sábado, 22 de julio de 2017

El silencio de los fusiles, de Natalia Orozco: "¿Qué hacer con los prejuicios?"


"Esto era el posconflicto: una borrachera brutal entre la abstinencia de la guerra, la corrupción desnuda, y el aturdimiento de no saber qué hacer con los prejuicios". Esta frase, escrita por Juan David Ochoa en un lugar de alguna red social, señala quizá el mayor obstáculo que hoy enfrenta la sociedad colombiana en el propósito de ser un país vivible y no ese Saturno que devora a sus hijos; a pesar del progresismo de algunas de sus estructuras democráticas, de los derechos formales garantizados para un buen número de asuntos de la vida pública y de una guerra -la de las Farc- liquidada, Colombia, los colombianos, nos arrastramos como dinosaurios entre un fango de pequeños y grandes prejuicios (sociales, raciales, sexuales, que se entrelazan) que alimentan las guerras simbólicas que consumen nuestra energía día a día.

Algunos de esos prejuicios parecerían menores sino fuera por el lugar de irreflexión que revelan (la costumbre de pensar cómodamente y en bloque, estableciendo jerarquías inamovibles que impiden ver los fenómenos uno por uno). Muchos de esos prejuicios "menores" hacen parte del campo del cine y se han normalizado de tanto repetirse. Dos de ellos se vinculan con lo ocurrido en torno a la recepción pública -compleja, ambivalente como el propio país- de El silencio de los fusiles. El prejuicio de creer que el cine es, per se, moralmente (y no digamos estéticamente) superior a la televisión, y otro, que tal vez se deriva del primero, creer que el documental es un modo de expresión estética mientras que el reportaje pertenece al mundo bastardo y contaminado del periodismo, de la mera información.

En la defensa que aquí quiero hacer de El silencio de los fusiles debo declarar mis cartas en el asunto: también es mi propia defensa o, más concretamente, la defensa del trabajo que con Diana Bustamante en la dirección artística del FICCI, hago cada año como programador de este festival. Sabemos que nuestra decisión de elegir la película de Natalia Orozco como film inaugural de Cartagena 2017, modificó de muchas maneras el destino de este documental, al ponerlo en un lugar de extrema sensibilidad y que concita todas las expectativas del ya mencionado campo cinematográfico. 

Habían pasado pocas semanas del deplorable resultado del plebiscito del 2 de octubre cuando con Diana asistimos a una proyección privada de El silencio... Tuvimos la intuición (y como programadores a veces no se tiene nada más a la mano, además de los prejuicios o de la mirada formada y deformada por la costumbre) de que se trataba de algo extraordinario. Y no solo como documento coyuntural (algo que incluso hasta los más obtusos suelen reconocer) sobre el proceso histórico más importante que ha vivido el país en los últimos años; la mirada de Orozco y de su editor, Etienne Bousacc, estaba destinada a perdurar como modelo de responsabilidad artística en tiempos de guerra, como gesto de un pequeño grupo de personas -con Orozco a la cabeza- implicado de lleno y contra viento y marea, en la tarea de generar un artefacto político y estético difícil de cooptar por la habilidad ideológica de los bandos en conflicto.



La responsabilidad del El silencio de los fusiles no es otra que su toma de partido. En vez de producir un documento aséptico que distribuye cuotas de representación para todas las ideologías en juego (como hacen los programas radiales y televisivos de debate que naturalizan la polarización al ritualizarla como formato) Orozco decide estar a favor del proceso (algo bien distinto a estar a favor del gobierno). Su estar a favor no pasa por la ceguera o la inocencia: ella pregunta, habla con los negociadores, les punza sus partes más sensibles. Tiene, en suma, una impresionante capacidad de desnudarlos. Lo que en parte molesta a muchos espectadores es que en esa desnudez, los dos bandos, o en concreto sus líderes, ya no aparecen como monstruos sino como seres humanos que comparecen -sin entenderlo muy bien- ante una exigencia de la historia: acabar con una guerra, cumplir un mandato de futuro.

