

Porque todos en Colombia (cine de autor y comercial por igual) quieren estrenar con promedios de 25 copias y tener publicidad en televisión, ambas cosas a unos costos altísimos y con concesiones que no pocas veces atentan contra la integridad de las películas. Y esas dos variables no garantizan el éxito de una película (a pesar de FEDESARROLLO), pero a largo plazo amenazan con deprimir al cine colombiano y devolverlo a la postración de hace unos años, de casi siempre.

Una seguidilla de fracasos como la de los últimos dos años espantará a los inversionistas, que por el momento sólo experimentan con el cine, pero cuya permanencia en el negocio no está ni mucho menos asegurada.

Es ni más ni menos la misma historia de siempre del cine colombiano: breves entusiasmos y largos desánimos.

Ojalá hubiese una mayor dosis de autocrítica y un norte más definido en nuestras "autoridades", pero lo que veo es que participan de un entusiasmo inmediatista que además saben perfectamente que no tiene bases firmes.

Mientras tanto, el Ministerio de Cultura, en vez de afrontar la discusión publicó ayer en su página web, como noticia principal y seguramente en respuesta tácita al artículo de EL TIEMPO, las mismas cifras refritas con las que ya había hecho la publicidad de la Semana del Cine Colombiano. Aunque sabe que son engañosas, aunque no puede creer en ellas. Lo grave no es equivocarse (o plantear una fallida estrategia de comunicaciones) sino persistir en el error.  

http://www.mincultura.gov.co/?idcategoria=41053

lunes, 18 de octubre de 2010

2da parte: La versión oficial de la Semana del Cine Colombiano

Lisandro Duque afirma sobre los Premios Nacionales de Cine y la recién creada Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas en la última revista Semana: "Quisimos que el punto de partida fueran los premios: que los propios cineastas votáramos por los premios de nuestros colegas. Es la manera menos imperfecta de ser democráticos y equitativos, y, de paso, se eliminan favoritismos repelentes, pero casi inevitables, cuando las decisiones las toman tres jurados”.

Pero después el artículo de Semana nos informa que sólo 250 personas aceptaron el llamado para integrar la Academia, a pesar de que podían hacerlo todos los artistas o técnicos con alguna participación en un largometraje colombiano estrenado en el país o en algún festival internacional; y que son esas personas las que van a votar o ya votaron, con votos muy probablemente condicionados -agregado mío-, para conformar el palmarés de los premios que se entregarán el próximo jueves, con alfombra roja incluida, en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán.

Este tipo de votaciones de Academia lo que siempre han ocasionado no es que se eliminen los "favoritismos repelentes" sino que se reemplacen por otros, no necesariamente más legítimos, y que sobre todo, se le dé la bendición al cine industrialmente más poderoso, dejando de lado las películas pequeñas y por lo general más interesantes.

El cine colombiano, al tomar ese camino, le da la espalda a una mirada que podría ser más objetiva y desapasionada, que es la que aportan los jurados extranjeros. Y se dedica a la imitación acrítica de modelos que si acaso funcionan en cinematografías con industrias fuertes, y precisamente para celebrar lo industrial. Un círculo vicioso.

Ahora, si el cine colombiano, como sugiere la versión oficial de la Semana del Cine Colombiano, genera 7.000 empleos, ¿por qué la convocatoria para la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas sólo logró convocar 250 miembros? ¿Qué legitimidad tiene una Academia de ese tamaño? 


La pírrica respuesta a esta convocatoria sería una prueba de la poca calidad de los empleos generados por el Nuevo Cine Colombiano, y la escasa capacidad de agremiación que se ha logrado. La madeja completa se empieza quizá a desenredar.

