viernes, 29 de mayo de 2015

Gente de bien, de Franco Lolli: De lo que no se puede hablar...



En Colombia se hacen películas, y cada vez más. Pero en muy raras ocasiones ese voluntarismo, hoy en alza, cristaliza en programas fílmicos, es decir, en obras que manifiesten visiones únicas, intransferibles del mundo. En la obra de Franco Lolli, compuesta por dos cortos, Como todo el mundo (2007) y Rodri (2012), y el largometraje Gente de bien (2014), se insinúa un programa fílmico, una poética en la cual, la demanda de unos temas, unos personajes y un universo social se encuentra con un estilo, un correlato formal y un sustrato ideológico.

En la década de 1960 José María Arzuaga, un español, tuvo preciosas intuiciones sobre el hombre y los lugares colombianos, sobre nuestros cuerpos y gestos, sobre nuestra manera de ser. Las condiciones de la época no le permitieron hacer más que películas técnica y narrativamente malogradas como Pasado el meridianofracasos que lo condenaron a un temprano desprecio de sí mismo. En los años setenta y ochenta, Carlos Mayolo y Luis Ospina pasaron por encima de nuestra proverbial solemnidad e hicieron películas traviesas y mestizas donde lo popular y lo culto, el presente y la tradición, lo propio y lo extranjero lograban una poderosa y original síntesis. En los noventa, y en realidad desde antes, Víctor Gaviria atendió el llamado de la realidad y se sometió a su soberanía, recreándola en dos filmes que hoy sobreviven intactos y nos acusan con su mirada. Por esos mismos años y hasta no hace mucho, Oscar Campo hizo documentales personalísimos a los que hay que volver una y otra vez para entender la esquizofrenia social en que vivimos.

Franco Lolli va camino a pertenecer, con pleno derecho, a este grupo de pocos directores colombianos con un universo único decantado en una forma de expresión. Gente de bien no es solo una afortunada opera prima que no desvía nunca su camino en el propósito de mostrar cómo circulan y se desplazan los afectos entre sus tres personajes principales: un niño -Eric-, su padre -Gabriel-, un carpintero que no sabe cómo hacerse cargo de él y la mujer de clase alta -María Isabel- que los protege hasta involucrarse emocionalmente con el niño, en una relación que la expone a su vulnerabilidad. Es la consolidación de una manera de ver que ya en sus dos cortos, Como todo el mundo y Rodri, desprendía agudeza y seguridad. Lolli es una fuerza tranquila en el cine colombiano reciente. Sin ningún aspaviento o exceso, logra ser convincente con la sola capacidad de observar los signos de la realidad y dejar que su cámara los muestre.

Lo que no se puede decir es mejor mostrarlo

El tema del cine de Franco Lolli, hasta ahora, es todo aquello que no se puede decir o que habla en voz baja y entre susurros, con la fuerza de lo reprimido. Para ser más precisos, es la familia y sus rituales de cohesión y control, la amistad y sus inhibiciones, el mundo social y su sutil violencia, el momento -cercano a cualquier ser humano- en que algo se quiebra por dentro. Lo que los dos cortos y el largo muestran es cuánto duele el sentimiento de no pertenecer, de estar de más. De forma paradójica, aunque sus películas bordean y asedian aquello que no se puede decir, en ellas se habla hasta por los codos. Y Lolli, segurísimo de sus actores, logra de ellos un singular registro realista a través de diálogos en donde reposa toda la fuerza represiva de la cultura y la costumbre. Desde Gaviria no había en el cine colombiano un trabajo tan intenso en capacidad expresiva, con los actores y su oralidad. Lo que parece improvisado y natural debe ser el resultado de un trabajo obsesivo de dirección, de marcación. Son "efectos" que solo la confianza y el tiempo pueden conseguir.




Si nada importante se puede decir es porque todo un sistema de tabúes y sobreentendidos gobierna la vida social y condena las relaciones a la insinceridad. Entonces el cuerpo habla o el lenguaje balbucea. En las películas de Lolli hay un momento en que algo se transforma y se revela y en que el personaje accede a una especie de conocimiento. En Como todo el mundo, el adolescente que ha despreciado a su madre y se ha avergonzado de su precaria situación económica, regresa de la finca en Arbeláez donde ha estado con sus amigos. Juega sin propósito con una pelota en la sala de su casa, pero tan pronto su mamá llega, para un momento con el fin de hablar con ella y decirle: "Que pena". Es un diálogo banal que, sin embargo, muestra un arco completo de transformación dramática del personaje. De la negación o la revuelta contra su condición, a un principio de aceptación de su lugar en el mundo.

