La tierra y la sombra, de César Acevedo, seleccionada en la Semana de la Crítica. |
"A río revuelto, ganancia de festival de cine", escribe Marcelo Panozzo, Director Artístico del recién concluido BAFICI, sobre una cosecha cinematográfica, la de 2014-2015, sacudida por la incertidumbre y donde escasean lo que él mismo llama "películas obvias", aquellas que deben estar sin discusión en los principales festivales de cine del mundo, los cuales frente a esa evidencia, se comportarían como festivales-loro. Panozzo intuye que estamos en un momento de transición, viviendo una metamorfosis en la creación, donde a la multiplicación de nombres y lugares desde los que se hace cine, se suma la reinvención de lenguajes y temáticas, los reenvíos entre géneros, la dificultad de las etiquetas y la probable –y poco deseable– asunción de nuevos códigos.
"En río revuelto, ganancia de cine colombiano", podríamos decir desde esta frontera. Con tal afirmación, algo temeraria, estaríamos por un lado, sacudiendo los siempre detestables entusiasmos y excesos nacionalistas e intentando analizar "el estado de las cosas". Y las cosas del estado, para nuestro caso. La inclusión de tres películas colombianas en sendas selecciones de Cannes, el más prestigioso festival de cine del mundo, es algo que hay que celebrar, por supuesto. En principio tienen que alegrarse los equipos de las películas. Hacer cine en Colombia no sólo es difícil y heroico. Es sobre todo el trabajo solitario, terco y obstinado de grupos pequeños de personas que ponen su vida entera en suspensión a lo largo de meses y años, con la incertidumbre de si lo que están haciendo va a tener algún mérito y va a ser mirado generosamente por jueces caprichosos como el público, los críticos y, para el caso que nos ocupa, los festivales de cine. Es demagogia pura la afirmación de que el estado acompaña estos procesos. El estado, y retomo aquí a Pierre Bourdieu, se comporta como un banco central de crédito simbólico que otorga "certificación" o "validación", que dota a un agente social de capital económico para crear artefactos culturales. Pero que abandona en el camino. Es pues ese padre culpable que da dinero porque en realidad nunca está ahí. Pero que después, ante el triunfo de su hijo, lo aprovecha y se lo apropia como capital simbólico.
Después de celebrar conviene preguntarse
porqué. ¿Por qué precisamente aquí y ahora se logra esta significativa
presencia en Cannes? ¿Por qué en un año tan especialmente difícil para el cine
colombiano? En unos años, para ser más exactos, donde como lo dice Panozzo para
el mapa del cine mundial, las "películas (colombianas) obvias" escasean y el
público le da espalda a las imágenes que le devuelven su realidad más cercana.
(Dos películas muy diferentes en todo sentido, Ruido rosa y El elefante
desaparecido, acaban de terminar su recorrido por las salas de cine con menos
de cinco mil espectadores cada una). ¿Y qué tienen en común las tres películas
que van a Cannes para merecer la atención de Su Majestad, el Festival Más
Prestigioso de Cine del Mundo?
Alías María, de José Luis Rugeles, seleccionada en Una cierta mirada. |
Lo que sigue no es una valoración
personal de La tierra y la sombra de César Acevedo que irá a la Semana de la
Crítica, ni de El abrazo del serpiente de Ciro Guerra que aterriza en la
Quincena de Realizadores y que ni siquiera he tenido oportunidad de ver, ni
tampoco de Alias María que llega a Una cierta mirada. Es un intento de
comprender el juego geoestético, geopolítico y geoestratégico en el que se
insertan. Uso la palabra juego más allá de su sentido lúdico, porque creo que
lo que se está tramitando sobre este escenario es importante, tiene que ver con
nuestro posicionamiento, nuestro lugar en el mundo, con el particular acento de
nuestro performance de identidad. Y pongo el énfasis en la inscripción
geográfica porque las películas están ahí, antes que nada, como películas
colombianas (una categoría que domestica la incertidumbre) y en ese sentido, es menos importante lo que sean en sí mismas –y
por eso me atrevo a escribir sin haber
visto la película de Ciro Guerra– que lo que se espera de ellas.