Ver el link a la versión digital de Semana (por cierto, desde ayer no aceptan comentarios en el foro virtual)

http://www.semana.com/noticias-cultura/macondo-academia/146051.aspx

Cine colombiano 2004-2010: Contiendas ideológicas y profilaxis social

El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia.
Este es el texto original sobre el cine del periodo 2004-2010, escrito por encargo de Cahiers du Cinéma-España, con destino a su cuadernillo especial sobre cine colombiano que acompañó la muestra de La Mar de Músicas de Cartagena, España (9 al 24 de julio de 2010). Lo que se publicó finalmente fue sometido con mi consentimiento a una profilaxis donde el cine colombiano no resultara tan mal parado (sobre todo las películas incluidas en la muestra curada por Orlando Mora). Ya que ha pasado el tiempo ofrezco para su lectura la versión inicial:


En “El nuevo cine latinoamericano frente al desafío del mercado y la televisión (1970-1995)” de Historia General del Cine Vol. X (Cátedra), Paulo Antonio Paranaguá definió al cine colombiano por su “chapucería y chatura estética predominantes”. Aunque es difícil precisar que películas tenía en mente el investigador brasileño cuando hizo esa afirmación, lo cierto es que la opinión ilustrada en Colombia la suscribiría con entusiasmo. De nada ha servido que nombres como los de García Márquez hayan estado relacionados con el cine colombiano. Para buena parte de los intelectuales y artistas, y para la mayoría de la sociedad, las películas colombianas son episodios menores de la cultura nacional.

Aun así, y gracias a la presión del gremio cinematográfico, el Congreso aprobó en 2003 la ley del sector, que hoy es soporte esencial para una producción de películas que en el último lustro ha llegado a niveles históricamente altos. Esta ley, con la demagogia propia de la gestión pública, reconoce en el cine un elemento de identidad nacional, al tiempo que afirma lo multicultural de un país que desde los comienzos de su vida republicana, hace doscientos años, se imaginó más hispánico y católico de lo que en realidad era.

El cine colombiano reciente es, entonces, un escenario privilegiado de contienda ideológica. En 2002, las mayorías democráticas le dieron un voto de confianza irrestricto a un proyecto político de derechas (en cabeza de Álvaro Uribe, reelegido en 2006) que cerró filas en torno a un obtuso nacionalismo favorecido por un proceso interno (el desgaste de más de medio siglo de lucha guerrillera) y una coyuntura exterior (la lucha internacional contra el terrorismo).

Buena parte de los directores que han realizado películas en el periodo que cubre la ley de cine se encuentran trabajando en el centro de una paradoja. Sus agendas ideológicas pretenden ser de izquierda: preocupación por la memoria, búsqueda de relevancia social, buena conciencia, confianza en el carácter reproductor y/o referencial del cine con respecto a la realidad. Mientras las mayorías ciudadanas, probablemente sin saberlo, son partidarias de una agenda reaccionaria: búsqueda de evasión y entretenimiento, maniqueísmo, necesidad de eliminar simbólicamente al otro. Es probable, sin embargo, que las dos posiciones estén más cerca de lo que se quiere reconocer.

No es gratuito que Perder es cuestión de método (Cabrera, 2004) y Sumas y restas (Gaviria, 2004) sean las películas que cronológicamente inauguran este repaso. Tanto Gaviria como Cabrera hacen parte de una generación que bordea los cincuenta años y que empezó su carrera durante el periodo conocido como Focine (1978-1993), lapso en el que, con apoyo del Estado, se produjo un cine que, en unos casos, estaba obsesionado con la memoria histórica sin una mayor reflexión sobre lo cinematográfico, y en otros, se entregó al costumbrismo subsidiario de la televisión, con sus estrellas y su mirada simplificada del país.

Perder es cuestión de método demuestra la deriva hacia lo inane del cine de Cabrera, quien ha sabido sobrevivir gracias a su camaleónica capacidad de adaptarse a las exigencias de distintos mercados. En su revista a los códigos del film noir basada en la novela de Santiago Gamboa, es muy difícil reconocer los elementos de autenticidad que justificaron el triunfo de crítica y público de La estrategia del caracol (1993). También en Sumas y restas es evidente el desgaste de un método y su deriva hacia una especie de conformismo antropológico que se limita a decir “así somos”.