En Gente de bien sucede algo parecido. La narración es estrictamente lineal e incluso, como aún se le califica en algunos manuales, aristotélica, y el montaje puede pasar por "invisible", a pesar de la particular fragmentación de los planos y el volumen y posición que los cuerpos ocupan dentro de muchos de ellos. Nada nos distrae, estamos de lleno en la ilusión de realidad codificada por la representación. Sin embargo, la red de hechos y relaciones avanza despacio y pareciera que Lolli se excede en su dramaturgia de lo cotidiano. No podría ser de otra manera, pues su tema es precisamente ese: como el día a día va cercando a unos personajes. La vida no está hecha de grandes momentos sino de rutinas comprobatorias y devastadoras.

En el cine de Lolli nada está subrayado. Quizá porque le gusta hablar de clases medias y altas que emiten menos signos de identidad, o al menos no tan "ruidosos", como las clases populares. Pero incluso cuando su cine se "desplaza" como en Gente de bien a aquellos lugares de donde provienen Eric y su padre, la reconstrucción de ese mundo de la precariedad material carece por completo de exotismo. Lolli no hace turismo de clase como es habitual en nuestro cine. Y a la hora de hacer etnografía, una disciplina que parece crucial para las películas colombianas recientes, el director hace etnografía de lo que más conoce, de su propia clase social. Ahí está toda la diferencia. 

En Gente de bien hay varios momentos potentes en medio de una narración que avanza, en apariencia, sin grandes sobresaltos: cuando Eric, el pequeño protagonista canta y baila para su padre y se logra entre ellos una hermosa escena de intimidad familiar, el abrazo inesperado de Eric a María Isabel después de que esta "descubre" que le ha robado, y la escena muy al final en que la ilusión de pertenencia de Eric se rompe. Esta última ocurre en la piscina de la finca de Arbeláez a donde Eric ha llegado para pasar la navidad con María Luisa. En esta escena, de la cual no revelaré más detalles, de pronto la cámara altera más allá de lo habitual su punto de vista y se vuelve testigo de un momento de ruptura y transformación.

Gente de bien no es un película perfecta, pero en ella como en los cortos mencionados, se comenta y se prolonga lo mejor de nuestra tradición de arte realista. Un amigo llamó a Rodri una película pavesiana. Y estoy de acuerdo, pues todo lo que ella tiene para decir, y lo que tienen para decir Como todo el mundo y Gente de bien, como en Pavese, está en el estilo. En el transcurrir del tiempo y de los personajes dentro de él y en la manera como esa materia adquiere forma narrativa. Gente de bien tiene debilidades como el exceso de personajes secundarios muy superficialmente definidos y poco individualizados. Quizá Lolli los necesitaba como ese coro que comenta con sus miradas, murmullos y juicios la intensidad de lo que está pasando entre Eric, su padre y María Isabel. Incluso la hija de esta con sus reclamos a la madre por la manera en que ha llevado a su casa a vivir a un desconocido resulta caricaturesca. Pero eso es apenas un lunar en una obra que hay que celebrar por su elocuente capacidad de mostrar, de una manera única, un aspecto de nuestra manera de ser que pocos en un cine colombiano dedicado compulsivamente a hablar de los otros y por los otros, se habían atrevido a encarar.

Ver trailer:




domingo, 24 de mayo de 2015

Ciro, ¿por qué no te callas?



Instrucciones de uso: este texto no se debería leer sin haber leído antes la entrada publicada en este mismo blog el sábado 23, bajo el título: "El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra: el texto de la selva"



El autor

"El amazonas que ya no existe", titula El Espectador una nota publicada hoy a propósito de El abrazo de la serpiente, y reproducida de El País, de España:

http://www.elespectador.com/noticias/cultura/el-amazonas-ya-no-existe-articulo-562366

