miércoles, 9 de julio de 2008

Los niños en el cine colombiano o de un país que mató la inocencia

*La siguiente es la ponencia presentada el día 29 de junio en el Museo de Arte Moderno de Medellín durante el Festival Sin Fronteras, cuyo tema central fue relaciones adultos-niños.

En el registro más antiguo de cine nacional que se conserva, La fiesta del Corpus celebrada el domingo 6 de junio, filmado por los Di Domenico en 1915, hay legiones de niños solemnes y enfilados, sobrellevando el deber de rendirle homenaje a la patria o a la religión, que en la Colombia conservadora de comienzos del siglo XX, eran para muchos una y la misma cosa.

Registros que se presumen contemporáneos de las Di Domenico son los de otro italiano: el fotógrafo y empresario Floro Manco, avecindado en la costa Atlántica y de cuyo archivo es posible extraer imágenes de una niñez despreocupada y retozona, que se prepara para el carnaval pagano en medio de disfraces y chascarrillos.

Las primeras imágenes, las de los Di Domenico que veremos enseguida, corresponden a una Colombia oficial e idealizada, un país con un sustrato y una identidad homogéneos cuyas garantías de estabilidad son la fe católica y la inalterabilidad de las instituciones políticas y sociales. El segundo tipo de imágenes, las de Floro Manco, son excepcionales porque representan un tipo de filmación espontánea y casera, que si bien ha sido abundante en el cine colombiano no se consideró casi nunca parte de la historia oficial de nuestro cine. El propio Floro Manco se ganó la vida y el prestigio filmando documentales de carácter comercial como El triunfo de la Fe, sobre una fábrica de cigarrillos del mismo nombre en la ciudad de Barranquilla. El lenguaje institucional no pocas veces demagógico y patriotero, la timidez frente al poder, la imposibilidad de cuestionar la realidad política y social del país más allá del argumento melodramático del amor imposible entre ricos y pobres, fueron algunas, entre muchas, de las limitaciones del cine colombiano silente que abarca el periodo comprendido entre 1915 –año de producción de los registros más antiguos que se conservan- y 1937 –año de la primera película sonora-.

En un cine amordazado por estas carencias, resulta evidente que los niños tenían poco juego. Aparecen sí, y con mucha frecuencia, como parte del decorado, preferiblemente en grupo, como se verá en las procesiones del Corpus y en las abundantes tomas de los documentales para la Beneficencia de Cundinamarca realizados por los Acevedo, donde se puede ver a los niños pobres redimidos por la caridad oficial. Pero un niño como personaje, con un carácter propio, es algo todavía lejano a las posibilidades de este incipiente cine colombiano.

SECUENCIA ARCHIVOS DI DOMENICO Y FLORO MANCO

No es probable que Máximo Calvo, Gonzalo Mejía, los Acevedo o los Di Domenico, algunos de los grandes empresarios y artistas del cine colombiano silente, conocieran los estudios de Freud sobre la sexualidad infantil o la celebración de la infancia como patria mítica del hombre, a la usanza de las vanguardias europeas, especialmente el surrealismo.

En cambio, en el cine nacional, ocurre un curioso pero bastante lógico fenómeno de inversión: los personajes femeninos se infantilizan. Se transfiere a ellos toda la bondad, virtud e indefensión habitualmente asociada a los niños. María, el primer personaje de ficción del cine colombiano, tomado directamente de la novela de Isaacs, es una niña eterna cuyo proceso de convertirse en mujer queda interrumpido por la muerte. Las mujeres protagonistas de otras películas de los años 20 como Bajo el cielo antioqueño y Alma provinciana exhiben la misma aura de virtud: están sobreprotegidas por un círculo familiar cuyo faro es la autoridad paterna y el destino lógico es que pasen de la protección del padre a la protección del esposo.

Por supuesto que este esquema idílico, en ambas películas, sufre tropiezos y es objeto de gestos de protesta y rebeldía, pero finalmente el equilibrio se restablece y el orden social y moral no es cuestionado en profundidad. El amor se plantea como alternativa para superar barreras sociales sobre un fondo que, salvo por esa excepción, permanece inalterable.

