martes, 5 de marzo de 2024

'Los reyes del mundo' de Laura Mora: con los que viajo, sueño

Con los que viajo, sueño es el título de un poemario de Víctor Gaviria (publicado por primera vez en 1980). La película de Laura Mora, premiada en el Festival de Cine de San Sebastián y en otros festivales, es también un dispositivo imaginario que acompaña el viaje de un grupo de muchachos (los personajes y los no-actores que los interpretan) desde Medellín hasta los límites geográficos de Antioquia. Un recorrido político, simbólico, ético. Un desplazamiento en varias dimensiones y de múltiples sentidos por explorar.



Rá (Andrés Castañeda), Culebro (Cristian Camilo Mora), Sere (Davinson Flores), Winny (Brahian Steven Acevedo) y Nano (Cristian Campaña) viajan por entre el vientre oscuro de Medellín y por la entraña herida del paisaje antioqueño, que es en sí mismo un archivo donde se alojan las huellas de múltiples violencias y despojos. Van montados en sus bicicletas hechizas, impulsados por su vehemencia o apegados a la fuerza mecánica de los camiones que transportan todo tipo de mercancías, las mismas que quizá corrompieron el paraíso o lo iluminaron con el fuego fatuo de sus artificios. 

O van, en paralelo, sobre el lomo de un mítico caballo blanco que la película hace aparecer y reaparecer, o en puentes imaginarios creados por sustancias psicoativas. Huyen –como escribió Víctor Gaviria, referente indispensable de este nuevo cine colombiano de los márgenes– “de un mundo intolerable a través del placer de una droga que desata dentro de sus cuerpos una guerra a muerte contra ellos mismos, contra sus recuerdos”.

Los reyes del mundo es una película de carretera pero el recorrido que ella suscita en sus personajes ocurre sobre todo en la imaginación de los muchachos protagonistas y, por extensión, en la imaginación de los espectadores. Ese es el gran gesto estético y político de la película: hacernos entender que estas vidas representadas son precarias solo en su apariencia exterior. Y, por contraste, arroparlas con una exuberancia simbólica que, de manera inmediata hace pensar en gestos anteriores del cine de directores como Luis Buñuel, Pier Paolo Pasolini o Víctor Gaviria.

Hay pues un viaje físico que parte de Medellín hacia el Bajo Cauca antioqueño (del centro ilusorio de Antioquia hacia sus fronteras materiales y simbólicas) cuyo rastro se puede seguir en términos geográficos, y al mismo tiempo seguimos una trayectoria cultural y política. La película se desplaza a contracorriente: pone en primer plano aquello que el ethos o el imaginario antioqueño dominante ha oprimido o relegado. Lo marginal (que es un magma en el que confluyen las exclusiones raciales, de clase, políticas y de género) se vuelve central. 

Si en Matar a Jesús la directora Laura Mora había planteado una ficción sobre sus propias experiencias personales para llegar a proponer un camino hacia el reconocimiento del rostro del otro, de la humanidad del “adversario”, aquí radicaliza su apuesta. Los reyes del mundo es un cine de confrontación entre dos regímenes de representación y de ordenamiento del mundo. 

De un lado, el orden del ultraje y de lo desechable según el cual existen vidas que no merecen ser vividas y cuerpos que pueden ser entregados al sacrificio y la invisibilidad: muchachos empobrecidos, racializados, despreciados. Ese orden ha generado exclusión y violencia; peor aún, las víctimas de ese orden –en gran medida– lo interiorizan. Un resto de dignidad, sin embargo, sobrevive en estas subjetividades condenadas a la desaparición, a las macabras contabilidades de la limpieza social y las ejecuciones sumarias. 

Los reyes del mundo se apega a esa vida residual, a esa resistencia. Y la hace crecer. Expande sus posibilidades. Y entonces emerge el otro orden, al que la película se pliega hasta hacerlo triunfar. Asistimos al éxtasis de una venganza poética. Para imponer su justicia, para que estos personajes precarizados se conviertan en reyes del mundo la narración indaga en lo simbólico, estalla y potencia los contenidos del inconsciente (que al no pertenecer a nadie en particular, pertenecen a todos, son nuestra oscura tierra común), obliga a que salgan a la superficie de la película –a sus bordes y su centro, hasta ocuparlo todo– los anhelos más hondos de los personajes, sus fantasías y miedos, el pozo ancho de su deseo. El cuerpo periférico se vuelve centro político, comunidad, multitud, pueblo por venir, latencia que amenaza las economías materiales y simbólicas del extractivismo.