Sumas es la culminación de una trilogía sobre Medellín (segunda ciudad de Colombia), que en sus mejores momentos (Rodrigo D. No futuro -1990- y La vendedora de rosas -1998-) fue herramienta de investigación sobre la realidad, dando la posibilidad del relato a personajes y hechos confusos e indiscernibles hasta integrarlos al cuerpo social. La obra de Gaviria sobre el narcotráfico y los cambios culturales en su ciudad es blanco privilegiado de ataques por parte de quienes no ven en ella más que pornomiseria. En contracorriente a esa opinión pública alimentada por el eye candy de los media, la trilogía ha sido objeto de interés de parte de la comunidad académica y hoy supone el único cine colombiano cuyos procedimientos, continuadores del realismo, han sido elucidados.

Hay vida más allá de la sicaresca

Pero ese cine como el de Gaviria donde abundan los sicarios y las “malas palabras” y se hace evidente una axiología de la agresión y la subvaloración de la vida, también significó un límite para los nuevos realizadores. El miedo al rechazo del público y el agotamiento de la fórmula, codificada en novelas de consumo, estudios sociológicos y literatura testimonial , y recientemente reciclada en tono banal y glamuroso por el espectáculo televisivo, condujo a una aparente renovación de los temas, que era antes que nada un cambio de enfoque en el tratamiento de los mismos.

En buena parte de las películas colombianas recientes se vuelve a la encuesta obligada sobre el caos de la(s) violencia(s) en Colombia, pero los directores se cuidan de enmascarar sus agendas en empaques menos perturbadores para el público. La apelación a las convenciones de algunos géneros es una de las tendencias dominantes del último cine colombiano. En otros casos, se acude a narrativas tranquilizadoras, donde el lugar del espectador nunca es confrontado. Por último, en otras películas, una excesiva estilización (¿cinefilia?) puede ayudar a distanciar la inminencia de la denuncia social.

El discurso del género es aplicado en películas como Perro come perro (Moreno, 2007), Satanás (Baiz, 2007) y, en menor medida Apocalípsur (Mejía, 2006). La primera es un bien logrado thriller que, en la tradición del cine vallecaucano, se permite incorporar elementos propios de la cultura de la región (la brujería) y alusiones a prácticas sangrientas que ocurren con frecuencia en el conflicto colombiano (el asesinato con motosierras, los sicarios al mando del mejor postor). Unos dólares extraviados son el móvil de la acción, y en ese punto, Perro come perro tampoco puede evadir la pertenencia a una tradición como la del cine colombiano que ha hecho del dinero un significante ineludible. Satanás, por su parte, es un drama psicológico donde su director explora la naturaleza del mal con un tono siempre contenido. Finalmente, Apocalípsur retoma como escenario la ciudad de Medellín para contar la historia de un grupo de amigos de clase media afectados por la violencia de finales de los 80, con alteraciones temporales y guiños al road movie que permiten una implicación emocional menos directa con los acontecimientos. Moreno, Baiz y Mejía son directores menores de cuarenta años que comparten referencias comunes (mucha cultura audiovisual y experiencias de formación en la Colombia urbana de los años 80) aunque sus películas estén basadas en concepciones del cine muy diferentes. Otras incursiones en el género como las de Libia Stella Gómez con La historia del baúl rosado (2005), de nuevo en clave noir, o el singular ejercicio de cine de terror de Al final del espectro (Orozco, 2006), no pueden zafarse fácilmente de la obsesión por tender puentes con la realidad social, característica del cine colombiano.

En los casos de Paraíso Travel (Brand, 2008) y La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009) hay coincidencias significativas a pesar de que sus directores provienen de orillas muy separadas. Brand dirigió en Estados Unidos su ópera prima Unknown (2006), con un estricto sentido profesional, mientras en Paraíso adaptó una novela de Jorge Franco sobre inmigrantes colombianos en Nueva York. Restrepo, se formó en la época de Focine y ofrece en La pasión el retrato de un sacerdote entre el fuego cruzado del conflicto colombiano. Ambas películas están desbordadas por el contexto social que les sirve de referencia, y es inevitable acusarlas de sobreexposición y didactismo.

Aunque las dos sufren de vacíos inexplicables en la armadura de las historias, las preside una intención de explicarlo todo, ahogando cualquier espacio de libertad interpretativa para el espectador. Y eso las convierte en parte de una corriente de cine “bienintencionado” y fácil de digerir, pero cuya obsolescencia es casi inmediata.

