miércoles, 25 de mayo de 2016

El amor es más fuerte que la muerte: las ideas estéticas de Luis Alberto Álvarez*

El lunes pasado se cumplieron veinte años de la muerte del sacerdote antioqueño Luis Alberto Álvarez, el más influyente crítico de cine colombiano entre las décadas del setenta y el noventa. Con sus textos, escritos para medios como El Colombiano y Kinetoscopio, Álvarez moldeó el gusto de toda una generación de espectadores y cineastas. En los años de Focine fue la voz más lúcida del cine nacional. Sus seminarios y su generosa amistad fueron determinantes para la cinefilia de esa época. Álvarez se comprometió de manera vehemente con la carrera de jóvenes directores, entre ellos Víctor Gaviria, a quien apoyó desde sus cortometrajes iniciales. En Gaviria, Álvarez vio ese amor (católico) irrenunciable por la realidad y por las personas, que es el centro del siguiente artículo, escrito por uno de sus amigos más cercanos. Este es el primero de dos textos que buscan entender la raíz de las ideas estéticas y la visión del cine de LAA. En próximas días se publicará la entrevista que Luis Ospina le hizo a Álvarez, cuando el primero realizaba el hoy prácticamente olvidado documental Mucho gusto.

Por Andrés Upegui Jiménez

"Predicar el cristianismo no consiste en hablar de él, sino en hablar desde él".
Nicolás Gómez Dávila

De izquierda a derecha Rubén Darío Lotero, Víctor Gaviria, Andrés Upegui, Noris, Álvaro Ramírez, Luis Alberto Álvarez y niños sin identificar.  Circa 1981, durante el rodaje de La lupa del fin del mundo, en el Colegio San Ignacio de Medellín.  Foto: Raúl González

En sus textos críticos Luis Alberto Álvarez (1945-1996) abandona la manera tradicional en la cual la Iglesia católica se aproximaba al cine. Esta era una forma confesional, apologética y moralista; se trataba de discernir qué directores o qué películas se aprobaban o se desaprobaban, y cuáles se amoldaban a unos cánones morales y estéticos preestablecidos (Es lo que yo llamaría un régimen de censura).

En un mundo en que las mayorías son cristianas es comprensible apelar al prestigio institucional o al principio de autoridad para que se acepten como verdades ciertas declaraciones, pero en un mundo que ya no es cristiano, donde existe un pluralismo religioso y posiciones anti cristianas, incluso mayoritarias, la forma más adecuada de hablar de la verdad de Cristo es prescindiendo de declaraciones confesionales o basadas en principios de autoridad que solo operan para los cristianos. Lo mejor pues es ir a las cosas mismas, de manera fenomenológica, y ver qué es verdad y qué no lo es, independientemente que coincida o no con un mensaje preestablecido. Además, esta forma de ver las cosas es fundamental pues abre el puente a las visiones no cristianas del mundo, a la visión ecuménica de la que tanto hablaba LAA.

Él tenía muy claro que el mensaje de Cristo es verdad no porque lo dice Cristo, sino, al contrario, Cristo lo dice porque es verdad. La verdad, la autenticidad y la autoridad de la verdad, nace de las cosas mismas, no de quien la dice. El problema de la verdad no es pues fundamentarse en un principio de autoridad institucional o en el prestigio de una persona, no es porque lo dice un cristiano o la Biblia que algo es verdad, sino al contrario, porque es verdad es cristiano y lo dice la Biblia. La verdad es verdad independientemente que la diga Agamenón o su porquero, decía Antonio Machado. La verdad, como la gracia, es como el viento: sopla donde quiere.

Yo he querido preguntarme cuál es esa verdad de la que hablaba LAA en sus escritos sobre cine.

Sin más preámbulos, yo creo que esa verdad es el amor a la realidad, especialmente el amor a la persona humana y que este amor es redentor. En último término, como dice el Cantar de los cantares, yo creo que el mensaje de LAA es que “el amor es más fuerte que la muerte”. 