La siguiente secuencia, con un personaje infantil a bordo, no sólo nos permite ver la sobreprotección de la autoridad familiar y la falta de autonomía de Lina, la protagonista, sino la puesta en escena de la relación entre trabajo y moral, elemento clave de la película.

SECUENCIA BAJO EL CIELO ANTIOQUEÑO

Este esquema de conformismo moral y político se repite a grandes rasgos en el cine sonoro de los años 40, o más valdría decir, del periodo 1941-1945, donde se vive un boom de producción similar al de los años 20. Los personajes femeninos siguen siendo dependientes y sobreprotegidos, es decir permanecen infantilizados, pero acceden a ciertos gestos de autonomía, mayores y mejores, en cantidad y cualidad que los emprendidos por sus homónimos de los 20. La joven campesina de Flores del Valle ha sido educada con esmero y considera que su educación, tanto como su virtud, aumentan su valor como mujer, un pensamiento improbable en la década del 20, pero que se explica en un momento, los años 40, donde la mujer, gracias a las reformas de López Pumarejo, pudo acceder a la educación universitaria. La protagonista de Allá en el trapiche, que pertenece a una familia de la burguesía rural, viaja a Estados Unidos y se libera, por lo menos temporalmente, de la estricta vigilancia paterna.

Pero es curioso que incluso en las propias sinopsis de las películas, escritas en la época de su estreno, se acentúe el carácter infantil de estos personajes femeninos. En la de Allá en el trapiche se lee: “El padre de Dorita tuvo que hipotecar la hacienda para costear el viaje de la niña y ahora la tiene que pagar”. En la de Sendero de luz: “La niña se decide por el herido, el bandido es apresado y el amigo, derrotado, se marcha ‘por un sendero de luz’”. En ningún caso se trata de niñas sino de jóvenes casaderas o muchachas en flor que conviene eternizar en su niñez con el propósito inconsciente de neutralizarles su sexualidad, potencialmente peligrosa y desestabilizadora del orden tradicional.

DOS DÉCADAS “COMPROMETIDAS”
En la década del 50 el arte colombiano entra en un periodo de extraordinaria fecundidad. Una gran parte de quienes hoy reconocemos como los maestros de la plástica o la literatura dan a conocer en esos años sus más logradas obras de juventud: García Márquez, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Lucy Tejada, Cepeda Samudio, Jorge Gaitán Durán.

El cine colombiano estuvo parcialmente al margen de estos movimientos de la plástica y la literatura que renovaron la pregunta por un arte nacional y que dieron como respuesta unas prácticas artísticas donde no se le temía a las influencias internacionales enriquecedoras pero tampoco a las tradiciones vernáculas. Sin embargo, en una película aislada, La langosta azul, confluyen muchos de los intereses que estaban en juego para los artistas de esa época: la imagen antes que la narración, la atmósfera antes que la anécdota. En este experimento colectivo en el que participaron Grau, García Márquez, Luis Vicens, Nereo López, Cecilia Porras y Cepeda Samudio, la infancia sí es la patria mítica del hombre, por mucho que se trate de miserables niños de Ciénaga a la saga de un cometa-langosta radioactivo. Siempre se ha dicho que esta película se mueve entre el registro documental y la experiencia surrealista y no hay nada más surrealista que la celebración del asombro infantil, un asombro que suspende provisionalmente la interpretación moral de los hechos, algo inédito hasta ese momento en el cine nacional.

SECUENCIA LA LANGOSTA AZUL

La langosta azul es un fenómeno por completo insular dentro del cine colombiano que no generó escuela ni tradición. La pregunta por un cine nacional, promovida antes por la crítica que por los realizadores, fue creciendo lentamente y ya estaba madura en los años 60, como un coletazo de los movimientos en la plástica y la literatura que reclamaban al mismo tiempo la autonomía del arte y un nuevo tipo de compromiso del artista con la realidad. Frente a esta última disyuntiva, un grupo importante de realizadores de cine asumió su trabajo con un sentido político y de participación directa e inmediata en la búsqueda de un cambio social.