PVC- 1 (Stathoulopoulos, 2008), Los viajes del viento (Guerra, 2009), La sangre y la lluvia (Navas, 2009) y El vuelco del cangrejo (Ruiz Navia, 2010) resultan obras de menor grandilocuencia. Además de tratarse de directores incluso más jóvenes que Moreno, Baiz y Mejía, los identifica una voluntad, vergonzante si se quiere, de poner el cine por encima de grandes declaraciones sobre el país, aunque presionados por los medios y el medio, las sigan haciendo.

PVC- 1 sorprende por la proeza técnica –un único plano secuencia– y por haber encontrado en esa decisión una forma ideal para potenciar el drama de una mujer con una carga de explosivos alrededor de su cuello. Los viajes del viento y El vuelco del cangrejo abandonan las historias urbanas y buscan ajustarse al ritmo de las culturas tradicionales que describen (la cultura del Caribe vallenato en el primer caso, el Pacífico negro en el segundo). Sin embargo, resultan ser, paradójicamente, la tendencia más de vanguardia del cine colombiano. Tanto Guerra (quien debutó en 2004 con La sombra del caminante) como Ruiz Navia han incorporado influencias de los cines periféricos (de Tailandia a Argentina) y no temen explorar nuevos tempos, los de la espera y la contemplación, propios de los tristes trópicos. La sangre y la lluvia, por su parte, se sumerge en esa corriente que va tras los pasos de vidas urbanas estancadas, sacudidas por una violencia que ejercen o padecen, depende el lugar en el que el azar las ponga.

¿El cine versus el país?

¿Cómo entonces leer en el cine de este apurado repaso las contiendas ideológicas que sacuden al país? Algo va de la praxis política a la autonomía del arte, incluso si su estatuto “artístico” resulta tan cuestionable como en buena parte del cine colombiano. En muchas películas, las representaciones de raza, género o clase social siguen siendo tan problemáticas como en el cine de la primera mitad del siglo XX. En Bluff (Martínez, 2007) y El colombian dream (Aljure, 2006), abundan las deformaciones y caricaturas de la alteridad –llámese negro, mujer, pobre o feo– sin que el público corriente apenas se percate. Esas películas fueron incluso saludadas como apuestas renovadoras –en Bluff se aplaudió su sentido de la comedia negra y en El colombian su virtuosismo visual– muy a pesar de estar atrapadas en discursos heredados del siglo XIX más conservador.

El cine colombiano mainstream sigue sobreexponiendo la violencia, la corrupción y el rebusque como una suerte de determinismo biológico y cultural, y en eso, frecuentemente, conecta con el público y su conformismo moral y político. Este cine está lejos de la capacidad de revelación que tuvo en su momento Rodrigo D. En cambio, codifica una mirada simplista, unidimensional sobre Colombia, atrapada en la fascinación inmediatista de la violencia, a pesar de que intente fungir de anti espectáculo. Lejos de ser crítica, su denuncia del estado de cosas opera en términos sociales y políticos paralizantes, porque todo lo vuelve intercambiable: al descreer de todo, no legitima nada, salvo la aventura del borrón y cuenta nueva, la profilaxis social (lo que por supuesto no es realizable a nivel práctico pero sí en el terreno simbólico). La apuesta política que Colombia emprendió en los últimos años tuvo en el cine un inesperado aliado. Pero estoy seguro de las señales (no sólo por la existencia de películas y energías sociales) de que es posible superar esa representación monolítica.

Ver: http://www.caimanediciones.es/sumario_num36.html

1ra parte: La versión oficial de la Semana del Cine Colombiano

Son ingentes los esfuerzos que se hacen para convencernos de la robusta salud del cine colombiano; pero los hechos contradicen palmariamente las declaraciones bien intencionadas. En el siguiente link se puede leer la caja de resonancia que los esfuerzos institucionales por vender una imagen hiperbólica del cine colombiano han encontrado en la revista Semana:

http://www.semana.com/noticias-cultura/macondo-academia/146051.aspx

¿Acaso se debe a que la editora cultural de Semana, Marianne Ponsford, es parte interesada, como jurado de los premios nacionales en la modalidad "Toda una vida dedicada al cine"?

