sábado, 16 de julio de 2011

Todos tus muertos: incidentes de un domingo electoral

Lo primero que habría que destacar de Todos tus muertos es que estamos frente al largometraje que más se arriesga en el cine colombiano reciente. En una cinematografía industrial llena de películas estética y narrativamente (lo cual equivale a decir ideológicamente) conservadoras, donde el calificativo de cine de autor se confunde con frecuencia con el bajo presupuesto, Todos tus muertos afirma una voluntad de experimentar mezclando géneros y cambiando los códigos de representación para construir una película impura en el mejor sentido de la palabra, que hace guiños al teatro e involuntariamente plantea una relectura de la propia tradición en la que se inscribe.

Álvaro Rodríguez, en Todos tus muertos.
Perro come perro, el largometraje anterior de Carlos Moreno, había sido un eficaz ejercicio de género, que logró además el beneplácito de la taquilla. Era fácil en esta segunda incursión de "los mismos productores" irse por el camino seguro y apostarle a otra buena película comercial. Pero lo que hicieron en Todos tus muertos los desborda por completo.

Aunque la película, en boca de su productor Diego Ramírez, es una comedia negra, el resultado que ven los espectadores difícilmente puede reducirse a esta camisa de fuerza. Se ríe poco en Todos tus muertos, y en cambio, nos asalta permanentemente el horror -y no siempre en clave de género-, el absurdo y lo surreal. Estas tres son, creo, categorías más apropiadas para definir la apuesta estética y narrativa del filme de Moreno.

Pero, para empezar por lo último, lo surreal no significa una evasión de las huellas de la realidad sino un encuentro con un sustrato más profundo de la misma. Todos tus muertos y la historia de Salvador, El Bizcocho, interpretado por Álvaro Rodríguez, quien en un domingo electoral encuentra una "instalación de cadáveres" en los predios en los que vive y trabaja, está construida con abundantes detalles que evidencian una cuidadosa observación e interés "realista" por el mundo representado. Y son los personajes y espacios secundarios en la narración -los policías, por ejemplo, interpretados por Harold de Vasten y Jhon Alex Castillo- quienes mejor logran transmitir esa verosimilitud, ese horror de las jerarquías sociales y la hostilidad con que se vive en Colombia.

Pero el filme de Moreno no se conforma con una lectura en clave realista del mundo de provincia (la película fue filmada en Andalucía, Valle del Cauca, una región con abundantes estratos de memorias de la violencia), con sus gamonales políticos, sus elecciones arregladas, su elemental racismo y su distribución del poder. Tampoco estamos ante la nostalgia embelesada de Lisandro Duque, por ejemplo, ni ante el costumbrismo coral de Julio Luzardo en El río de las tumbas -referente muy usado al hablar de esta película y negado por el propio Moreno en un foro en Cartagena-. El ferreo sistema de personajes que nos ofrece Todos tus muertos y sus relaciones de poder y/o subordinación  no producen sonrisas liberadoras, a la manera de la comedia negra, sino simple y llanamente malestar, reconocimiento y en algunos momentos auténtico horror.

Martha Márquez, en el rodaje de Todos tus muertos
Este último elemento, cuando se trabaja desde las convenciones del cine de género es quizá el aspecto más incómodo de la película, y el que a su vez le exige más al público. Los guiños al cine de terror y de zombies desplazan la película de un código a otro y depende de cada espectador entrar en el juego. Le hace bien al filme que las incursiones del absurdo y los rompimientos del realismo sean asumidos por el espectador menos como un juego cinéfilo y más como una interpelación moral y un intento por desequilibrar su capacidad de comprensión de una realidad excesiva: una extraña inversión del distanciamiento brechtiano si queremos asumir las referencias teatrales, un procedimiento que nos obliga a tomar conciencia y posición frente al mundo representado, y nos impide dejarnos llevar por la anécdota. Cuando como espectadores creemos estar entendiendo y casi acostumbrándonos a lo que sucede, la película nos propone ir más allá.

¿Pero hacia dónde? ¿Cuál es ese código nuevo que se nos exige si no es el de la simple comedia negra? Una mirada a la tradición de cine caleño quizá pueda dar luces al respecto. También Carlos Mayolo en Carne de tu carne había intentando una alternación de códigos similar en muchos aspectos al de Todos tus muertos: una fuerte inserción en la historia y las mentalidades regionales y a la vez una apropiación del empaque más exterior del cine de género. El resultado son filmes, en ambos casos, de un gran espesor cultural (1) que se abren a un amplio rango interpretativo.

El cine caleño procede, en muchos casos -también en las obras de Oscar Campo o Luis Ospina, por ejemplo-, mediante la acumulación de metáforas, como si los hechos en sí mismos fueran insuficientes y la realidad a secas demasiado pobre. Tal era, si no interpreto mal, la acusación de Jesús Martín Barbero a muchos de quienes fueron sus alumnos: "no hacen cine sino metáforas". Todos tus muertos, no sé si conscientemente -quizá sí en tanto Carlos Moreno se formó en esa escuela- tiene muchos vínculos con tal tradición. Muchos índices pueden entenderse en este sentido metafórico: el uso de determinados colores, la pelea de los gallos o la propia imagen emblemática de la película contenida como alusión desde su mismo título: la escultura de cadáveres impolutos que exigen tener un dueño, que demandan responsabilidades individuales y colectivas. Una metáfora en sí de la Colombia actual.

Personalmente, muchas de las cosas que más se celebran de Todos tus muertos son las que me dejan más insatisfecho: en su factura visual la película es impecable, como se le reconoció a través del premio a mejor fotografía (para Diego Jiménez) en Sundance. Pero la plasticidad de las imágenes no es un valor en sí mismo, y a veces uno siente que el mundo representado hubiese requerido de una estética más aspera, no esa sensación de que la fotografía se trabajó como descubriendo un juguete nuevo y sacándole todo su provecho (a veces, menos es más). El otro asunto problemático es el de los actores. La película es claramente un "homenaje" al teatro o por lo menos juega en sus linderos (por ejemplo en el plano de los créditos donde aparece todo el equipo -muertos en pie incluidos- haciendo la  venia al público), y el propio protagonista Álvaro Rodríguez reconoce en entrevista en El Tiempo publicada ayer lo difícil que le resultó trabajar en una película con tan pocos diálogos:

Rodríguez, en quien se sostiene buena parte de la película, está con frecuencia excedido en su intento de lograr una actuación física como la que requiere el cine y sobrecarga de emociones y gestos a su personaje. En el caso de su mujer Carmen (Martha Márquez), coprotagonista del drama, muchos la han encontrado poco compatible con el mundo de Salvador, aunque esa extrañeza aparece justificada en los incidentes de la narración. En Todos tus muertos algunos personajes secundarios, como se dijo antes, son mucho más sólidos y ayudan a crear mejor la atmósfera enrarecida del filme.

Todos tus muertos es pues una materialización de viejos fantasmas no conjurados (como aquel del domingo electoral tan explotado literariamente por García Márquez) y una demostración de la forma misteriosa en que en una cultura la tradición nos define involuntariamente. Porque así Moreno no haya tenido en mente El río de las tumbas, o el universo ficcional de La mala hora, o el cine caleño, todas estas memorias se actualizan en su película como un "retorno de lo reprimido", como un destino, y convierten a Todos tus muertos  en algo mucho más denso y ambiguo de lo que director y productor quisieran reconocer.

Nota:

(1). Ya el crítico brasilero Paulo Antonio Paranagua había hablado de este mismo "espesor cultural" en relación con Pura sangre.

Ver trailer:

lunes, 11 de julio de 2011

Cuarenta: el culo de Marcela o la sobreexposición de los sentimientos

Cuarenta, el segundo largometraje de Carlos Fernández de Soto (Colombianos, un acto de fe) que se estrenó el viernes pasado, logra una síntesis de las "tareas" que se imponen a cualquier persona que bordea los cuarenta años de edad (y me incluyo): el examen crítico de la propia vida, que es casi como un diario de contabilidad de pérdidas y ganancias; la evaluación de lo acumulado material y espiritualmente; y la sensación irrevocable de que muchas de las decisiones tomadas no tienen vuelta atrás. Epoca de lánguidos o exaltados balances y siempre de cara o en el espejo de los amigos conservados o echados por el borde. Y en el fondo de aquello de lo que se puede hablar, el oscuro depósito de pulsiones sin resolver: el afecto que circula de forma endogámica y autodestructiva, el pánico homosexual, el daño que causamos a aquellos que tenemos más cerca.

Difícil imaginarse pues un tema más universal. Fernández de Soto lo asume con valentía y seriedad, sin banalizarlo con falsos consuelos o misticismos en boga. El trío de amigos que retrata es típico y tópico de una clase media liberal, bien educada y que se creyó con las herramientas para sobrellevar las exigencias del éxito profesional, la buena conciencia política y la estabilidad afectiva.

Sin embargo, nada sucedió como estaba previsto, ni en la vida de estos tres personajes interpretados con altibajos y distintos grados de convicción por Blas Jaramillo, Adyel Quintero y Nicolás Montero, ni, por cierto, en la película. Pues a pesar de que en cada personaje y en muchas escenas reconocemos fragmentos de cosas vividas, el conjunto se antoja falso, innecesariamente explícito, torpemente ceremonioso.

La pregunta que asalta es entonces dónde se malogró un material con indudable potencial. Es fácil suponer un guión preciso y ajustado a las posibilidades de una película de bajo presupuesto, con escasos días de rodaje y fundamentado en la riqueza psicológica de los caracteres principales. Cuarenta es pues una película de ambientes y personajes, que erra en su puesta en escena. Desde la escogencia de la locación principal, la finca donde se reúnen de nuevo los tres amigos para hacer su ajuste de cuentas hasta la selección y dirección del trío de actores, pasando por los diálogos sobreexpositivos y solemnes; todo atenta contra la estética realista que mejor se acomodaba a la película. Los esfuerzos en los que se empeña el montajista, Sebastián Hernández, para escapar de una narración plana y sin matices, la música que siempre subraya las emociones, y los gestos enfáticos y afirmativos de los actores, demuestran que este grupo de trabajo no confíó lo suficiente en lo que estaba contando, y se dedicó a recalcarlo hasta el artificio (1). Sólo así se explican los recurrentes flasbacks que nos llevan a las épocas en que los personajes eran jóvenes y tenían "grandes expectativas", o los insertos donde uno de los personajes resuelve los conflictos con su esposa en un, a veces sugerente, rompimiento de la diégesis narrativa.

Como espectador uno puede perdonar ciertas licencias pero nunca los errores que atentan contra la verosimilitud del mundo representado: en los diálogos de los personajes, que nos informan de su pasado, decisiones vitales y convicciones ideológicas y morales, el guionista o los propios actores -vaya uno a saber- echan mano de un cúmulo de referencias históricas en donde todo es posible a la hora de revestir de supuesta seriedad unos conflictos que, de forma más humilde, hubiesen logrado ser más convincentes. Estos tres cuarentones son personajes con los que se busca ilustrar siempre algo más que su propia crisis y por exceso de pretensiones terminan ajenos al espectador. El uno es un periodista en retiro atormentado por el horror de la guerra que presenció (Blas Jaramillo) y desarrollado con un retorcimiento dramático que evoca lo peor de Jorge Echeverri; el otro recién descubre el amor de un hombre más joven y probablemente su homosexualidad (Adyel Quintero), y un tercero se mueve entre el adulterio y la inmadurez (Nicolás Montero). Han vivido la traición de sus ideales de juventud y cabalgan entre alusiones a mayo del 68, el estatuto de seguridad de Turbay, el M-19 y su reclutamiento urbano, los procesos de paz con las guerrillas, la caída del comunismo y el ascenso de Uribe. Carecen por tanto de un mínimo de verosimiltud histórica, pues tendrían que tener la crisis de los sesenta para haber vivido tanto. El guionista se pifió pues en una generación.

La película tiene breves momentos de espontaneidad donde la energía entre los tres actores se desenvuelve con naturalidad. Pero todo es arruinado por querer ilustrar tesis y decir lo obvio. Ni hablemos del personaje femenino central boceteado con brocha gorda y desde una mirada masculina que la reduce a condición de intrusa o elemento extraño (su cuerpo es fuente permanente de tensión sexual) a la excluyente amistad de los tres hombres.

En el cine colombiano se necesita probar más historias donde los personajes se desarrollen con base en prototipos sicológicos, y sea indispensable dotarlos de un mundo interior. Es un reclamo del público que es preciso atender, sin por ello creer que el espectador le huye al peso de la memoria histórica y sólo busca pan y circo. No siempre. Quizá con frecencia busca simplemente reconocerse.

Por ahora está claro que salvo honrosas excepciones, al cine colombiano este tipo de películas le pasan cuenta de cobro, pues nuestra tradición cinematográfica, como bien lo demostró una investigación de los profesores Gabriel Alba y Maritza Ceballos, reposa en lo anécdotico y lo coral. Necesitamos personajes con un desarrollo individual, construidos de adentro -lo íntimo- hacia afuera -lo social-, aunque sea como alternativa saludable a lo comunmente visto hasta ahora.

Cuarenta es una película agridulce. La lección que queda tras esta jornada de los personajes es como aquella que nos depara la lectura de La educación sentimental de Flaubert. Aprender, no aprendemos nada. O como dicen los protagonistas de Cuarenta, no hay nada mejor en sus vidas que el culo de Marcela.


Notas:
(1). En Kinetoscopio 87, Oswaldo Osorio escribió que "en esta cinta vuelven a aparecer algunos de los fantasmas del pasado de nuestro cine: el mal sonido y las imágenes defectuosas, estas últimas se dan ya sea por mala iluminación o por falta de foco". No estoy de acuerdo con esta afirmación. Quizá Oswaldo vio una mala proyección -la realizada en el Festival Sinfronteras 2009- que afectó su juicio sobre la película. Cuarenta se escucha bien y no tiene mayores problemas de foco, aunque es verdad que algunos planos es fácil juzgarlos de mal iluminados o torpemente encuadrados.