martes, 1 de noviembre de 2022

Una carta para Héctor Joaquín sobre Luis Alberto

                                            Luis Alberto Álvarez (1945-1996)

Finalmente, se publicó la novela Salvo mi corazón, todo está bien, de Héctor Abad Faciolince. Una autoficción (la categoría la ha usado el propio Abad Faciolince) inspirada en la vida del crítico de cine y sacerdote claretiano Luis Alberto Álvarez. En el proceso de investigación Héctor me escribió para preguntarme acerca de mi relación con Álvarez (el mismo Héctor había sido muy generoso unos meses antes cuando lo busqué en mi trabajo de investigación sobre Fernando Molano Vargas) y pedirme que conversáramos por teléfono. Yo, en resumen, le respondí a Héctor que si quería detalles específicos de Luis Alberto, no era yo la persona indicada, pues no lo había conocido directamente. 

No conversé telefónicamente con Héctor, pero le escribí este mensaje por correo electrónico que transcribo abajo. Lo publico porque en ese correo quise componer un retrato del maestro, y también porque lo que finalmente Héctor usó -con las naturales libertades de la ficción- y cómo lo transformó, no es que no me haya gustado -el gusto es un criterio muy estrecho-, sino que carece de toda gracia, relieve, sentido y significado. Y eso, para un autor como Abad Faciolince, tiene que ser muy triste. Quiere decir que empequeñece la realidad que transforma, que su mirada es pobre. Y que perdió la pelea con los materiales y los hechos. Para ser justos, debo decir que al principio del libro me interesó mucho su intento de crear un mito de la Medellín de la década de 1980 a partir de una casa -la que Luis Alberto compartió con su compañero de sacerdocio Guillermo y con muchos amigos más que luego tendrían un influjo importante en la vida cultural de la ciudad-. Una comunidad entregada al cultivo de la belleza, la conversación sobre cine, la música y la buena comida en una ciudad que descendía por una pendiente de autodestrucción, en un ajuste proverbial con las injusticias y despojos que la habían constituido. Nos faltan esos mitos, pero estos tiene que revelar un sentido profundo de la realidad, de lo contrario son chismografía o memorias narcisistas. 

También hay un tufillo como de ajuste de cuentas en varias cosas que hace Abad Faciolince en su libro, un pueril deseo de provocar, de aludir oblicuamente, de utilizar la literatura como un dispensador de  venganzas mínimas. Eso puede ser hermoso (es la soberanía de un autor), pero no siempre sale bien. El gesto para conmigo (que se me escapa en sus intenciones) se completa con que, en los agradecimientos, Abad Faciolince me cambia el nombre (me vuelve José Adrián Zuluaga, me parece recordar -pues luego de 120 páginas abandoné el libro y se lo regalé a otro amigo; sé que ustedes, desocupad*s lector*s, tendrán más paciencia-). José Adrián es una combinación fea de nombres, a mi madre, que es campesina y que ha leído poco o nada, jamás se le hubiera ocurrido una mezcla tan zafia; de nuevo la realidad es mejor que la ficción. Mi mamá es mejor inventora de mundos (de ese mundo que soy yo, por ejemplo, y que está contenido no solo pero también en mi nombre) que un autor tan poderoso y tan consentido por nuestro establecimiento cultural.

Al final publico también el fragmento de la novela que creo que resulta del siguiente mensaje: 

Estimado Héctor,

Aunque parezca increíble, nunca tuve un trato directo con Luis Aberto. Sin embargo, siento que mi vida ha sido afectada de mil maneras por él. En El Santuario, donde yo viví hasta los 18 años, leía cada domingo -o lunes- sus extensas columnas de El Colombiano, fascinado, incluso antes de tener acceso a las películas, directores o actrices que las inspiraban. Leí cine antes de verlo y Luis Alberto fue el intermediario. A principios de los noventa, cuando llegué a estudiar en la Universidad de Antioquia, una amiga que pasaba lista en la sala 1 del Colombo, me dejó entrar a alguno de los cursos de cine que Luis impartía allí. Como estaba de contrabando en ellos, nunca conocí en esas ocasiones al maestro. Era un seminario de neorrrealismo italiano y recuerdo vivamente a Luis traduciendo los diálogos en forma simultánea. Ya por entonces su respiración era entrecortada. Luego, en circunstancias varias, me lo presentaron; creo que hasta tres veces. Y él nunca recordaba las anteriores.