Adelfa Martínez, Directora de Cinematografía del Ministerio de Cultura, afirma, como vocera principal de la celebración: “El sector ya está maduro. Que se organice y se independice es importante. El crecimiento de la industria ya nos permite tener películas suficientes y una academia que organice una competencia”.

¿Cuántas serían, según Adelfa, las películas suficientes? Nunca lo dice y nadie se lo pregunta. ¿Y qué de lo dicho por Carlos Llano, gerente de distribución de Cine Colombia, en la edición 79 de Kinetoscopio (julio-septiembre de 2007, pags. 58-61)?: "En el momento -dice Llano- que se empiecen a hacer 20 ó 25 películas al año, nos reventamos". Y Llano sí que sabe de distribución y Cine Colombia sí que tiene poder para marcar la pauta en el cuello de botella que significa para las películas nacionales estrenarse en salas comerciales. Lo que Llano dice es sencillamente "cuidado con que el cine colombiano crezca mucho, porque no habría dónde ni cómo mostrarlo", y Cine Colombia sería el primero en no estar interesado.

La declaración de Carlos Llano se produjo tras la euforía de 2006, cuando 2,8 millones de espectadores vieron cine colombiano -14% del mercado total-.  Ahora, cuando el promedio ha descendido dramáticamente, ¿qué podemos o debemos pensar? ¿Que el cine colombiano se nos creció, como dice la publicidad oficial? Pero, ¿es deseable crecer hasta un monstruoso gigantismo? ¿Estamos preparados para lo que eso implica y para negociar en un juego de intereses de ese tamaño? ¿O se trata de otra mentira para ocultar que quizá es mejor permanecer enanos?


VER:

http://www.mincultura.gov.co/semanadelcine/

jueves, 14 de octubre de 2010

Los autoengaños de la Semana del Cine Colombiano

El próximo martes empieza “la semana más grande del año”: los veinte días que van entre el 19 de octubre y el 7 de noviembre, fechas oficiales de partida y cierre, respectivamente, de la Semana del Cine Colombiano.

Pasando por alto la anterior contradicción matemática, obvia pero intrascendente, quisiera detenerme en los autoengaños “mayores” en torno a los cuales diversas entidades públicas y privadas, lideradas por el Ministerio de Cultura y Proimágenes en Movimiento, han promovido esta Semana Mayor. Y lo hago como un transeúnte cualquiera que fue sorprendido en la calle por la publicidad del evento, pero también como un espectador informado y atento del cine nacional.

El afiche oficial incluye algunas cifras que buscan informarnos y convencernos del extraordinario momento por el que atraviesan nuestras películas. Para empezar, me gustaría saber a qué lapso de tiempo se refieren estas cifras. ¿A los 95 años de ininterrumpida producción de cine colombiano, desde el que pudo haber sido su primer y malogrado largometraje: El drama del 15 de octubre? ¿Al periodo 2002-2010 que representa para las mayorías democráticas la refundación simbólica de la patria? ¿Al pequeño intervalo en el que ha operado la Ley de Cine (2004-2010)?





Porque estoy familiarizado con las cifras en cuestión sé que corresponden a lo último; lo que quiere decir que nuestras autoridades cinematográficas –finalmente las responsables del evento– participan de la misma desmemoria de la que acusan al espectador medio, a la “gente” y al “pueblo”. Para tales autoridades, parece que el cine colombiano empezó hace poco más de un lustro. Lo demás –varios cientos de largometrajes en cine y video– pertenece según ellas a una prehistoria prescindible sino es que digna del más sincero desprecio.


Aclarado este punto, veamos las cifras. Se habla de 10 películas y 1.900.000 espectadores por año, lo que de acuerdo con otra simple operación matemática da un promedio de 190.000 espectadores por película. Poco, si se considera que una película nacional estándar tiene un costo que puede bordear el millón de dólares. Con menos de 200.000 espectadores, semejante inversión, incluidos los aportes mixtos públicos y privados, es imposible de recuperar en el mercado doméstico, el único que tiene verdadero peso frente a un mercado internacional exiguo para nuestras películas. Y más poco aún, si se considera que un gran estreno norteamericano –los llamados blockbusters–, individualmente, en esta era de proyecciones en 3D, se aproxima a 1.500.000 espectadores, cuando no los supera.

