sábado, 1 de noviembre de 2008

Víctor Gaviria, heredero de Tomás Carrasquilla. Anotaciones sobre el paraíso perdido

*Este texto fue leído en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, el 23 de octubre en la clausura del ciclo de conferencias "Los herederos de Tomás Carrasquilla".


"Yo que soy un hombre frágil de niño
tuve buenos años
me sentaba en el quicio de la casa y veía pasar la gente
con una fuerza terrible veía pasar la gente
y me enamoraba de las ventanas encendidas en los
edificios cercanos.
Había sitio para todos.
Nada era mejor que otra cosa. Esa es la infancia
que como un hombre religioso cada uno debe
esforzarse por traer
Como un sastre que es mago y poeta a la vez
Cada cual debe pulir ese traje que se llama Paraíso".
“Yo que soy un hombre frágil”, Con los que viajo sueño, 1980


1. El lenguaje o esa casa del ser

En 1994, el director Víctor Gaviria realizó para el canal regional Teleantioquia, una adaptación en tres capítulos del primer cuento de Tomás Carrasquilla, “Simón el Mago” (1890). Por aquel entonces, ya la obra cinematográfica de Gaviria había dejado de ser la evocación nostálgica y poética de la infancia o del pasado que puede verse en películas como Buscando tréboles (1979), La vieja guardia (1984), Que pase el aserrador (1985) o Los músicos (1986) y se había convertido en el vehículo para investigar el carácter de una nueva sociedad que emitía signos aparentemente indescifrables y desconectados. Con el largometraje Rodrigo D. No Futuro (1989) y el documental Yo te tumbo, tú me tumbas (1990), Gaviria dio, quizá por primera vez, la voz a unos sujetos que actuaban en el margen de la sociedad y se expresaban desde la plena conciencia de su subalternidad.

¿Pero puede tener voz alguien a quien las lógicas del mundo social han condenado a la posición de subalterno? La escritora india Gayatri Spivak, quien se plantea la pregunta, responde que el subalterno, como tal, no puede hablar, a pesar de que se le identifique a menudo con la oralidad: su subalternidad consiste, precisamente, en carecer de importancia o valor dentro de los códigos socioculturales dominantes: puede hablar pero no será oído. Para el investigador John Beverly, el cine de Gaviria soluciona este impasse al permitir que el subalterno hable desde su subalternidad, dándole el rol de estrella o protagonista y evitando lo que Foucault llama “la vergüenza de hablar por los otros”, característica del intelectual progresista.

Ese lugar del subalterno que habla en sus propios términos es uno de los elementos más problemáticos del cine de Gaviria – especialmente en su relación con un espectador que puede llegar a interpretar la fidelidad al lenguaje de los personajes como una agresión –, pero al mismo tiempo es lo que mejor define la originalidad y el horizonte ético de la obra cinematográfica del director antioqueño. El lenguaje de los personajes adquiere una centralidad que, sin embargo, ni está manipulada ni es gratuita. Para Gaviria:
En la simple expresión están las historias acumuladas de muchas personas con sus dolores y esperanzas. No me refiero […] al argumento, sino a la historia como memoria sinuosa, repetitiva, violenta, poética e incomprensible.
[…] El lenguaje de los personajes marca por supuesto una historia de frontera. A mí me parece importante y hasta necesario enfrentarse a esa extrañeza y que de alguna manera el espectador no entienda. El lenguaje, las palabras y hasta los grandes silencios de los actores hablan de y desde la experiencia, una experiencia que por definición se nos escapa, y que nos parece una serie de distorsiones, entre las cuales la lingüística es por irreductible ciertamente una muy agresiva. En otras palabras, lo que violenta al espectador no es la monstruosidad abstracta del lenguaje sino lo que ésta significa como diferencia.

Este “parlache” en el que se expresan los jóvenes protagonistas de Rodrigo D. o Yo te tumbo, tú me tumbas es, como lo definió en su momento Alfonso Salazar “portador de una axiología donde la agresión y la desvalorización del otro están en lugar de preeminencia”.

Tal lenguaje “ha aflorado en el apogeo del narcotráfico y la violencia juvenil que tiene sus raíces en los camajanes y malevos, personajes urbanos que desde la década del 50 incorporaron el lunfardo – el lenguaje de arrabal que llegó con el tango – y el espíritu de los guapos, personajes del campo antioqueño, jugadores, bebedores, devotos de la Virgen del Carmen y desafiantes permanentes de la muerte que se jugaban su vida en duelos de esgrima, con machetes y puñales, por amor o por honor”.

Mirado en el espejo de esa tradición, ciertamente marginal y no pocas veces reprimida, pero no por eso menos presente en la corriente sinuosa de la memoria social, el lenguaje de estos personajes se vuelve el resultado de un proceso histórico: deja de ser una excepcionalidad indescifrable para recuperar su lugar en la cultura de la región antioqueña. A través del lenguaje Gaviria restituyó estos sujetos a la tradición que les dio origen, les otorgó un lugar en la corriente aparentemente amorfa de los hechos: sus cuerpos desechables y abyectos tuvieron la posibilidad de ser representados.

Es una paradoja significativa que el siguiente trabajo importante de Gaviria después de Rodrigo y Yo te tumbo sea precisamente la adaptación de un cuento de Carrasquilla donde la oralidad es determinante. O que el propio Gaviria se haya interesado, años antes, en “Que pase el aserrador”, el cuento del también antioqueño Jesús del Corral que celebra sin mayores miramientos una tradición picaresca victoriosa como visión del mundo propia de la región y donde la oralidad está incluida en los propios mecanismos de enunciación.

Para Raymond Williams, la cultura antioqueña está influida principalmente por tres factores: el primero es su tradición de igualdad que ha fomentado una literatura basada en lo popular y regional y en la costumbre oral de narrar historias, como puede verse en “Simón el Mago” y “Que pase el aserrador”, precisamente los dos únicos trabajos de adaptación literaria directa emprendidos por Gaviria. Para Williams, estos elementos de oralidad distancian la literatura antioqueña de los modos escriturales y elitistas utilizados en el altiplano, que corresponden a las características de lo que Ángel Rama llamó la “ciudad letrada” y sus estructuras de exclusión o a lo que Malcolm Deas definió como las relaciones entre la gramática y el poder, que más adelante veremos expuestas con bastante claridad en el personaje de Fernando en La virgen de los sicarios. Para Carrasquilla, en cambio, y anticipándose en esto varias décadas a Gaviria: “Cuando se trata de reflejar en una novela el carácter, la índole de un pueblo o de una región determinada, el diálogo escrito debe ajustarse rigurosamente al diálogo hablado, reproducirse hasta donde sea posible”.

El segundo elemento distintivo de la cultura antioqueña, según Williams, es la fuerte presencia de una oralidad primaria en ciertas áreas rurales, durante el siglo XIX, y que produjo un impacto en la cultura escrita como se puede comprobar en Carrasquilla. El tercer elemento es la profunda reacción contra la modernidad en el siglo XX que podría ser explicada como un rechazo a la industrialización y sus valores, como un sentimiento de nostalgia del ambiente rural del siglo anterior, o como un deseo de parte de la élite de mantener una sociedad paternalista, amenazada por el desarrollo industrial. Williams concluye que todas estas manifestaciones son tan sólo sentimientos de nostalgia frente a la pérdida de la cultura oral.

Sería simplista decir que la obra de Gaviria, incluso antes de Rodrigo D., se mueva cómodamente en las coordenadas definidas por Williams para delimitar el campo cultural antioqueño. La tradición de igualdad, bastante discutible por cierto, como da testimonio la propia literatura de Carrasquilla, se transforma en el tiempo de Gaviria en la anárquica movilidad social promovida por el narcotráfico, que habría encontrado un terreno fértil en una sociedad proclive a los atajos legales y a las prácticas comerciales poco escrupulosas, de los cuales es un buen ejemplo la familia Alzate, protagonista de Frutos de mi tierra (1896) y sus dos hermanos que “se complementaban para formar, en unidad admirable, el genio mercantil”. Son los “señores de la nueva sociedad”, caracterizados, como los describió el historiador José Luis Romero “por una imaginación exacerbada por la ilusión del enriquecimiento repentino: en una jugada de bolsa, en una especulación de tierras, en una aventura colonizadora, en una empresa industrial; pero también en menesteres más insignificantes, como el acaparamiento de un producto, la obtención de una concesión privilegiada, la solución de un problema de transporte, de envase, de almacenamiento, o simplemente el cumplimiento de gestiones que dejaban una importante comisión”.


En la Antioquia de las décadas del setenta al noventa, en las cuales se desarrolla toda la obra de Gaviria, la anomia social se instaló inmediatamente después del institucionalismo católico, en un proceso de modernidad postergado tal como el que describe Rubén Jaramillo Vélez, donde nunca hubo “tiempo” para un proceso de secularización, siempre obstruido por el poder de la iglesia y el conservadurismo de las élites, empeñadas en hacerse del pueblo una imagen de minusvalía física y mental para preservar el orden paternalista y patriarcal que Williams llega a confundir con la tradición igualitaria.

En esa circunstancia histórica, mediada por un poderoso detonante exterior como el narcotráfico, se puede explicar el misticismo de la violencia que practican muchos de los sujetos de las películas de Gaviria, plenamente conscientes de su fugacidad pero empeñados en darle un sentido cuasi religioso a esas vidas que no “duran nadan”, que “no nacieron pa’semilla”. No se trata solamente de las balas rezadas o la invocación de distintos símbolos religiosos como se puede ver en La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo. Se trata ante todo de otorgar significación a esas vidas como son y no como deberían ser, de aceptar el presente como el único tiempo posible en estas existencias periféricas que nunca conocerán los consuelos del proyecto de vida de la burguesía, sostenido en la confianza de que el sacrificio de hoy será el placer de mañana.

“El sicario – escribe Alonso Salazar – ha incorporado el sentido efímero del tiempo propio de nuestra época. La vida es el instante. Ni el pasado ni el futuro existen”. A ese tiempo de la impermanencia en el que están arrojados los personajes de Rodrigo D. y Yo te tumbo, Gaviria opone el tiempo humanizado y denso de un relato (Ricouer ) que les permite brillar por un instante antes de apagarse en el vacío.

La presencia de una fuerte cultura oral, sí es, como se ha visto, un elemento de contigüidad entre el cine de Gaviria y la tradición cultural antioqueña, incluido Carrasquilla. Pero con el matiz descrito ya a partir de lo dicho por Alfonso Salazar: en esta nueva oralidad que el cine de Gaviria hace visible, es legible ahora una axiología de la agresión y la desvalorización del otro. ¿Puede ese lenguaje de la violencia seguir siendo, en sentido heideggeriano, “la casa del ser”? Gaviria está lejos de insinuar un sí o un no, pues difícilmente juzga moralmente a los personajes. Sin embargo, en su cuidadosa atención a la lengua de los sujetos que filma, él mismo ha anotado los matices de una nostalgia del ser, de la infancia, del pasado familiar. Escuchémoslo:
Hay otra expresión común entre los niños de la calle: fulano – dicen elogiándolo – “tiene mucha casa”. Es una variación de fulano “es un putas”. En La vendedora de rosas la casa, ese lugar imaginario de lo que falta en la vida, se convierte en un adjetivo. Quien tiene casa – aunque literalmente no la tenga – es alguien destacado.


“Para que zapatos si no hay casa”, dice melancólicamente un personaje infantil en La vendedora de rosas, dejando constancia de un reclamo de hogar que está por encima del consuelo pasajero de los objetos, que se exhiben a la vista de los niños de la calle en las vitrinas de los almacenes. Tanto en Rodrigo D. como en La vendedora de rosas, las epifanías de los personajes están relacionadas con la recuperación de los vínculos con un pasado familiar más armonioso que un presente sin sustancia ni profundidad: no se trata de cosas sino de afectos.

Y si bien el lenguaje de los personajes es testimonio de un presente degradado, él da cuenta, a través de sus intersticios, de una zona donde acechan también los deseos y ansiedades, de un mundo donde cada uno tiene su lugar y las cosas son arquetípicas. El lenguaje es lo único que les es propio y que escapa a los flujos e intercambios del capitalismo salvaje, lo único que tiene valor de uso más que valor de cambio.

