domingo, 24 de octubre de 2010

La desazón de los premios Macondo

Tanto los jurados internacionales como la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas han desconocido el valor de una película como El vuelco del cangrejo (coherente como propuesta estética, sin cabos sueltos en su narración pero a la vez audaz, desafiante con el público y políticamente inteligente) en la reciente entrega de los Premios Macondo.

En el caso de la Academia se cumple la lógica de una premiación industrial y estandarizada, que suele reemplazar los "favoritismos repelentes" por criterios políticos y de compensación, donde todos tienen un poquito del ponqué pero siempre resulta previsible quien se lleva la mejor parte.

Más decepcionante es el comportamiento de los jurados internacionales (Claudia Llosa, Manuel Pérez Estremera y Diego Dubcovsky), que premian una película como Retratos en un mar de mentiras con el Premio Nacional de Largometraje. Retratos es una película que grita, en donde  El vuelco del cangrejo apenas susurra.

La opera prima de Carlos "El Negro" Gaviria estalla por doquier en lugares comunes, en chistes fáciles, en una representación esquemática de buenos y malos que simplifica la complejidad del conflicto colombiano que le sirve de tema. Tiene virtudes pero son avasalladas por las concesiones: al público, al espectador extranjero, al artista en su papel de juez.

Probablemente en la mirada al cine colombiano, los espectadores extranjeros aún se muevan en unos pocos tópicos esencialistas sobre lo que somos como país, que Retratos en un mar de mentiras satisface plenamente.Entretanto los espectadores colombianos, quizá buscan afanosamente un cine que los aleje de una cuadrícula para situarse en otra. Los viajes del viento es una película con interés cinematográfico, pero demasiado fría y calculada, una película transicional antes de tiempo. Es entendible que la Academia colombiana la premie, como reflejo de un país que quiere salir de su historia reciente sin asumir las consecuencias.

Ver la lista de premiados y otras notas sobre los Macondo y el cine colombiano en:

http://bogota.vive.in/cine/bogota/articulos_cine/octubre2010/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR_VIVEIN-8172721.html

martes, 19 de octubre de 2010

Benditas estadísticas

En el siguiente link, tomado de la página de Proimágenes en Movimiento, se puede hacer un seguimiento de la asistencia a cine colombiano en los últimos años.

http://www.pantallacolombia.com/secciones/cine_colombiano/estadisticas/espectadores.php#

Estas solas cifras, más el informe de Fedesarrollo del que EL TIEMPO publicó ayer 19 de octubre unos fragmentos, demuestran que los números del cine colombiano son alarmantes, que el cine nacional no se nos creció, que al contrario se está contrayendo.

http://www.eltiempo.com/entretenimiento/cine/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-8147220.html

No hay 190.000 espectadores en promedio para las películas colombianas salvo si se retuerce la estadística y se le pide una ayuda benefactora a los años gloriosos (2006 ó 2007). El año pasado, al contrario, el promedio fue de 40.000 espectadores con una recuperación bajísima. "¿Hacia dónde desapareció este público masivo, que nos auguraba un futuro promisorio y seguro?", se sigue preguntando Víctor Gaviria en el catálogo del Festival de Cine Colombiano (Medellín, 2010).

Una falacia más, que algunos me han expuesto amigablemente, es comparar los estrenos nacionales con los extranjeros, que en su mayoría tampoco superan las 50 mil boletas vendidas; mientras para los estrenos nacionales el mercado local es fuente casi que única de su recuperación económica y de su retorno de inversión, para los estrenos extranjeros la taquilla en Colombia es accesoria.

¿La alternativa es hacer cine industrial como lo sugiere FEDESARROLLO, con historias universales y reconocidas (sic), actores famosos y publicidad en canales de televisión? En esa opción hay el riesgo de llevarse por delante no sólo a las películas industriales sino a todas las demás. La alternativa -si no la solución, que sería pretencioso decirlo-, aunque resulte incómoda, pasa por moderar los costos, las expectivas de asistencia en un mercado estacionario y la dimensión de los estrenos.

Porque todos en Colombia (cine de autor y comercial por igual) quieren estrenar con promedios de 25 copias y tener publicidad en televisión, ambas cosas a unos costos altísimos y con concesiones que no pocas veces atentan contra la integridad de las películas. Y esas dos variables no garantizan el éxito de una película (a pesar de FEDESARROLLO), pero a largo plazo amenazan con deprimir al cine colombiano y devolverlo a la postración de hace unos años, de casi siempre.