En la anterior cifra se omite además –sí, ya sé que es publicidad pero sería deseable que tuvieran más respeto por los ciudadanos– que ese 1.900.000 espectadores corresponde a un promedio de los últimos años que en 2008 y 2009 muestra una preocupante y ostentosa tendencia a la baja. “De un promedio de 200.000 espectadores en el año 2005, pasamos a menos de 40.000 en el año 2009; de un 14% del público total de espectadores en todas las salas del país, se pasó al 4%”, dice Víctor Gaviria en el catálogo del último Festival de Cine Colombiano (Medellín, 2010). Nada que celebrar entonces en el trasfondo de esta primera cifra, aunque sí una advertencia para el que tenga oídos: “Hay que hacer películas baratas”, evidencia imposible de atender en la pretenciosa (y mafiosa) Colombia de nuestros días.

La segunda cifra es otra manipulación informativa: “57 producciones han recibido 106 premios en 40 festivales”. Pregunto a las autoridades cinematográficas colombianas si ellas consideran con el mismo rasero a todos los premios de todos los festivales. Entiendo que no, ya que tienen un ranking interno que jerarquiza los eventos de acuerdo con una lógica internacionalmente reconocida. La desconsoladora verdad detrás de esta cifra es que desde 1998, con La vendedora de rosas, ninguna película colombiana ha sido escogida para la Selección Oficial en competencia por la Palma de Oro del Festival de Cannes, el más importante del mundo; y que la participación de películas nacionales en los festivales clase A, o sea los más exigentes en su selección –entre ellos Berlín o San Sebastián–, es bastante esporádica. Ni que decir de nuestra participación en la palmarés de estos eventos. Nada que celebrar tampoco en este punto, salvo la constatación de que el cine colombiano es esencialmente invisible por fuera de las pantallas nacionales –aunque en ellas también– y que alguna mala imagen del país que sobrevive en el exterior es más responsabilidad de las narco-FARC, los narcoparamilitares y los poco delicados gobiernos que han provocado nuestra hecatombe social.

De la tercera cifra apenas me permito opinar, porque no soy economista, pero extiendo la pregunta a los que sí lo son: se habla de $38.000 millones en estímulos y programas apoyados (con dineros parafiscales, valga aclarar) más inversiones y donaciones privadas de $48.630 millones en 70 proyectos, que en total han generado 7.000 empleos. Economistas: ¿esta relación entre inversiones y generación de empleo es digna de celebrar? Pero antes de contestar, investiguemos cuál es la calidad de esos empleos o qué nivel de formalización o estabilidad tienen. ¿Se trata de empleos temporales y sin seguridad social, que aprovechan una inmensa y barata mano de obra que casi nada significa en el presupuesto total de las películas?
El cine colombiano ha sido, es y seguramente será siempre un fracaso industrial. Pero es un hecho culturalmente relevante que ha merecido el empeño de infinidad de hombres y mujeres con aspiraciones legítimas de integrarse al cuerpo social, ya sea como artistas, técnicos, empresarios de la cultura, periodistas, gestores o investigadores.

Sí hay cine colombiano

Y hay un público para ese cine: lo acabo de ver en San Andrés en el Seaflower Fest, donde 120 espectadores “sin formación” estuvieron asombrosamente conectados con El vuelco del cangrejo en la sala El Faro del Hotel Tiuna, lo veo en mis clases de cine colombiano, en los cineclubes a los que ocasionalmente asisto (mirados como una maldición por las autoridades cinematográficas colombianas), en la mente colectiva donde muchas películas nacionales despiertan asombros, incomodidades y revelaciones. No veo ese público en las salas comerciales donde estas mismas películas no merecen más que comentarios la mayoría de las veces llenos de la autocomplacencia y el desprecio de quienes pagan por una mercancía y quieren un placer fácil e inmediato.