Hablando de las historias que de niño le contaba su padre, Gaviria decía en entrevista con Jorge Ruffinelli: “Él alimentó nuestra fantasía. Pasábamos horas escuchándolo, hasta que nos dormíamos. Y cuando despertábamos, dos o tres horas después, proseguía”. En ese recuerdo idílico de la infancia, no es difícil identificar la atención extasiada de Toñito frente a la negra Frutos, quien lo embelesaba con “palabras sacramentales”, como las describe el narrador de “Simón el Mago”.

Por último, la profunda reacción contra la modernidad en el siglo XX que Williams acusa en el campo cultural antioqueño, no es difícil de comprobar en casos tan emblemáticos como los de Pedro Nel Gómez y su lucha contra las ideas del arte moderno en la primera mitad del siglo en Antioquia o la sospecha de Fernando Botero frente al arte de las vanguardias, aunque uno y otro supieron usufructuar las licencias de la modernidad. Esa contradicción también estuvo presente en Carrasquilla, como lo manifiesta su carta a Max Grillo: “Mi ideal es muy claro, Maximiliano: obra nacional con información moderna; artistas de la casa y para la casa”. En casos más concretos, nuestro escritor se fue directamente en contra del modernismo latinoamericano encarnado en figuras como Sarmiento, Martí, Rodó y Darío.

Edison Neira problematiza la acusación de reaccionario que contra Carrasquilla han emprendido figuras intelectuales como Gutiérrez Girardot. Según Neira “Para Carrasquilla el ‘dandismo cerebral’ suponía el reconocimiento de la existencia de este fenómeno en el contexto centroeuropeo y la ausencia de las condiciones de gestación en el ambivalente contexto hispanoamericano, donde se relegaba la posibilidad de producir un artista y se marginaba al que marginalmente surgía”. La reacción antimoderna de Carrasquilla correspondería, en este sentido, a una especie de mecanismo autodefensivo que lo protegía de una temible feminización del arte, de un amaneramiento a lo José Asunción Silva, poeta al que sin embargo Carrasquilla, de opiniones contradictorias y complejas en materia de arte, fue uno de los primeros en apreciar.

El antioqueño fue un arte “duro, sólido y austero” tal como lo definió en su momento el poeta Luis Vidales, y que se blindó en esa barrera para evitar la invasión de delicadezas de origen ajeno. Podemos llamarlo realismo y asociarlo con la dureza del paisaje aun a riesgo de caer en una simplificación. Kurt Levy, el primer biógrafo de Carrasquilla lo describe así: “se quedó en su casa, fija la penetrante mirada en Antioquia, en sus viejas calles, en sus broncas montañas, en los rostros familiares”.

Carrasquilla encontró vías de escape para hacer visibles las miradas subalternas y oblicuas sobre el mundo a través sobre todo del rico repertorio de personajes femeninos que atenúan las líneas duras de su trazo. Marginal él mismo, por su condición de artista en una sociedad que ponía excesiva atención al cuidado de la hacienda o por una homosexualidad asumida quizá en secreto y de manera expiatoria, fue capaz de ubicarse a una prudente distancia desde donde observar, como Gaviria, “con una fuerza terrible” “pasar la gente”.

Para Carrasquilla, en su entronque realista, la naturaleza es más bella que el arte, aunque la sola imitación no consiga la belleza, pues hacen falta el corazón y la cabeza del artista. Víctor Gaviria hereda sin lugar a dudas los lineamientos inconscientes de ese arte “duro, sólido y austero” o por lo menos termina en esa tradición, después de sus inicios en la poesía intimista y coloquial y en un cine de clara vena poética y evocativa. Las influencias que formaron la vocación realista del cine de Gaviria son diversas y si se quiere contradictorias, pues son una mezcla que incluye desde el neorrealismo marxista y católico de Pasolini hasta el pathos surrealista de Herzog. El realismo de Gaviria además de dialogar de manera natural con la tradición cultural antioqueña, y dentro de ella, se abre a influencias externas inevitables en un campo de producción como el cine obligado por su misma naturaleza a los cruces fronterizos.

Toda la obra cinematográfica de Gaviria demuestra un especial cuidado en la construcción de una voz colectiva que es difícilmente asimilable por la experiencia de la subjetividad burguesa, claramente individualizada. En Simón el Mago, escenas audiovisualmente muy bien logrados corresponden a los momentos en que las mujeres tejen o juegan naipes, y donde Gaviria sabe construir un tejido de rumores y sonidos que progresivamente van perdiendo diferenciación: se trata de una representación literal de la voz del sujeto colectivo. En la obra entera de Gaviria los personajes hablan pero a la vez son hablados por la tradición que encarnan: el lenguaje, valga decirlo una vez más, es una axiología. Y en las periferias, donde las subalternidades son colectivas más que individuales, el lenguaje transmite de manera vívida los valores de la comunidad.

El sujeto colectivo operó como un fetiche para el Nuevo Cine latinoamericano posterior a la Revolución cubana y en general para los cines del Tercer Mundo empeñados desde el comienzo de los sesenta en un proyecto político de concientización de las masas a través de películas de alcance épico y eminentemente ideológicas. Pero Gaviria, como lo afirma John Beverly, denuncia sutilmente esa pretensión de la izquierda y los intelectuales progresistas que consiste en hablar por los otros. Beverly describe el altercado entre Gaviria y la investigadora argentina Beatriz Sarlo en el estreno norteamericano de La vendedora. En esa ocasión Sarlo le preguntó a Gaviria si sus representaciones de la marginalidad y la abyección favorecían el quietismo político de los espectadores cómodamente instalados en un lugar seguro. Beverly acusa a Sarlo de ser precisamente el tipo de intelectual progresista que se considera el mediador necesario de una reforma social. Para Gaviria en cambio el cine no es un lugar de redención pero permite fijar unas vidas que sólo se concretan como tales en el momento en que se vuelven relato, tiempo humanizado, en donde “lo borrado de la representación, lo sumergido en lo irrepresentable [produce una] sombra de duda en medio de tanta visibilidad satisfecha”.

Pero ese relato en la obra de Gaviria es construido al lado de los sujetos filmados y en sus propias condiciones de enunciación. No es traducido por el director para tranquilidad y bienestar de los espectadores. Para Carrasquilla, como para Gaviria, “la palabra es el alma, entonces no hay mejor camino para conocer al individuo y a la colectividad. Por eso no puede cambiarse por otra más correcta ni más elegante, pues se despojaría a los personajes de su nota más genuina y carecerían de toda verosimilitud”.

Pero hay mucho trecho entre la oralidad venida a través de Carrasquilla y la de Gaviria como testigo de la Antioquia contemporánea, entre los finales del siglo XIX y los del XX. Aunque ambas épocas comparten la incertidumbre de profundos cambios sociales, lo que la obra de Gaviria testifica es la perdida irremediable del paraíso, perdida que no incluye siquiera la posibilidad de esa nostalgia que Williams veía como el motor de la cultura antioqueña. La posibilidad de la nostalgia sobrevive en la dimensión más íntima de cada persona pero ha sido aniquilada como utopía colectiva en una sociedad que no tolera más los elementos heterogéneos y ha tenido notable éxito en su eliminación.

Así, mientras los chismes y rumores en Simón el Mago son la tranquilizadora melodía de la tradición, un discurso subalterno pero todavía asimilable, en la trilogía que conforman Rodrigo D., La vendedora de rosas y Sumas y restas lo “diferente se desborda” y “amenaza con su diferencia”. La polémica escena del Metro de Medellín en la adaptación cinematográfica de La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 2000) es una demostración inmejorable de esa intolerable diferencia. Cuando Fernando recibe una sarta de insultos que incluye pirobo y gonorrea, responde “Qué riqueza de lenguaje la de estos caballeros. No salen de gonorrea y pirobo. Si supieran con quien están tratando. Con el último gramático de Colombia. Con el que descubrió el proverbo. ¿Qué saben qué es? Es la palabra que está en lugar del verbo. Un ejemplo: dijo que lo iba a matar y lo hizo. Este ‘hizo’ que está en lugar de ‘matar’ es el proverbo”. Entretanto la cámara va a un primer plano de la mano de Alexis alistando su pistola.


Para Geoffrey Kantaris, “las palabras de Fernando aquí, como en muchas secuencias de la película, actúan como ‘proverbos’, es decir como generadores de actos de violencia. En esta secuencia la película nos hace conscientes de esta relación directa entre una gramática de clase amenazada por los lenguajes populares, por la presencia del otro ‘sucio’ e ‘inculto’ en la ciudad letrada, y la violencia generada desde ella que va destruyendo este mismo concepto de ciudad como escenario de privilegios”.


En relación con lo anterior y para finalizar, corresponde decir que el desarrollo antioqueño nunca pudo enfrentar las consecuencias plenas de un proceso de modernización y terminó por confinar este proceso a una acumulación obsesiva de capital que destruyó el paraíso y convirtió los frutos de la tierra no en usufructo de todos, de acuerdo con las promesas de una sociedad democrática sino en rapiña de pocos. Una vez más, es José Luis Romero quien mejor describe las líneas generales de este proceso:
Las nuevas burguesías – a diferencia del viejo patriciado – constituyeron una clase con escasa solidaridad interior, sin los vínculos que proporcionaba al patriciado la relación de familia y el estrecho conocimiento mutuo… se constituyeron como agrupaciones de socios comerciales, cada uno de ellos jugándose el todo por el todo dentro de un cuadro de relaciones competitivas inmisericordes en el que triunfo o la derrota – que era como decir la fortuna o la miseria – constituían el final del drama.

Es fácil reconocer en las anteriores palabras la euforia capitalista que desencadena el narcotráfico y que Sumas y restas describe tan vívidamente. Lo que pretendió este recorrido es situar una línea de continuidad de esos flujos capitalistas más larga en el tiempo de lo que habitualmente se quiere reconocer y ubicar su origen desacralizador en los comienzos mismos de la industrialización antioqueña.

Es así como la muerte de señá Mónica, la madre de los Alzate en Frutos de mi tierra, le sirve a Carrasquilla para mostrar cómo incluso el espacio sacramental de la muerte se ha perdido por la fiebre de acumulación. “Ocho días después se vendieron en el almacén de los Alzate el pañolón y los zapatos de la muerta”, describe lacónicamente el narrador. A finales del siglo XIX, la escritura de Carrasquilla en Frutos de mi tierra desliza ese fino detalle de observación psicológica que opera como una acusación de los procedimientos de una clase social emergente que pone todo su empeño en adquirir objetos que redunden en una mayor distinción social.

Al artista enfrentado a esa devastación le corresponde recordar siempre que el ser humano puede ser algo más que aquello a lo que el poder o la ambición lo quieren reducir. En “Simón el Mago” Toñito en su intento de volar termina de bruces contra el suelo de un chiquero; en La vendedora el deseo de Mónica de estar en familia en la noche de navidad sólo se consigue por la mediación del sacol, y después viene la muerte; el traqueto que en Sumas y restas llega a tener en sus manos el destino del hijo del antiguo patrón de su papá termina despanzurrado por las balas mientras el niño rico coge un taxi a El Poblado. “Todo el que quiere volar…¡chupa!” como Calixto Muñetón, la voz del pueblo, sentencia categóricamente en “Simón el Mago”. Pero si no lo intentamos, con qué derecho nos podremos seguir llamando humanos.

domingo, 21 de septiembre de 2008

15 años de cine colombiano. 1993-2008. Retrato de un eterno adolescente

*Artículo publicado en la revista Cambio No 794. 18-24 septiembre, 2008.