No solo es un titular categórico; es sobre todo irresponsable y hace eco a una profunda -y peligrosa- ignorancia cultural y política. Porque entonces la película aparece como el proyecto mesiánico que restituye una cultura desaparecida, lo cual, más que una ligereza, es una mentira monumental. El lenguaje mesiánico en relación con la película ha calado. Manuel Kalmanovitz dice, en su reseña de la película publicada hoy en Semana, que "la espera ha terminado". Aunque reconoce y registra antecedentes aislados de representaciones de la selva colombiana, el crítico de la revista más influyente del país no menciona ni de paso el amplio acervo e historicidad de las imágenes sobre esa región (fotografías, documentales, video ensayos y el propio cine y video producido por indígenas, entre otros acercamientos*). Esto, sin contar la simplificación implícita en reducir la región amazónica a Colombia cuando se trata de una frontera porosa, donde los límites nacionales son difusos o al menos puestos en crisis: 

http://www.semana.com/cultura/articulo/el-abrazo-de-la-serpiente-resena-de-manuel-kalmanovitz-g/428907-3

Con esta interpretación de la película como la "descubridora de la selva", favorecida por la frivolidad de los medios y de algún modo estimulada por las respuestas siempre políticamente correctas de Ciro Guerra, se niegan o se invisibilizan las luchas sociales y culturales de muchos años en el Amazonas colombiano que son las que en verdad han permitido restituir la memoria, reactivarla, tras el trauma que la película cuenta. Esa base de reivindicación identitaria (a pesar de la amenaza de la depredación capitalista y del desgano del Estado) ha hecho posible, entre otras cosas, El abrazo de la serpiente. Pero en vez de hacer entendible este proceso (o verse como su resultado),  la película puede contribuir a borrarlo. Es inaceptable que El abrazo de la serpiente sea presentada como el único repositorio de una cultura extinta o en proceso de estarlo, y a la que un blanco, Ciro Guerra, llega para salvar.

Esa lectura de la película es una grosera repetición de la narrativa colonial, y le da pleno sentido a una nota que publiqué ayer en Facebook. En ella transcribía un correo de Ángela Cardona**, que sentí que expresaba mucho mejor que mi artículo publicado en este mismo blog, un aspecto muy problemático de la película en su ambición de ser "el texto de la selva". A pesar de que el filme de Ciro Guerra historiza el encuentro entre culturas que se ha dado en el Amazonas, es también una película histórica tradicional, situada en una época. Por el contrario, muchos espectadores pueden llegar, a través de la película, a esencializar el Amazonas (el propio Ciro Guerra en sus entrevistas ha contribuido también a eso) y a asumir que el Amazonas de El abrazo de la serpiente es igual al actual, pasando por alto las varias capas históricas que la película muestra. En muchas de sus respuestas, Ciro reitera la idea de que el Amazonas es un depósito o una reserva de sabiduría y conocimiento e incita, quizá sin ser muy consciente de eso, al turismo espiritual, el mismo que hoy mueve millones. Pero el Amazonas existe también para sí mismo. Sin embargo, no he escuchado aún que Guerra reconozca las condiciones materiales de la existencia en esa región, lo concreto de la vida allí. Su Amazonas es una abstracción.

Este es el correo de Ángela:  "Anoche entre sueños pensé que la película tiene un mensaje muy peligroso, que es un mismo lugar común, histórico: hace ver esas culturas como extintas, solo míticas. Los que quedan aparecen como víctimas del encuentro con el blanco, empobrecidos, devastados, traumatizados, aculturados. Y por supuesto hace desaparecer todos los esfuerzos de resistencia pasiva y creativa de todos ellos. Y el ejercicio continuo de la memoria en sus tradiciones (que ya sabemos que no tienen que ser puras). Es injusta y muy parcial.

Sí hay lenguas, historias y tradiciones vivas en el Amazonas, por más que se hayan perdido muchas. Y hay cantos. Es muy peligroso que se piense que no las hay. Actualiza el argumento de siempre para ejercer la llamada violencia epistémica sobre ellos, una vez más. Además de las otras violencias. Un codiciado Amazonas biodiverso sin culturas ni memoria. Decir que no existen y que no tienen memoria es una enorme irresponsabilidad. Es una película muy para blancos. Ya entiendo por qué salí tan triste".




Sobre esto mismo, recomiendo leer el artículo "Un débil abrazo", del antropólogo e historiador Carlos Páramo, publicado en la última edición de la revista Elmalpensante.

http://www.elmalpensante.com/articulo/3315/un_debil_abrazo 

Creo que todas estas miradas restituyen a su vez el lugar de la película, no como un proyecto mesiánico y redentor sino como parte de un engranaje de hechos y de luchas, que han transformado al Amazonas y lo mantienen vivo, a pesar de las amenazas que se ciernen sobre sus múltiples culturas. También nos hacen pensar El abrazo de la serpiente dentro de la amalgama de textos que ha producido el Amazonas. Y por último, y quizá lo más importante, nos libran del entusiasmo y nacionalismo acrítico de artículos lamentables como el de Iván Gallo.