Una seguidilla de fracasos como la de los últimos dos años espantará a los inversionistas, que por el momento sólo experimentan con el cine, pero cuya permanencia en el negocio no está ni mucho menos asegurada.

Es ni más ni menos la misma historia de siempre del cine colombiano: breves entusiasmos y largos desánimos.

Ojalá hubiese una mayor dosis de autocrítica y un norte más definido en nuestras "autoridades", pero lo que veo es que participan de un entusiasmo inmediatista que además saben perfectamente que no tiene bases firmes.

Mientras tanto, el Ministerio de Cultura, en vez de afrontar la discusión publicó ayer en su página web, como noticia principal y seguramente en respuesta tácita al artículo de EL TIEMPO, las mismas cifras refritas con las que ya había hecho la publicidad de la Semana del Cine Colombiano. Aunque sabe que son engañosas, aunque no puede creer en ellas. Lo grave no es equivocarse (o plantear una fallida estrategia de comunicaciones) sino persistir en el error.  

http://www.mincultura.gov.co/?idcategoria=41053

lunes, 18 de octubre de 2010

2da parte: La versión oficial de la Semana del Cine Colombiano

Lisandro Duque afirma sobre los Premios Nacionales de Cine y la recién creada Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas en la última revista Semana: "Quisimos que el punto de partida fueran los premios: que los propios cineastas votáramos por los premios de nuestros colegas. Es la manera menos imperfecta de ser democráticos y equitativos, y, de paso, se eliminan favoritismos repelentes, pero casi inevitables, cuando las decisiones las toman tres jurados”.

Pero después el artículo de Semana nos informa que sólo 250 personas aceptaron el llamado para integrar la Academia, a pesar de que podían hacerlo todos los artistas o técnicos con alguna participación en un largometraje colombiano estrenado en el país o en algún festival internacional; y que son esas personas las que van a votar o ya votaron, con votos muy probablemente condicionados -agregado mío-, para conformar el palmarés de los premios que se entregarán el próximo jueves, con alfombra roja incluida, en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán.

Este tipo de votaciones de Academia lo que siempre han ocasionado no es que se eliminen los "favoritismos repelentes" sino que se reemplacen por otros, no necesariamente más legítimos, y que sobre todo, se le dé la bendición al cine industrialmente más poderoso, dejando de lado las películas pequeñas y por lo general más interesantes.

El cine colombiano, al tomar ese camino, le da la espalda a una mirada que podría ser más objetiva y desapasionada, que es la que aportan los jurados extranjeros. Y se dedica a la imitación acrítica de modelos que si acaso funcionan en cinematografías con industrias fuertes, y precisamente para celebrar lo industrial. Un círculo vicioso.

Ahora, si el cine colombiano, como sugiere la versión oficial de la Semana del Cine Colombiano, genera 7.000 empleos, ¿por qué la convocatoria para la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas sólo logró convocar 250 miembros? ¿Qué legitimidad tiene una Academia de ese tamaño? 


La pírrica respuesta a esta convocatoria sería una prueba de la poca calidad de los empleos generados por el Nuevo Cine Colombiano, y la escasa capacidad de agremiación que se ha logrado. La madeja completa se empieza quizá a desenredar.

Ver el link a la versión digital de Semana (por cierto, desde ayer no aceptan comentarios en el foro virtual)

http://www.semana.com/noticias-cultura/macondo-academia/146051.aspx

Cine colombiano 2004-2010: Contiendas ideológicas y profilaxis social

El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia.
Este es el texto original sobre el cine del periodo 2004-2010, escrito por encargo de Cahiers du Cinéma-España, con destino a su cuadernillo especial sobre cine colombiano que acompañó la muestra de La Mar de Músicas de Cartagena, España (9 al 24 de julio de 2010). Lo que se publicó finalmente fue sometido con mi consentimiento a una profilaxis donde el cine colombiano no resultara tan mal parado (sobre todo las películas incluidas en la muestra curada por Orlando Mora). Ya que ha pasado el tiempo ofrezco para su lectura la versión inicial:


En “El nuevo cine latinoamericano frente al desafío del mercado y la televisión (1970-1995)” de Historia General del Cine Vol. X (Cátedra), Paulo Antonio Paranaguá definió al cine colombiano por su “chapucería y chatura estética predominantes”. Aunque es difícil precisar que películas tenía en mente el investigador brasileño cuando hizo esa afirmación, lo cierto es que la opinión ilustrada en Colombia la suscribiría con entusiasmo. De nada ha servido que nombres como los de García Márquez hayan estado relacionados con el cine colombiano. Para buena parte de los intelectuales y artistas, y para la mayoría de la sociedad, las películas colombianas son episodios menores de la cultura nacional.