El colega Alberto Aguirre ha escrito muchas veces que el cine colombiano es un nonato. Es mentira. En realidad ha nacido muchas veces, pero llegado a cierta edad presenta una penosa resistencia a madurar. En su última vida es un adolescente de 15 años cuyo futuro muy pocos se atreven a predecir. Los siguientes son brochazos de su historia:


En diciembre de 1993 apenas nos reponíamos del 5-0 de Colombia sobre Argentina cuando La estrategia del caracol empezó su escalada de éxito; el país entero andaba en una fiebre nacionalista comparable a la de estos tiempos de seguridad democrática. Desde un año antes se velaba el cadáver de Focine, entidad estatal que, a trancazos, mantuvo activa la producción de cine nacional durante tres lustros, y se abría una etapa de incertidumbre sobre la posibilidad, siempre diferida, de hacer películas de manera continua y con estándares industriales.


Muchos directores de la época de Focine encontraron refugio en la televisión. Otros, como Luis Ospina, iniciaron una muy consistente obra en video que elevó los valores expresivos del nuevo medio. Desde entonces, el video fue el formato casi obligado de una enorme producción documental que muestra un país más ancho y ajeno que el de los grandes medios.


En ese ambiente de retirada ocasionado por la muerte anunciada de Focine, los impresionantes resultados logrados por la película de Sergio Cabrera fueron un poderoso incentivo y un modelo aparentemente viable para mantener vivo el cine nacional, combinando el viejo esquema de la coproducción con apoyos locales privados como el que La estrategia recibió de Caracol.


Entretanto, las salas de cine estrenaban de manera aislada algunos títulos colombianos. En 1995, La gente de La Universal fue, además de un taquillazo, una película que motivó enconadas discusiones sobre la representación de lo nacional propuesta por Felipe Aljure, su galería de personajes y su irreverente lenguaje cinematográfico. La producción, si se repasan los títulos estrenados, no se paralizó con la muerte de Focine. Pero los esfuerzos individuales que la mantuvieron, librados a las fuerzas del mercado, no eran acompañados de ningún tipo de política que garantizara su continuidad.


En agosto de 1997 empezó funciones el Ministerio de Cultura y se crearon la Dirección de Cinematografía y Proimágenes en Movimiento, bajo el mandato de la Ley General de Cultura, que afirmó la importancia del cine para la sociedad y dispuso la necesidad de fomentarlo. Al poco tiempo, los resultados empezaron a ser visibles: apoyo a largometrajes, renovación generacional gracias a las convocatorias de cortos, recuperación de películas del periodo silente. Pero resultaban insuficientes y dependían del capricho de cada gobierno.

Entretanto, el segundo largometraje de Víctor Gaviria, La vendedora de rosas, llevó de nuevo al cine colombiano a la exclusiva vitrina de la selección oficial del Festival de Cannes en 1998 e inauguró discusiones aún no superadas sobre los temas de nuestras películas. Un ciclo insistente sobre la violencia, el narcotráfico y la corrupción empezó a ser identificado con todo el cine colombiano, sin duda porque estos temas dominaban los títulos de mayor impacto. Soplo de vida participó del ciclo en clave de cine negro, La virgen de los sicarios vertió en imágenes del impaciente mundo de Fernando Vallejo y Terminal mostró un mundo íntimo fracturado por el conflicto social. Dago García, por su parte, lideraba las huestes de un cine de corte popular y lenguaje televisivo, que desde esos años y hasta ahora ha mantenido un público fiel.


Cuando en 2003 se aprueba la Ley de cine, después de una larga lucha del sector audiovisual, las apuestas están sobre la mesa. Críticos, academia, sectores del gobierno y algunos directores, defienden un cine de visiones críticas, eficaz para la memoria histórica y la construcción de los públicos; otros sostienen el imperativo del entretenimiento y la industria. Esta visión en blanco y negro es desbordada por uno de los períodos de mayor inestabilidad de la historia del cine, con cambios tecnológicos que han modificado de manera formidable los procesos de producción, comercialización y consumo de películas.


Algunos de los primeros filmes estrenados después de la Ley reafirmaron los prejuicios del público. El Rey, Sumas y restas y Rosario Tijeras, con sus relatos de proporciones épicas, fueron éxitos de taquilla que invisibilizaron propuestas como La sombra del caminante, donde las huellas de la violencia encuentran formas de cicatrización; La primera noche, que asume claramente el punto de vista de las víctimas; el extraordinario cortometraje La cerca, que nos muestra, en un ambiente campesino, el palimpsesto de violencias que es la historia de Colombia, o María llena eres de gracia, una película en clave menor agrandada por los éxitos de Catalina Sandino.


El cine colombiano reciente no es ajeno a una sociedad permeada por la visión del mundo y los valores de la mafia. Tampoco a la desorientación general de la cultura nacional, una vez se ha perdido el faro de los viejos maestros del pasado y todo parece haber quedado en manos del esnobismo y la propaganda mediática. Un círculo vicioso de dinero, poder y corrupción atraviesa la mayor parte de las últimas películas, incluso aquellas realizadas en tono de comedia como Soñar no cuesta nada o Bluff, y público y crítica ya no saben si esa sobreexposición implica una posición crítica o la cínica aceptación de un mundo degradado. En los guiones de filmes como Paraiso Travel, Los actores del conflicto o La milagrosa, se sigue apelando a soluciones esquemáticas que impiden tomar en serio lo que se cuenta, aunque no se trate explícitamente de comedias. Las puestas en escena, por su parte, corroboran esa falta de verosimilitud. Hay un gran temor por llegar hasta las últimas consecuencias de investigar la realidad a través del cine, como lo ha logrado en algunos casos Víctor Gaviria, reconocido por la mayoría como nuestro mejor director. Y el temor aumenta ante la presunción de que el público no quiere un cine que procese los traumas históricos del conflicto colombiano en sus distintos niveles y que, en cambio, va al cine sólo a divertirse.


En cambio, los presupuestos inflados, la incapacidad de plantear alternativas distintas a la promoción a través de los dos canales privados de televisión, la aceptación sumisa de su lógica del espectáculo y el desprecio por la inteligencia del espectador se repiten de película en película. Nuestro cine reciente luce provinciano y patriarcal. El desafío de los cines nacionales, en las actuales condiciones, no sólo consiste en mantener cautivo a un público local generalmente esquivo y cambiante, sino en lograr reconocimiento en otras fronteras, para tener acceso a esquemas de producción más internacionales. El sector audiovisual le pide, a público y crítica, paciencia, paciencia, paciencia. Desde esta barrera, y para no desentonar con la fiebre nacionalista, le pedimos trabajar, trabajar y trabajar.

miércoles, 9 de julio de 2008

Los niños en el cine colombiano o de un país que mató la inocencia

*La siguiente es la ponencia presentada el día 29 de junio en el Museo de Arte Moderno de Medellín durante el Festival Sin Fronteras, cuyo tema central fue relaciones adultos-niños.

En el registro más antiguo de cine nacional que se conserva, La fiesta del Corpus celebrada el domingo 6 de junio, filmado por los Di Domenico en 1915, hay legiones de niños solemnes y enfilados, sobrellevando el deber de rendirle homenaje a la patria o a la religión, que en la Colombia conservadora de comienzos del siglo XX, eran para muchos una y la misma cosa.

Registros que se presumen contemporáneos de las Di Domenico son los de otro italiano: el fotógrafo y empresario Floro Manco, avecindado en la costa Atlántica y de cuyo archivo es posible extraer imágenes de una niñez despreocupada y retozona, que se prepara para el carnaval pagano en medio de disfraces y chascarrillos.

Las primeras imágenes, las de los Di Domenico que veremos enseguida, corresponden a una Colombia oficial e idealizada, un país con un sustrato y una identidad homogéneos cuyas garantías de estabilidad son la fe católica y la inalterabilidad de las instituciones políticas y sociales. El segundo tipo de imágenes, las de Floro Manco, son excepcionales porque representan un tipo de filmación espontánea y casera, que si bien ha sido abundante en el cine colombiano no se consideró casi nunca parte de la historia oficial de nuestro cine. El propio Floro Manco se ganó la vida y el prestigio filmando documentales de carácter comercial como El triunfo de la Fe, sobre una fábrica de cigarrillos del mismo nombre en la ciudad de Barranquilla. El lenguaje institucional no pocas veces demagógico y patriotero, la timidez frente al poder, la imposibilidad de cuestionar la realidad política y social del país más allá del argumento melodramático del amor imposible entre ricos y pobres, fueron algunas, entre muchas, de las limitaciones del cine colombiano silente que abarca el periodo comprendido entre 1915 –año de producción de los registros más antiguos que se conservan- y 1937 –año de la primera película sonora-.

En un cine amordazado por estas carencias, resulta evidente que los niños tenían poco juego. Aparecen sí, y con mucha frecuencia, como parte del decorado, preferiblemente en grupo, como se verá en las procesiones del Corpus y en las abundantes tomas de los documentales para la Beneficencia de Cundinamarca realizados por los Acevedo, donde se puede ver a los niños pobres redimidos por la caridad oficial. Pero un niño como personaje, con un carácter propio, es algo todavía lejano a las posibilidades de este incipiente cine colombiano.

SECUENCIA ARCHIVOS DI DOMENICO Y FLORO MANCO

No es probable que Máximo Calvo, Gonzalo Mejía, los Acevedo o los Di Domenico, algunos de los grandes empresarios y artistas del cine colombiano silente, conocieran los estudios de Freud sobre la sexualidad infantil o la celebración de la infancia como patria mítica del hombre, a la usanza de las vanguardias europeas, especialmente el surrealismo.

En cambio, en el cine nacional, ocurre un curioso pero bastante lógico fenómeno de inversión: los personajes femeninos se infantilizan. Se transfiere a ellos toda la bondad, virtud e indefensión habitualmente asociada a los niños. María, el primer personaje de ficción del cine colombiano, tomado directamente de la novela de Isaacs, es una niña eterna cuyo proceso de convertirse en mujer queda interrumpido por la muerte. Las mujeres protagonistas de otras películas de los años 20 como Bajo el cielo antioqueño y Alma provinciana exhiben la misma aura de virtud: están sobreprotegidas por un círculo familiar cuyo faro es la autoridad paterna y el destino lógico es que pasen de la protección del padre a la protección del esposo.

Por supuesto que este esquema idílico, en ambas películas, sufre tropiezos y es objeto de gestos de protesta y rebeldía, pero finalmente el equilibrio se restablece y el orden social y moral no es cuestionado en profundidad. El amor se plantea como alternativa para superar barreras sociales sobre un fondo que, salvo por esa excepción, permanece inalterable.

La siguiente secuencia, con un personaje infantil a bordo, no sólo nos permite ver la sobreprotección de la autoridad familiar y la falta de autonomía de Lina, la protagonista, sino la puesta en escena de la relación entre trabajo y moral, elemento clave de la película.

SECUENCIA BAJO EL CIELO ANTIOQUEÑO

Este esquema de conformismo moral y político se repite a grandes rasgos en el cine sonoro de los años 40, o más valdría decir, del periodo 1941-1945, donde se vive un boom de producción similar al de los años 20. Los personajes femeninos siguen siendo dependientes y sobreprotegidos, es decir permanecen infantilizados, pero acceden a ciertos gestos de autonomía, mayores y mejores, en cantidad y cualidad que los emprendidos por sus homónimos de los 20. La joven campesina de Flores del Valle ha sido educada con esmero y considera que su educación, tanto como su virtud, aumentan su valor como mujer, un pensamiento improbable en la década del 20, pero que se explica en un momento, los años 40, donde la mujer, gracias a las reformas de López Pumarejo, pudo acceder a la educación universitaria. La protagonista de Allá en el trapiche, que pertenece a una familia de la burguesía rural, viaja a Estados Unidos y se libera, por lo menos temporalmente, de la estricta vigilancia paterna.

Pero es curioso que incluso en las propias sinopsis de las películas, escritas en la época de su estreno, se acentúe el carácter infantil de estos personajes femeninos. En la de Allá en el trapiche se lee: “El padre de Dorita tuvo que hipotecar la hacienda para costear el viaje de la niña y ahora la tiene que pagar”. En la de Sendero de luz: “La niña se decide por el herido, el bandido es apresado y el amigo, derrotado, se marcha ‘por un sendero de luz’”. En ningún caso se trata de niñas sino de jóvenes casaderas o muchachas en flor que conviene eternizar en su niñez con el propósito inconsciente de neutralizarles su sexualidad, potencialmente peligrosa y desestabilizadora del orden tradicional.