La niñez, maltratada, interrumpida, explotada, se convirtió en el máximo escándalo posible y la suprema acusación a una sociedad inmoral. No hay que olvidar que películas de la época como Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), Río cuarenta grados (Nelson Pereira Dos Santos, 1955), Pather Panchali (1955), primera parte de la trilogía de Apu, del director indio Satyajit Ray y Tire die (Fernando Birri, 1960), causaron un tremendo impacto por su potencia documental pero también por el furor moral para desenmascarar, desde el Tercer Mundo, la indiferencia de una sociedad que, como lo decía Buñuel, se escandalizaba por un ojo cortado o por una escena sexual explícita pero no por el hambre de otro ser humano.

Los documentalistas colombianos Marta Rodríguez y Jorge Silva absorben no sólo el reclamo por un cine combativo y beligerante, compañero de lucha de un proyecto político, sino las más modernas técnicas y escuelas del documental. Marta había estudiado en Francia con el gran documentalista Jean Rouch, mientras Jorge era a su vez un artista de la imagen en su calidad de fotógrafo y un intelectual que leía sin aparente contradicción a Marx y a Freud. Todos esos ingredientes se combinan en la obra documental de este par de realizadores que comienza con Chircales, una película filmada durante cinco años (1967-1972) entre los trabajadores de unas ladrilleras al sur de Bogotá.

El cuidado y delicadeza con que se muestran las condiciones de vida y de trabajo de los chircaleros es una evidencia de la seriedad de un proyecto documental que no pretende la denuncia emocional y de impacto inmediato, sino el análisis de las fuerzas económicas y culturales que hacen posible la explotación laboral y la enajenación religiosa, como si fueran una y la misma cosa. La imagen emblemática de Chircales es la de aquel niño que carga una fila de adobes en sus espaldas, pero la presencia de los niños en este documental no se reduce a su carga simbolizante. El documental investiga el impacto de la fuerza de trabajo infantil en el ciclo productivo y el significado que para una familia de sustrato campesino y católico tienen los hijos.

La niñez no aparece aislada de su contexto social; el maltrato infantil no ocurre en el vacío ni se le achaca a una degeneración biológica de las clases bajas. Hace parte de un engranaje de inequidad cuyos beneficiarios aparecen claramente denunciados.

Una de las secuencias más impactantes es la preparación de la primera comunión de la hija de los chircaleros, chircalera ella también, donde a pesar de la ternura en la mirada de los documentalistas quedan claro los componentes de alienación religiosa que hacen posible la situación.

SECUENCIA CHIRCALES

Rodríguez y Silva fueron, sin embargo, una excepción en un cine político que en su mayoría derivó hacia el panfleto superficial lleno de cifras, consignas e imágenes meramente ilustrativas. La ley de sobreprecio que se aprobó en los años 70 con la intención de favorecer la producción de cortometrajes nacionales y con la esperanza de crear las bases para una industria del largometraje hizo posible el incremento de este tipo de trabajos marcados por el miserabilismo y la ingenuidad política.

A finales de la década del 70 el estreno del largometraje Gamín estuvo en el centro de la atención por su éxito obtenido en escenarios internacionales, especialmente europeos, conmovidos ante la denuncia de las formas de vida, de violencia pero también de solidaridad, entre los niños de la calle en Bogotá. Filmada con una cámara distante y ascéptica, esta película de Ciro Durán nunca genera una impresión de empatía humana entre quien filma y dispone de los medios técnicos de la representación, y quien es filmado y expuesto ante la mirada de una cámara y un espectador impúdicos. Aunque la película trata de dar una explicación global de la niñez desamparada como resultado de un desequilibrio social de largo alcance, los instrumentos de análisis son toscos y la elaboración formal es cuestionable, a pesar de que, a fuerza de teleobjetivos, logre imágenes que desarman la sensibilidad del espectador. Pero en Gamín, los personajes infantiles se antojan intercambiables: si pones ancianos y dices lo mismo la película sería igual, lo que habla de su esquematismo y falta de matices.

