jueves, 25 de junio de 2015

Carta a una sombra, de Daniela Abad y Miguel Salazar: Vacuna contra el olvido



El médico Héctor Abad Gómez y su hijo, el escritor Héctor Abad Faciolince.

En los dos últimos años, el Premio del Público del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias-FICCI lo han ganado, sorpresivamente, dos documentales colombianos. Marmato* de Mark Grieco, en 2014 y Carta a una sombra de Daniela Abad y Miguel Salazar, este año. ¿Qué tienen en común para haber merecido el esquivo favor de los espectadores? La primera respuesta que me atrevo a aventurar es que se trata de trabajos que se alejan tanto de la narrativa del cine comercial y sus discutibles consensos sociales, como del estilo institucional del cine de autor y sus efectos de distanciamiento. Marmato y Carta a una sombra le deben su fuerza comunicativa a la confianza en que el "periodismo en profundidad" puede ofrecer relatos complejos sobre la realidad. Son narraciones sostenidas en dos de las mayores cualidades de un reportaje de largo aliento, investigación e inmersión, y saben encontrar unos personajes, unas voces que otorgan orden en el caos de los hechos. Hallan una forma narrativa.

Ambos documentales provocan adhesiones que son al mismo tiempo emocionales y políticas. O donde lo político se configura como otra forma de la emoción, un relato sentimental sobre los asuntos públicos que organiza nuestra relación con la sociedad, con los otros, desde un sentido básico de la justicia y del bien común. Hay otro tipo de relato sentimental sobre lo social que se articula a través del miedo, el individualismo y lo instintivo. En ese caso estamos de lleno en el fascismo y sus narrativas del desastre y el odio en las que medran la mayoría de medios de comunicación y los poderes que representan, y que invitan al control, la venganza y el castigo. 

En Carta a una sombra y en Marmato asistimos, por el contrario, a la presentación de hechos o procesos que no debieron pasar o estar pasando y frente a los cuales nos sublevamos como seres sociales. Pero esta sublevación tiene la forma de una esperanza, no de una derrota. Los documentales son los voceros de una "injusticia" y la reparan simbólicamente, muestran lo que a veces el poder (llámese multinacionales, gobiernos, estados, estructuras paraestatales, ideologías, ejércitos) les hace a las personas buenas, así como las tretas del "débil" y sus reivindicaciones. El poder aquí no es una relación discursiva a lo Foucault. Actúa: desplaza, aniquila el sentido de comunidad o llanamente asesina. La claridad en la exposición, cercana a la tajante pedagogía del melodrama con sus distinciones entre el bien y el mal (y con el elemento adicional del sacrificio del héroe), y sin derivas estetizantes o filosóficas, asegura la identificación de los espectadores. 


La familia Abad Faciolince.

Carta a una sombra son varias cosas al mismo tiempo y apunta en distintas direcciones. Aunque el conjunto es el de un documental que se sostiene e impacta por sí mismo, no todas las líneas posibles tienen un desarrollo de igual nivel. Para empezar es un documental de personaje. El médico y defensor de los derechos humanos Héctor Abad Gómez fue un hombre extraordinario con un agudo sentido de sus responsabilidades públicas y con plena conciencia de su clase: una élite liberal que ante la crisis social provocada por brutales y acelerados cambios, quiso asumir un papel conductor, una suerte de sacerdocio laico a favor de una gestión racional de la sociedad: superación de la pobreza, contracepción, vacunas, prevención de enfermedades. 

El documental acierta en mostrar la robusta humanidad de HAG, su ideario práctico, su sentido común y en insinuar la oscura mentalidad a la que se oponía: la de la derecha antioqueña -y por extensión colombiana- cómodamente instalada en una interpretación providencial de los hechos y los conflictos sociales, secundada por la iglesia y las élites conservadoras. Una grabación del programa radial La hora católica, en la que se iban lanza en ristre contra el médico y sus enseñanzas, recuperada como parte de la investigación de archivos que se integra a la narrativa del documental, muestra la colisión de dos formas aparentemente irreconciliables de ver la vida. Diferencias que se daban en el seno mismo de las clases privilegiadas, pues Abad Gómez era el esposo de Cecilia Faciolince, que había crecido en "Palacio", al cuidado del mismísimo arzobispo de la ciudad.

