domingo, 7 de marzo de 2021

Lavaperros, de Carlos Moreno: "A veces la mierda ya no es metáfora"

Lavaperros, una película colombo-argentina, se estrenó este 5 de marzo en la plataforma Netflix.
Lavaperros, una coproducción colombo-argentina, se estrenó este 5 de marzo en la plataforma Netflix.


El prólogo de Lavaperros (Dir. Carlos Moreno, 2021) es una escena donde vemos un cara a cara entre Duverney y El Pecoso, dos mafiosos de Tulúa. Es una escena tensa, brillantemente resuelta, y que parece instalarnos en una atmósfera tarantinesca (del Tarantino de Reservoir Dogs), donde la violencia es más contada que mostrada: una violencia que, al volverse relato, propone ya una distancia frente a los actos. 

Sorpresivamente, el enfrentamiento entre los dos personajes termina con la muerte del Pecoso, partido en pedazos por un machete. No vemos el acto violento, es verdad, porque tan pronto el machete está a punto de caer sobre el cuerpo de su víctima, por corte directo vamos a un plano de patas de pollo partidas y ensangrentadas, y a otro de carne, que dan paso a los créditos, en los que se reconoce una de las marcas del cine de Carlos Moreno: una banda sonora que irrumpe en el material narrativo, que puntúa, espectaculariza, distrae.

De ahí en adelante la película es un inventario del horror: se suceden personajes y se tejen los hilos entre ellos, con un plot que recuerda en muchos aspectos al de Perro come perro (2006), también de Moreno. En Lavaperros, otra vez, el móvil que desencadena la tragedia es el dinero y lo que hacemos para conseguirlo o robarlo, y la película no escatima golpes en su deseo de mostrar una espiral de traiciones. 

La nueva película de Moreno tiene potencia y estilo visual, como todo el cine del director, y por momentos algún personaje se impone sobre el resto por una dolida individualidad (en especial Bobolitro, especie de mayordomo, o Rita —una suerte de conciencia burlona de este mundo dislocado—, la empleada de la casona cuasi gótica, de apariencia ruinosa, donde viven don Oscar —el gangster en caída—y su esposa Claudia). 

Aunque Lavaperros es, ante todo, una película coral, donde el sistema del crimen arrastra a sus personajes hacia un abismo: no vemos el ascenso o esplendor del mundo del crimen, como es habitual en el cine de gangsters, sino, desde el principio, el anuncio del descenso a los infiernos. Estos personajes están construidos con muy poca reflexividad en torno a las representaciones raciales, o de clase social y género (es casi una ironía que en el guion aparezcan los nombres de los escritores Pilar Quintana y Antonio García, a quienes escuché muy orondos, en un debate del programa radial Hora 20, proclamándose como muy atentos, al menos en su trabajo literario, a no caer en clichés machistas o patriarcales y acusando —García, sobre todo—a García Márquez y Sábato de haber sido poco cuidadosos en la creación de personajes femeninos).

La película, en cambio, es cuidadosa en la puesta en escena de una atmósfera y un universo. No estamos solo ante la debacle moral que exponen el género criminal o el film noir, sino frente a una auténtica distopía: un mundo de todos contra todos, apocalíptico. El clímax es la escena en una iglesia cristiana, a medio camino entre lo surreal y lo caricaturesco, donde el director logra contrabandear su gusto por una estética del absurdo, que ya había explorado en Todos tus muertos (2011), pero que un cine de mayores ambiciones comerciales como Lavaperros no toleraría como tono central del film. 

Si se ha de admitir lo anterior, si sería innoble negar el talento de Moreno y la manera como se siente a sus anchas representando estos mundos de mafiosos de mucha o poca monta (no hay que olvidar que él fue el principal director de Escobar, el patrón del mal), con sus esposas objeto y sus amantes prostitutas, o con sus ejércitos de vigilantes y matones (los "lavaperros" del título, según la jerarquía de la mafia), tampoco es posible, entonces, escamotear las inquietudes sobre esa "cosmética de la violencia" que al cine de Moreno le cuesta tanto moderar.

Hacer preguntas sobre ese devenir animal (salvaje) de los personajes no solo es legítimo, sino urgente. ¿Qué tipo de energías políticas se expresan, por ejemplo, en el corte a las patas de pollo que ya mencioné, o en esa música que todo lo llena, que sutura el malestar de la violencia? ¿Sigue siendo lo animal una analogía afortunada para enfrentarse al problema del mal? ¿Qué se satisface —y quién— con una escena tan perturbadora como aquella en la que Bobolitro se mezcla con los perros, como si perteneciera a su mundo y no al humano? ¿Qué tipo de supremacía o de inferioridad —de statu quo—se afirma en las configuraciones de lo monstruoso a las que se entrega la película? 

Podrían encontrarse razones, podría decirse que se trata de una estética y un estilo; pero esto último es justamente el centro del debate que esta película debería suscitar. No el mundo que representa (todo es representable), sino las decisiones que toma para hacerlo visible. Hablé arriba de la "cosmética de la violencia". Los términos nos devuelven a discusiones del comienzo del siglo XXI, cuando películas como Ciudad de Dios y Amores perros medraron en una estética donde las personas eran desechables, prescindibles o feas, en un cine pretendidamente bello. Esa disonancia era inquietante y molesta hace dos décadas, y lo es mucho más ahora. 

"A veces la mierda ya no es metáfora", se escucha en un tema musical que acompaña los créditos, interpretado por René Segura y Juanpordios. Quizá ese corte, por el que pasamos del asesinato de una persona a las partes de un animal desmembrado, es, más que un comentario crítico, la afirmación de un orden —naturalizado— de la violencia: esa inhumanidad, analizada por la antropóloga María Victoria Uribe, en la que para hacer del otro prescindible —matable— había que convertirlo en animal o animalizarse, y todo ese drama psíquico convertido por Lavaperros en folclor y postal, en fascinación por la degradación y la caída, en distribución de castigos supuestamente merecidos, donde el director y los —cuidadosos— guionistas fungen como dioses que deciden sin misericordia la suerte de sus despreciables criaturas. ¿Hay que pensar mucho para sostener la hipótesis de que un cine así sirve para justificar el mundo tal como es?

Para un país que busca, con el esfuerzo y los fracasos que ya sabemos, encontrar otras metáforas, nuevos tropos, otra retórica y un relato distinto para contar el horror, Lavaperros no puede ser entendida más que como una película conformista, cómoda al fin, por mucho que sea muy incómodo verla

Ver trailer:

https://www.youtube.com/watch?v=o1-o45sR29U