Aun así, y gracias a la presión del gremio cinematográfico, el Congreso aprobó en 2003 la ley del sector, que hoy es soporte esencial para una producción de películas que en el último lustro ha llegado a niveles históricamente altos. Esta ley, con la demagogia propia de la gestión pública, reconoce en el cine un elemento de identidad nacional, al tiempo que afirma lo multicultural de un país que desde los comienzos de su vida republicana, hace doscientos años, se imaginó más hispánico y católico de lo que en realidad era.

El cine colombiano reciente es, entonces, un escenario privilegiado de contienda ideológica. En 2002, las mayorías democráticas le dieron un voto de confianza irrestricto a un proyecto político de derechas (en cabeza de Álvaro Uribe, reelegido en 2006) que cerró filas en torno a un obtuso nacionalismo favorecido por un proceso interno (el desgaste de más de medio siglo de lucha guerrillera) y una coyuntura exterior (la lucha internacional contra el terrorismo).

Buena parte de los directores que han realizado películas en el periodo que cubre la ley de cine se encuentran trabajando en el centro de una paradoja. Sus agendas ideológicas pretenden ser de izquierda: preocupación por la memoria, búsqueda de relevancia social, buena conciencia, confianza en el carácter reproductor y/o referencial del cine con respecto a la realidad. Mientras las mayorías ciudadanas, probablemente sin saberlo, son partidarias de una agenda reaccionaria: búsqueda de evasión y entretenimiento, maniqueísmo, necesidad de eliminar simbólicamente al otro. Es probable, sin embargo, que las dos posiciones estén más cerca de lo que se quiere reconocer.

No es gratuito que Perder es cuestión de método (Cabrera, 2004) y Sumas y restas (Gaviria, 2004) sean las películas que cronológicamente inauguran este repaso. Tanto Gaviria como Cabrera hacen parte de una generación que bordea los cincuenta años y que empezó su carrera durante el periodo conocido como Focine (1978-1993), lapso en el que, con apoyo del Estado, se produjo un cine que, en unos casos, estaba obsesionado con la memoria histórica sin una mayor reflexión sobre lo cinematográfico, y en otros, se entregó al costumbrismo subsidiario de la televisión, con sus estrellas y su mirada simplificada del país.

Perder es cuestión de método demuestra la deriva hacia lo inane del cine de Cabrera, quien ha sabido sobrevivir gracias a su camaleónica capacidad de adaptarse a las exigencias de distintos mercados. En su revista a los códigos del film noir basada en la novela de Santiago Gamboa, es muy difícil reconocer los elementos de autenticidad que justificaron el triunfo de crítica y público de La estrategia del caracol (1993). También en Sumas y restas es evidente el desgaste de un método y su deriva hacia una especie de conformismo antropológico que se limita a decir “así somos”.

Sumas es la culminación de una trilogía sobre Medellín (segunda ciudad de Colombia), que en sus mejores momentos (Rodrigo D. No futuro -1990- y La vendedora de rosas -1998-) fue herramienta de investigación sobre la realidad, dando la posibilidad del relato a personajes y hechos confusos e indiscernibles hasta integrarlos al cuerpo social. La obra de Gaviria sobre el narcotráfico y los cambios culturales en su ciudad es blanco privilegiado de ataques por parte de quienes no ven en ella más que pornomiseria. En contracorriente a esa opinión pública alimentada por el eye candy de los media, la trilogía ha sido objeto de interés de parte de la comunidad académica y hoy supone el único cine colombiano cuyos procedimientos, continuadores del realismo, han sido elucidados.

Hay vida más allá de la sicaresca

Pero ese cine como el de Gaviria donde abundan los sicarios y las “malas palabras” y se hace evidente una axiología de la agresión y la subvaloración de la vida, también significó un límite para los nuevos realizadores. El miedo al rechazo del público y el agotamiento de la fórmula, codificada en novelas de consumo, estudios sociológicos y literatura testimonial , y recientemente reciclada en tono banal y glamuroso por el espectáculo televisivo, condujo a una aparente renovación de los temas, que era antes que nada un cambio de enfoque en el tratamiento de los mismos.