El cristal con que se mira
Cuando Robert McKee, el gurú del guión,
vino en 2012 a impartir unos talleres a Colombia no tuvo ninguna vergüenza en
decir que lo que esperaba de los "cines otros", los que ahora podríamos llamar
cines del sur como antes llamábamos cines del Tercer Mundo, era una cierta
manifestación de excepcionalidad antropológica. Con ese horizonte de
expectativas en mente, nos estaba condenando a traducir y exportar la
diferencia como nuestro principal valor cultural, nos reducía, no a una
condición excéntrica que podría ser saludable porque entraría a discutir la
centralidad de algunos poderes instituidos, sino a una condición exótica. En "Geopolítica, festivales y Tercer Mundo: el cine iraní y Abbas Kiarostami",
Antonio Weinrichter planteó que el cine del Tercer Mundo: "[...] puede ser militante, o desarrollar un
discurso de denuncia asimilable a las grandes ideas básicas de la izquierda, o
testimoniar la crisis que sin duda atraviesa un país, o ser indigenista, o al
menos, de filiación realista. La ficción del Tercer Mundo por tanto cae en el
neorrealismo o bien en el realismo mágico [...] Lo que no se acepta es
películas que se aparten de estas dos vías".
El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, seleccionada en la Quincena de Realizadores. |
En esas condiciones, la producción
cultural de nuestros países corre el albur de ser leída como una "alegoría nacional",
donde al norte civilizado (y que mayor expresión de civilidad que un festival
de cine) le corresponde el papel de ser el hermano comprensivo de las tormentas
políticas y sociales del sur irreductible (pero reducido a alegorías por la
fuerza de las representaciones artísticas). Esa misma asimetría se reproduce
dentro de los países del sur, en el juego de las energías sociales que hace
posible la producción cultural. Los artistas, cineastas para el caso, están
dotados del capital cultural y simbólico para ser notarios, es decir para dar
fe, en un ejercicio de buena voluntad, de los tremendos cambios a los que se
ven abocadas nuestras sociedades. No puedo entrar en detalle en una
caracterización sociológica de los cineastas colombianos, solo constato que en
gran medida es un grupo humano instalado en las inciertas fronteras de la clase
media, aquel lugar donde lo poco que se posee está bajo la constante amenaza de
perderse. Comportarse como un etnógrafo (a la manera del "artista como
etnógrafo", cuyos resortes identificó hace unos años Hal Foster) le ofrece al
cineasta una seguridad simbólica que le permite tener un lugar en lo social, no
perderse en la anomia y la indeterminación.
Al nombrarnos como sus otros, el norte, a
través de ese reducto de las relaciones coloniales que son los festivales de
cine, se estaría blindando frente a su propia inseguridad ontológica, cuando
quiere ver y situar en el sur, allá lejos, lo que está ocurriendo en sus
propias narices: la violenta confrontación entre visiones del mundo, el choque
cultural, las fricciones entre modernidad y tradición, entre razón y mito.
Mirando hacia fuera, hacia el sufrimiento de los demás, recupera así sea
brevemente, simbólicamente, una ilusión de estabilidad propia. Al mirar a los
otros, al desplazarse hacia los márgenes sociales para hacer un cine nómada y
rural, el cineasta colombiano está clamando por su lugar en el espacio social,
un lugar excepcional, el suyo propio antes que nada y como consecuencia, el
lugar del arte.
En las tres películas colombianas que van
a Cannes se manifiestan esas paradojas del mercado del arte internacional de
las que habló el crítico Gerardo Mosquera en Caminar con el diablo. Textos
sobre arte, internacionalismo y culturas: "[...] la nueva atracción de los centros hacia la alteridad ha permitido
mayor circulación y legitimación del arte de las periferias, delimitadas sobre
todo dentro de circuitos específicos. Pero con demasiada frecuencia se ha
valorado el arte que manifiesta en explícito la diferencia, o mejor satisface
las expectativas de 'otredad' del neoexotismo posmoderno. [...] Esta actitud ha
estimulado la 'auto-otrización' de las periferias, donde algunos artistas
–consciente o inconscientemente– se han inclinado hacia un paradójico
autoexotismo".