Daniela Abad (nieta del líder inmolado en agosto de 1987, y quien contrariando la retórica autobiográfica al uso sabe hacerse invisible en la narración) y Miguel Salazar (director de el corto Martillo y el documental La toma, sobre el Palacio de Justicia) componen a la vez un retrato de familia. Lo que según los codirectores  empezó como una versión del exitoso libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, se transformó en el proceso de realización. Carta a una sombra dejó de ser el previsto documental sobre la relación de un hijo con un padre ausente; al abrir el lente se incorporó un tejido de voces más arduo (los amigos; Doña Cecilia; las otras hijas: "ese género femenino tan abundante por allá" como diría, con alegría, el pater familias). Así, la película puede hablar de un duelo que supera la catarsis literaria y que enfrenta el significado del dolor, la imposibilidad del perdón, la necesidad familiar de entender quién y porqué dio la orden de matar a un personaje de esa estatura moral. ¿Cómo una sociedad que se dice cristiana puede asesinar a un hombre bueno? Esa es la pregunta que con toda claridad formula Cecilia Faciolince, esposa de HAG, frente a las cámaras de un noticiero.

Carta a una sombra no es, sin embargo, un documental que viva del solo carisma de sus personajes o del peso y significado de los hechos que cuenta. Hay una acertada narración que casi siempre sabe equilibrar los ritmos entre lo familiar y lo social, entre el archivo audiovisual (audio cartas, programas de radio, noticieros) y el testimonio, entre las voces individuales y la gran voz de lo colectivo que aquí está centrada en la familia. Sí, 1987 fue un año donde la guerra sucia en Colombia alcanzó unos niveles abrumadores y el documental, sin recargar el contexto, ofrece elementos para entender esa escalada del conflicto social y político. 

Se habló arriba de la tajante distinción entre buenos y malos y de la estructura melodramática del documental, que sirve para garantizar la implicación emocional. Pero la película presenta a los "malos" más como una fuerza social regresiva, sembrada en sus privilegios y que por tanto no vale la pena individualizar o llamar por su nombre, porque además ha demostrado su capacidad de supervivencia y adaptación a distintos tiempos y entornos. 

El enemigo aquí no es Pablo Escobar, Carlos Castaño ("el eficaz gatillero" que Daniel Coronell sugiere que fue el asesino material de Abad Gómez: http://www.semana.com/opinion/articulo/daniel-coronell-el-pasado-en-presente/413725-3) o Álvaro Uribe Vélez. Es una mentalidad, cuyos móviles quedan claros, aunque posiblemente se hubiesen podido presentar con más matices. 

En cambio lo "bueno" está por entero encarnado. Es lo que representa Héctor Abad Gómez: amor por la vida y voluntad para cambiarla, sin fanatismo o idealismos endurecidos como los que le achacaban ("comunista", el gran coco en el lenguaje de la agresión y la intolerancia en Colombia). El triunfo de la película es convertirlo a él en el eje central y rehuir así las narrativas del victimario, superar la historia contada por los "vencedores". La catarsis que provoca el documental (lágrimas, indignación) en los espectadores es equivalente a la identificación con el heroísmo del personaje. Se convierte en un ejemplo y en una inspiración. Y necesitamos de eso, como contrapeso a la parálisis melancólica, a la depresión generalizada y a la sensación colectiva de hecatombe, que los poderosos saben aprovechar.