Tratar de entender la complejidad del "lugar de enunciación" de la película es la manera que, como espectadores, tenemos de hacerle justicia y de librarla de los peligrosos usos que de ella puede hacer el poder y la institucionalidad. Al fin y al cabo, ahora El abrazo de la serpiente "pasa a ser de la gente", como dice Ciro Guerra. Cuando se lee la nota completa de El Espectador, se encuentran frases con unos sentidos mucho más ambiguos a los que se desprenden de su titular:  Dice Ciro: “Es un Amazonas que ya perdimos, pero que en el cine vuelve a vivir”. “Es como si hubiéramos tenido que hacer una película en la luna. Todo, absolutamente todo, es ficción”Guerra tendría que explicar más y mejor cuál es el Amazonas que ya perdimos y cuál es el que existe ahora, darle densidad y volumen histórico a sus respuestas. 

Pero quizá los medios no son el lugar para hacer esa pedagogía, pues todo lo que diga correrá el riesgo de ser fragmentado o simplificado por periodistas irresponsables e incautos. Entonces podría callarse y dejar que la película hable por sí sola. (Pero eso nunca es posible: las obras culturales hablan en sus contextos de producción y recepción). Por cierto, miren arriba el malentendido que puede producir un titular amarillista.

* Ciro Guerra cae en una trampa parecida cuando afirma, en una entrevista con Felipe Salazar, periodista y realizador de Canal Capital: "En Colombia no tenemos una literatura amazónica, no tenemos un cine amazónico... Nuestra cultura se ha orientado más hacia el Caribe y hacia la región andina, y la Amazonía esta completamente excluida del discurso cultural nacional".

** Ángela Cardona es magister en literatura de la Universidad de Antioquia y se graduó con una tesis sobre literaturas indígenas del Amazonas.  



sábado, 23 de mayo de 2015

El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra: el texto de la selva

Nilbio Torres es Karamakate, en El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra.

Que la tercera película de Ciro Guerra, El abrazo de la serpiente, empiece otra vez en la cabeza y en las emociones del espectador cuando se prenden las luces de la sala y ruedan los créditos, no puede ser sino un mérito. En eso hay un indicio de que Guerra hizo una película compleja, pensada en cada detalle y que nos hace preguntas en la misma medida en que ofrece respuestas.

Lo primero que salta a la vista es la ambición de la película. El abrazo de la serpiente quiere ser "el texto de la selva", en su propósito de explicar, traducir, inventariar -como lo hacen los dos investigadores blancos que son sus protagonistas- una naturaleza descomunal, extraña y provocadora, pero se encuentra con algo mucho más problemático: "la selva como texto". Un texto vivo, móvil, en escritura permanente, hecho de imágenes y lenguas, de canciones y sueños, de experiencias y traumas.

La ambición es un tema que la propia película desarrolla, pues el encuentro de los hombres blancos con los indígenas está marcado por esa pregunta: ¿qué quieren unos de otros? ¿cuáles van a ser los "usos" de ese intercambio cultural? Como espectadores podemos sumar más interrogantes: desde dónde habla la película, cómo, sobre qué y para quién. Lo que me atrevo a sugerir en la idea de "texto de la selva" es que Guerra se propone que la selva y sus habitantes ingresen en el relato nacional, tengan su lugar en la narrativa central de Colombia. Esto es ambicioso y cuasi mesiánico, pero no se queda ahí; en ese gesto la película continúa una tradición fundadora de las narrativas americanas: la de las crónicas de viajes -y en este caso su derivación etnográfica y científica- que desde los tiempos del encuentro colonial hace varios siglos supusieron no solo el choque entre culturas sino una negociación entre realidad y fantasía, entre verdad y artificio, entre poder y conocimiento.