DOS DÉCADAS “COMPROMETIDAS”
En la década del 50 el arte colombiano entra en un periodo de extraordinaria fecundidad. Una gran parte de quienes hoy reconocemos como los maestros de la plástica o la literatura dan a conocer en esos años sus más logradas obras de juventud: García Márquez, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Lucy Tejada, Cepeda Samudio, Jorge Gaitán Durán.

El cine colombiano estuvo parcialmente al margen de estos movimientos de la plástica y la literatura que renovaron la pregunta por un arte nacional y que dieron como respuesta unas prácticas artísticas donde no se le temía a las influencias internacionales enriquecedoras pero tampoco a las tradiciones vernáculas. Sin embargo, en una película aislada, La langosta azul, confluyen muchos de los intereses que estaban en juego para los artistas de esa época: la imagen antes que la narración, la atmósfera antes que la anécdota. En este experimento colectivo en el que participaron Grau, García Márquez, Luis Vicens, Nereo López, Cecilia Porras y Cepeda Samudio, la infancia sí es la patria mítica del hombre, por mucho que se trate de miserables niños de Ciénaga a la saga de un cometa-langosta radioactivo. Siempre se ha dicho que esta película se mueve entre el registro documental y la experiencia surrealista y no hay nada más surrealista que la celebración del asombro infantil, un asombro que suspende provisionalmente la interpretación moral de los hechos, algo inédito hasta ese momento en el cine nacional.

SECUENCIA LA LANGOSTA AZUL

La langosta azul es un fenómeno por completo insular dentro del cine colombiano que no generó escuela ni tradición. La pregunta por un cine nacional, promovida antes por la crítica que por los realizadores, fue creciendo lentamente y ya estaba madura en los años 60, como un coletazo de los movimientos en la plástica y la literatura que reclamaban al mismo tiempo la autonomía del arte y un nuevo tipo de compromiso del artista con la realidad. Frente a esta última disyuntiva, un grupo importante de realizadores de cine asumió su trabajo con un sentido político y de participación directa e inmediata en la búsqueda de un cambio social.

La niñez, maltratada, interrumpida, explotada, se convirtió en el máximo escándalo posible y la suprema acusación a una sociedad inmoral. No hay que olvidar que películas de la época como Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), Río cuarenta grados (Nelson Pereira Dos Santos, 1955), Pather Panchali (1955), primera parte de la trilogía de Apu, del director indio Satyajit Ray y Tire die (Fernando Birri, 1960), causaron un tremendo impacto por su potencia documental pero también por el furor moral para desenmascarar, desde el Tercer Mundo, la indiferencia de una sociedad que, como lo decía Buñuel, se escandalizaba por un ojo cortado o por una escena sexual explícita pero no por el hambre de otro ser humano.

Los documentalistas colombianos Marta Rodríguez y Jorge Silva absorben no sólo el reclamo por un cine combativo y beligerante, compañero de lucha de un proyecto político, sino las más modernas técnicas y escuelas del documental. Marta había estudiado en Francia con el gran documentalista Jean Rouch, mientras Jorge era a su vez un artista de la imagen en su calidad de fotógrafo y un intelectual que leía sin aparente contradicción a Marx y a Freud. Todos esos ingredientes se combinan en la obra documental de este par de realizadores que comienza con Chircales, una película filmada durante cinco años (1967-1972) entre los trabajadores de unas ladrilleras al sur de Bogotá.

El cuidado y delicadeza con que se muestran las condiciones de vida y de trabajo de los chircaleros es una evidencia de la seriedad de un proyecto documental que no pretende la denuncia emocional y de impacto inmediato, sino el análisis de las fuerzas económicas y culturales que hacen posible la explotación laboral y la enajenación religiosa, como si fueran una y la misma cosa. La imagen emblemática de Chircales es la de aquel niño que carga una fila de adobes en sus espaldas, pero la presencia de los niños en este documental no se reduce a su carga simbolizante. El documental investiga el impacto de la fuerza de trabajo infantil en el ciclo productivo y el significado que para una familia de sustrato campesino y católico tienen los hijos.

La niñez no aparece aislada de su contexto social; el maltrato infantil no ocurre en el vacío ni se le achaca a una degeneración biológica de las clases bajas. Hace parte de un engranaje de inequidad cuyos beneficiarios aparecen claramente denunciados.

Una de las secuencias más impactantes es la preparación de la primera comunión de la hija de los chircaleros, chircalera ella también, donde a pesar de la ternura en la mirada de los documentalistas quedan claro los componentes de alienación religiosa que hacen posible la situación.

SECUENCIA CHIRCALES

Rodríguez y Silva fueron, sin embargo, una excepción en un cine político que en su mayoría derivó hacia el panfleto superficial lleno de cifras, consignas e imágenes meramente ilustrativas. La ley de sobreprecio que se aprobó en los años 70 con la intención de favorecer la producción de cortometrajes nacionales y con la esperanza de crear las bases para una industria del largometraje hizo posible el incremento de este tipo de trabajos marcados por el miserabilismo y la ingenuidad política.

A finales de la década del 70 el estreno del largometraje Gamín estuvo en el centro de la atención por su éxito obtenido en escenarios internacionales, especialmente europeos, conmovidos ante la denuncia de las formas de vida, de violencia pero también de solidaridad, entre los niños de la calle en Bogotá. Filmada con una cámara distante y ascéptica, esta película de Ciro Durán nunca genera una impresión de empatía humana entre quien filma y dispone de los medios técnicos de la representación, y quien es filmado y expuesto ante la mirada de una cámara y un espectador impúdicos. Aunque la película trata de dar una explicación global de la niñez desamparada como resultado de un desequilibrio social de largo alcance, los instrumentos de análisis son toscos y la elaboración formal es cuestionable, a pesar de que, a fuerza de teleobjetivos, logre imágenes que desarman la sensibilidad del espectador. Pero en Gamín, los personajes infantiles se antojan intercambiables: si pones ancianos y dices lo mismo la película sería igual, lo que habla de su esquematismo y falta de matices.

SECUENCIA GAMÍN

La banalidad ética y estética de este tipo de documentales son el blanco de los ataques de Carlos Mayolo y Luis Ospina en Agarrando pueblo, un falso documental de 1978, entre cuyas virtudes está el haber introducido para siempre en el cine colombiano la discusión sobre la pornomiseria. Mayolo y su camarógrafo, interpretado por Eduardo Carvajal, pasean por Cali buscando ilustrar para un documental de producción europea las distintas formas de miseria de una ciudad del Tercer Mundo. Es la gran puesta en escena de la pobreza y el desamparo: locos, niños de la calle, familias hacinadas, ¿qué más de miseria hay?, pregunta Mayolo en su voraz cacería de imágenes impactantes para unos ojos europeos ávidos de dolor ajeno. Mayolo y Ospina cuestionan la relación entre quien filma y quienes son filmados, y la supuesta superioridad del primero sobre los segundos. No hay nada específico sobre la niñez en Agarrando pueblo salvo las imágenes sumarias robadas por un camarógrafo para quien todo tiene igual valor en su propósito de “denunciar” la miseria. Y donde todo da igual en realidad nada importa.

SECUENCIA AGARRANDO PUEBLO

LA EDAD ADULTA DEL LARGOMETRAJE
La combinación de influencias literarias, musicales y cinematográficas produjo esa visión distorsionada del mundo característica del grupo de Cali. El cine de terror, las novelas góticas, la salsa, la literatura de Vargas Llosa, la tradición oral y popular del Valle del Cauca, las obsesiones de Andrés Caicedo, entre otras, están presentes de una u otra manera en los largometrajes de Carlos Mayolo y Luis Ospina en los años 80, época de un notable incremento en la producción de cine nacional favorecido por el apoyo de Focine.

Tanto Pura sangre como Carne de tu carne se mueven entre la representación de la idiosincrasia vallecaucana y la crítica a sus clases altas acusadas de vampirismo y degradación moral, y el juego con la cinefilia; es decir entre el realismo crítico y el artificio cultural, y este último termina ganando. En Pura sangre un terrateniente de la oligarquía azucarera del Valle del Cauca necesita sangre joven y de su mismo sexo para sobrevivir a una extraña enfermedad. Sin embargo, de esta película de Luis Ospina se recuerda mucho más la perversión del personaje de Mayolo violando a los niños antes de desangrarlos y justificándolo con un billiwilderiano “Nadie es perfecto”, que la metáfora de una clase dirigente chupando las fuerzas vitales del pueblo, viviendo a expensas de él y creando chivos expiatorios como el monstruo de los mangones para aterrorizar a la población.

Asimismo, en Carne de tu carne, el incesto de los adolescentes y las fuerzas del mal que se desencadenan a partir de ese hecho se vuelven protagónicos frente a la mirada sutil pero corrosiva que en la primera parte de la película Mayolo dirige a su propia clase social: una oligarquía enajenada que añora a Laureano Gómez y considera sagradas la propiedad privada y la familia que la hace posible.

En estas películas de Ospina y Mayolo la niñez es a la vez víctima y heredera de la culpa de los padres. En Pura sangre, la sangre nueva de los niños es necesaria para que el sistema vital del anciano terrateniente mantenga su vigor y para que el mundo siga su marcha en un estricto equilibrio entre ricos que vampirizan y pobres que son vampirizados.

En Carne de tu carne, la corrupción moral de una familia de la misma oligarquía vallecaucana se concentra en el acto transgresor de sus jóvenes herederos, un acto que rompe el equilibrio momentáneamente. Pero este equilibrio no se rompe en el plano del realismo que sostenía la película hasta ese momento. Justo cuando las fuerzas del mal se desencadenan la película se torna llena de referencias al cine de género, deriva hacia un artificio tranquilizante para el espectador. De la crítica demoledora se pasa a un juego sin consecuencias cuyo horizonte ya no es el realismo social sino la cinefilia.

SECUENCIA CARNE DE TU CARNE

LOS NIÑOS SIN TIEMPO
El ciclo cinematográfico de Víctor Gaviria empieza en las fronteras de la tradición literaria antioqueña de figuras como Tomás Carrasquilla o Jesús del Corral y en la celebración de cierta picaresca paisa y termina en la tragedia de esa misma picaresca, quizá, pero adaptada al mundo de los rápidos flujos comerciales del crimen internacional, con un sustrato campesino y católico vigente aunque por completo transformado.

En Rodrigo D. Gaviria hizo visible por primera vez la existencia de unos jóvenes casi niños que en medio de su desconcierto vital asumían posiciones anárquicas y radicales en las que estaba en juego la propia vida. Si Ospina, Mayolo o Andrés Caicedo impugnaban su origen social en su búsqueda de desclasamiento, tal como lo hacen los personajes de Angelitos empantanados o los incestuosos protagonistas de Carne de tu carne, la relación de Gaviria con su cultura es distinta aunque no menos paradójica.

Víctor Gaviria nació entre las clases medias antioqueñas de tradición igualitaria y con una fuerte valoración del trabajo y el ahorro. Pero el director no puede disimular su fascinación cuando encuentra en las entrañas de esa misma cultura que lo formó, unos gestos de despilfarro e impugnación radical de los valores heredados. Los jóvenes de Gaviria son ahora jóvenes que viven por fuera del tiempo de las clases medias que es el tiempo medido y valioso de la productividad, enfocado hacia un futuro de reposo y estabilidad. Por el contrario, estos muchachos gastan su tiempo sin pudores y viven en el puro presente, resolviendo problemas urgentes y haciendo cruces que garantizan una satisfacción inmediata.

Eso ya era real en Rodrigo D. Pero en La vendedora de rosas Gaviria centra su interés en lo que significa, en este caso para un grupo de niños, vivir por fuera del tiempo de las costumbres y las rutinas familiares que un hogar garantiza. Mónica, el personaje protagonista de esta película, interpretado por Leidy Tabares, es quien busca afanosamente recomponer esa cohesión perdida, celebrar la Navidad y detener el río del tiempo en el instante mágico de la comunión familiar presidida por la abuela. Sabemos que no lo logra y que el río del tiempo se vuelve un río de sangre como lo mostrará unos años después Barbet Schroeder en su adaptación de La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo. Si bien en Gaviria no hay la nostalgia por el pasado perdido que sostiene la obra de Vallejo, ambos están hablando de la misma transformación social.