Y por eso, gracias a la doble dimensión de este viaje, Los reyes del mundo puede ser, sin contradicción alguna, una película profundamente realista y onírica, sujeta a una necesidad interior y a la vez caótica, obediente a su propia lógica y desobediente frente a un régimen de representación institucional que regula y somete los excesos. Estamos ante un universo narrativo y plástico que admite amistosa y hospitalariamente lo delirante. 

Su argumento mínimo, escueto –cinco muchachos que se acompañan y acompañan a Rá en el trámite de reclamar unas tierras que una sentencia judicial ha decretado que le pertenecen–, se desborda porque la verdadera película no está en la anécdota exterior del viaje sino en lo que abre, en la vida que se extralimita en una dimensión otra, radicalmente extrañada, en la cual ya no importa si estos cinco muchachos viajan o sueñan, si están vivos o muertos, si esto es una representación de Colombia o de un mundo sin confines ni límites. Los reyes del mundo es el triunfo de la majestad y magnificencia que todos llevamos dentro: la revuelta de la vida sobre el mundo, de la amistad sobre las fuerzas de la separación y la desaparición.

*La reseña fue publicada originalmente en Diario Criterio. La foto es de Juan Cristóbal Cobo.

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sábado, 2 de marzo de 2024

Anhell69 de Theo Montoya: Hauntología en Medellín

La opera prima de Theo Montoya es un pesimista retrato de grupo sobre jóvenes de Medellín, hereder_s del no-futuro y quienes se niegan a continuar los legados de una cultura patriarcal y conservadora. Esta reseña fue publicada originalmente en Diario Criterio, el 27 de julio de 2023 (por las fechas del estreno comercial del film en Colombia).



“La película colombiana que revela lo que es ser joven y queer en Medellín”. Así titula la revista Shock un artículo que publicó ayer 26 de julio sobre Anhell69, el film dirigido por el cineasta antioqueño Theo Montoya. Por su parte, Jonathan Holland –crítico de la revista Screendaily– escribió sobre la película en estos términos: “A dark and disquieting meditation on a nation, and a generation”. 

Ambos ejemplos muestran los malentendidos y exageraciones que ha suscitado Anhell69 luego de su exitoso paso por más de sesenta festivales de todo el mundo. Indican, también, la manera cómo, con bastante frecuencia, en la recepción de las películas colombianas –y de otros países del sur– la amplitud y complejidad de la realidad histórica es sustituida por el punto de vista parcial de un artefacto cultural como el cine. 

Un fenómeno así ocurrió, por poner un caso, cuando una película como Pájaros de verano se promocionó como “la verdadera historia del narcotráfico en Colombia” y no como una ficción legítima y a la vez controvertible, y en disputa con otras ficciones y otras disciplinas que construyen sentidos y relatos sobre la realidad.

Lo anterior da pie para pensar las condiciones en que circulan –fuera del país, pero no solamente– las películas provenientes de Colombia, o que tienen algo que ver con una nación como la nuestra. En los análisis de la producción cultural colombiana predominan pues evaluaciones políticas (1) en las que, como escribió María Antonia Vélez, “el peso de la representación, que siempre se carga sobre el cine periférico, está desbalanceado de tal manera que las películas colombianas son mejor recibidas si sirven de ilustración para fenómenos generales” (2).

Para entrar en materia hay que decir que, en efecto, los protagonistas de Anhell69 son un grupo de jóvenes de Medellín que, sin que la película les catalogue o encasille en ese término, pueden ser vistas como personas queer o que se reconocen como disidentes de las categorías normativas de sexo y género. Pero son, ante todo, l_s amig_s de Theo Montoya y a quienes observa con atención fascinada, sin considerarles como algo separado de sus propias experiencias y visión del mundo. 