Voy a tratar de explicar y mostrarles esto brevemente: en primer lugar, preguntémonos, ¿cuál es la idea del amor que está implícita en LAA? Creo que su idea del amor es la misma que la de la verdad: el amor es la aceptación de las cosas tal cual ellas son. Pero una aceptación, un reconocimiento, gozoso, entusiasta, maravillado. El amor es la fascinación por el ser, por la realidad, es alegrarse de que todas las cosas son y existen. El amor es el rechazo a la nada y al nihilismo.

En segundo lugar, se ha dicho que LAA era ante todo un humanista; eso es correcto pero creo que hay que hacer aquí otra precisión. Amor a la humanidad, al hombre en general es un amor muy pobre, porque humanidad y hombre son conceptos abstractos y generales que no tienen ninguna particularización en nada ni en nadie. Mientras que el amor a la persona es ante todo una emoción, una aceptación gozosa y fascinada por el ser de alguien concreto y determinado. No es el amor a un concepto sino a una imagen concreta, particular, que además se mueve, en el tiempo y en el espacio; es el amor por una imagen en movimiento.

Ahora bien, ¿cuáles son los parámetros dentro de los cuales se da ese amor a la persona? La persona es una totalidad abierta, es un ser en movimiento que va del infinito y regresa al mismo infinito, desde antes de nacer hasta después de morir. La persona es también un todo integral, es decir que no es un todo espiritualista ni materialista, no es la negación de la materia y el cuerpo, ni la negación del espíritu o la subordinación de este a la materia. La persona lo comprende todo, tanto su vida física como metafísica. Comprende todo su actuar, su comportamiento, va pues más allá o más acá de su comportamiento ético. Comprende también toda su particularidad física y mental, su carácter racial, edad, ideología, nacionalidad, clase social, integridad orgánica o intelectual.

Por eso, cualquier clase de inhumanidad o de intento de despersonalización, cualquier pretensión en contra de la totalidad e integridad de la persona en el sentido señalado era rechazada y repugnada por LAA. Todo deseo o pretensión de exaltar determinado tipo de persona en detrimento de otro, toda consideración parcializada de la persona, toda valoración positiva de aspectos inhumanos, toda exaltación de fuerzas irracionales, instintivas, tanáticas o toda espiritualización, purismo o mistificación de cualquier aspecto espiritual sin tener en cuenta la realidad material y física era rechazada por él.

El amor a la persona es también la superación de todo egoísmo, el amor al Otro, la aceptación de la diferencia. Mientras más diferente sea el Otro más obligado se está al amor. Es decir, mientras más diferente y enemigo sea el Otro, más se nos impone el amor. Por eso Chesterton decía que el amor al prójimo es exactamente lo mismo que el amor a los enemigos, porque nuestro verdadero enemigo es siempre el prójimo.

Al lado de esta consideración (amorosa) de la persona, LAA veía en el amor una fuerza, una potencia redentora. Veía como este hace que la persona que ha descendido a los infiernos se pueda elevar, primero, a la realidad terrenal y física de lo humano y, segundo, se pueda situar en disposición a ser ascendida a un nivel metafísico, trascendental y absoluto. Por tanto, esta ascensión desde el mal, desde las taras, las debilidades, los defectos, las discriminaciones, las injusticias tenía para él un carácter redentor metafísico, más allá incluso que la muerte. LAA creía firmemente como san Pablo que allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia.

Luis Alberto Álvarez (izquierda) y Paul Bardwell, director del Centro Colombo Americano. Dos de los fundadores de la revista Kinetoscopio.