SECUENCIA GAMÍN

La banalidad ética y estética de este tipo de documentales son el blanco de los ataques de Carlos Mayolo y Luis Ospina en Agarrando pueblo, un falso documental de 1978, entre cuyas virtudes está el haber introducido para siempre en el cine colombiano la discusión sobre la pornomiseria. Mayolo y su camarógrafo, interpretado por Eduardo Carvajal, pasean por Cali buscando ilustrar para un documental de producción europea las distintas formas de miseria de una ciudad del Tercer Mundo. Es la gran puesta en escena de la pobreza y el desamparo: locos, niños de la calle, familias hacinadas, ¿qué más de miseria hay?, pregunta Mayolo en su voraz cacería de imágenes impactantes para unos ojos europeos ávidos de dolor ajeno. Mayolo y Ospina cuestionan la relación entre quien filma y quienes son filmados, y la supuesta superioridad del primero sobre los segundos. No hay nada específico sobre la niñez en Agarrando pueblo salvo las imágenes sumarias robadas por un camarógrafo para quien todo tiene igual valor en su propósito de “denunciar” la miseria. Y donde todo da igual en realidad nada importa.

SECUENCIA AGARRANDO PUEBLO

LA EDAD ADULTA DEL LARGOMETRAJE
La combinación de influencias literarias, musicales y cinematográficas produjo esa visión distorsionada del mundo característica del grupo de Cali. El cine de terror, las novelas góticas, la salsa, la literatura de Vargas Llosa, la tradición oral y popular del Valle del Cauca, las obsesiones de Andrés Caicedo, entre otras, están presentes de una u otra manera en los largometrajes de Carlos Mayolo y Luis Ospina en los años 80, época de un notable incremento en la producción de cine nacional favorecido por el apoyo de Focine.

Tanto Pura sangre como Carne de tu carne se mueven entre la representación de la idiosincrasia vallecaucana y la crítica a sus clases altas acusadas de vampirismo y degradación moral, y el juego con la cinefilia; es decir entre el realismo crítico y el artificio cultural, y este último termina ganando. En Pura sangre un terrateniente de la oligarquía azucarera del Valle del Cauca necesita sangre joven y de su mismo sexo para sobrevivir a una extraña enfermedad. Sin embargo, de esta película de Luis Ospina se recuerda mucho más la perversión del personaje de Mayolo violando a los niños antes de desangrarlos y justificándolo con un billiwilderiano “Nadie es perfecto”, que la metáfora de una clase dirigente chupando las fuerzas vitales del pueblo, viviendo a expensas de él y creando chivos expiatorios como el monstruo de los mangones para aterrorizar a la población.

Asimismo, en Carne de tu carne, el incesto de los adolescentes y las fuerzas del mal que se desencadenan a partir de ese hecho se vuelven protagónicos frente a la mirada sutil pero corrosiva que en la primera parte de la película Mayolo dirige a su propia clase social: una oligarquía enajenada que añora a Laureano Gómez y considera sagradas la propiedad privada y la familia que la hace posible.

En estas películas de Ospina y Mayolo la niñez es a la vez víctima y heredera de la culpa de los padres. En Pura sangre, la sangre nueva de los niños es necesaria para que el sistema vital del anciano terrateniente mantenga su vigor y para que el mundo siga su marcha en un estricto equilibrio entre ricos que vampirizan y pobres que son vampirizados.

En Carne de tu carne, la corrupción moral de una familia de la misma oligarquía vallecaucana se concentra en el acto transgresor de sus jóvenes herederos, un acto que rompe el equilibrio momentáneamente. Pero este equilibrio no se rompe en el plano del realismo que sostenía la película hasta ese momento. Justo cuando las fuerzas del mal se desencadenan la película se torna llena de referencias al cine de género, deriva hacia un artificio tranquilizante para el espectador. De la crítica demoledora se pasa a un juego sin consecuencias cuyo horizonte ya no es el realismo social sino la cinefilia.

SECUENCIA CARNE DE TU CARNE

LOS NIÑOS SIN TIEMPO
El ciclo cinematográfico de Víctor Gaviria empieza en las fronteras de la tradición literaria antioqueña de figuras como Tomás Carrasquilla o Jesús del Corral y en la celebración de cierta picaresca paisa y termina en la tragedia de esa misma picaresca, quizá, pero adaptada al mundo de los rápidos flujos comerciales del crimen internacional, con un sustrato campesino y católico vigente aunque por completo transformado.

