Por Pablo Cuartas*
Eric, interpretado por Brayan Santamaría. |
Franco Lolli se equivoca: Gente de bien no es una película sobre el encuentro, a veces
tortuoso, a veces imposible, entre clases sociales en Colombia. Lo es también,
claro, pero la historia exige descreer de toda fórmula. Pues al lado de la
inmensa soledad de un niño, de su tristeza por saberse perdido, de su ánimo resignado,
de la sucesión de partidas que lo van dejando a la intemperie, cada vez más silencioso,
cada vez menos cómodo en el mundo… al lado de un niño arrancado a la niñez, ¿qué
importancia tiene el desencuentro de las clases sociales? Lo que importa y
conmueve no es el hecho, perfectamente banal, de que unos sean ricos y los
otros sean pobres. Ni el hecho, todavía más banal, de que unos y otros no
puedan encontrarse. ¿Por qué dar por sentada, además, la voluntad de las clases
para el encuentro? Y sobre todo: ¿por qué pensar que Eric desea encontrarse con Francisco y que Francisco debería encontrarse con Eric? A lo mejor
es un encuentro indeseable para ambos. A lo mejor ellos y todos sospechamos, con
razón, que es vano forzar una convivencia sobre gustos tan dispares. Y que tales
esfuerzos suelen derivar, si no en el tedio, en ese otro rostro de la
humillación que llamamos caridad.
Gente
de bien es un acierto de principio a fin. Y desmiente, acertando,
las intenciones de su director. Superado largamente por su creación, el autor adquiere
aquí su verdadera condición de médium. Eric se impone discretamente sobre Lolli
cada vez que Lolli lo hace aparecer. Y el hastío prematuro de un niño, su obstinada
desesperanza, se imponen sobre el supuesto desencuentro de clases. La presencia
todavía reciente de alguien en el mundo, presencia de inmediato aminorada, entristecida, opacada,
es mucho más conmovedora que el problema de la propiedad. Eric está en
desventaja no porque sus benefactores tienen
más sino porque él es menos. Porque
siente todo el tiempo, en todas partes, que está de más. Que su vida es una
cosa ajena que se va resolviendo al capricho de los otros. Y que es una carga
incómoda, tierna pero innecesaria, afable pero prescindible. Por eso, para no
incomodar sin necesidad, prefiere hablar en voz baja y trata siempre de
ocultarse. El mérito de Lolli, enorme por demás, es dejarnos oír al que teme
ser oído y hacernos ver al que pasaría desapercibido.
Lanzado, como el poeta, “al torrente de la vida”, Eric
no encuentra dónde estar. Ni dónde ser. Y cada vez que cree encontrar su lugar
en el mundo, lo pierde. Cada vez que alguien se va, con cada nuevo abandono, el
mundo se vuelve a estrechar y Eric vuelve a perder una de las ilusiones que
hacen la vida soportable: la ilusión de ser imprescindible para alguien. Aquel poeta, también andariego como Eric, se percató en su momento del mismo desfase,
vivió la misma inadecuación, sintió el mismo escozor. Entonces dijo, lacónico: “Entre
los coros estelares oigo algo mío disonar” (1). Así habla Eric cuando habla,
lacónicamente, como hablan los que tienen algo qué decir pero no tienen a
quién. O como hablan los que siempre tienen la impresión de estar
interrumpiendo, los que no encuentran su momento en la conversación. Entonces grita
e insulta, pero tampoco oye su eco resonar.
El destino de otro poeta vagabundo anticipa la
suerte de Eric. Siendo todavía un niño, entregado por la asistencia pública a
una familia adoptiva, Genet despertó súbitamente a la vida cuando aquella gente
de bien le reveló quién era: “Eres un ladrón”. Él, hijo de una prostituta, obligado
a estar eternamente agradecido por tener una familia, había cometido a los diez
años la gravísima falta de irrespetar la propiedad privada. Lo que pudo ser
visto como una simple travesura infantil, como un incidente sin consecuencias, tomó
serias proporciones morales y se convirtió en el segundo nacimiento de Genet. Con la oportuna intervención de los otros, que decidían todo por él, el niño se transformaba de súbito en ladrón. En la torpe sinceridad de la infancia,
Genet quiso tener para ser, y se vio condenado en adelante a repetir la
operación día a día, noche a noche, hasta el final de su vida errabunda de cárceles y delitos de poca monta, de amoríos con presos condenados a
muerte, de prostitución y cantos de amor. Todo lo que le valió la póstuma
canonización de un filósofo ateo.
Ignoramos lo que sigue para Eric. Lo dejamos viviendo
una nueva despedida. Una mucho más profunda y más dolorosa que emociona a los
que nos hemos visto igual de solos en la vida, a los que hemos sentido al menos
una vez que sobramos en el mundo.
Nota:
(1). Del poema "El son del viento" de Porfirio Barba Jacob
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