Este sentido redentor del amor lo entendía en el sentido paulino de resurrección. Es decir, de una redención tanto física como metafísica, tanto material como espiritual. Física en el sentido que no solo se redime el espíritu sino también la materia, el cuerpo. Porque la idea de la redención como resurrección parte de la consideración de la persona como sustancia integral de cuerpo y alma. La persona no es ni materia arrojada al infinito sin ningún sentido, ni espíritu puro que puede prescindir de la materia. A cada cuerpo individual y personal corresponde un alma también individual y personal, única e irrepetible. Por eso no se admite ni la reencarnación ni la clonación. A mi cuerpo solo le “sirve” mi alma, no puede haber otro cuerpo diferente al mío en el que pueda “reencarnar” mi alma. Resucitaremos con este mismo cuerpo carnal y esta misma alma individual decía san Pablo.

Finalmente, preguntémonos, ¿cómo se traduce todo lo anterior en términos cinematográficos?

El amor a la realidad y la persona es amor no solo a la creación divina, el universo, el cosmos, sino también amor a la creación humana. Especialmente a esa creación que no es utilitaria, sino contemplativa. Me refiero no a la creación artesanal o industrial sino a la creación artística. El arte manifiesta y expresa el ser, la realidad tal cual ella es. El arte es pues la manifestación y expresión del amor, tal y como lo he venido considerando. Ahora bien, hay un arte en especial en el cual LAA podía ver, por encima de los demás, esa manifestación amorosa. Ese arte era el cine.

Yo diría que LAA fue un dogmático de la llamada teoría o política del autor, un religioso del cine de autor. La teoría del autor es la personalización del arte, es ver el arte a partir de la realidad fundamental y central de la persona. El cine expresa la realidad de la persona humana a través de la creación de personajes. A LAA le gustaba ver cómo en las películas los autores se expresaban mediante sus personajes y cómo estos los expresaban a ellos.
Pero esto entendido no en términos de su biografía, es decir todo aquello de que se ocupa la farándula, sino cómo esa persona reflejaba en la obra eso que él llamaba la mirada particular y amorosa sobre la realidad. LAA entonces buscaba siempre la mirada personal y única de cada autor. Autor era para él aquel que reflejaba una mirada particular y propia a través de ese afecto o amor por lo real. 

No le gustaban los artistas impersonales, sin miradas propias o que teniéndola no transparentaran un afecto por lo real. Es decir apreciaba la forma, la manera personal como se miraba esa realidad; por eso no se cansaba de repetir que para él siempre era más importante el cómo que el qué.

Pero además, esta mirada debería ser no solo compasiva y tolerante con el drama y la tragedia humanos, con todas sus contrariedades, sino también redentora. Defendía un tratamiento amoroso de los personajes, que comprendiera todas sus dimensiones, lo que él llamaba personajes tridimensionales; no le gustaba la unilateralidad o el maniqueísmo de los héroes buenos-buenos o malos-malos, sino los héroes trágicos, buenos y malos al mismo tiempo, héroes caídos y vueltos a levantar gracias al amor.

Rechazaba entonces la mirada cínica, irónica, degradante o decadente, nihilista o que se regodeara en la maldad humana. Por eso, antes que un cine impersonal sin mucho carácter autoral, que él llamaba artesanal, lo que rechazaba era un cine que siendo de autor tuviera una mirada deshumanizada y despersonalizada en el sentido que hemos venido diciendo. No le gustaba los autores que, como se dijo antes, mostraban a la persona como víctima de fuerzas oscuras, inhumanas, irracionales, tanáticas o aquellos personajes alienados, sujetos a problemas diferentes a los personales. Al contrario, lo que más valoraba y apreciaba era la manera como escapaban y se redimían gracias al amor.


En conclusión, a LAA le gustaban las películas con estructura dantesca (pero con esta palabra no quiero referirme a un cine de horror sino a un cine de estructura cristiana): aquellas películas que mostraran un viaje que partía del fondo de los infiernos, pero que gracias a las llamas del amor ascendían al purgatorio donde se purificaba toda maldad y se ponía a la persona en disposición para el ascenso glorioso a los cielos.

*Este texto fue leído en Art Hotel de Medellín, el pasado lunes 23 de mayo, durante un evento organizado por la Corporación Cinefilia para recordar al padre Álvarez.

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