martes, 29 de octubre de 2013

Cazando luciérnagas: el lenguaje de los márgenes

En la década de 1990, la corriente dominante del cine latinoamericano tuvo como uno de sus sellos las historias urbanas. Las películas de esos años filmaron la ciudad, con sus promesas incumplidas y sus amplios márgenes segregados. El fracaso de las naciones latinoamericanas, que se sentía tan vivamente por entonces, se concretaba de forma palmaria en ese organismo anómalo y enfermo que era -y es- la ciudad. Incluso películas en el cruce de dos décadas -los noventa y el nuevo siglo- como Amores perros o Ciudad de Dios, arrastraban sedimentos de esa corriente anterior y al mismo tiempo fueron su canto de cisne.


Valentina Abril y Marlon Moreno.
En los últimos años, sin embargo, muchos films de la región sienten el impulso de mostrar lo rural, el paisaje natural, las formas de vida ajenas a los flujos urbanos o metropolitanos. El cine colombiano, que en la anterior década aportó al "género urbano" títulos emblemáticos como Rodrigo D. o La vendedora de rosas (ambas de Víctor Gaviria), en este nuevo siglo también ha terciado en la vocación por lo campesino. Películas como El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia), La Sirga (William Vega), Los viajes del viento (Ciro Guerra) y otras de próximo estreno como Nacimiento (Martín Mejía) y El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra), además de una gran variedad de cortos, son prueba de que, a pesar del aislamiento del cine colombiano, hemos ido encontrando la manera de ser parte de esta tendencia.

En el caso colombiano, ese ejercicio de "mostrar el paisaje" es, si se quiere, más complejo que en otras cinematografías. En primer lugar por el peso que tiene en nuestro cine la referencialidad, el caracter del cine como índice y registro, o para decirlo a secas, la tendencia a unir la realidad y su representación en un todo indiferenciado. Por otro lado, y seguramente en relación con lo anterior, por el peso de la historia reciente del conflicto que ha dejado una huella diferenciada y dolorosa en los campos colombianos, en el paisaje y las gentes que lo habitan.

Cazando luciérnagas, el largometraje de ficción de Roberto Flores Prieto (Heridas), se inscribe, problemáticamente, en esa naciente tradición. Se trata de un argumento en torno a dos personajes de cara a un paisaje al mismo tiempo bello y hostil: un lugar de explotación salina al cuidado de un hombre que está en fuga de algo que lentamente vamos intuyendo. La relación de la adolescente que llega al sitio, con el cuidador, se revela de a poco: con parcos diálogos y gracias a la insistencia de la joven, el rompecabezas se va armando. 

La película rehúye grandes picos emocionales y dramáticos, lo que resulta a fin de cuestas su apuesta más arriesgada y la que la mantiene, en buena parte, al borde de la instrascendencia y el vacío. Pero la intención de inventar un lenguaje, muy ajeno al cine colombiano, un idioma de gestos cotidianos y tiempos del presentimiento y la intuición, hace que, por lo menos esta vez, la película despierte mi solidaridad y empatía.

Los problemas que arrastra esta sugerente propuesta realizada a partir de un cuento del guionista y escritor Carlos Franco, el mismo de El faro (Pacho Bottía) y Edificio Royal (Ivan Wild), son más de puesta en escena y de decisiones de dirección. Por ejemplo la obstinación en mostrar bellamente el paisaje, estetizándolo en algunos casos hasta convertirlo en postal. Y la lamentable escogencia de Marlon Moreno como protagonista. El registro de este famoso actor es tan parco en recursos (y no se trata del estancamiento emocional del personaje), que la película en sus manos amenaza irse por un desbarrancadero sin fondo. Y se trata a fin de cuentas de una película de personajes y de sus transformaciones. Para quienes lo vimos y lo admiramos en Perro come perro (Carlos Moreno), es difícil creer la manera como después de este logrado papel, Marlon Moreno no ha hecho más que repetirse de película en película, o de novela en serie. En contraste, su coprotagonista, Valentina Abril, luce fresca y vital.  

Pero antes me aventuré a calificar como problemática la adhesión de Cazando luciérnagas al cine rural y del paisaje. Y es que por lo general, este tipo de películas han sido, como algunas apuestas del argentino Lisandro Alonso o el chileno José Luis Torres Leiva, mucho más radicales, menos dispuestas a establecer compromisos con las demandas de la industria (como la inclusión de actores famosos) o las comodidades del espectador (como la tendencia a exotizar). En el caso de Cazando luciérnagas los riesgos que se asumen son altos; no obstante los modera la timidez. Como si tras matar al tigre se hubiesen asustado con su piel.

Ver trailer:

viernes, 11 de octubre de 2013

Amores peligrosos, o el manual para un cine traqueto

Y las madres, esposas y novias, las hermanas y las tías, la prima lejana y pobre, qué hacían mientras "sus" hombres acumulaban inciertos y fabulosos capitales, mientras llovía la plata como del cielo, mientras los costosos y extravagantes regalos iban y venían. Todos sospechamos qué. Y el cine, la literatura y la televisión, de a poco, han ido creando una representación de esa subcultura de la mujer dentro de la subcultura de la mafía en Colombia. Muñecas y burras, zungas y putas, zorras y perras. En la sola manera de nombrarlas se concreta de forma precisa y cruel la misoginia nacional o esa "axiología de la agresión" que empieza en el lenguaje y termina en los hechos.