Ese encuentro y esa negociación, el encuentro y la negociación entre culturas que se escriben de formas distintas, difieren en sus cosmovisiones y tienen poderes asimétricos, son el tema central de la película; el mayor acierto de El abrazo de la serpiente es problematizar e historizar ese contacto, sustraerlo, por un momento, del mito, y traerlo a la razón, aunque sea para devolverlo al mito. La película tiene entonces unos dispositivos narrativos y una estructura que lucen como necesarios a esos propósitos y esa ambición. Los viajes al Amazonas del alemán Theodor Koch-Grünberg y del biólogo estadounidense Richard Evans Schultes, que inspiran la película y le ofrecen su columna vertebral, produjeron en su momento unos textos, se sirvieron de unas mediaciones (informantes nativos, traductores, entre otros) y generaron unas consecuencias: la principal de ellas fue la de inventar la selva, a la manera en que Hobsbawm hablaba de "inventar una tradición". El principal aporte que hace Ciro Guerra a esa invención de la tradición es pensar el papel del indígena en ese intercambio no como el de un simple sujeto pasivo de la historia. 

En ese sentido no parece descabellada la afirmación del director sobre que Karamakate, el indígena que acompaña ese doble viaje de los hombres blancos, es "tal vez el primer protagonista indígena del cine colombiano". Si bien antes de él existió, por ejemplo, Kapax del Amazonas, la presencia de este personaje en la película de Miguel Ángel Rincón (1982) correspondió al guion de su época, los años ochenta, donde el sentido de reivindicación cultural del indígena no pasaba por los desafíos -y logros- que hoy enfrenta.

La idea del viaje doble que es un solo viaje, del norteamericano que no puede soñar y que sigue los pasos del alemán, guiados ambos por el indígena que no puede recordar porque ha perdido el lugar en su cultura, no solo parece corresponder a una cierta mitología indígena -la del chullachaqui: el cuerpo vacío o el doble vacío-; también hace posible una puesta en abismo, una narración dentro de otra narración, que es indispensable para el encuentro de la selva como texto. El desarrollo de esta noción es el punto de vista de la película.

Escrituras y re-escrituras de la historia

Contrario a una idea de naturaleza salvaje y por fuera de la historia, la película muestra una naturaleza ampliamente intervenida, escrita y re-escrita. Esa escritura no es solo una metáfora ni se reduce a uno de los resultados que produjo -y sigue produciendo- el encuentro colonial: los textos. La inscripción se da en muchos niveles y la película se cuida de mostrarlos: los árboles están marcados para facilitar la extracción del caucho, los cuerpos de los indígenas quedan marcados por la violencia, en algunos casos hasta la mutilación como se ve en el indígena "amputado" como consecuencia de la explotación de los peruanos -el tristemente célebre episodio de Casa Arana-, el Estado marca la selva con inscripciones oficiales que nombran territorios (La Chorrera) o interpretan la historia (la placa "firmada" por el presidente Rafael Reyes); y a su vez los indígenas marcan-dibujan las piedras, marcan-dibujan los cuerpos. Los blancos escriben, los indígenas narran, sueñan y cantan. Los discursos se enfrentan, las lenguas se olvidan, se proscriben y reaparecen, los mitos se actualizan y se multiplican.




En esa complejidad que le da a la selva un lugar en la historia, que siempre es un relato y una escritura, la película tiene sus mayores logros, pero también sus más visibles debilidades. Ciro Guerra quiere hacer la historia de la selva, pero por momentos se pierde en una pulsión pedagógica y enciclopédica. Entre las muchas extrañezas y perplejidades que la película produce, la principal es la de la enumeración. En la intención de inventariar mitos y tradiciones, de sumar capas, de hablar de la explotación cauchera, de las misiones y los misioneros capuchinos, de los encuentros y desencuentros de viajeros de distintos tiempos, se sacrifica profundidad y desarrollo. Algunas transformaciones de los personajes se muestran de forma simple y sumaria, los sueños y las canciones no siempre alcanzan carácter y entidad y se corre el riesgo de que entre tantos mitos y relatos, ninguno de ellos se imponga e individualice. 

Frente a semejante selva de símbolos la única opción de la conciencia parece el delirio y la alucinación. Ese delirio, que es un tropos para hablar de la selva y que aparece en las sagas literarias y cinematográficas desde La Vorágine hasta Vargas Llosa, y desde Glauber Rocha hasta Werner Herzog, El abrazo de la serpiente lo encuentra de forma necesaria y natural, por ejemplo en el episodio del (falso) Mesías, pero no lo asume hasta sus últimas consecuencias ni lo integra "suficientemente" a la narrativa y el estilo de la película. En lo personal, lamento esa decisión.