SECUENCIAS LA VENDEDORA DE ROSAS Y LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

EL CINE AHORA
El cine colombiano actual vive polaridades que no son nuevas para los largometrajes nacionales: realismo vs géneros, cine personal vs cine comercial, centro vs región. En cualquier caso, la relación del cine colombiano con la realidad del país es traumática y termina perneando de una u otra forma las decisiones sobre temas, locaciones, tipo de actores o énfasis narrativos.

Para la generación de Focine (pensemos además de los mencionados hasta ahora en Camila Loboguerrero, Pacho Norden y Lisandro Duque) enfrentar críticamente la realidad social y política del país era un imperativo categórico. Las nuevas generaciones se siguen planteando el dilema de hacer un cine trascendente en términos políticos también pero están mucho mejor dispuestas a hacer simples divertimentos, a jugar al género, a explorar la imagen por el puro placer estético. Por otra parte, la capacidad de la actual generación de comprender los hechos sociales de manera global y de tomar posición ante ellos, es mucho menor o por lo menos les genera mayor desconfianza y apatía.

La agenda de los largometrajes colombianos es, hoy por hoy, en su mayor parte, definida desde un punto de vista muy patriarcal, donde preocupan los grandes hechos sociales en su efecto más exterior o trasvasados al lenguaje y las convenciones del cine de género. El resultado es una muy poca atención a la infancia, a los dramas íntimos, al realismo de lo cotidiano. En eso como en otras cosas el cine colombiano le da la espalda a las grandes tendencias del cine contemporáneo, donde los personajes infantiles y su relación con el mundo adulto son determinantes para plantear el estado de las sociedades modernas, como bien lo sugiere el interés de este festival sin Fronteras. Para encontrar este tipo de miradas habría que detenerse en la ingente producción de cortometrajes donde sí hay abundantes enfoques sobre distintas facetas de la infancia. Pero no es a ese tipo de producción a la que está enfocada esta mirada que hoy les propongo.

Es evidente que hay niños en los largometrajes colombianos: sin ir muy lejos, El colombian dream es narrado por un aborto con voz de niño y son niños los protagonistas de la historia que dan vueltas alrededor de unas pepas de colores. Pero como en la ya mencionada Gamín, hubiesen podido ser adultos y nada habría cambiado para el esquematismo con el que son asumidos los personajes, marionetas de las alucinaciones y la soberbia del director Felipe Aljure. También es un niño el motor que mueve el relato en Cuando rompen las olas, de Ricardo Gabrielli, pero la infancia aquí está tan idealizada y el componente melodramático es tan excesivo que no es posible creer en ese niño edulcorado que cumple el sueño de la abuela; y finalmente también es una niña la protagonista de Juana tiene el pelo de oro, el personaje de Cepeda Samudio que ilustra un Caribe mítico pero que se queda a medio camino por las dificultades de realización que enfrentó el director Pacho Bottía y su equipo.

Me gustaría terminar este recorrido con tres películas recientes. En dos de ellas, los niños, más que personajes son de nuevo presencias acusatorias que declaran su condena a la sociedad colombiana. En La primera noche, de Luis Alberto Restrepo, dos desplazados llegan a Bogotá con un par de niños de brazos. La inmensa indiferencia de la gran urbe los recibe mientras el espectador se entera, en una narración paralela, de su pasado y las circunstancias que los trajeron hasta esta noche en una esquina bogotana. Pese al efectismo de la situación, el espectador, llevado sobretodo por la forma de la narración, va asumiendo una posición mucho más compleja respecto a lo que ocurre entre los dos personajes. Se entiende la violencia no como un hecho aislado que ocurre en un vacío histórico sino como una tupida red de inequidades con múltiples culpables y casi siempre las mismas víctimas, y se desliza sutilmente la inquietud sobre qué puede hacer una sociedad con los hijos de la guerra, una vez decretados oficialmente quienes son los ganadores y quienes los perdedores.

SECUENCIA LA PRIMERA NOCHE

En otro extremo respeto a La primera noche está una película como La historia del baúl rosado, de Libia Stella Gómez. El baúl del título contiene justamente el cadáver de una niña, en un hecho ampliamente documentado por el periodismo sensacionalista de los años 40. Si en el crimen se concentra buena parte de la morbidez de una sociedad, las víctimas infantiles le agregan morbo al morbo para la apoteosis del amarillismo. Por encima del discurso convencional del cine de género, Libia Stella introduce o quiere introducir una reflexión crítica sobre el papel de los medios en la configuración política del país. De esa manera justifica el anacronismo más evidente de la película, la presencia de la televisión en un relato que sucede en los años 40.

SECUENCIA LA HISTORIA DEL BAÚL ROSADO

Puede que el propósito de Libia Stella no se logre cabalmente y que el espectador no interiorice la preocupación de la directora por la culpabilidad de los medios, pero es indudable que los niños son manoseados por la gran prensa cuando se pone en el papel de liderar cruzadas a favor de la moral y la seguridad. Tanto en Estados Unidos como en Colombia, resulta políticamente muy efectivo hablar del futuro de nuestros hijos casi siempre con mensajes que favorecen una cultura del miedo por encima de una cultura de la libertad, y prender las alarmas frente a enemigos reales o ficticios, pero en cualquier caso sobredimensionados. Ya sea que hablemos del Gaitán de los años 40 o de los terroristas vestidos de civil de nuestros días.

El impacto de documentales televisivos como el realizado por Pirry acerca de Garavito, violador y asesino de niños, me recuerda la inversión de culpabilidades transmitida por otro periodista, el interpretado por Ramiro Arbeláez en Pura sangre, cuando denuncia al monstruo de los mangones como el responsable de la muerte de los anónimos niños caleños, mientras el responsable verdadero permanece en la impunidad. El periodista de RCN, ya sea que denuncie a Garavito, con la complicidad de este mismo o que les siga la pista a las niñas prostitutas de Cartagena en entrevistas que después se demostró que eran falsas, le mide el pulso cada domingo a la moral del país. Se toma el derecho de opinar por todos y nos tranquiliza semanalmente mostrando todos los males que ocurren a los otros. El horror del mundo en la seguridad del hogar.

Sobra concluir que la niñez ha sido derrotada. La infancia es aventura, exploración y asombro, inocencia confiada, todo lo que está prohibido en una cultura del miedo como la nuestra.

SECUENCIA LOS NIÑOS INVISIBLES

lunes, 19 de mayo de 2008

Nuevo Cine colombiano. ¿Ficción o realidad?*

Por Pedro Adrián Zuluaga

En un foro realizado en Medellín en noviembre de 2007, Felipe Montoya, un joven realizador de documentales y programas de televisión, lanzó al aire un Objeto Sonoro Hasta Ese Momento No Identificado: Nuevo Cine colombiano. Más que la reunión de estas tres palabras, de alguna manera previsibles en una época hambrienta de etiquetas, lo que me llamó la atención fue la ironía y desconfianza con que eran pronunciadas. Con esa ironía y desconfianza, Montoya quería hacerse al margen de un hipotético Nuevo Cine colombiano vendido como imagen promocional por los medios de comunicación y la industria del entretenimiento.

Aunque la etiqueta no haya hecho carrera del todo, su sola posibilidad quiere decir varias cosas. Un Nuevo Cine colombiano reclamaría la existencia de un Viejo Cine colombiano frente al cual proclamar su novedad. Sin ir muy lejos, el Nuevo Cine argentino de directores como Pablo Trapero, Lucrecia Martel, Daniel Burman o Adrián Caetano, que por más de una década se paseó triunfalmente por escenarios internacionales, se reclamó como nuevo frente al cine de la generación anterior: Adolfo Aristaraín, Eliseo Subiela, Marcelo Piñeyro, Héctor Olivera. Este Nuevo Cine buscó sus figuras paternales o sus influencias, no en el cine nacional de ese momento que consideraba viejo y paralizado sino, quizá, en una paternidad simbólica representada en una cinefilia idealizada y sin fronteras; cuando más reconoció a figuras del pasado como Leonardo Favio y buscó extraer de ellas lo que, en su momento, tuvieron de originales y renovadoras. Nuevo implicaba, en el caso de los cineastas argentinos, tomar una posición en los linderos de su propia tradición y con miras a renovarla.

Un Nuevo Cine colombiano requeriría, como presupuesto de partida, un diálogo con nuestro cine anterior.

PRIMER DILEMA: ¿HACIA DÓNDE MIRAMOS?
Antes del actual, el cine colombiano ha atravesado por cinco momentos de una notable expansión de su producción industrial. Veamos: en el periodo 1922-1928 se realizaron 18 largometrajes, muchos de ellos con notable éxito de público, y se fundaron empresas productoras que hicieron cine en Cali, Manizales, Pereira, Medellín y Bogotá. El contexto era el de una bonanza económica favorecida por la economía del café y el entusiasmo por negocios nuevos que prometían una rápida acumulación de capital. Muy pronto se vio que el cine no era uno de esos negocios. Esto, sumado al inevitable atraso tecnológico en el que nos sumió la incorporación del sonido a las películas en la industria norteamericana y la incapacidad nuestra de hacer lo propio, más la crisis mundial de la economía al final de la década, crearon un ambiente altamente desfavorable a la continuidad industrial del cine nacional. Por otra parte, las películas, recibidas al comienzo con entusiasmo patriotero fueron dejando de ser novedad para el público que acogía con fascinación un cine norteamericano de argumentos sencillos y acciones rápidas y le daba la espalda a los pesados melodramas y la grandilocuencia nacionalista de nuestros largometrajes.

En el periodo 1941-45 se realizaron 10 largometrajes, se constituyeron empresas y se hizo cine en Cali, Medellín y Bogotá. El contexto era el de los gobiernos liberales que le dieron gran empuje a proyectos de modernización económica, apoyaron la educación femenina y oxigenaron un poco el ambiente clerical y cerrado de la república Conservadora que gobernó el país hasta 1930. En ese ambiente reformista se aprobó la ley Novena de 1942, primera legislación que contempló un apoyo estatal al cine. Las películas de ese periodo buscaron afanosamente el favor del público trabajando sobre elementos populares, elaborando los lenguajes y aprovechando las figuras de otros medios de gran alcance como la radio y dando enorme importancia a la música. Nuevamente la continuidad sucumbió frente a la realidad de una industria ya muy controlada por los intereses norteamericanos y frente a la evidencia de los cálculos económicos demasiado optimistas realizados por los empresarios nacionales, el activismo sin reflexión y la escasa preparación técnica y artística. El público, tampoco esta vez, respondió en la proporción esperada.

En los años 60 abundaron las coproducciones y el cine institucional pagado por entidades privadas o del estado, llegaron a trabajar al país realizadores nacionales formados en escuelas extranjeras y realizadores extranjeros, se activó una crítica de cine beligerante, y por primera vez se discutió el problema de lo nacional en el cine, más allá de supuestos nacionalistas y folcloristas. Empezaron a formalizarse los medios de producción marginal que se concentraron sobre todo en el documental antropológico, social y político, cuyos productos circulaban en un circuito paralelo de universidades, centros sociales y sindicatos. Pero los colombianos formados en el exterior terminaron explotando sus habilidades técnicas en la realización de comerciales e institucionales; realizadores extranjeros como Arzuaga sucumbieron demolidos por el esnobismo del medio nacional, y los circuitos marginales fueron desactivados; actuó la censura y la persecución oficial.