*El documental de Mark Grieco, muestra a través de un largo y riguroso trabajo de investigación las transformaciones y resistencias en el pueblo de Marmato, en torno a la gran mina de oro gestionada por la empresa Gran Colombia Gold, que preside la ex canciller y ex ministra de cultura María Consuelo Araujo. La empresa, de capital canadiense, ya había estado en el centro del debate por el documental Por todo el oro de Colombia, del periodista francés Roméo Langlois.

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sábado, 13 de junio de 2015

Ella, de Libia Stella Gómez: promesas incumplidas


El arte narrativo le hace promesas a su público, especies de contratos de compra venta que se establecen desde el comienzo de las obras y le dan consistencia al horizonte de expectativas que guía la experiencia de consumo o lectura. Estos contratos pueden venir envueltos en formas expresivas (géneros o estilos) o insinuarse en elementos paratextuales como trailers, solapas de libros o entrevistas a directores, productores y autores. Hablo aquí de códigos o marcos, de mundos compartidos que facilitan la identificación y la transmisión entre el público, ya sea en ficciones cinematográficas o literarias, en documentales, en ensayos escritos o audiovisuales que narran con argumentos racionales. Una obra interpela también a una tradición, se ubica frente a esta para repetirla, comentarla, superarla, inaugurar otra. Ninguna cosa se produce en el vacío.

Ella, el segundo largometraje de Libia Stella Gómez, defrauda varias de las promesas que le tiende a sus espectadores. Desde el prólogo se siembran índices posibles de lectura o de inserción en lenguajes y tradiciones: una película en blanco y negro que representa sectores marginales de Bogotá como lo fueron en su momento desde Raíces de piedra de José María Arzuaga hasta La sombra del caminante de Ciro Guerra, el microcosmos social de un inquilinato, un filme coral asentado en la fuerza de sus personajes. El recorrido de la cámara, en este prólogo, termina en un encuadre donde aparece la propia directora, quien al hacerle un cierto guiño al espectador funda la idea de una película con elementos de autorreflexividad que ya se habían desplegado en la película anterior de Libia Stella, La historia del baúl rosado.

A medida que la narración avanza, Ella propone otros códigos y marcos posibles: por ejemplo un vínculo con el absurdo para desde ahí dialogar con referentes teatrales y cinematográficos (en el caso del cine colombiano reciente, está la segunda película de Carlos Moreno: Todos tus muertosy desdecirse de la presunción de realismo con la que casi siempre se han abordado en el arte colombiano la indigencia y la exclusión social. Es en la mezcla y confusión de promesas y estilos, donde la película empieza a colisionar desde adentro. 

La aventura de Alcides, el marido anciano que busca darle a su esposa un entierro digno que desborda sus posibilidades materiales, es el núcleo principal, pero compite en el interés narrativo con el de otros personajes: la niña maltratada, la madre que busca a su hijo desaparecido, la mujer que anhela sentido y amor, como si la "Ella" del título fuera una abstracción de lo femenino en tres -o quizá cuatro- etapas distintas de la vida. El problema no es que la película tenga varias líneas o que multiplique lugares y situaciones; lo que frustra es que resulta muy difícil encontrarse con un orden mayor que una todos estos cabos, y que ninguno de estos estilos o promesas -ni el realismo ni el absurdo, por citar dos- adquiera peso, entidad.

En la película hay fogonazos, elementos aislados a los que uno como espectador, para evitar perderse en el desinterés, trata de aferrarse. Uno de ellos es el leit-motiv del cuerpo como eje central que estructura todas las relaciones entre los personajes o la conciencia de los personajes sobre sí mismos: el cuerpo enfermo de la mujer de Alcides ("no me voy a dejar rajar") y el propio cuerpo envejecido y cansado de este; el cuerpo maltratado de la niña que se aproxima a una madurez donde lo que se abre como "expectativa" es continuar siendo un objeto de la violencia masculina;  los cuerpos desaparecidos o asesinados por una guerra que nunca se hace explícita; el cuerpo de la esposa que hay que enterrar pero no se sabe cómo y que aporta las dosis de absurdo que tampoco llegan a definirse.