En las tres, se negocia la entrada al
circuito internacional del más prestigioso festival de cine del mundo por la
vía de hablar, de una cierta manera, de un país donde la centralidad del conflicto social y político
es inescapable, donde el paisaje es determinante sobre los personajes y donde
las oposiciones civilización-barbarie, campo-ciudad y centro-periferia que
marcaron el origen de las naciones latinoamericanas están lejos de ser
clausuradas. En una situación ampulosamente definida como poscolonial y
transnacional, se da un revival de las expectativas coloniales y de las
inscripciones geográficas del tiempo de los estados-nación. Que esta negociación sea inconsciente y que no anule el valor social de las películas en términos de memoria, no nos excluye de la obligación de ver. No saber o saber de forma muy brumosa no nos hace, como a Edipo, menos "culpables", menos actores de nuestro destino.
¿Cuál es su concepto sobre la novelística
americana?, le preguntaron hace tiempos al escritor colombiano Eduardo
Caballero Calderón. "Ya lo dije alguna vez, en una serie de artículos. Dije
entonces que la novelística americana estaba demasiado influida por factores
telúricos y ambientales. En las grandes novelas americanas el primer personaje
sigue siendo la selva de José Eustasio Rivera, o la llanura de Rómulo Gallegos,
las selvas ardientes del Brasil de Jorge Amado, los riscos ecuatorianos del
autor de Huasipungo, etc.,etc. Y es que
en nuestra América aún no ha cuajado la persona del sudamericano. Su psicología
todavía es primitiva, y los continuos cambios traídos por las transformaciones
de la sociedad no han permitido la formación del tipo humano característico.
Entre nosotros el hombre es lo menos importante”.
Han pasado algunas décadas tras esta afirmación de Caballero Calderón y sería, de nuevo, temerario, decir que estamos en el mismo punto en la narrativa latinoamericana –el cine hace parte de ese proyecto–. Por otra parte, tal vez esa identidad psicológica que reclamaba el escritor, sea apenas uno de los desafíos. Las narraciones dan curso antes que nada a hechos. Lo factual es su nivel más básico. Algunas de ellas expresan además lo social y lo cultural, lo cual es una ganancia. Las mejores llegan también al nivel del mito. Esas son las imprescindibles. Cien años de soledad, sin ir muy lejos, logró hablar, en términos míticos de realidades universales como la aldea primigenia, la casa y el tiempo devorador, ese Saturno que se come a sus hijos. El posicionamiento político del arte latinoamericano, aquí y ahora, pasa por construir nuestros propios mitos, no aquellos que nos imponga el mercado internacional, transnacional, asimétrico, brutalmente desigual. Que, como en la saga de Ventura en el cine de Pedro Costa, a los museos y las casas impecables de la normalización occidental les salgamos al paso con las imágenes inciertas que forma la humedad en nuestras chabolas.
Han pasado algunas décadas tras esta afirmación de Caballero Calderón y sería, de nuevo, temerario, decir que estamos en el mismo punto en la narrativa latinoamericana –el cine hace parte de ese proyecto–. Por otra parte, tal vez esa identidad psicológica que reclamaba el escritor, sea apenas uno de los desafíos. Las narraciones dan curso antes que nada a hechos. Lo factual es su nivel más básico. Algunas de ellas expresan además lo social y lo cultural, lo cual es una ganancia. Las mejores llegan también al nivel del mito. Esas son las imprescindibles. Cien años de soledad, sin ir muy lejos, logró hablar, en términos míticos de realidades universales como la aldea primigenia, la casa y el tiempo devorador, ese Saturno que se come a sus hijos. El posicionamiento político del arte latinoamericano, aquí y ahora, pasa por construir nuestros propios mitos, no aquellos que nos imponga el mercado internacional, transnacional, asimétrico, brutalmente desigual. Que, como en la saga de Ventura en el cine de Pedro Costa, a los museos y las casas impecables de la normalización occidental les salgamos al paso con las imágenes inciertas que forma la humedad en nuestras chabolas.