En un hipotético futuro, quien quiera saber cómo se vivía en la Colombia de hace un siglo o de aquí y ahora, qué nos obsesionaba o qué queríamos ocultar (si es que una cosa no es igual a la otra) tendrá que ver Alma provinciana, de Félix J. Rodríguez; Bajo la tierra, de Santiago García; Oiga Vea de Luis Ospina y Carlos Mayolo; Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, de Marta Rodríguez; Carne de tu carne, del mismo Mayolo; Pepos, de Jorge Aldana; Rodrigo D., de Víctor Gaviria; La mujer del piso alto, de Ricardo Coral-Dorado; El proyecto del Diablo, de Óscar Campo; Pequeñas voces, de Jairo Carrillo; La cerca, de Rubén Mendoza; La sombra del caminante, de Ciro Guerra; Apocalípsur, de Javier Mejía, o El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia.

Todas estas películas fueron fracasos comerciales pero son también el testimonio de una vida compartida en la locura, la violencia, el amor o el enfado. Pero esa memoria común no dice nada a quienes nos gobiernan. En vez de eso la cifra sesgada y mentirosa. El Estado debería apoyar el cine colombiano a pesar de su ostensible fracaso industrial o precisamente por eso. De no hacerlo, el cine caerá sólo en las manos de quienes trafican con nuestras pasiones más bajas, medran en nuestros instintos y se sostienen en nuestra necesidad de eliminar –simbólicamente o de hecho– al otro. Y no habrá contrapeso, sino la más ramplona y peligrosa uniformidad. Pero si el Estado y sus representantes –gente de carne y hueso– hablan el mismo lenguaje de esos traficantes y comparten sus intereses, ¿qué será de nosotros? Si no es así deberían seguir el ejemplo de las buenas señoras: no sólo ser honestas sino parecerlo.

martes, 23 de febrero de 2010

El vuelco del cangrejo. La inocencia violada

El premio de la Fipresci a El vuelco del cangrejo en Berlín 2010 es, más allá de toda exageración nacionalista, un empujón realmente significativo al cine colombiano. La Fipresci reúne a la prensa especializa del mundo y en los reconocimientos que otorga en cada festival de cine, suele ser exigente y valorar antes que cualquier otra consideración el riesgo estético y político. Y en la opera prima de Oscar Ruiz Navia las dos dimensiones de ese riesgo existen en grandes proporciones.





La película fue filmada en La Barra, dentro de una comunidad del Pacífico colombiano rodeada de un paisaje idílico pero sometida a la amenaza constante de lo moderno. Pero el conflicto que Ruiz Navia plantea no es simple ni maniqueo; la modernidad, representada por el turismo, las inversiones y en general los proyectos de desarrollo del hombre blanco –los paisas, en el lenguaje del filme– es alternativamente buscada y rechazada por los pobladores. Un extraño hombre llega al lugar buscando huir y se vuelve testigo de las distintas tensiones de la aldea, provocadas por un colonizador que ha comprado tierras para construir un hotel.


Las transacciones culturales y económicas que se ven en la película ocurren en distintos niveles: entre la música altisonante de los bafles y los cantos tradicionales, entre la inocencia infantil y el cuerpo consciente del sexo, entre lo individual y lo comunitario. Una mujer ejerce de vínculo entre lo blanco y lo negro a través de su cuerpo (con alusiones a las historias fundacionales de la Malinche o la india Catalina). Los territorios en disputa pasan por el sexo pero van más allá; lo que está en juego es una forma de vida. “Yo no soy su negro”, le dice Cerebro, el líder de La Barra, a El Paisa.

Los críticos internacionales han encontrado en El vuelco del cangrejo referencias cinéfilas y literarias: Beckett –por lo del absurdo– o Pedro Costa –por la admirable distancia de la narración–. El espectador colombiano está obligado a ver más: la historia reciente de despojo territorial y cultural en los territorios afros e indígenas. Pero el filme resalta la dignidad de la gente en medio de ese conflicto y tiene momentos de sobrecogedora belleza. Esa belleza no es robada al paisaje. Es un logro cinematográfico: encuadres insólitos, un tiempo reposado que permite desarrollar las emociones y un cuidado trabajo sonoro que sitúa el conflicto en distintos lugares. Un cine, en fin, para los sentidos, los sentimientos y la razón.

Ver:
http://www.elvuelcodelcangrejo.com/