Ella es una película que extiende sobre el mundo representado una mirada tremendista y sombría. Concedamos que esta mirada aportaría unidad y solidez a lo disperso y fluido. Pero me voy a permitir discutir o al menos dudar de la pertinencia estética y política de esta mirada, pues la encuentro profundamente injusta con ese mundo y sus personajes. Por lo menos, está resuelta con indigencia expresiva: los excesos musicales que subrayan y ahogan la emotividad de ciertos momentos, el facilismo del recurso del color con el que supuestamente se introducirían la fantasía o el ensueño, son dos de esas decisiones estéticas que gritan o sobreexponen lo que tendría más fuerza si fuese apenas sugerido.  

Vasos vacíos

De otro lado y en contraste con lo anterior, al presentar a sus personajes resignados, incapaces de entender, por ejemplo, lo que es un certificado de defunción, condenados a padecer o reproducir la violencia, dominados por un sentimentalismo básico, Ella no les hace un homenaje (como se afirma en la publicidad de la película) sino que los subhumaniza, refuerza la situación en la que viven sin ofrecerles nada a cambio. Sus acciones son mecánicas, son solo cuerpos. El cine colombiano debería preguntarse qué significa postular la existencia de estos "lugares vacíos". Cuando Víctor Gaviria o Luis Ospina y Carlos Mayolo, sitúan su mirada en personajes y locaciones dominados por la precariedad, se cuidan de no sustraerles su mundo imaginario y afectivo -por ejemplo su oralidad, sus formas de decir, su particular entonación cultural-; esta sustracción, en el caso de Ella, implica una nueva violencia (simbólica) sobre lo representado. 

Películas como Rodrigo D. No Futuro o La vendedora de rosas, como Agarrando pueblo, Oiga vea o Asunción, o incluso como La sociedad del semáforo, Memorias del Calavero, Estrella del sur o Mambo Cool, restituyen el volumen de estos universos y actores, sus potencialidades de subversión y revuelta, lo que hoy se llama, con la indigencia propia del lenguaje académico, su "agencia".  

Ya es hora de que dentro de este corpus de representaciones sobre barrios ajenos a la "normalidad" y de personajes desposeídos -que no termina de clausurarse-, el cine colombiano se pregunte desde dónde está hablando y no solo sobre qué.

Ver trailer:



martes, 2 de junio de 2015

El debate sobre El abrazo de la serpiente: ¿hacia un espectador emancipado?


Por Gustavo Fernández*


Reducir la polémica que provocó el estreno de El abrazo de la serpiente y su recepción entre críticos y académicos a lo relativo de los gustos personales, sería perder la oportunidad de aprender cosas más productivas y desafiantes sobre nuestro lugar como espectadores. Los debates que la película sigue suscitandalgunos de ellos cargados de insultos y descalificaciones personales o teñidos de misticismo cuasi religioso, voluntarismo nacionalista y vulgar desprecio por el "oficio de pensar"señalan  también el papel de la crítica y los medios, y su decisión de seo no ser ventrílocuos del poder, las instituciones y las versiones oficiales. Podría ayudar, no poco, hacerse una serie de preguntas, muy bien resumidas por Sandra Ríos, de Cine Vista Blog: ¿Están preparados los medios de comunicación para cubrir el cine nacional? ¿Lo entienden? ¿Lo conocen?  ¿Son capaces agrego de ver más allá de los triunfos y la aprobación "europea" y orientar una discusión menos acalorada que sin desconocer lo específico de las obras reconozca el lugar del cine en el diálogo cultural? Este texto del documentalista Gustavo Fernández, sin ánimo de cerrar ningún debate, sino todo lo contrario, da algunas ideas sobre estas cuestiones:


El debate que se instauró por las posturas de Pedro Adrián Zuluaga y Carlos Páramo, derivadas de sus visiones de la película El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, es quizás de lo mejor que ha ocurrido recientemente en torno a la cartelera de cine a secas, no solamente respecto al cine colombiano. Y digo a secas, pues estoy de acuerdo en que el cine colombiano no tiene porqué ser visto con ojos especiales.