Ciro Guerra quiere contar otras cosas y llegar a otras soluciones; como en Los viajes del viento, le interesa hablar de la transmisión del conocimiento y proponer el "retorno del mito" como solución a la crisis de sus personajes y, me atrevo a decir, a la crisis de nuestra sociedad. El mito condensa en una extraordinaria unidad de sentido lo que por fuera de él es disperso, enciclopédico. El mito también es una pedagogía y parece claro, no solo en la película sino en las entrevistas y en su posición frente a la obra, que Ciro Guerra quiere ser un pedagogo y que habla desde ese lugar. Lo hizo en La sombra del caminante (2005) proponiendo una salida, desde el cara a cara entre una víctima y un victimario, al largo conflicto colombiano, es decir, haciendo una pedagogía de la reconciliación. Lo hizo en Los viajes del viento (2009), y lo vuelve a repetir en El abrazo de la serpiente, en torno a las ideas de tradición y transmisión. 

Que esa transmisión ocurra de indígena a blanco es una decisión muy perturbadora de la película, pues sugiere cosas muy ambivalentes. Por un lado la repetición de la narrativa del indígena salvado por el blanco, pero quizá algo mucho más complejo: un sentido de desesperación histórica de los pueblos indígenas ante la inminencia de su desaparición que hay que entender como situado en la época en que ocurre la película, la de unos intercambios estratégicos entre indígenas y blancos, pero que no corresponde a la situación actual, donde hay otro tipo de empoderamiento político-cultural indígena que no excluye nuevas formas de colonización y relación entre los dos mundos que pasan por la afirmación identitaria, el neoecologismo, el neorromanticismo y la depredación capitalista.

La pedagogía también entraña una voluntad de traducción y divulgación: en principio para nosotros los colombianos, y como consecuencia para públicos extranjeros. O tal vez al contrario. (Pero eso pertenece a la recepción de la película, a los premios que ha obtenido y obtendrá, y de eso se ha hablado en otros momentos). Ojalá esa vocación de hacer textos pedagógicos sobre los que con frecuencia está suspendida la amenaza de la simplificación siempre esté acompañada, como en este caso, de la humildad para reconocer los textos mayores o matrices, la tradición en la que estos textos nuevos se integran,  y los límites que nos imponen. 

Quisiera ser muy claro sobre esto último: la selva amazónica ha producido infinidad de textos y escrituras, entre ellos esta película. No hay que caer en la trampa de ver El abrazo de la serpiente como un descubrimiento de la selva ni hacerle el juego a quienes suponen que el cine en particular, y el conocimiento en general, tiene un papel redentor. Eso sería demagogia mayúscula, y sabemos muy bien quiénes lo aprovecharían. La película de Ciro Guerra es un texto entre textos, un intertexto, una imagen que está hecha de imágenes previas y que reaparecerá en imágenes futuras. 

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domingo, 3 de mayo de 2015

De un tweet, de una película y de unos nuevos dioses



La sorpresa que (me) causa leer este tweet del documentalista, teórico y ex director del BAFICI Sergio Wolf, tiene algo de primitivo y se podría resumir en una pregunta de macho de cantina, de esas que abundan en Colombia (las preguntas, los machos y las cantinas). ¿Quién es usted para venir a resumir la historia del cine colombiano de las últimas décadas en una afirmación de menos de 140 caracteres? Pregunta torpe y que, sin duda, no lleva muy lejos. Porque ella revelaría la ansiedad y la conciencia de una relación asimétrica. Lo cierto es que, más allá de que cualquiera puede decir lo que se le pase por el magín, en ejercicio de la ilusión de libertad que dan los medios y las redes sociales, Wolf tiene una autoridad especial para que, aquello que diga, esté investido de aura, parezca una revelación. Además, su vínculo con el cine colombiano reciente es incontestable. En sus funciones de programador, jurado de convocatorias o simple espectador ha tenido un acercamiento privilegiado a las películas colombianas y ha intervenido (dándoles un lugar de visibilidad en el BAFICI) en el destino de algunas de ellas, como Agarrando pueblo y Pepos, esta última la extraña obsesión de Augusto Bernal Jiménez, una película "interesante", sobrevalorada hasta el delirio por el director de la Escuela Black Maria y lamentablemente secuestrada en su circulación por el propio director, Jorge Aldana. Precisamente como documentalista, teórico y ex director del BAFICI, Wolf ha reunido en torno a sí mismo el capital simbólico suficiente para permitirse no explicar lo que dice, para hablar en el vacío, un vacío que le corresponde llenar a sus oyentes, nosotros. Aquí haré un intento de penetrar en ese misterio.