Juanita Arias, la Sofía de Amores peligrosos. Foto: Christian Velásquez.
El propio Antonio Dorado, en El Rey (2004), que hoy tenemos que mirar como la primera parte de una trilogía sobre el narcotráfico en Cali y el Valle, había creado un personaje femenino fuerte y conmovedor, interpretado por Cristina Umaña. Con esos antecedentes y con la garantía que uno cree que supone tener en los créditos al escritor Umberto Valverde (1), quien conoce como pocos el mundo popular y la mafía en Cali, no eran pocas las expectativas frente a Amores peligrosos.

Y entonces arranca la película, muy arriba, como para advertirle al desprevenido espectador que esto no es cosa de niñas. De un incierto tiempo narrativo pasamos al presente del relato, con una Sofía agobiada por un inestable "profesor" de filosofía que está enamorado de ella, mientras ella quiere exprimir la vida al máximo entre las fiestas y el sexo; pareciera que la entrañabale heroina de Qué viva la música hubiese encarnado en la recta final de los ochenta dispuesta a completar su tarea de autoaniquilación. El contraste entre la cansada razón representada por el profesor y el éxtasis de la pura acción de estos "empresarios", se hace evidente, con la carga de autodesprecio que conlleva si uno se pone en el lugar desde el que narran Dorado y Valverde (es el intelectual fascinado con su sombra).

Y empieza también el didactismo. El ascenso y caída de Sofía (Juanita Arias) en las garras de la mafía a la que llega a través de un extranjero que la pretende y la introduce en el mundo de los nuevos dueños del poder mafioso, representado por una elegante pareja (Marlon Moreno y Kathy Sáenz), se nos cuenta en una espiral arrebatada que escasamente permite el desarrollo de personajes o la elaboración de algún tipo de reflexividad sobre lo que se está mostrando. Es adrenalina pura, por mucho que veamos a Sofía llorar soprendida por la violencia de este mundo del que sin embargo nunca quiere irse, al que se entrega con la docilidad de un animal sedado de camino al matadero.

Y no paran los lugares comunes. La reiterada y finalmente hueca metáfora de las ratas que tienen el poder de aparacer aquí y alla. Las canciones de salsa que todos nos sabemos. Los sitios de Cali de más fácil reconocimiento (no faltó ni el Teatro Municipal ni la asistencia de los personajes a él en una muestra palmaria de la evidencia de las citas cinéfilas). Los hechos históricos transmitidos por la televisión. La imposibilidad de dejar nada fuera de cuadro, salvo lo que importa (los resortes internos de este mundo, su trágica inevitabilidad). El apego al aspecto más exterior de géneros como el noir o los gángsters. La explícita referencia a La peste de Albert Camus, con su carga sobre la ciudad.Y, de adobo, las fantasías más elementales de un director y un guionista para darle forma y narratividad a un mundo que uno supone que conocen desde adentro. Entre estas el escarceo erótico entre Sofía y la esposa de Marlon Moreno. Una pura fantasía heterosexual. 

Amores peligrosos está lastrada por la falta de compromiso de un equipo con las necesidades de una historia, por la peligrosa tendencia que tiene el cine comercial colombiano a negociarlo todo, a venderle su alma al diablo. El propio Dorado le confiesa a Oswaldo Osorio, en una entrevista publicada en el boletín de www.cinefagos.net de esta semana.: "en el caso de El Rey me rodee de actores que tenían presencia en la televisión, y en esta sabía que necesitaba eso también, pero igualmente quería arriesgar con nuevos protagonistas. Entonces el asunto era concertar, pues necesito los nombres del star system de la televisión, porque es el universo del que tiene el gran público en Colombia (y por fortuna la película sale en un momento en que tanto Marlon Moreno como Kathy Sáenz tienen un lugar importante en la memoria del público)" (2).

Y así, el segundo largo de ficción de Dorado distribuye los imaginarios más simplistas sobre el mundo de la mafia y sus tentáculos. Por ejemplo, cuando el personaje de Kathy Sáenz le muestra su casa a Sofía, hay una penosa exhibición del mal gusto de los mafiosos, pero que es en todo extendidble al mal gusto con que se narra ese mundo. Hay aquí una simetría con El cartel de los sapos y su ostentación de las marcas de una gran producción. En aquella ocasión respecto al filme dirigido por Carlos Moreno, escribí que no era solo una película sobre mafiosos sino una película mafiosa. 

En términos de producción, Amores peligrosos es más modesta que la citada antecesora, pero hay una ansiedad notoria por hacerse entender. Y lo más probable es que esa compulsión aleje al espectador que ya entiende sin lograr captar al que no. La pregunta es qué tanto esta película, concebida como parte de un ambicioso tríptico cinematográfico, no termina reiterando la mirada que la televisión ha codificado sobre estos temas y personajes, con la ventaja a favor de la televisión de que esta la podemos ver en la comodidad de la casa, y sin pagar una boleta. 

Que nadie se queje entonces de que el público, en su sabiduría, le dé la espalda.

Como si no faltaran motivos para salir decepcionado de esta esperada película, el epílogo nos reserva un asombro final. La dedicatoria del filme "a Sofía y todas aquellas mujeres que sobrevivieron a la oscuridad". ¿Se supone entonces que la protagonista, que con sus decisiones contribuye a dejar un rastro de sangre, es un modelo a seguir? Viniendo de una película de hombres este gesto no puede entenderse más que como un remache de insulso paternalismo. 

Notas:

(1). Valverde participa en el guión de Amores peligrosos que a su vez se basa en un relato suyo, "La dura".
(2). Ver: http://www.cinefagos.net/

Ver trailer: