lunes, 16 de octubre de 2017

Sol Negro: Deseo homosexual y depredación colonial

Unas notas a propósito de Suddenly, Last Summer (Joseph L. Mankiewicz, 1959), que hizo parte del ciclo sobre María y el cine internacional, en el seminario paralelo a la exposición que conmemora los 150 años de la publicación de la novela de Jorge Isaacs.


Elizabeth Taylor (Cathy Holly), perseguida por los hambrientos en Suddenly, Last Summer.

Si convenimos en que Sebastian Venable es el primer homosexual representado "explícitamente" en el cine de Hollywood, acto seguido surgen una serie de punzantes dudas, preguntas e incomodidades. Porque Sebastian, si bien es el eje invisible sobre el que se articula la casi intolerable tensión de la película de Mankiewicz, es antes que nada una ausencia, un signo invisible, un muerto.

El código Hays, aún vigente en el año en que se estrenó la película, prescribía la homosexualidad en la pantalla, más o menos como si se tratara de un crimen. Los criminales podían ser representados -y lo fueron profusamente- siempre y cuando tuvieran un merecido castigo que sirviera como advertencia moral. Y como un criminal -aunque sería mejor decir como un monstruo- entra el homosexual al cine de Hollywood.

Sebastian Venable, hijo de una aristócrata sureña, es un monstruo que solo puede concebir su deseo como depredación. Según su prima Cathy, con quien viaja al sur de Europa en el insistente "último verano" del título, su manera de referirse a los jóvenes, objeto de su deseo, siempre pasaba por la metáfora alimenticia y el imaginario caníbal. Estos jóvenes le resultaban apetitosos y saciaban su hambre de experiencias y sensaciones.

El drama colonial se apodera muy pronto de la película de Mankiewicz, y anuncia su inesperado, fatal desenlace. El jardín de la casa de los Venable es un museo tropical que imita la exuberancia natural de los países del sur; una de sus plantas más exóticas, la "Dama", sacia su hambre devorando insectos que Violet Venable o alguien más de la servidumbre de aquella mansión en decadencia, le provee. Violet, además, recuerda un viaje a las islas Galápagos o Encantadas, donde Sebastian habría visto a Dios, una palabra que opera como otra forma de nombrar su destino, prefigurado en una naturaleza donde todos se devoran entre sí. 

Pero en el corazón de este drama colonial hay otro territorio en disputa. Es el cuerpo de los jóvenes de pieles más oscuras que Sebastian va a buscar en sus viajes de verano. Paolo Zanotti, autor del libro Gay. La identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich señala la relación entre colonialismo y sensibilidad homosexual moderna: "Fue en el mundo colonial donde vieron la luz, mucho antes que en San Francisco, las primeras ciudades verdaderamente homosexuales (...) Como es de prever, a finales del siglo XIX, el Mediterráneo y los países exóticos se convirtieron no sólo en lugares a los que huir, sino también en los destinos de la primera forma de turismo sexual". El escritor William Burroughs en el libro de entrevistas Cónsules de Sodoma, lo dice más claro y de primera mano: "Verán: la homosexualidad es un hecho económico de alcance mundial. En los países pobres -como ocurre en Marruecos y en partes de Italia- ésa es una de las grandes industrias, uno de los principales caminos para que un joven pueda llegar a algún lado".

Pero Suddenly, Last Summer va más allá de la verificación de un hecho dado. Muestra la revuelta o subversión del cuerpo colonizado o primitivo. Justo en el momento en que Sebastian parece haber saciado su apetito de cuerpos oscuros y dirige su deseo hacia el norte, hacia los cuerpos blancos de los países nórdicos, estos jóvenes del sur lo asedian con su música ruidosa (y siempre es la percusión el sonido fundamental del sur. El ruido ininteligible del instinto más que la melodía tranquilizante de la razón). Lo rondan en manada y lo devoran en las ruinas de un templo antiguo, como a un moderno Dioniso. Porque estos cuerpos oscuros también quieren ser saciados: su hambre es más antigua y más feroz.

Detrás de la intensidad simbólica de Suddenly, Last Summer hay dos artistas homosexuales -el guionista Gore Vidal y el dramaturgo Tennessee Williams- que pertenecen a esa fase de la sensibilidad gay que creció expresándose en clave y sentó las bases de una identidad fundada en "la figura dieciochesca y decimonónica del homosexual como dandy y aristócrata, superior al resto de la sociedad" (Zanotti). Ese dandy y aristócrata tenía una especial propensión a devorar y un secreto deseo de ser devorado. Como en efecto ocurrió no pocas veces. Todavía hoy son hitos de la historia homosexual, la muerte de Johann Joaquim Winckelmann, el historiador del arte que redescubrió el potencial homoerótico del arte estatuario griego,  a manos de unos gamberros de Turín; o la (auto) destrucción de Wilde devorado por Lord Alfred Douglas. El propio Pasolini, una figura de transición entre el viejo dandismo y el homosexual moderno atormentado, es asesinado en 1975 por Pelosi, en un escarceo sexual en la playa romana de Ostia. (Pasolini es literalmente atravesado por el culo, ese metáfora anatómica de la subversión colonial, ese límite por el que pasa el hambre, la saciedad, el desperdicio y la revuelta).


Katherine Hepburn (Violet Venable) alimenta a la "Dama" de su museo tropical privado.