Ahora, cuando conocemos posturas o reseñas como las de Héctor Abad Faciolince en El Espectador, que apunta en dirección parecida a la de Manuel Kalmanovitz en la revista Semana, veo que críticos consuetudinarios como MK u ocasionales como HAF, ponen de presente que su intención es, como lo parodia Augusto Bernal, “orientar al público”, pero ¿a cuál público?



Y es aquí donde creo que hay que precisar que si bien ese público es heterogéneo, se rige, básicamente, por dos patrones diferentes de entender el cine, y por expectativas diametralmente distintas a la hora de ver una película.

Vale la pena recordar la dialéctica desarrollada por Jean-Louis Comolli** que da cuenta de una dualidad, la del cine contra el espectáculo. Por un lado está un espectador digno de su nombre “que en su historia el cine supuso y construyó más de una vez (...) capaz no solo de ver y escuchar –cosa que ya no debe darse por descontada sino de ver y escuchar los límites del ver y escuchar (...) ese espectador emancipado que prefiero dice Comolli–  calificar de crítico.” 

Pero el flujo espectacular del cine, cuya dominación ha ido mucho más allá de lo que anunciaba Guy Debord, hace de otros espectadores cómplices de las representaciones, “alienados  en lo que les hace gozar, en lo que les gusta, lo que los seduce, alienados (si aún es preciso este término)  en su propio deseo de alienación.” (Comolli cita  aquí a Jacques Rancière).

Hay un lúcido ensayo que acabo de recibir, que cuestiona los lugares que le asignaba Edgar Morin*** en El cine o el hombre imaginario a los procesos de identificación del espectador con el cine. Se titula Le subjectif de l’objectif (Lo subjetivo de lo objetivo) y en él, François Niney comienza por instalar la hipótesis de que el cine “es un aparato sicológico total o integral”, similar pero distinto a la literatura, “puesto que una novela es un relato que se hace mundo”, mientras que una película “es un mundo que se hace relato.” 

El cine no fabrica sentido con signos abstractos como lo escrito recordar a  HAF, opera con pedazos de mundo que llamamos planos (tomas). “Y estos registros están constituidos del mismo tejido que el mundo que vemos a ojo desnudo (...) y es la película la que escoge hacernos ver esos pedazos del mundo bajo un cierto aspecto (previsto), pues son visiones registradas, dirigidas. Y algunos espectadores se preguntarán 'vistas desde dónde, por quién, y para mostrar qué'.”  

Son estos espectadores los que entienden que el cine es ante todo un hecho cultural y es a ellos a quienes se dirigen PAZ y CP. Los otros no se lo plantean necesariamente, son espectadores que, por decirlo de forma simple, van al cine. Si hay algo sustancialmente diferente en las reseñas críticas de Pedro Adrián Zuluaga y Carlos Páramo, es que analizan las diferentes implicaciones culturales de una película asociándola con disciplinas como la antropología o la sociología y apuntan al sentido integral de lo estético, no como una simple consideración de gusto ("Estéticamente impecable, con un uso muy acertado del blanco y negro", como escribiera HAF).

En las entrelíneas de este debate se puede ver cómo hay un espectador que no espera ni busca nada más que ver algo bonito y bien construido, es decir, un cine como divertimento, un espectador que "mira desde su lugar, la película que ve en su lugar". Ese espectador necesita una guía o reseña ligera del tipo de las que hicieron HAF y MK. Pero el otro espectador también existe y decide, o por lo menos hay que suponerlo y construirlo, en nosotros y con los otros.

* Ex director de la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Nacional y documentalista.
** Comolli ha hecho reconocidos aportes a los estudios cinematográficos, con libros como Ver y poder. Es además autor de importantes películas documentales.
*** Pensador francés, coautor con Jean Rouch de la emblemática Crónica de un verano (1960).