Si le seguimos dando rienda suelta a las clasificaciones, convendría retomar las palabras del narrador de la película, que es el propio Theo, y coincidir con él en que se trata de una película híbrida, en tránsito o trans. Es, por un lado, un documental en donde su director se expresa en primera persona y se involucra íntimamente con l_s sujet_s filmad_s. Y a su vez es el registro de un proceso que no llegó a su fin: la realización de una película de ficción cuyo eje central iba a ser la espectrofilia (el deseo de vincularse afectiva y sexualmente con fantasmas), en el marco de una distopía ubicada en Medellín y protagonizada por actores naturales.

Esas fabulaciones distópicas, junto con el material del casting que se realizó para la obra de ficción no concluida, son el núcleo de Anhell69 y a su vez la capa de la película con más imaginación visual y especulativa. L_s protagonist_s del film ofrecen un conjunto de testimonios que hace visible la grieta profunda ocurrida en la sociedad y la cultura antioqueña de las últimas décadas. 

Muy hábilmente, Theo Montoya establece un hilo conductor entre sus búsquedas y las de Víctor Gaviria, quien participa en la película conduciendo un carro fúnebre por Medellín, con el director del film depositado dentro del vehículo en un ataúd. Con el cine del director de Rodrigo D., por un lado, y el de Theo Montoya por otro, estamos ante dos fases de una intensiva mutación antropológica visible en la piel, los cuerpos y los valores de una cultura predominantemente machista, patriarcal y conservadora que l_s protagonistas_s de Anhell69 dinamitan desde adentro.

En los cines de Gaviria y de Montoya se revelan dos momentos de apertura cultural de Medellín al mundo, a los flujos de capital desregulado, las influencias culturales extranjeras y la promesa de una multiplicidad de identidades que –como se ve en la película– difícilmente puede ir más allá de los límites del capitalismo y sus fraudulentos ofrecimientos de promoción social, éxito y libertad. 

Lo que personalmente me genera una profunda incomodidad con la película es su culto a la muerte (su nada disimulada necrofilia); a pesar de fungir de rebelde o iconoclasta, este culto resulta siendo muy afín al vector autodestructivo de la antioqueñidad. La fascinación con la tragedia la manifiesta la película, por ejemplo, en las imágenes que decide usar del reciente estallido social, en donde las calles de Colombia se ven como un campo de batalla en el cual se escenifica una continuidad de la misma guerra de siempre, y no unas energías sociales encaminadas a terminarla. 

El punto de vista que ofrece la película es tremendista y oscuro, y también avasallador. No hay resquicio en el que respirar. Muchas grandes obras de la cultura, de todos los tiempos, han suscrito un pesimismo radical. El problema de Anhell69 es la superficialidad de sus dictámenes y la morbidez de su acercamiento, y la excesiva confianza en el performance testimonial. También la continuidad  de los lugares comunes del cuerpo sacrificial. Es decir, una afirmación del orden hegemónico más que una confrontación o una disidencia.  

Supongo que las imágenes de una nación fallida, de una juventud entregada al nihilismo o la autodestrucción, resultan incandescentemente atractivas para muchos públicos  y críticos foráneos que han encontrado en la película oportunidades para consolidar las narrativas del desastre (e imaginarlas sucediendo allá, muy lejos de casa) que, en realidad solo favorecen a los poderes de siempre. 

Coda: Según la narrativa de Anhell69 las personas queer somos elegidas para una muerte temprana y trágica, y romantiza ese destino. La película, en su epílogo escrito da señales de ese convencimiento, y lo suscribe con énfasis y patetismo. Como persona que ha sufrido el asedio de esos instintos de muerte, no puedo menos que sentirme separado de su celebración.
 
Notas:
(1). Sobre este recorte en la mirada sobre los cines latinoamericanos recomiendo el texto de Ana María López. “Setting Up the Stage: A Decade of Latin American Film Scholarship”, publicado en Quarterly Review of Film and Video No 13 (1-3), 1991, pp. 239-260.
(2). María Antonia Vélez, “Visa de estudiante: buscando al cine colombiano en la academia angloamericana”, en: revista online Extrabismos, 2009.

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