En los años 70 la legislación de sobreprecio disparó un boom de realización de cortometrajes (856 en total) con el propósito inicial de crear las condiciones industriales para la industria del largometraje. Los jugosos incentivos económicos devinieron en distintas formas de pillaje, el paso al largometraje fue diferido una y otra vez y los resultados estéticos fueron, por decir lo menos, desalentadores.En los años 80 operó Focine. Se realizaron 45 largometrajes. Se reactivó la producción en Cali, Barranquilla y Medellín, nacieron los canales regionales, se introdujo el video. Ya no se discutió lo nacional sino lo regional. El cine bogotano se inventó un país caricaturesco y estereotipado y las regiones le respondieron en sus propios términos. La polaridad televisión-cine se hizo inevitable. Los problemas administrativos desgastaron a Focine. La enorme inversión en producción no tuvo equivalente en los resultados obtenidos con el público, pues no existió una política de exhibición. El esquema resultó completamente inviable.

Este breve repaso solo pretende demostrar que, aunque a trancazos, ha existido el cine colombiano. Pero, ¿hay algo en toda esa enorme inversión de energías previas que nos sirva para mirar el presente?

En una investigación reciente sobre el cine de los años cuarenta, María Antonia Vélez se pregunta por la causa de la rápida obsolescencia del cine de este periodo y su desaparición de la memoria colectiva del país, aun tratándose de una década en la que, por ejemplo, el cine mexicano produjo algunos de sus grandes íconos. “Están pensadas –escribió María Antonia sobre las películas de ese periodo- desde la premisa de que algo es accesible si ya es conocido. Su dependencia en un conocimiento tan efímero y sujeto a modas es probablemente lo que bloqueó su permanencia en el tiempo. Sin embargo, al considerar la experiencia previa de los realizadores, sus habilidades e intereses, se entiende que optar por una estrategia opuesta (es decir, la de un cine esotérico, inaccesible) no solo habría sido muy improbable sino seguramente más desastroso. Hay que considerar la posibilidad de que una cultura hecha, igual que la economía, a punta de bonanzas y golpes de suerte, con poca noción de su continuidad en el tiempo, se condene a una pronta obsolescencia. Y eso en sí mismo tal vez no sea ningún problema, pero entonces deberíamos dejar de fingir sorpresa cada vez que vuelve a pasar” (1).

Hay que tener en cuenta, por supuesto, para complementar el análisis de María Antonia, que las dificultades de acceso al cine colombiano de los años 20 y 40 son antes que nada dificultades materiales relacionadas con la divulgación de las copias de las películas que han podido ser recuperadas y restauradas por la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Tampoco es fácil el acceso material a la producción nacional de los años 60 y 70, aunque proyectos como La Maleta de Películas o la emisión de cine colombiano a través de Señal Colombia, hayan logrado algo al respecto. Lo cierto es que el cine nacional del pasado, el que podríamos considerar el Cine clásico colombiano, aún quitándole a la palabra clásico su connotación de calidad, no existe en la memoria cinéfila de nuestros realizadores más jóvenes.

El cine que se asocia a la Compañía de Fomento Cinematógráfico-Focine ha tenido, si se compara con el cine de décadas anteriores, mucha más visibilidad. Ese cine es el resultado de una generación que, temporalmente, es la antecesora de la actual. Sin embargo, salvo en tres o cuatro casos aislados (Norden, Mayolo, Luis Ospina, Víctor Gaviria), los cineastas del presente no han querido dialogar con las películas de esa época que en todo caso se suele asociar a extremos como los representados por las apuestas, marginales frente a Focine, de realizadores como Jairo Pinilla o Gustavo Nieto Roa, que han adquirido la dimensión de cine de culto. Pero con el cine de culto no se dialoga. Cuando una película accede a esa condición lo único posible es una admiración ciega y desproporcionada, desprovista de elementos de análisis.

El diagnóstico entonces resulta demoledor: no hay diálogo crítico y fecundo con el cine del pasado y aunque parezca un lugar común, esa ausencia de confrontación nos conduce a la repetición mecánica de suposiciones, desaciertos y caminos ya desgastados, o a la toma de decisiones guiadas exclusivamente por los prejuicios del presente, por el mandato del mercado o por la importación sin adaptaciones de modelos foráneos.¿Valdría la pena que ese diálogo existiera incluso si se trata de un corpus muy mediocre de películas? Sí, no sólo valdría la pena sino que tendría que ser una prioridad de una política pública de formación audiovisual facilitar el acceso sin cortapisas a esa producción nacional, sin que los estudiantes sientan que están cometiendo un delito viendo cine colombiano en copias piratas o en mal estado. Lejos de ser un reclamo retórico es el reconocimiento de una verdad de Perogrullo: las condiciones materiales de producción influyen en la creación de las obras artísticas, definen su carácter y cualidad. El cine nacional de cada país se enfrenta a las particularidades del paisaje, las calidades de la luz, la fotogenia de los espacios, el timbre de los acentos.

En 2001, durante el Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia dedicado a la memoria y el olvido del cine colombiano, fui testigo del entusiasmo de los jóvenes, muchos de ellos realizadores en ciernes o estudiantes de áreas audiovisuales, frente a películas como Pasado el meridiano, de Arzuaga, El río de las tumbas, de Luzardo, La langosta azul de Cepeda Samudio et al., o Los santísimos hermanos de Gabriela Samper. En estos trabajos estaban planteados los mismos dilemas de construcción dramática, las mismas preguntas sobre el paisaje, las mismas dificultades con los actores que puede enfrentar un realizador actual que haga cine en Colombia. Incluso si se tratara de un cine mediocre en términos estéticos, lo que resulta imposible de sostener en muchísimos casos, es la única tradición en la que nos podemos reconocer, nuestra única familia legítima, aquella filiación que no escogemos pero nos define, ese núcleo de conocimientos que cargamos como una segunda piel y que nos posibilita tomar decisiones con base en experiencias anteriores. Es la tradición que nos permite habitar, aunque sea con extrañeza y distanciamiento, la casa de los antepasados.

Frente a esa orfandad de referentes a los cuales reconocer o legitimar, los realizadores nacionales actuales están abocados a resolver en solitario, arduas dificultades que otras cinematografías tienen más o menos resueltas.

SEGUNDO DILEMA: ¿CÓMO INVENTAR UN PÚBLICO CASI DE LA NADA?
Ninguna teoría estética vigente, hoy en día, puede desconocer la participación del espectador en el hecho artístico.

Una de esas dificultades mayores del cine colombiano reciente es crear su propio público. No hablo necesariamente del público como el dato estadístico que suma en los registros de taquilla sino de la conformación de ese espectador ideal al cual van dirigidas las películas y en el que se piensa cuando se las hace: el espectador del que un realizador supone ciertas competencias y apetencias, ciertas filias y fobias, ciertos miedos y anhelos.

En un sentido muy grueso, el público del cine nacional en los últimos años no existía más que como reacción a coyunturas muy precisas. Una de esas coyunturas, por ejemplo, fue la fiebre nacionalista de 1993-94 en el contexto del triunfo 5-0 sobre Argentina que supo aprovechar una película como La estrategia del caracol. Otra fue el impacto emocional provocado por el tema y los personajes de La vendedora de rosas. Pero en general el público nacional se enfrentaba a las producciones propias desde una experiencia de rechazo casi instintivo. Productores como Dago García toman el camino, ya probado en otras épocas, de trabajar sobre elementos populares, jugar al reconocimiento de los actores en otros medios y elaborar temas de arraigo como el fútbol y la música. Fórmulas que buscan, y logran, aumentar las facilidades de acceso del público a las obras; lo popular en Dago es trabajado como una categoría de acceso, según la definición de V.F.Perkins: "Películas para cuya comprensión y disfrute sólo se requieren las habilidades, conocimientos y entendimientos que se desarrollan en el proceso ordinario de vivir en sociedad - no aquellos que vienen con una posición económica o cultural privilegiada" (2).

Desde esta forma de entender y elaborar lo popular se produce un cine altamente codificado, donde todos los elementos están calculados y previstos para obtener un máximo grado de identificación emocional por parte de los espectadores. Es un saber hacer, un know-how que se sistematiza y por supuesto se replica de maneras más o menos idénticas de película a película. El grado de inventiva y espontaneidad en cualquier nivel de la producción resulta mínimo: el actor incorpora y sistematiza gestos, el guionista giros, el camarógrafo encuadres, y el público reacciones. Es la producción en serie en su máxima expresión con altos niveles de eficacia en cada fase de su proceso, incluido, por supuesto, su paso por las salas comerciales. (Aunque no siempre la fórmula funciona. Recuérdese La esquina, del propio Dago García).

Esta forma de entender el hacer cine en Colombia no es en este momento exclusiva de las películas de Dago García; es la misma lógica de trabajo de la productora Clara María Ochoa en películas como Soñar no cuesta nada o Esto huele mal, del guionista Jorg Hiller o del renacido Gustavo Nieto Roa. Por supuesto, lo anterior no descarta el interés que estas películas tienen a la hora de analizar los mecanismos de su inserción social, a que necesidades responden y qué intereses conllevan. La lectura de este tipo de cine es pues, necesariamente política.Pero resulta claro que el registro de propuestas como las de Dago García o Clara María Ochoa es bastante limitado y su obsolescencia es casi inmediata, pues su arraigo popular depende excesivamente del contexto local y coyuntural. Su interés decae rápidamente en el tiempo y está circunscrito a un lugar específico, en este caso Colombia.

Todavía queda por resolver, entonces, como conquistar un público con estándares de calidad más alto y al mismo tiempo responder a las demandas desmesuradas de críticos, especialistas, gestores culturales y el propio medio cinematográfico, empeñados en lograr un cine más trascendente en términos sociales y culturales, y además exportable, de acuerdo con las exigencias de una economía globalizada.

Antes de la aprobación de la Ley de Cine en octubre de 2003 y de su puesta en funcionamiento a comienzos de 2004, las películas nacionales eran, entonces, un fenómeno aislado en las pantallas del país o que por lo menos no respondía a un consenso en el que estuvieran implicados el Estado y los particulares del medio cinematográfico. Algunas de estas películas, las de mayor notoriedad reciente, como La virgen de los sicarios o La vendedora de rosas, habían mostrado de manera muy abierta los conflictos de una sociedad cuyo proceso de modernización, en palabras de Rubén Jaramillo Vélez, es un proceso postergado –pues se pasó del institucionalismo católico a la anomia social, sin un proceso de secularización- (3).

En el mismo tema de la anomia social reincidieron los títulos de mayor éxito estrenados en los primeros tiempos de la ley: El Rey, Rosario Tijeras, Sumas y restas, María llena eres de Gracia, Perder es cuestión de método. El resultado fue que en la opinión pública o en esa ficción mediática que aquí solemos considerar como tal, arraigó un prejuicio frente al cine nacional: aunque empezó a reconocer en él avances técnicos en sonido e imagen, y se alegró por sus eventuales triunfos en escenarios internacionales –sobre todo los de Catalina Sandino-, no estaba dispuesto a tolerar más su empecinamiento en volver una y otra vez sobre las distintas formas de lo marginal, lo violento y lo ilegal. No olvidemos que esto ocurría cuando se consolidada el proyecto de Seguridad Democrática del presidente Uribe y cuando su Gobierno se empeñaba en recuperar la confianza, negar el conflicto y poner a circular el poder simbólico de las mayorías morales del país, sobre una minoría de terroristas y comunistas.

Por otra parte, Colombia no ha escapado al fenómeno global de infantilización del público consumidor de entretenimiento, bombardeado sin pausa por la información de los medios de comunicación y saturado de una publicidad que promete bienestar en todas las formas posibles. Las características de este nuevo público zombificado resultan ideales para gobiernos autoritarios, que hoy por hoy son la mayoría de gobiernos del mundo: se trata de un público apto para el consumo, el consenso y la aprobación: un público tremendamente cínico, egoísta y calculador que no quiere conflicto ni confrontación.

Este público acepta cualquier tema o tratamiento a condición de que sea fácilmente digerible o que satisfaga su reclamo infantil de compensación instintiva. Los realizadores colombianos o hacían parte o han tenido que alfabetizarse a la fuerza en este nuevo lenguaje, teniendo en cuenta además que este público no deja de ser un inmenso agujero negro cuya fidelidad es esquiva. Sin cambiar de tema, los realizadores cambiaron de estrategia: siguen sobreexponiendo el país de los corruptos y los cafres, el país atravesado por violencias en todos los órdenes –pues tampoco hay otro o exige demasiado esfuerzo verlo-, pero han encontrado la manera de banalizar esa tragedia para seguirla mostrando, pero sin consecuencias.

