viernes, 20 de marzo de 2015

Gente de bien, de Franco Lolli: Siento algo mío disonar

Gente de bien, la opera prima de Franco Lolli, que participó en Cannes 2014 y ha tenido un exitoso recorrido por festivales internacionales, se estrena mañana jueves 28 de mayo en Colombia. La siguiente reseña pone el acento en la niñez perdida de Eric, en su temprano desencanto y sentimiento de no pertenencia, como motor de una película que ha sido vista quizá de forma reduccionista como "cine colombiano" que, por fin, representa los conflictos entre clases sociales.


Por Pablo Cuartas*


Eric, interpretado por Brayan Santamaría.


Franco Lolli se equivoca: Gente de bien no es una película sobre el encuentro, a veces tortuoso, a veces imposible, entre clases sociales en Colombia. Lo es también, claro, pero la historia exige descreer de toda fórmula. Pues al lado de la inmensa soledad de un niño, de su tristeza por saberse perdido, de su ánimo resignado, de la sucesión de partidas que lo van dejando a la intemperie, cada vez más silencioso, cada vez menos cómodo en el mundo… al lado de un niño arrancado a la niñez, ¿qué importancia tiene el desencuentro de las clases sociales? Lo que importa y conmueve no es el hecho, perfectamente banal, de que unos sean ricos y los otros sean pobres. Ni el hecho, todavía más banal, de que unos y otros no puedan encontrarse. ¿Por qué dar por sentada, además, la voluntad de las clases para el encuentro? Y sobre todo: ¿por qué pensar que Eric desea encontrarse con Francisco y que Francisco debería encontrarse con Eric? A lo mejor es un encuentro indeseable para ambos. A lo mejor ellos y todos sospechamos, con razón, que es vano forzar una convivencia sobre gustos tan dispares. Y que tales esfuerzos suelen derivar, si no en el tedio, en ese otro rostro de la humillación que llamamos caridad.  

Gente de bien es un acierto de principio a fin. Y desmiente, acertando, las intenciones de su director. Superado largamente por su creación, el autor adquiere aquí su verdadera condición de médium. Eric se impone discretamente sobre Lolli cada vez que Lolli lo hace aparecer. Y el hastío prematuro de un niño, su obstinada desesperanza, se imponen sobre el supuesto desencuentro de clases. La presencia todavía reciente de alguien en el mundo, presencia de inmediato aminorada, entristecida, opacada, es mucho más conmovedora que el problema de la propiedad. Eric está en desventaja no porque sus benefactores tienen más sino porque él es menos. Porque siente todo el tiempo, en todas partes, que está de más. Que su vida es una cosa ajena que se va resolviendo al capricho de los otros. Y que es una carga incómoda, tierna pero innecesaria, afable pero prescindible. Por eso, para no incomodar sin necesidad, prefiere hablar en voz baja y trata siempre de ocultarse. El mérito de Lolli, enorme por demás, es dejarnos oír al que teme ser oído y hacernos ver al que pasaría desapercibido.

Lanzado, como el poeta, “al torrente de la vida”, Eric no encuentra dónde estar. Ni dónde ser. Y cada vez que cree encontrar su lugar en el mundo, lo pierde. Cada vez que alguien se va, con cada nuevo abandono, el mundo se vuelve a estrechar y Eric vuelve a perder una de las ilusiones que hacen la vida soportable: la ilusión de ser imprescindible para alguien. Aquel poeta, también andariego como Eric, se percató en su momento del mismo desfase, vivió la misma inadecuación, sintió el mismo escozor. Entonces dijo, lacónico: “Entre los coros estelares oigo algo mío disonar” (1). Así habla Eric cuando habla, lacónicamente, como hablan los que tienen algo qué decir pero no tienen a quién. O como hablan los que siempre tienen la impresión de estar interrumpiendo, los que no encuentran su momento en la conversación. Entonces grita e insulta, pero tampoco oye su eco resonar.

El destino de otro poeta vagabundo anticipa la suerte de Eric. Siendo todavía un niño, entregado por la asistencia pública a una familia adoptiva, Genet despertó súbitamente a la vida cuando aquella gente de bien le reveló quién era: “Eres un ladrón”. Él, hijo de una prostituta, obligado a estar eternamente agradecido por tener una familia, había cometido a los diez años la gravísima falta de irrespetar la propiedad privada. Lo que pudo ser visto como una simple travesura infantil, como un incidente sin consecuencias, tomó serias proporciones morales y se convirtió en el segundo nacimiento de Genet. Con la oportuna intervención de los otros, que decidían todo por él, el niño se transformaba de súbito en ladrón. En la torpe sinceridad de la infancia, Genet quiso tener para ser, y se vio condenado en adelante a repetir la operación día a día, noche a noche, hasta el final de su vida errabunda de cárceles y delitos de poca monta, de amoríos con presos condenados a muerte, de prostitución y cantos de amor. Todo lo que le valió la póstuma canonización de un filósofo ateo.

Ignoramos lo que sigue para Eric. Lo dejamos viviendo una nueva despedida. Una mucho más profunda y más dolorosa que emociona a los que nos hemos visto igual de solos en la vida, a los que hemos sentido al menos una vez que sobramos en el mundo. 

*Pablo Cuartas es ensayista. Algunos textos suyos han aparecido en el periódico Universo Centro y en el blog http://atunesentintas.blogspot.com

Nota:
(1). Del poema "El son del viento" de Porfirio Barba Jacob

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