En buena parte de las películas colombianas recientes se vuelve a la encuesta obligada sobre el caos de la(s) violencia(s) en Colombia, pero los directores se cuidan de enmascarar sus agendas en empaques menos perturbadores para el público. La apelación a las convenciones de algunos géneros es una de las tendencias dominantes del último cine colombiano. En otros casos, se acude a narrativas tranquilizadoras, donde el lugar del espectador nunca es confrontado. Por último, en otras películas, una excesiva estilización (¿cinefilia?) puede ayudar a distanciar la inminencia de la denuncia social.

El discurso del género es aplicado en películas como Perro come perro (Moreno, 2007), Satanás (Baiz, 2007) y, en menor medida Apocalípsur (Mejía, 2006). La primera es un bien logrado thriller que, en la tradición del cine vallecaucano, se permite incorporar elementos propios de la cultura de la región (la brujería) y alusiones a prácticas sangrientas que ocurren con frecuencia en el conflicto colombiano (el asesinato con motosierras, los sicarios al mando del mejor postor). Unos dólares extraviados son el móvil de la acción, y en ese punto, Perro come perro tampoco puede evadir la pertenencia a una tradición como la del cine colombiano que ha hecho del dinero un significante ineludible. Satanás, por su parte, es un drama psicológico donde su director explora la naturaleza del mal con un tono siempre contenido. Finalmente, Apocalípsur retoma como escenario la ciudad de Medellín para contar la historia de un grupo de amigos de clase media afectados por la violencia de finales de los 80, con alteraciones temporales y guiños al road movie que permiten una implicación emocional menos directa con los acontecimientos. Moreno, Baiz y Mejía son directores menores de cuarenta años que comparten referencias comunes (mucha cultura audiovisual y experiencias de formación en la Colombia urbana de los años 80) aunque sus películas estén basadas en concepciones del cine muy diferentes. Otras incursiones en el género como las de Libia Stella Gómez con La historia del baúl rosado (2005), de nuevo en clave noir, o el singular ejercicio de cine de terror de Al final del espectro (Orozco, 2006), no pueden zafarse fácilmente de la obsesión por tender puentes con la realidad social, característica del cine colombiano.

En los casos de Paraíso Travel (Brand, 2008) y La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009) hay coincidencias significativas a pesar de que sus directores provienen de orillas muy separadas. Brand dirigió en Estados Unidos su ópera prima Unknown (2006), con un estricto sentido profesional, mientras en Paraíso adaptó una novela de Jorge Franco sobre inmigrantes colombianos en Nueva York. Restrepo, se formó en la época de Focine y ofrece en La pasión el retrato de un sacerdote entre el fuego cruzado del conflicto colombiano. Ambas películas están desbordadas por el contexto social que les sirve de referencia, y es inevitable acusarlas de sobreexposición y didactismo.

Aunque las dos sufren de vacíos inexplicables en la armadura de las historias, las preside una intención de explicarlo todo, ahogando cualquier espacio de libertad interpretativa para el espectador. Y eso las convierte en parte de una corriente de cine “bienintencionado” y fácil de digerir, pero cuya obsolescencia es casi inmediata.

PVC- 1 (Stathoulopoulos, 2008), Los viajes del viento (Guerra, 2009), La sangre y la lluvia (Navas, 2009) y El vuelco del cangrejo (Ruiz Navia, 2010) resultan obras de menor grandilocuencia. Además de tratarse de directores incluso más jóvenes que Moreno, Baiz y Mejía, los identifica una voluntad, vergonzante si se quiere, de poner el cine por encima de grandes declaraciones sobre el país, aunque presionados por los medios y el medio, las sigan haciendo.

PVC- 1 sorprende por la proeza técnica –un único plano secuencia– y por haber encontrado en esa decisión una forma ideal para potenciar el drama de una mujer con una carga de explosivos alrededor de su cuello. Los viajes del viento y El vuelco del cangrejo abandonan las historias urbanas y buscan ajustarse al ritmo de las culturas tradicionales que describen (la cultura del Caribe vallenato en el primer caso, el Pacífico negro en el segundo). Sin embargo, resultan ser, paradójicamente, la tendencia más de vanguardia del cine colombiano. Tanto Guerra (quien debutó en 2004 con La sombra del caminante) como Ruiz Navia han incorporado influencias de los cines periféricos (de Tailandia a Argentina) y no temen explorar nuevos tempos, los de la espera y la contemplación, propios de los tristes trópicos. La sangre y la lluvia, por su parte, se sumerge en esa corriente que va tras los pasos de vidas urbanas estancadas, sacudidas por una violencia que ejercen o padecen, depende el lugar en el que el azar las ponga.

¿El cine versus el país?

¿Cómo entonces leer en el cine de este apurado repaso las contiendas ideológicas que sacuden al país? Algo va de la praxis política a la autonomía del arte, incluso si su estatuto “artístico” resulta tan cuestionable como en buena parte del cine colombiano. En muchas películas, las representaciones de raza, género o clase social siguen siendo tan problemáticas como en el cine de la primera mitad del siglo XX. En Bluff (Martínez, 2007) y El colombian dream (Aljure, 2006), abundan las deformaciones y caricaturas de la alteridad –llámese negro, mujer, pobre o feo– sin que el público corriente apenas se percate. Esas películas fueron incluso saludadas como apuestas renovadoras –en Bluff se aplaudió su sentido de la comedia negra y en El colombian su virtuosismo visual– muy a pesar de estar atrapadas en discursos heredados del siglo XIX más conservador.

El cine colombiano mainstream sigue sobreexponiendo la violencia, la corrupción y el rebusque como una suerte de determinismo biológico y cultural, y en eso, frecuentemente, conecta con el público y su conformismo moral y político. Este cine está lejos de la capacidad de revelación que tuvo en su momento Rodrigo D. En cambio, codifica una mirada simplista, unidimensional sobre Colombia, atrapada en la fascinación inmediatista de la violencia, a pesar de que intente fungir de anti espectáculo. Lejos de ser crítica, su denuncia del estado de cosas opera en términos sociales y políticos paralizantes, porque todo lo vuelve intercambiable: al descreer de todo, no legitima nada, salvo la aventura del borrón y cuenta nueva, la profilaxis social (lo que por supuesto no es realizable a nivel práctico pero sí en el terreno simbólico). La apuesta política que Colombia emprendió en los últimos años tuvo en el cine un inesperado aliado. Pero estoy seguro de las señales (no sólo por la existencia de películas y energías sociales) de que es posible superar esa representación monolítica.

Ver: http://www.caimanediciones.es/sumario_num36.html

1ra parte: La versión oficial de la Semana del Cine Colombiano

Son ingentes los esfuerzos que se hacen para convencernos de la robusta salud del cine colombiano; pero los hechos contradicen palmariamente las declaraciones bien intencionadas. En el siguiente link se puede leer la caja de resonancia que los esfuerzos institucionales por vender una imagen hiperbólica del cine colombiano han encontrado en la revista Semana:

http://www.semana.com/noticias-cultura/macondo-academia/146051.aspx

¿Acaso se debe a que la editora cultural de Semana, Marianne Ponsford, es parte interesada, como jurado de los premios nacionales en la modalidad "Toda una vida dedicada al cine"?

Adelfa Martínez, Directora de Cinematografía del Ministerio de Cultura, afirma, como vocera principal de la celebración: “El sector ya está maduro. Que se organice y se independice es importante. El crecimiento de la industria ya nos permite tener películas suficientes y una academia que organice una competencia”.

¿Cuántas serían, según Adelfa, las películas suficientes? Nunca lo dice y nadie se lo pregunta. ¿Y qué de lo dicho por Carlos Llano, gerente de distribución de Cine Colombia, en la edición 79 de Kinetoscopio (julio-septiembre de 2007, pags. 58-61)?: "En el momento -dice Llano- que se empiecen a hacer 20 ó 25 películas al año, nos reventamos". Y Llano sí que sabe de distribución y Cine Colombia sí que tiene poder para marcar la pauta en el cuello de botella que significa para las películas nacionales estrenarse en salas comerciales. Lo que Llano dice es sencillamente "cuidado con que el cine colombiano crezca mucho, porque no habría dónde ni cómo mostrarlo", y Cine Colombia sería el primero en no estar interesado.

La declaración de Carlos Llano se produjo tras la euforía de 2006, cuando 2,8 millones de espectadores vieron cine colombiano -14% del mercado total-.  Ahora, cuando el promedio ha descendido dramáticamente, ¿qué podemos o debemos pensar? ¿Que el cine colombiano se nos creció, como dice la publicidad oficial? Pero, ¿es deseable crecer hasta un monstruoso gigantismo? ¿Estamos preparados para lo que eso implica y para negociar en un juego de intereses de ese tamaño? ¿O se trata de otra mentira para ocultar que quizá es mejor permanecer enanos?


VER:

http://www.mincultura.gov.co/semanadelcine/

jueves, 14 de octubre de 2010

Los autoengaños de la Semana del Cine Colombiano

El próximo martes empieza “la semana más grande del año”: los veinte días que van entre el 19 de octubre y el 7 de noviembre, fechas oficiales de partida y cierre, respectivamente, de la Semana del Cine Colombiano.

Pasando por alto la anterior contradicción matemática, obvia pero intrascendente, quisiera detenerme en los autoengaños “mayores” en torno a los cuales diversas entidades públicas y privadas, lideradas por el Ministerio de Cultura y Proimágenes en Movimiento, han promovido esta Semana Mayor. Y lo hago como un transeúnte cualquiera que fue sorprendido en la calle por la publicidad del evento, pero también como un espectador informado y atento del cine nacional.

El afiche oficial incluye algunas cifras que buscan informarnos y convencernos del extraordinario momento por el que atraviesan nuestras películas. Para empezar, me gustaría saber a qué lapso de tiempo se refieren estas cifras. ¿A los 95 años de ininterrumpida producción de cine colombiano, desde el que pudo haber sido su primer y malogrado largometraje: El drama del 15 de octubre? ¿Al periodo 2002-2010 que representa para las mayorías democráticas la refundación simbólica de la patria? ¿Al pequeño intervalo en el que ha operado la Ley de Cine (2004-2010)?





Porque estoy familiarizado con las cifras en cuestión sé que corresponden a lo último; lo que quiere decir que nuestras autoridades cinematográficas –finalmente las responsables del evento– participan de la misma desmemoria de la que acusan al espectador medio, a la “gente” y al “pueblo”. Para tales autoridades, parece que el cine colombiano empezó hace poco más de un lustro. Lo demás –varios cientos de largometrajes en cine y video– pertenece según ellas a una prehistoria prescindible sino es que digna del más sincero desprecio.


Aclarado este punto, veamos las cifras. Se habla de 10 películas y 1.900.000 espectadores por año, lo que de acuerdo con otra simple operación matemática da un promedio de 190.000 espectadores por película. Poco, si se considera que una película nacional estándar tiene un costo que puede bordear el millón de dólares. Con menos de 200.000 espectadores, semejante inversión, incluidos los aportes mixtos públicos y privados, es imposible de recuperar en el mercado doméstico, el único que tiene verdadero peso frente a un mercado internacional exiguo para nuestras películas. Y más poco aún, si se considera que un gran estreno norteamericano –los llamados blockbusters–, individualmente, en esta era de proyecciones en 3D, se aproxima a 1.500.000 espectadores, cuando no los supera.

En la anterior cifra se omite además –sí, ya sé que es publicidad pero sería deseable que tuvieran más respeto por los ciudadanos– que ese 1.900.000 espectadores corresponde a un promedio de los últimos años que en 2008 y 2009 muestra una preocupante y ostentosa tendencia a la baja. “De un promedio de 200.000 espectadores en el año 2005, pasamos a menos de 40.000 en el año 2009; de un 14% del público total de espectadores en todas las salas del país, se pasó al 4%”, dice Víctor Gaviria en el catálogo del último Festival de Cine Colombiano (Medellín, 2010). Nada que celebrar entonces en el trasfondo de esta primera cifra, aunque sí una advertencia para el que tenga oídos: “Hay que hacer películas baratas”, evidencia imposible de atender en la pretenciosa (y mafiosa) Colombia de nuestros días.