Voy a empezar por aclarar que quizá hablaré de colegas y que, seguramente usaré argumentos ad hominem. Es incómodo tener que explicar que hay una larga tradición de estos usos retóricos, pero lo considero necesario en esta época tan aburridamente aséptica y políticamente correcta. Y hablaré de críticos porque lo que creo que revela el "provocador" tweet de Wolf, antes que nada, es la certeza de su oficio que algunos de ellos han reunido, la conciencia de su poder. Y toda exhibición de poder es, por principio, de mal gusto.

El poder de los críticos se ejerce en franjas muy acotadas y precisas del amplio campo de batalla que es el cine. Con las grandes películas de la industria, los llamados blockbusters, es mínimo lo que el crítico puede hacer: triunfarán o fracasarán, por encima de sus gritos en el desierto. Su poder (siempre debería leerse nuestro poder), entonces, se desplaza y se reduce, a los cines otros: los cines nacionales y sus luchas ingentes por ganar visibilidad, las películas que se mueven en ese dispositivo que se puede nombrar como "cine de autor", los cines de bajo presupuesto y que voluntariamente se ubican en algún margen. De cara a estos cines el crítico, quiero decir ciertos críticos, tienen garantizada una influencia que repara simbólicamente todo lo que se ha perdido en el camino. La principal devaluación que ha sufrido "el crítico" es la reducción de su presencia en los medios tradicionales, donde bien que mal, desempañaba un rol en el juego de "informar", darle forma a la opinión pública, fungiendo como un representante del oficio que Albert Camus llamó el mas bello del mundo. El periodismo, al menos idealmente, levanta un cortafuegos que separa al periodista de los intereses administrativos e institucionales, y de las fuentes, para proteger su independencia con respecto a ellas. El periodismo también supone la responsabilidad sobre lo que se dice, porque está en juego la credibilidad, el bien mayor del periodista, así que incluso las provocaciones deben estar sujetas a los hechos y no corresponder a invenciones o intereses específicos.

"El crítico", pues, ha sabido reinventarse migrando su voz hacia  medios no tradicionales y escampándose laboralmente en una variedad de oficios que, de forma inevitable, llevan a conflictos de intereses, porque aniquilan de tajo el cortafuegos y lo ponen en una relación inseparable con los representantes de la industria y el mercado, por un lado, y con los creadores por otro. Hoy ese crítico aparece como programador de salas y de festivales, como curador de museos, franjas televisivas y colecciones audiovisuales, como escritor de catálogos y jurado. Se objetará que, de algún modo, siempre fue así. Y es cierto. Lo que ha cambiado es, precisamente, la manera en la que circulan ciertas imágenes, determinadas contenidos audiovisuales definidos por su renuencia o su dificultad para incorporarse al mainstream.


Días extraños, de Sebastián Quebrada, seleccionada en la competencia internacional del 17o BAFICI.

Es en este contexto que intento explicar(me) el sentido de la ampulosa declaración tuiteada de Sergio Wolf. Días extraños es, hay que decirlo de una vez por todas, antes de ser de nuevo malentendido, una película impetuosa y refrescante, una opera prima en la que parece haberse sedimentado la gran presencia de estudiantes colombianos en Buenos Aires y, en general, en Argentina, logrando "unidad y solidez" como aquella hojarasca del famoso prólogo de García Márquez, e incorporándose a ese suelo fértil que es el cine argentino. Lo que ya venía anunciándose en cortometrajes como Soy tan feliz de Vladimir Durán o en la radical obra de Felipe Guerrero, llega en Días extraños a un insólito vigor. La película de Sebastián Quebrada es cine hecho en sus propias condiciones, con bajo presupuesto e independencia creativa. Y con los problemas asociados a sus condiciones de producción. Es una película humana, demasiado humana. No ese ovni venido de una galaxia extraterrestre como lo sugiere el tweet de Wolf. No voy a hablar aquí más de la película, pues análisis más puntuales de ella se harán en futuras entradas de este blog, solo quisiera celebrar la manera como ella nos obliga a repensar lo que sería hoy el cine colombiano, sus márgenes, límites y fronteras. 