En Rodrigo D. Gaviria hizo visible por primera vez la existencia de unos jóvenes casi niños que en medio de su desconcierto vital asumían posiciones anárquicas y radicales en las que estaba en juego la propia vida. Si Ospina, Mayolo o Andrés Caicedo impugnaban su origen social en su búsqueda de desclasamiento, tal como lo hacen los personajes de Angelitos empantanados o los incestuosos protagonistas de Carne de tu carne, la relación de Gaviria con su cultura es distinta aunque no menos paradójica.

Víctor Gaviria nació entre las clases medias antioqueñas de tradición igualitaria y con una fuerte valoración del trabajo y el ahorro. Pero el director no puede disimular su fascinación cuando encuentra en las entrañas de esa misma cultura que lo formó, unos gestos de despilfarro e impugnación radical de los valores heredados. Los jóvenes de Gaviria son ahora jóvenes que viven por fuera del tiempo de las clases medias que es el tiempo medido y valioso de la productividad, enfocado hacia un futuro de reposo y estabilidad. Por el contrario, estos muchachos gastan su tiempo sin pudores y viven en el puro presente, resolviendo problemas urgentes y haciendo cruces que garantizan una satisfacción inmediata.

Eso ya era real en Rodrigo D. Pero en La vendedora de rosas Gaviria centra su interés en lo que significa, en este caso para un grupo de niños, vivir por fuera del tiempo de las costumbres y las rutinas familiares que un hogar garantiza. Mónica, el personaje protagonista de esta película, interpretado por Leidy Tabares, es quien busca afanosamente recomponer esa cohesión perdida, celebrar la Navidad y detener el río del tiempo en el instante mágico de la comunión familiar presidida por la abuela. Sabemos que no lo logra y que el río del tiempo se vuelve un río de sangre como lo mostrará unos años después Barbet Schroeder en su adaptación de La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo. Si bien en Gaviria no hay la nostalgia por el pasado perdido que sostiene la obra de Vallejo, ambos están hablando de la misma transformación social.

SECUENCIAS LA VENDEDORA DE ROSAS Y LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

EL CINE AHORA
El cine colombiano actual vive polaridades que no son nuevas para los largometrajes nacionales: realismo vs géneros, cine personal vs cine comercial, centro vs región. En cualquier caso, la relación del cine colombiano con la realidad del país es traumática y termina perneando de una u otra forma las decisiones sobre temas, locaciones, tipo de actores o énfasis narrativos.

Para la generación de Focine (pensemos además de los mencionados hasta ahora en Camila Loboguerrero, Pacho Norden y Lisandro Duque) enfrentar críticamente la realidad social y política del país era un imperativo categórico. Las nuevas generaciones se siguen planteando el dilema de hacer un cine trascendente en términos políticos también pero están mucho mejor dispuestas a hacer simples divertimentos, a jugar al género, a explorar la imagen por el puro placer estético. Por otra parte, la capacidad de la actual generación de comprender los hechos sociales de manera global y de tomar posición ante ellos, es mucho menor o por lo menos les genera mayor desconfianza y apatía.

La agenda de los largometrajes colombianos es, hoy por hoy, en su mayor parte, definida desde un punto de vista muy patriarcal, donde preocupan los grandes hechos sociales en su efecto más exterior o trasvasados al lenguaje y las convenciones del cine de género. El resultado es una muy poca atención a la infancia, a los dramas íntimos, al realismo de lo cotidiano. En eso como en otras cosas el cine colombiano le da la espalda a las grandes tendencias del cine contemporáneo, donde los personajes infantiles y su relación con el mundo adulto son determinantes para plantear el estado de las sociedades modernas, como bien lo sugiere el interés de este festival sin Fronteras. Para encontrar este tipo de miradas habría que detenerse en la ingente producción de cortometrajes donde sí hay abundantes enfoques sobre distintas facetas de la infancia. Pero no es a ese tipo de producción a la que está enfocada esta mirada que hoy les propongo.