8 comentarios:
Pero, ¿desafiar la hegemonía o centralidad geopolítica o estética no implicaría mantenerse al margen de los circuitos de exhibición y distribución cinematográfcos legitimados? El dispositivo "Festival de cine", en este caso Cannes, sanciona una visión del mundo, distribuye racionalmente las cuotas de exotismo y diferencia propios del régimen de representación occidental, y en esta lógica, cuando los cines del sur participan del mismo, asumirían su papel de subalternos, pero también acumularían el capital cultural necesario para alcanzar una posición de privilegio. Entrarían a formar parte del cine de élite. En términos políticos, ¿hacer cine e ir a Cannes es una suerte de derrota?
Que algunos conquisten esas posiciones de privilegio no resuelve el asunto, porque no se trata de algo individual sino estructural. O ¿hay algún festival del sur capaz de hacer con los cines del norte la misma operación de canonización?
Definitivamente, todo lo del pobre es robado.
Creo que a lo que apunta el ensayo de Pedro Adrián Zuluaga va mucho más allá a como se está comentando en el foro, que interpreta un juicio sobre una serie de películas concretas que llegan (con grandes méritos) a un Festival “categoría A” como Cannes. Es más una condición donde se alimentan mutuamente los regímenes de representación hegemónicos y los productos por ellos validados, que al mismo tiempo, al continuar con una lógica de creación adecuada –estatizada- a sus requerimientos indirectos pero inmanentes, dan asimismo legitimidad a la autoridad con que visibilizan o dificultan la difusión (y hasta disposición) para la apreciación de las obras. Lo que yo me quedé pensando a partir de la lectura de esta reflexión, es si el cine como ámbito o espacio de un grupo amplio pero definido por quienes participan de la dinámica, es en sí mismo agente para cambiar esta situación. No es que algunos cineastas no puedan desmarcarse de la heteronomía del mercado y la crítica legitimadora, ni que el lenguaje fílmico esté completamente determinado, pero sí hay una inclinación en esa tensión entre un cine adecuado y otro contrastante hacia el primero que, creo yo, se sale de las manos al ámbito mismo, como una condición social de jerarquización y organización geopolítica y representacional que desborda los difusos límites artísticos, y que se articula también (además de al ámbito artístico) a la condición más general de la producción y reproducción social del modelo económico y político. Si la industria cultural es el estilo más flexible –abarcador, absorbente- e inflexible -estandarizador- de todos, como afirman Adorno y Horkheimer, es porque está sustentado, precisamente, apoyado y legitimado fácticamente, por una organización social basada en la competencia y un estado de cosas inmutable para sostener intereses privados.
Si se habla de poner en marcha la descolonización, pues que sea de forma completa, tomando la distancia de autores que incluso moldean la forma de análisis como Bordieu, Adorno y Horkheimer, por poner algunos ejemplos citados precisamente por Pedro y por Simón, que entrarían en total contradicción la posición de crítica y distancia del pensamiento hegemónico que se quiere imponer. Se empieza cuestionando la presencia/participación en las dinámicas de los festivales del norte, cuando todo podría partir incluso de la forma de encuadrar un plano o filmar una secuencia, si es que también recurrimos a tales tecnicismos de los cuales abría que escapar o reformular desde los propios lenguajes para no seguir el mismo juego del colonizado que filma como el colonizador le enseñó.
Tiene muchas capas, y es muy fino. Un ensayo corto, pero clave en el que se ve un pensamiento de años.
Con respecto al símil con la novelística americana (o a la novela regional, que es a lo que alude Eduardo Caballero, uno de sus mayores exponentes nacionales), me atrevo a recomendar "Los ríos profundos" de José María Arguedas. Pese a su temática indígena, esta novela consigue superar las limitaciones de este género. La valoración social se consigue aquí, no por denuncias o militancias, sino por medio de poéticas, recursos estilísticos y exploraciones del otro. Los personajes no son meros voceros de la tierra, de lo telúrico, sino que hablan y actúan por su propia cuenta. El espacio y el tiempo están impregnados de huellas anímicas y posibilitan a su vez la educación y desarrollo del narrador. Para abordar el tema de las narrativas regionales (o de la tierra, como también se les llama) resulta esclarecedor el concepto de cronotopo, que Bajtin utiliza para su tipología de la novela y su análisis de las novelas sobre Wilhelm Meister, de Goethe (“La novela de educación y su importancia en la historia del realismo”).
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