La primera imagen física que tengo de él es su aparición en una playa de Cartagena, en el primer festival de cine al que fui. Eran las primeras horas de la tarde y él caminaba por la arena con pantalón, zapatos y camisa. Yo sabía muy bien quién era y pensé que el calor y el cansancio lo iban a deshacer. Al regresar de ese festival escribí una crítica de El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, y la mandé a Kinetoscopio. Pensé que las alusiones que yo hacía en mi reseña a esa amistad entre dos mujeres que evocaba a la de María y su prima Isabel, encinta las dos, le iban a gustar a Luis Alberto. Pero la reseña nunca la publicaron.

Me fui haciendo amigo de sus amigas y amigos. De Lía Máster, Ana Elisa Echeverri, Mónica Lombana, María Isabel Galvis, Maryluz Vallejo, Santiago Andrés Gómez. Como ves, eran especialmente mujeres que me dejaron entrar, sin conocerlo, en la intimidad de Luis Alberto. Con sus historias construí un mito que era a la vez el del crítico de cine y admirable conocedor de Mozart y de la opera (y goloso del tiramisú como escribiste cuando se murió), y el del hombre enamorado de las mujeres y la belleza, sentimentalmente frustrado, quizá virgen (otras en cambio decían que acostumbraba ir a un sitio de masajes a estar con mujeres, vaya uno a saber en qué grado de intimidad), víctima, en fin, de ese absurdo institucional del celibato.

Tengo muy presente la mañana de mayo del 96 en que nos despertamos con la noticia de su muerte. Recuerdo a todas esas mujeres conmovidas, llorando desconsoladas. No fui a la misa de su funeral pero luego me la describieron como la despedida del protagonista de El hombre que amaba las mujeres de Truffaut. Su muerte también le dio otro rumbo a mi vida. A los pocos días Orlando Mora pasó a escribir la página de cine de El Colombiano y yo, con una mezcla de timidez y audacia, empecé a enviar críticas de cine a El Mundo, que editoras arriesgadas como Carmen Elisa Chaves y María del Rosario Escobar se animaron a publicar para llenar el hueco dejado por Mora. 

En uno de esos artículos de El Mundo, denuncié la negligencia con que la Universidad de Antioquia estaba gestionando el legado material de Luis, que había recibido: su colección de libros y películas, sus discos láser emblemáticos con cine y música estaban siendo diezmados sin un plan claro para su clasificación y divulgación. El artículo, que provocó un relativo escándalo, al menos ayudó a que la U. agilizará el manejo de esa herencia. Luego, en 2006, hicimos otra movilización para que Kinetoscopio no fuera convertida en un magazine de farándula, que tras la muerte de Paul en 2004 y la llegada de una persona muy poco competente a la dirección de la revista (Catalina Uribe), lucía como su destino inminente. En esas ocasiones, la estatura humana, ética de Luis, nos sirvió de inspiración.

La muerte de Luis provocó un desbarajuste en la revista que él, junto con Paul Bardwell, Juan José Hoyos y César Montoya, habían fundado en 1990. Ya muerto Luis empecé a publicar en Kinetoscopio; luego de una reunión del equipo de redacción a la que me invitó Lía Máster me metieron al comité editorial y en 1999 Paul Bardwell me ofreció ser el editor. Fue así como me tuve que enfrentar al ambiguo legado de Luis: su extraordinario amor por el cine, su finísima manera de hablar de él (aún admiro su estilo transparente, su claridad expositiva, su vehemencia ética, que me conmocionaron cuando pude leer casi todo su legado reunido en los volúmenes de las Páginas de Cine que publicó la U. de A., y que recientemente ha reeditado), pero al mismo tiempo lidiar con sus prejuicios contra un cine que a mí me gustaba y que él veía con bastante reserva: las primeras películas de Tarantino y Almodóvar, los hermanos Coen, David Lynch. A Luis le gustaba un cine que tenía un vínculo con la vida, y este nuevo cine parecía más interesado en el pastiche y la ironía; era cine sobre el cine, y donde experiencias humanas como el amor, la muerte o el sexo podían ser vistas con tremendo cinismo. Creo que en su artículo "Nada importa", sobre Pulp Fiction, Luis Alberto expresa su desconcierto ante este cambio de sensibilidad. 