Es evidente que hay niños en los largometrajes colombianos: sin ir muy lejos, El colombian dream es narrado por un aborto con voz de niño y son niños los protagonistas de la historia que dan vueltas alrededor de unas pepas de colores. Pero como en la ya mencionada Gamín, hubiesen podido ser adultos y nada habría cambiado para el esquematismo con el que son asumidos los personajes, marionetas de las alucinaciones y la soberbia del director Felipe Aljure. También es un niño el motor que mueve el relato en Cuando rompen las olas, de Ricardo Gabrielli, pero la infancia aquí está tan idealizada y el componente melodramático es tan excesivo que no es posible creer en ese niño edulcorado que cumple el sueño de la abuela; y finalmente también es una niña la protagonista de Juana tiene el pelo de oro, el personaje de Cepeda Samudio que ilustra un Caribe mítico pero que se queda a medio camino por las dificultades de realización que enfrentó el director Pacho Bottía y su equipo.

Me gustaría terminar este recorrido con tres películas recientes. En dos de ellas, los niños, más que personajes son de nuevo presencias acusatorias que declaran su condena a la sociedad colombiana. En La primera noche, de Luis Alberto Restrepo, dos desplazados llegan a Bogotá con un par de niños de brazos. La inmensa indiferencia de la gran urbe los recibe mientras el espectador se entera, en una narración paralela, de su pasado y las circunstancias que los trajeron hasta esta noche en una esquina bogotana. Pese al efectismo de la situación, el espectador, llevado sobretodo por la forma de la narración, va asumiendo una posición mucho más compleja respecto a lo que ocurre entre los dos personajes. Se entiende la violencia no como un hecho aislado que ocurre en un vacío histórico sino como una tupida red de inequidades con múltiples culpables y casi siempre las mismas víctimas, y se desliza sutilmente la inquietud sobre qué puede hacer una sociedad con los hijos de la guerra, una vez decretados oficialmente quienes son los ganadores y quienes los perdedores.

SECUENCIA LA PRIMERA NOCHE

En otro extremo respeto a La primera noche está una película como La historia del baúl rosado, de Libia Stella Gómez. El baúl del título contiene justamente el cadáver de una niña, en un hecho ampliamente documentado por el periodismo sensacionalista de los años 40. Si en el crimen se concentra buena parte de la morbidez de una sociedad, las víctimas infantiles le agregan morbo al morbo para la apoteosis del amarillismo. Por encima del discurso convencional del cine de género, Libia Stella introduce o quiere introducir una reflexión crítica sobre el papel de los medios en la configuración política del país. De esa manera justifica el anacronismo más evidente de la película, la presencia de la televisión en un relato que sucede en los años 40.

SECUENCIA LA HISTORIA DEL BAÚL ROSADO

Puede que el propósito de Libia Stella no se logre cabalmente y que el espectador no interiorice la preocupación de la directora por la culpabilidad de los medios, pero es indudable que los niños son manoseados por la gran prensa cuando se pone en el papel de liderar cruzadas a favor de la moral y la seguridad. Tanto en Estados Unidos como en Colombia, resulta políticamente muy efectivo hablar del futuro de nuestros hijos casi siempre con mensajes que favorecen una cultura del miedo por encima de una cultura de la libertad, y prender las alarmas frente a enemigos reales o ficticios, pero en cualquier caso sobredimensionados. Ya sea que hablemos del Gaitán de los años 40 o de los terroristas vestidos de civil de nuestros días.

El impacto de documentales televisivos como el realizado por Pirry acerca de Garavito, violador y asesino de niños, me recuerda la inversión de culpabilidades transmitida por otro periodista, el interpretado por Ramiro Arbeláez en Pura sangre, cuando denuncia al monstruo de los mangones como el responsable de la muerte de los anónimos niños caleños, mientras el responsable verdadero permanece en la impunidad. El periodista de RCN, ya sea que denuncie a Garavito, con la complicidad de este mismo o que les siga la pista a las niñas prostitutas de Cartagena en entrevistas que después se demostró que eran falsas, le mide el pulso cada domingo a la moral del país. Se toma el derecho de opinar por todos y nos tranquiliza semanalmente mostrando todos los males que ocurren a los otros. El horror del mundo en la seguridad del hogar.

Sobra concluir que la niñez ha sido derrotada. La infancia es aventura, exploración y asombro, inocencia confiada, todo lo que está prohibido en una cultura del miedo como la nuestra.

SECUENCIA LOS NIÑOS INVISIBLES