La gran mayoría de las películas nacionales recientes responden a una lógica de lo instintivo por encima de lo racional, para dar satisfacción a ese público zombificado. Muestran una realidad atroz (incluso el mundo representado en las comedias más evasivas es verdaderamente espantoso e invivible) y no plantean ninguna salida. Es un mundo apocalíptico donde todos a coro reaccionan a instintos básicos de poder y supervivencia, sin posibilidades, siquiera mínimas, de vivir de acuerdo a proyectos éticos o colectivos, un mundo fracturado, hecho pedazos, pero que satisface instintivamente en tanto nos blinda frente a soluciones racionales que implican paciencia, juicio y elaboración, y favorece, en cambio, las vías de hecho. En películas como El trato de Francisco Norden, El colombian dream de Felipe Aljure, Dios los junta y ellos se separan de Harold Trompetero, La ministra inmoral de Celmira Zuluaga, e incluso Perro come perro de Carlos Moreno, no hay posibilidad alguna para los personajes de transgredir su contexto de corrupción y degradación moral. La libertad de decisión está excluida pues los móviles de comportamiento de los personajes son preestablecidos y deterministas.

Estas películas están construidas bajo la lógica de un mundo urbano de flujos y eficiencia, pero sin las negociaciones que requiere la vida en la ciudad. Esta vida urbana que muestra el cine colombiano, a pesar de que en ella sobrevivan rezagos campesinos, se construye en contra de una vida rural que ha ido desapareciendo (salvo como vacaciones en el campo o como evocación nostálgica de una vida primitiva). Al borrar el origen campesino de la sociedad colombiana, o al ridiculizarlo por la vía de la caricatura o el estereotipo, se contraviene el fundamento mismo de la cultura nacional que se basaba en dos pilares: la familia y el trabajo, sostenidos en última instancia por el sustrato católico. Fracturarse este sustrato, las nuevas relaciones urbanas no se dan dentro de un proceso de modernización secular con una ética civil modeladora sino dentro de un berenjenal de anomia social hábilmente explotado por el narcotráfico.

Lo campesino, que no ha sido superado en un proceso de transformación de la sociedad, es simplemente suprimido y sobrevive como lo “reprimido” freudiano que al no desaparecer se transforma en síntoma, es decir en violencia real y simbólica. Mientras el mundo campesino implicaba paciencia, siembras y cosechas, lenta acumulación de días y horas, sueños burgueses insípidos, la nueva vida urbana es la acción, el enriquecimiento rápido, las vías de hecho.

El retorno de lo reprimido en este mundo urbano es el acto violento e ilegítimo que ejerce entonces una fascinación mística en cineastas y espectadores, por lo que tiene de compensación instintiva. Se explota esa relación causa-efecto, instinto-satisfacción y se crea un género nuevo: PELÍCULA COLOMBIANA, en la cual, aunque en términos distintos a los dispositivos empleados por Dago García o Clara María Ochoa, todo está también codificado y predeterminado.En el Nuevo Cine colombiano, que existe si aceptamos que existe una unidad de visión del mundo en las películas nacionales, ya sabemos cómo van a reaccionar los personajes (instintivamente, a golpe de individualismo feroz), cuál es el móvil de los acontecimientos (el dinero o el reposicionamiento social, pero que este último se dé no por trabajo o esfuerzo sino a golpes de buena suerte) y cuál será el desarrollo final (el equilibrio o permanencia del statu quo).

Se puede analizar el caso en Sumas y restas de Víctor Gaviria, Bluff de Felipe Martínez, Soñar no cuesta nada de Rodrigo Triana, El trato, El colombian dream, Dios los junta y ellas se separan, Esto huele mal de Jorge Alí Triana, La ministra inmoral o Perro come perro. El mundo tal como es permanece inalterable pues es el único mundo posible. Una imagen emblemática del último cine colombiano reciente es el ingeniero Santiago de Sumas y restas, interpretado por el actor natural Juan Uribe, regresando a El Poblado, el tradicional barrio de Medellín, con las manos limpias, mientras el traqueto “popular” cae despanzurrado por las balas.

La pregunta es, ¿podría ser de otra manera? ¿Podría el falso héroe de Esto huele mal ser desenmascarado? ¿Podría el soldado protagonista de Soñar no cuesta nada ser de verdad diferente a su ambiente? ¿Podría el pobre Luis Eduardo Arango salirse con la suya en Bluff? ¿Podría el feo ser amado o siquiera deseado?Los cineastas colombianos quizá no están interesados en ese PODRÍA, que plantearía alternativas a lo predecible de la vida social, al valor de cambio por encima del valor de uso.Y si estuviesen interesados, la sola toma de posición a favor de semejante alternativa implicaría cambiarle al público las condiciones de acceso a las películas, exigirle una posición racional y convertir la película, con ese sólo y único gesto, en un producto esotérico. En un país que viró masivamente hacia posiciones de derecha, da mucho más resultado – en votos y en espectadores- preservar el orden que insinuar una mínima alteración del mismo, por mucho que ese orden sea el producto de una larga historia de exclusión social.

El resultado, entonces, de estos procedimientos que supongo son inconscientes en los realizadores, es en primera instancia un cine que conecta con el público y su conformismo moral y político. A pesar de que se sobreexpone el estado actual del país, esta sobreexposición se hace en términos sociales y políticos paralizantes: descree de todo, no legitima nada. La apocalípsis es tal que resulta obvio que no hay otro mundo posible, a no ser a costa de borrarlo todo y empezar de nuevo (lo que por supuesto no es realizable a nivel práctico pero si en el terreno de lo simbólico).

Las películas mejor masificadas del Nuevo Cine colombiano pretenden hacer un calco de la realidad, pero como el arte es necesariamente una mediación sobre esa realidad, lo que logran con esa imitación servil es una imagen tremendamente deformada, que es aceptada como verosímil o creíble por el efecto de su repetición: es la visión del país que tiene el cine, y que a fuerza de repetirse de película a película ha logrado en los espectadores altos niveles de codificación.La omnipresente representación de la violencia no excluye que el punto de vista y la visión de mundo de las nuevas películas sea escapista. Voy a poner el caso de Bluff. Es una comedia con todos los ingredientes que los colombianos de bien rechazan, supuestamente, en las películas. Pero la gente sale feliz de la sala porque nada es cuestionado. Ocurrió lo mismo con Esto huele mal. Es el discurso del conformismo institucionalizado. Estas películas pretenden ser críticas –sólo había que escuchar a Jorge Alí Triana- cuando en realidad “exudan” una perfecta sincronía con lo establecido biológica y culturalmente como destino nacional: el salvaje individualismo, la creatividad para la trampa, el entusiasmo por la ilegalidad. Nuestras últimas películas están atrapadas en ese discurso, y celebran estas “características” nacionales, incluso con escaso pudor como en Esto huele mal, Soñar no cuesta nada, El colombian dream, El trato o Dios los junta y ellos se separan.

Cuando Víctor Gaviria recibió en 2005 el premio del Festival de Cine de Cartagena para Sumas y restas, dijo que había hecho la película para recordar aquellos años de feliz irresponsabilidad cuando se dio la gran bonanza del narcotráfico en Antioquia. También él que es nuestro “autor” expresaba esa fascinación por lo criminal y lo ilegal, que marca toda su obra y contamina a la generalidad de las películas recientes.

Me permito especular que ese trauma nacional de fascinación por la violencia, camuflado pero indesterrable, es, entre otras cosas, el resultado de un cine hecho desde una visión patriarcal y masculina. Un cine volcado al exterior, al acontecimiento estruendoso; focalización traumática disfrazada de compromiso con la realidad, procedimiento metonímico de enmascaramiento. En ese supuesto compromiso con la brutalidad de lo real, el cine nacional ha olvidado ponerse del lado de las víctimas, de los débiles, ha desechado la perspectiva de lo íntimo, de lo femenino. Quienes padecen la violencia tienen menos sex-appeal que quienes la ejercen. Lo público ha prevalecido sobre lo privado.

En el corpus del cine sobre la violencia, muy pocas películas nos permiten ver el drama de las víctimas (como La primera noche o La sombra del caminante), pues preferimos darles audiencia, representación y votos a los hombres fuertes.

TERCER DILEMA. ¿CÓMO CONSTRUIR UNA ESTÉTICA DE LA DEBILIDAD?
Quizá una posible salida para nuestro cine dependa de ser capaces de construir una “estética de la debilidad” como diría el director ruso Andrei Tarkovski.

Una tal estética de la debilidad puede que no se parezca mucho a las exigencias de un sector de la ficcionalizada opinión pública que reclama del cine nacional historias sencillas, gente común, clase media. Este público hipotético considera que debe ser tenida en cuenta la dignidad de pagar la cuota del carro, el heroísmo del adulterio, los paseos a la finca. Reclama una voz para aquello que ocurre sin estridencias pero compone también el marco total de la vida.

Hay un director colombiano, Jaime Osorio, que ha intentado esa épica de la intimidad. Una vez con suerte, en Confesión a Laura; otra vez con cajas destempladas, en Sin Amparo. Asimismo, hay una larga lista de cortometrajes recientes que construyen, con mayor o menor éxito, el mundo de lo privado, sin apenas relación con un afuera conflictivo. Ese sería otro filón de análisis, imposible de seguir en el espacio de esta ponencia. Se puede mencionar, sin embargo, un solo ejemplo, que resulta sintomático, el corto Aniversario, del realizador Augusto Sandino, ganador en 2005 del Premio Nacional de Cortometraje del Ministerio de Cultura. Allí se puede ver a una pareja, aislada de cualquier contexto social identificable con la realidad del país, asaltada por el malestar de los sentimientos, por la intolerancia de la convivencia. La incomodidad de la violencia, aquello que, aparentemente, no se quiere ver más, contamina lo simple y cotidiano de una cena con la que una pareja pretende celebrar su aniversario.

Este corto, quizá sin proponérselo, demuestra algo elemental: que lo público y lo privado no se pueden compartimentar, que una sociedad es violenta porque ha construido una red de relaciones donde la hostilidad se extiende o atraviesa desde el cerrado círculo familiar hasta el campo expandido de lo político.

En cualquiera de los dos escenarios se puede hacer realismo, que es a no dudarlo el gran referente estético que atraviesa al cine colombiano desde las películas de Arzuaga en los años sesenta y que alcanzó su punto más alto en la influyente obra de Víctor Gaviria.

El protodiscurso del realismo ha provocado un pertinaz malentendido en el cine nacional y en la recepción que el público, tanto el masivo como el especializado, tiene de él: creer que el cine es un reflejo de la realidad. Falso dilema porque el cine, tanto si se considera expresión artística como si se tiene en cuenta su carácter de medio de comunicación, no es reflejo de la realidad sino expresión y mediación de la misma.

Los primeros en caer en ese mimetismo han sido los propios cineastas colombianos que al querer construir una narración sobre nuestro tiempo, se han quedado en el nivel de la exposición y la denuncia, se han limitado a la representación de los hechos, de lo anecdótico y exterior de esos hechos, sin trascender en la búsqueda de realidades simbólicas de alcance universal. Una película como La sombra del caminante ha sido importante internacionalmente porque, aunque con errores y torpezas, busca un sentido para lo que está contando, crea un símbolo de reconciliación a través de la relación de los dos personajes principales.

Por su parte, Víctor Gaviria decía hace siete años en pleno debate sobre los alcances éticos de su realismo: “Creo que el cine tiene la misión de sacarnos del enredo de estar recibiendo una cantidad de noticias sobre la violencia, pero nunca comprender lo que la violencia quiere decir, de superar esa estupidez mental de estar dando vueltas alrededor de unos hechos que no se entienden, porque los periodistas no pueden, no son capaces y no deben, digámoslo, salirse de ese automatismo de una serie de noticias y de hechos que están desvinculados de la historia, o sea desvinculados de un proceso que nos permita entender de dónde vienen, hacia dónde van, cuáles son realmente los personajes y los protagonistas de esos hechos, cuáles son los sentimientos que están ahí. El cine tiene la obligación -ya que la televisión comercial no lo hace- de darle un sentido a esa violencia”.