Con un poco de optimismo uno podría pensar que esto es historia pre-Stonewall y que el moderno movimiento por los derechos civiles lgbti ha permitido escenarios de igualdad donde estos dramas coloniales e imaginarios caníbales han sido desterrados de la experiencia, del deseo y de la conciencia. Pero las cosas no son tan sencillas. La igualdad no es universal y además, el deseo es un sol negro, el lugar donde el deseo de lo primitivo se actualiza, nuestra zona de contacto con aquello que en la experiencia diurna (y políticamente correcta) no podemos tolerar.

Ver escena:




martes, 3 de octubre de 2017

A unos jóvenes estudiantes de cine: "Hagan dinero con lo que hacen"

Ayer 2 de octubre estuve en la Universidad Agustiniana de Bogotá hablando con un grupo de estudiantes de cine. Aunque la promesa era ofrecer un taller de crítica, de dos horas de duración, permanecí allí casi tres horas, hablando de esto y de lo otro, y de lo de más allá. Al final del encuentro, Yamid Galindo, el profesor que me invitó, me pidió, en una forma que yo no esperaba, que les dijera algo a los estudiantes. ¿Algo? ¿Un consejo tal vez? Pensé entonces en qué consejo puede dar un crítico de cine, cuyo oficio, casi siempre, es mirado con dosis venenosas de condescendencia y desprecio por los colegas del medio. Alguien que según cierta jerarquía, propia de sociedades acomplejadas, practica la inacción y el parasitismo.

Hilé dos o tres cosas como respuesta, ideas en las que creo aunque suenen ingenuas o absurdas. Les hablé de tener esperanza y decidir con el corazón, que nunca se equivoca, mientras la razón crea monstruos. Y de recordar siempre el porqué escogieron estudiar cine. De volver una y otra vez, sobre todo cuando se cree perdido el camino, a la motivación, al impulso inicial; como cuando en la escritura de una historia el sentido de la misma se dispersa en múltiples, equívocas direcciones y hay que volver al centro, al origen. 

Pero de regreso a mi casa la pregunta me siguió acechando. Si pudiera devolver el tiempo, cosa imposible, muchachos, les diría otra cosa, que ni siquiera me pertenece porque el pensamiento propio y la originalidad no son más que otra falacia en la tupida red de mentiras que nos dispensan todos los días. Les diría algo que es una suma de cosas que otros me han dicho y que quiero repetir con convicción. Un día, un amigo me contó que otro día Eduardo Coutinho visitó la ESCAC de Barcelona y le habló a un grupo de estudiantes de cine, quizá semejante a los de la Universidad Agustiniana. Sí, Coutinho, el cineasta de la escucha atenta, del amor por la palabra, del cuidado del otro. El documentalista brasileño, puesto en la situación de dar un consejo, solo les dijo: "hagan dinero con lo que hacen".

Quiero repetir una a una esas palabras, como si fueran mías, y darles todo el énfasis posible, subrayarlas hasta que brillen como una inscripción: MUCHACHOS, HAGAN DINERO CON LO QUE HACEN. Cobren por su trabajo y trabajen con amor. No se dejen enredar en la madeja de argumentos de quienes les dicen que el amor no se debe ensuciar con el dinero. El amor no es sacrificio, como les han enseñado para así mantenerlos atados a la rueda de la culpa, es dar y recibir, para que el mundo permanezca en equilibrio. Y ese equilibrio, entre muchos otras cosas, lo da el dinero (o más bien el dinero, que visto de cierta manera no es nada, es su símbolo -el símbolo del equilibrio-, o sea que lo es todo). Robinson, el Robinson de Michel Tournier, el solitario que naufragó en una isla, solo salió del pantano, de la ciénaga de la depresión y el sinsentido, cuando entendió que quien acumula, quien conserva, quien reúne, encuentra el espíritu.

Hagan dinero con lo que hacen, cobren por lo que hacen, porque lo que hacen o harán es único y tiene valor. Quien les pide que trabajen gratis, ese, casi siempre, tiene las manos llenas. Cobren como el jardinero, el electricista, el carpintero, el ingeniero, que son irremplazables. Lo que ustedes hacen significa mucho en el entramado del universo. Casi diría que ustedes lo sostienen, al universo, porque le dan sentido, proporción, orden simbólico, belleza. Cobren y cobren bien, y a tiempo. Si no, hagan huelga, detengan la marcha de la iniquidad.

Porque de cobrar, ganar dinero, acumular, conservar, dependen no pocas cosas. Depende, por ejemplo que este mundo, que no es el mejor pero es el que tenemos, se renueve. En el trabajo se sostiene la transmisión, la continuidad del saber, la tradición. Sin estas cosas, sin transmisión, sin continuidad, sin tradición, queridos jóvenes, se van a sentir solos y miserables, y eso no se lo pueden permitir. No dejen que crezca en ustedes la sensación de que tienen las manos vacías, que sobran o están de más, que son intercambiables como fichas. Así los quieren los poderosos del mundo, dóciles y llenos de miedo, para venderles mercancías, ideologías, fetiches, ideas de éxito y reconocimiento, identidades de papel. Los quieren en lucha unos contra otros, mirándose con sospecha unos a otros. Si cobran y cobran bien tendrán lo suyo, entenderán el costo de vivir, y de vivir del trabajo -no de los padres ni del estado, ni de nadie más-. Entenderán la grandeza de ganarse el pan -y con el pan una vida que crece en significado espiritual-. Sí, ganarse el pan con el sudor de la frente, esa consigna que cargamos desde aquel día feliz en que fuimos expulsados del paraíso.

Cobren por lo que hacen, porque cuando se cobra por hábito del alma, se gana la libertad de descubrir que también existe el acto generoso y gratuito.