Hay una objeción frente a El silencio... que quiero traer aquí porque creo pertinente discutirla; se la escuché a Jaime Abello Banfi -una figura central en los debates del periodismo en Colombia- en el FICCI. Para él, un problema central del documental es la voz poco articulada que dentro de él tiene el uribismo, en comparación con la relevancia de esa voz en el espacio social y político colombiano. Es cierto, el uribismo y su jefe es un murmullo de fondo en El silencio de los fusiles; es una decisión política de Orozco no reconocer esa voz y con eso desmarcarse precisamente de esa presunción según la cual la responsabilidad periodística consiste en que hablen todos ("todas las voces, todas las opiniones"), de forma casi indiferenciada o en pie de igualdad. ¿Y si resulta que esa vocinglería uribista es desarticulada ella misma y por lo tanto no merece tener un lugar, ya no digamos en el documental sino en este momento histórico? ¿Y si el periodismo en vez de servir de caja de resonancia al sátrapa y a su nostalgia desesperada de poder, lo ignorara? ¿Tendría la misma relevancia en el referido espacio social y político?

La otra objeción recurrente frente a El silencio..., ya insinuada líneas arriba, es valorarlo como documento (coyuntural) y despreciarlo como cine. "No es cine, es reportaje", le he escuchado a muchas personas, e incluso la propia Natalia Orozco a veces ha suscrito esa distinción presentándose más como una periodista que como una cineasta (lo que nos lleva al segundo prejuicio: la superioridad de los supuestos artistas cineastas sobre los ingenuos periodistas). Esta objeción merece ser deshecha. El silencio... es una crónica del tiempo presente, es cierto, realizada frente a la urgencia de unos hechos que, incluso en los primeros cortes del documental, aún no tenían un cierre. En ese sentido cumple esa misión de "primer borrador de la historia" que muchos le han reconocido al periodismo. Pensar que ese primer borrador puede ser cualquier cosa o que no tiene ningún valor intrínseco es simplemente delirante. El reportaje es un género que en sus mejores casos puede producir no solo información cualificada, sino tener belleza de expresión. 


Frases de Santos, dadas en la entrevista a Natalia Orozco, como la recogida en redes sociales sobre el Country Club, hacen parte también del tupido espectro de prejuicios al que se enfrenta El silencio de los fusiles.

Por otra parte, El silencio... está lejos de ser un borrador, si asumimos esta palabra en sus implicaciones habituales de urgencia, descuido, imperfección.Y aquí venimos a lo cinematográfico del trabajo de Natalia Orozco y Etienne Boussac, que considero indispensable reivindicar. Porque fue en una sala de montaje (ese lugar donde se genera el sentido del cine), en horas y horas de revisión de materiales y archivos, y de prueba y error de múltiples estructuras narrativas, que El silencio... llega a esa propuesta formal que algunos, equívocamente, simplifican con el adjetivo de televisiva. En efecto hay una voz en off -la de la propia Orozco- que agrega una dimensión individual y emocional al material, y músicas -quizá excesivas- que refuerzan esa implicación sensitiva más que racional. Pero la voz de la documentalista era indispensable precisamente para deshacer esa idea de falsa neutralidad de la que hace gala algún periodismo al uso, que no entiende que no tomar posición es ya de hecho una posición, y la más peligrosa.

La otra decisión del documental, y que le da su estatura cinematográfica, es la cuidadosa distribución del referido material de archivo y los testimonios, evitando mezclas entre uno y otro que llevarían el testimonio a un cierto lugar manipulable a discreción de los documentalistas. "Pintar" los testimonios con archivos daba pie a ese tipo de manipulaciones en las que suele medrar la televisión. Escoger la estructura (menos atractiva visualmente, pero más responsable éticamente) de cabezas parlantes, permite además la ya mencionada humanización de los líderes de ambos bandos. ¿Se trata de una profilaxis histórica en donde el documental opera como un mecanismo exculpatorio al servicio de los bandos en guerra? Sinceramente no lo creo, pues el documental tiene, por otro lado, suficiente información complementaria para entender la amplitud y extensión de la tragedia provocada por la guerra en Colombia, y para ubicar el lugar que le corresponde a sus responsables. Y la mayor de esas tragedias, vivísima aún en este posconflicto que se arrastra con su coraza de dinosaurio, es no poder verle la cara al otro.

El documental es valioso y responsable precisamente porque contribuye a dar la cara, a ver el rostro. Que algunos lo condenen por eso da una señal de lo poco preparados que estamos para vivir sin un monstruo que, en su extrañeza, nos justifica y nos define.