Desde el imperativo ético de que el cine sirviera para procesos de catarsis social, nuestra saga cinematográfica sobre la violencia, el narcotráfico y la marginalidad, saga ya concluida por cierto, asumió la convicción de que sin interpretar artísticamente, es decir desde todos los matices de lo humano, los años recientes, no habría posibilidad de una verdad completa con su consecuente reparación. Películas como La primera noche o La sombra del caminante construyeron relato y personajes con aquello que en los medios de comunicación aparecía encubierto, o por la cifra estadística o por la sobreinterpretación del periodista o el político. La primera noche, historia de dos desplazados de la violencia que llegan a Bogotá, nos permite ver a los personajes en su realidad anterior al desplazamiento. Su vida en el campo, en contacto inmediato con un mundo donde tenían un lugar, permite sentir con fuerza el desgarramiento, la pérdida, la degradación de su nueva condición de desplazados, que la película muestra paralelamente. Como reclamaba Víctor Gaviria, vemos el proceso, llegamos a saber de dónde vienen y a presentir para dónde van estos personajes. Allí estaba la historia íntima de dos personas sacudida por el flujo de los hechos sociales, pues la intimidad no ocurre en el vacío.

La sombra del caminante intentó algo parecido, aunque de una manera más atropellada. La opera prima de Ciro Guerra se resentía de ser una película que pasó de durar casi tres horas a un metraje final de 90 minutos. El resultado es que el público no alcanza a percatarse de la maduración de unos personajes, de sus relaciones y revelaciones. Como en buena parte del cine colombiano de estos últimos años, en esta película los protagonistas representan más un conflicto ideológico propio del director y el guionista que su propia autonomía como personajes.

El peligro constante que trajo aparejado el intento de inspirarse en la realidad más inmediata y conflictiva, para los directores colombianos, fue la solemnidad y la falsa conciencia de sentirse obligados a los grandes temas, a la corrección política, a un cine ideológicamente irreprochable. En películas como Hábitos sucios de Carlos Palau, o El trato, de Francisco Norden, se pierde toda mesura en la edificante decisión de pretender incluir todo el conflicto colombiano en 90 minutos de ficción. Aparecen entonces peligrosos fenómenos de sobreexposición e intercambiabilidad: da lo mismo un para que un guerrillero, un policía que un ladrón. La cualidad propia de cada cosa se borra. Aquello no sólo es el resultado de una desesperación frente a una realidad donde todos los integrantes del cuerpo social aparecen como corruptos y oportunistas. Es ingenuidad estética que deviene en reiteración y énfasis innecesarios.

De ese ciclo concluido sobre la violencia y el conflicto hemos heredado vicios, supuestos y lugares comunes. El principal de esos supuestos es la unidimensionalidad de los personajes. El director polaco Krysztof Zanussi, en una visita a Colombia hace 6 años, enseñó que la tensión dramática en las películas sólo es posible si se plantean en términos morales, es decir, si los personajes están atravesados por dilemas, si se mueven en medio de dudas y con un alto grado de libertad para tomar decisiones. El cine colombiano reciente ha intentado muy poco este tipo de personajes, a no ser de forma caricaturesca, como el personaje de la ministra en La ministra inmoral. Y eso lo obliga a trabajar mayoritariamente en el tono de la comedia donde, según la prescripción aristotélica, los personajes están por debajo del ideal moral. Aunque la representación de este tipo de personajes satisfaga necesidades sociales, con ellos no se dan los efectos de piedad o catarsis indispensables para la salud del cuerpo social según el pensamiento del estagirita.

Una película como Sumas y restas está en el límite de estas tensiones. El ingeniero Santiago cede a la tentación del dinero fácil, pero su decisión es dramática, y dramatúrgicamente importante, porque en el proceso entendemos que pudo haber decidido lo contrario, y eso lo hace un personaje complejo e interesante. Los otros personajes, los pequeños o grandes traquetos de Sumas y restas, son menos interesantes aunque puedan ser más vivaces y coloridos y lleguen más directamente al público. Ellos pertenecen más al folclor urbano y a la caricatura, que abunda, por cierto, en nuestras películas.

El principal desafío para el cine colombiano próximo, me atrevo a decir, es ser capaz de construir personajes que escapen de la visión monolítica que define buena parte de los actantes, en términos semióticos, de las películas recientes.

El Viejo Cine colombiano, que para ese caso sería el actual, se ha limitado a decir “Somos así”, con una pretendida objetividad antropológica. Pero consideremos por un momento la posibilidad de que los cineastas no sean antropólogos. Sabemos que el pesimismo antropológico es el tono y registro habitual del cine contemporáneo, especialmente aquel que dentro de la industria se etiqueta como cine de autor. Pero el cine de autor pesimista, desesperanzador, donde igual que en El trato o Soñar no cuesta nada se puede entender que todos somos oportunistas, corruptos e intercambiables, tiene habitualmente elementos de racionalización, una frialdad de la puesta en escena, un distanciamiento brechtiano, por decirlo de alguna manera, que le permite al espectador otro tipo de relación con lo expuesto, más desde la inteligencia que desde la emoción. Es, en últimas, un cine moderno.

Pero un cine narrativamente convencional, como la mayoría del cine colombiano, que busca cumplirle al espectador lo que le promete, es decir, que es un cine clásico en sus procedimientos y que apela a la participación emocional del espectador, requiere de entidades dramatúrgicas más contrastadas que, por lo menos en el plano de la expresión artística, señalen un horizonte de mayor apertura.

Un cine pensado desde la debilidad y la pobreza es el que mejor se ha aproximado en los últimos años a esta ampliación del campo de posibilidades de las películas colombianas. Se trata de un cine al margen no realizado con los criterios centralistas o bogotanos que dominan la producción nacional. Es un cine fronterizo o, si se me permite utilizar una palabra con mucho más arraigo entre nosotros, regional. La posibilidad de un cine regional no es un problema geográfico sino cultural. Películas hechas en Bogotá o pensadas desde aquí como La sombra del caminante, o los cortometrajes La cerca y Xpectativa, por citar sólo dos ejemplos mayores de este formato menor, son cine que se sabe pobre y que entiende a Colombia como un país inconcluso, conflictivo, de ideologías con profundo arraigo campesino, en movimiento hacia un no se sabe qué…

Estas películas muestran gente débil, pobre y fea, pero en esa debilidad, pobreza y fealdad hay una razón de ser interna que las redime y las hace aparecer como lo que son: la expresión de lo vivo en su complejidad. En las películas centralistas o bogotanas, la pobreza y fealdad funcionan como un acto reflejo de la superioridad de quien filma: es el caso de Bluff o El colombian dream.

Regional entonces sería un cine que se exprese desde los márgenes, que renuncie a dar visiones totalizantes y esquemáticas y las reemplace por un descubrimiento paciente de los múltiples matices en los que se descompone cada hecho.

No es una utopía pensar en un cine así. Quizá es una necesidad social. Una película como Apocalípsur también lo logra. Allí aparecen jóvenes de aquella Medellín de finales de los 80 y comienzos de los 90, jóvenes que piensan en sexo y en drogas, pero también en lo que significan la amistad, la muerte, el destino, sobre un fondo de destrucción y escepticismo. La película no presume nada sobre ellos, los deja ser, los deja revelarse, incluso en esa vacuidad y grandilocuencia tan suya y reconocible. También lo logra una película como Satanás, de Andi Baiz, cuando consigue sacar la cabeza por encima del esquematismo de una producción excesivamente planificada que se traduce la mayoría de las veces en frialdad.

Apocalípsur o Satanás, La cerca o Xpectativa son cine significativo e inconforme. Sé que decir esto suena tremendamente anticuado e inocente, pero sospecho del conformismo del Nuevo Cine colombiano, y como decía un personaje en Leones y corderos, el melancólico panfleto de Robert Redford, sé muy bien quienes cuentan con él y son favorecidos con su perpetuación.

Me permito sospechar hasta el fondo cuando Celmira Zuluaga o Felipe Martínez dicen que su cine no tiene pretensiones, sólo la de entretener. Veo en ellos todo el desprecio por la cultura y el pensamiento, que se ha vuelto casi un slogan en un país gobernado por flujos y contraflujos emocionales, donde polarizar da enormes réditos; y nadie mejor para polarizar, actuando de idiotas útiles, que los medios de comunicación, cine incluido.

Sé que la sociedad del entretenimiento es una realidad casi incontestable y que en ella el mundo aparece como un hecho dado que es inútil explicar o resistir. Pero sé que en un estado de cosas así, la memoria y un arte de la memoria es un último baluarte, porque testifica que el actual no es el mejor ni el único de los mundos posibles.

Si el Nuevo Cine colombiano reafirma clisés y copia fórmulas, como estoy seguro que lo hace, con la manida disculpa de crear un público, ya es hora de que un nuevo campo de fuerzas lo arrincone y lo vuelva viejo. Pues, finalmente, suponer demasiado del público es lo que ha ocasionado, una y otra vez, el fracaso del cine nacional, como está históricamente demostrado, y lo que ha impedido su continuidad.

Para un realizador, tomar posición dentro de ese campo de fuerzas de poder que es el campo cinematográfico colombiano, y aquí uso campo en la acepción propuesta por Pierre Bourdieu, es casi suicida, pues es un campo tremendamente exigente, donde se tiene que sobrevivir a cómo dé lugar complaciendo a un gremio arribista y superficial, y donde los nuevos arzuagas pueden sencillamente volver a sucumbir.

Puede que de repente “florezca” un artista con una visión intensa y nueva de la realidad. Pero eso sería hacerle el juego al mesianismo del hombre fuerte tan en boga entre nosotros. En vez de esa inspiración ex nihilo, tendría que existir una base social que le haga un “nido de calor” a otro tipo de cine y que instaure otro campo de fuerzas compuesto por el personal técnico y artístico que está en formación, por periodistas, funcionarios, espectadores, críticos.

La posibilidad no se ve clara. Me temo que incluso la academia está llena de mensajes conformistas y pusilánimes, pues enfrenta las fauces voraces del mercado o ya ni siquiera se diferencia de este último. Las condiciones y estructuras generales del país y de la cultura, las tensiones que vivimos, la atmósfera que respiramos, todo nos lleva a la perpetuación del modelo imperante: un país dividido entre buenos y malos, ricos y pobres, bonitos y feos, poderosos y débiles, victimarios y víctimas y una gran vocación de eliminarse mutuamente y disolver las diferencias en el acto instintivo y violento. Y un cine que, en su mayor parte, se mueve en las mismas coordenadas.

Estas polaridades son el alimento espiritual que recibimos cada día de la vida cotidiana, de los medios de comunicación, de las familias, de nuestro gobierno; las nuevas generaciones, aquellas llamadas a marcar un Nuevo Cine con su sello, quizá no hayan tenido la oportunidad o el interés de imaginar otro mundo posible.*Este texto fue leído en el primer Encuentro Nacional de Escuelas y Programas de Formación Audiovisual, que se realizó del 3 al 5 de diciembre de 2007 en la Universidad Javeriana de Bogotá, y posteriormente en el evento académico de la 8a versión de Cine a la Calle, en mayo de 2008 en Barranquilla.

NOTAS:
(1). Vélez, María Antonia. “En busca del público: Patria Films y los primeros años del cine sonoro en Colombia”. Ponencia para la XII Cátedra de Historia Ernesto Restrepo Tirado. Museo Nacional, 2007, en proceso de publicación.
(2). Perkins, V.F. “The Atlantic Divide”, en Dyer, Richard y Ginette Vincendeau, eds, Popular European Cinema. Londres y Nueva York: Routledge, 1992.
(3). Ver a este respecto: Jaramillo Vélez, Rubén. Colombia: La modernidad postergada. Bogotá: Argumentos/ Temis, 19