Soy tan feliz, cortometraje del colombiano Vladimir Durán.
Porque por mucho que se aspire a que las películas circulen por el mundo sin adjetivos, estamos lejos de esa asepsia. Días extraños siempre será la película de unos estudiantes "colombianos" en Buenos Aires, sobre una pareja "colombiana" que, al contrario del cine "colombiano" asexuado, está atravesada por el erotismo y sus consecuencias: el vacío, los celos, la muerte. Su posición excéntrica en relación con Buenos Aires, se juzgará como una mirada extranjera sobre la que hay que ejercer cierta forma de condescendencia y paternalismo (sur-sur para seguir en el insoslayable juego geopolítico). Buenos Aires, en algunos cosas, todavía vive del sueño de ser el París del sur.

Wolf decide entonces fungir como ese padre y, a la manera de un situacionista del sur, hacer un gesto en torno a Días extraños e "intervenir" en el destino de la película. Como no es periodista decide pasar por alto que las opiniones deben corresponder a hechos o al menos argumentarse. Su gesto, de calculada arrogancia, no necesita descender al barro de las explicaciones. Los dioses se revelan en la zarza ardiente y cuando van a decir algo dicen "soy el que soy". Y los fieles... que se piren. 

Quisiera solo llamar la atención sobre los peligros de esa concentración de poder. En los "campos de batalla" en los que hoy reaparece el crítico, así festivales como salas especializadas, catálogos de colecciones o revistas de nicho, encuestas y listas (donde por cierto no hay que argumentar nada), premios y convocatorias, ocurren humanos, demasiado humanos mecanismos de inclusión y exclusión. Puede ocurrir que un mismo crítico promueva una misma película en estos muchos frentes: uno a varios festivales nacionales e internacionales en los que coincide como programador, una sala de arte y ensayo donde es asesor, un pack de video para el cual él escoge la película y escribe su entrada, un medio especializado que le sirve de campana de resonancia a su gusto o, en el peor de los casos, a su prejuicio, unos premios donde es jurado, etc., etc. (un prestigioso crítico presente en el FICCI de este año objetaba la presencia de Cord, de Pablo González, en la competencia colombiana bajo el argumento de que era una película de ciencia ficción). Puede ocurrir también, que ese mismo crítico obstruya con violencia otra película, condenándola, probablemente, a un injustificado olvido. Estas películas, generalmente esforzadas y pequeñas, independientes y de bajo presupuesto, viven o mueren bajo el abrazo de estos nuevos dioses. A lo que estamos abocados es a una peligrosa homologación del gusto cinéfilo bajo el amparo de los nuevos rectores de ese gusto: los críticos-programadores-curadores-jurados. La "Internacional Cinéfila", iniciativa de Roger Koza, es un buen parámetro de esta homologación. Por un lado, conmueve el interés por promover otros cines, por otro lado es preocupante la forma como entra en el mecanismo de los prejuicios y las exclusiones, de los imperativos y los deber-ser.



Este poder del crítico no es pues una invención paranoica, sino un hecho verificable. Lo que queda a mano es lo de siempre: atención, crítica permanente de cualquier forma de poder, reconocimiento racional de los hechos, sospecha sobre cualquier  forma de pensamiento teológico, autocrítica en los casos en los que uno mismo esté inserto en estas lógicas, quizá un poco de humor. Ayer publiqué yo mismo un tweet que intentaba caricaturizar la intervención de Wolf, entrando a saco en una tradición cinematográfica ajena, cacheteando y descabezando, a la topa tolondra, lo que hubiera al paso: décadas de películas buenas y malas que no merecían ser despachadas de forma tan sumaria.




Por supuesto era un tweet ridículo o, donde al menos, eran palmarias las asimetrías que sobreviven en las redes sociales a pesar de su promesa de igualdad democrática. Hay ciertos lugares desde los que se puede hablar generando sentido. Hay otros desde los que se puede hablar, respirando resentimiento. Hay países, capitales y tradiciones desiguales. En el primer caso estaba Wolf, en el segundo yo. En esta liturgia del cine -o en sus exequias como las llamó Oscar Cuervo en el blog La otra- sobrevive la cuidadosa distribución de sacerdotes que ofician el ritual y fieles que asisten embelesados:



Estaría bien abrir la ventana y que entre un poco de aire.