Su muerte, dos años después de la consagración de esta película en Cannes, es para mí un símbolo de un cambio de época. Creo que el humanismo de Luis no hubiera logrado conciliar o negociar con lo que pasó después. Esta conversación de Luis con otro Luis, Ospina, me parece que habla de todo eso:

http://pajareradelmedio.blogspot.com/2016/05/luis-ospina-entrevista-luis-alberto.html

Hoy por hoy sigo leyendo a Luis Alberto con emoción. Lo considero un hito del periodismo cultural y de la crítica en el país. El ensayo que escribió sobre el cine de Rainer Werner Fasssbinder, "La difícil ternura", es para mí un clásico del ensayo colombiano. Creo que es lo mejor que escribió. Siempre pienso en cuánto de su propia complejidad afectiva Luis Alberto encontró en Fassbinder. Tal vez se dio entre los dos una identificación por oposición. Luis Alberto, que pregonaba el amor como algo que nos ennoblece y nos trasciende, seamos o no religiosos, supo leer el amor como autodestrucción e impulso de muerte que hay en las películas de Fassbinder.

En los últimos años he sido cercano a Guillermo Vásquez, compañero de sacerdocio de Luis. Me ha compartido otros recuerdos de su convivencia con Luis, del hogar atípico que construyeron en el centro de Medellín, abierto a los amigos, a la transmisión del conocimiento, al cultivo sereno de la amistad y los placeres permitidos: la comida entre amigos, el cine compartido, el eros pedagógico. Cuando pienso en la noción cristiana de amor, que es el ágape, me imagino esas reuniones en las que nunca estuve. Tal vez las idealizo precisamente por no haber participado de ellas. Sé que ahí también se movían pasiones e intrigas, pero no dudo de que toda esa mezcla tan humana todos salieron convertidos en otros.

Es más o menos lo que puedo decir de Luis, querido Héctor, con las limitaciones de no haberlo conocido y sin embargo haber vivido un poco -o mucho- bajo su sombra. 

Un abrazo,

Pedro

***

Aquí el fragmento de Salvo mi corazón, todo está bien:

“Esto le había pasado a Joaquín una vez en vida del Gordo, cuando al salir de Pulp Fiction, la famosa película de Tarantino, tuvo un alegato con un muchacho, Zuluaga, que estaba loco de entusiasmo por ese bodrio, por esa rellena de sobrados y sangre, y Joaquín había dicho agriamente que eso a él le parecía una despreciable banalización de la violencia, normalizada a través de la risa, y que estaba seguro de que a Luis -el crítico de cine que ambos más respetaban- tampoco le iba a gustar. El amigo acusó a Joaquín de ser un viejo anticuado, le alegó que al padre Córdoba, siempre juvenil y menos reblandecido y moralista que Joaquín, le iba a encantar esa obra maestra, ese camino que se abría hacia el cine del futuro, y le apostó mil pesos. Zuluaga perdió la apuesta, aunque nunca se la pagó ni Joaquín se la cobró, porque ese mismo domingo (Joaquín conserva todavía el recorte) el Gordo había escrito lo siguiente en su página de cine en El Colombiano: ‘Para Tarantino el amor es tan falto de interés como cualquier otra cosa en la vida, incluso la muerte. Da la impresión de que para el director nada importa realmente y que es lo mismo inyectarse heroína, comerse una hamburguesa Burger King o volarle los sesos a alguien. La diferencia entre humor y drama no existe y se supone que uno debería reírse con una masacre, con la aplicación en el corazón de una inyección de adrenalina, con dos bestias humanas sodomizando a un capo mafioso negro o con dos gangsters limpiando cuidadosamente un carro de los restos de cerebro de un compañero al que mataron por error’”