La segunda cifra es otra manipulación informativa: “57 producciones han recibido 106 premios en 40 festivales”. Pregunto a las autoridades cinematográficas colombianas si ellas consideran con el mismo rasero a todos los premios de todos los festivales. Entiendo que no, ya que tienen un ranking interno que jerarquiza los eventos de acuerdo con una lógica internacionalmente reconocida. La desconsoladora verdad detrás de esta cifra es que desde 1998, con La vendedora de rosas, ninguna película colombiana ha sido escogida para la Selección Oficial en competencia por la Palma de Oro del Festival de Cannes, el más importante del mundo; y que la participación de películas nacionales en los festivales clase A, o sea los más exigentes en su selección –entre ellos Berlín o San Sebastián–, es bastante esporádica. Ni que decir de nuestra participación en la palmarés de estos eventos. Nada que celebrar tampoco en este punto, salvo la constatación de que el cine colombiano es esencialmente invisible por fuera de las pantallas nacionales –aunque en ellas también– y que alguna mala imagen del país que sobrevive en el exterior es más responsabilidad de las narco-FARC, los narcoparamilitares y los poco delicados gobiernos que han provocado nuestra hecatombe social.

De la tercera cifra apenas me permito opinar, porque no soy economista, pero extiendo la pregunta a los que sí lo son: se habla de $38.000 millones en estímulos y programas apoyados (con dineros parafiscales, valga aclarar) más inversiones y donaciones privadas de $48.630 millones en 70 proyectos, que en total han generado 7.000 empleos. Economistas: ¿esta relación entre inversiones y generación de empleo es digna de celebrar? Pero antes de contestar, investiguemos cuál es la calidad de esos empleos o qué nivel de formalización o estabilidad tienen. ¿Se trata de empleos temporales y sin seguridad social, que aprovechan una inmensa y barata mano de obra que casi nada significa en el presupuesto total de las películas?
El cine colombiano ha sido, es y seguramente será siempre un fracaso industrial. Pero es un hecho culturalmente relevante que ha merecido el empeño de infinidad de hombres y mujeres con aspiraciones legítimas de integrarse al cuerpo social, ya sea como artistas, técnicos, empresarios de la cultura, periodistas, gestores o investigadores.

Sí hay cine colombiano

Y hay un público para ese cine: lo acabo de ver en San Andrés en el Seaflower Fest, donde 120 espectadores “sin formación” estuvieron asombrosamente conectados con El vuelco del cangrejo en la sala El Faro del Hotel Tiuna, lo veo en mis clases de cine colombiano, en los cineclubes a los que ocasionalmente asisto (mirados como una maldición por las autoridades cinematográficas colombianas), en la mente colectiva donde muchas películas nacionales despiertan asombros, incomodidades y revelaciones. No veo ese público en las salas comerciales donde estas mismas películas no merecen más que comentarios la mayoría de las veces llenos de la autocomplacencia y el desprecio de quienes pagan por una mercancía y quieren un placer fácil e inmediato.

En un hipotético futuro, quien quiera saber cómo se vivía en la Colombia de hace un siglo o de aquí y ahora, qué nos obsesionaba o qué queríamos ocultar (si es que una cosa no es igual a la otra) tendrá que ver Alma provinciana, de Félix J. Rodríguez; Bajo la tierra, de Santiago García; Oiga Vea de Luis Ospina y Carlos Mayolo; Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, de Marta Rodríguez; Carne de tu carne, del mismo Mayolo; Pepos, de Jorge Aldana; Rodrigo D., de Víctor Gaviria; La mujer del piso alto, de Ricardo Coral-Dorado; El proyecto del Diablo, de Óscar Campo; Pequeñas voces, de Jairo Carrillo; La cerca, de Rubén Mendoza; La sombra del caminante, de Ciro Guerra; Apocalípsur, de Javier Mejía, o El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia.

Todas estas películas fueron fracasos comerciales pero son también el testimonio de una vida compartida en la locura, la violencia, el amor o el enfado. Pero esa memoria común no dice nada a quienes nos gobiernan. En vez de eso la cifra sesgada y mentirosa. El Estado debería apoyar el cine colombiano a pesar de su ostensible fracaso industrial o precisamente por eso. De no hacerlo, el cine caerá sólo en las manos de quienes trafican con nuestras pasiones más bajas, medran en nuestros instintos y se sostienen en nuestra necesidad de eliminar –simbólicamente o de hecho– al otro. Y no habrá contrapeso, sino la más ramplona y peligrosa uniformidad. Pero si el Estado y sus representantes –gente de carne y hueso– hablan el mismo lenguaje de esos traficantes y comparten sus intereses, ¿qué será de nosotros? Si no es así deberían seguir el ejemplo de las buenas señoras: no sólo ser honestas sino parecerlo.