Ayer sábado 26 de abril, se estrenó en la Cinemateca Distrital de Bogotá -días después de haberse proyectado en el Teatro Matacandelas de Medellín- el largo documental Estudio de reflejos, del realizador colombiano Juan Soto, culminación hasta el momento, de una obra de trazos personales que se sostiene en la memoria y el archivo, en el cine y la fotografía, en la mirada.
Conocí a Juan Soto como producto de un feliz malentendido.
Hace un poco más de tres años, recibí un mensaje suyo en el que me invitaba a
una proyección, en Mapa Teatro, de su trabajo de grado en la EICTV de San
Antonio de los Baños, Cuba.
Aunque es Juan quien sufre de dos enfermedades de los ojos, nigtasmus
y extravismos, yo fui quien leyó mal. Donde decía: “si no va, ya otra vez nos
conoceremos” yo leí “si no va esta vez, ya no nos conoceremos”. Me llamó la
atención el atrevimiento y la vehemencia de la amenaza y fui a ver de qué se
trataba.
Estudio de reflejos. |
Se trataba de 19º Sur
65º Oeste, a la vez un documental familiar y un diario de viaje, y el punto
inicial de una saga de películas en las que Juan Soto ha venido trazando un
mapa de correspondencias y vínculos, donde lo personal se proyecta en lo
social, en el marco del cine como lenguaje y posibilidad.
Trastornado por lo que, en 19º Sur 65º Oeste, y tomando en préstamo el título de una película
de Rithy Panh, me pareció “una imagen faltante”, una prohibición de origen,
busqué a Juan días después. Fue el comienzo de una amistad en la que sus
películas, y las películas de otros, han sido importantes, sin ser lo más
importante.
Después vendrían Nieve
y Oslo 2012, dos nuevos documentales
de Juan Soto que me confirmaron que en su cine reverbera el presentimiento, la
inminencia de una revelación que no se produce, que es tal como Borges definía
el hecho estético. Es un cine, el de Juan, que tira una red en el ancho mar de
las probabilidades, y deja al espectador a su suerte, obligándolo a participar
activamente, con la misma determinación y vehemencia del autor.
Estudio de reflejos
es el primer largo de Soto, pero en él sobrevuelan los impulsos y las claves
estilísticas de sus cortos. Otra vez el archivo de imágenes, acumuladas en
distintos formatos, que vienen en auxilio de una identidad fracturada, para
certificar, pese a todo, su unidad. Otra vez los viajes, los aviones, los
carros, los vidrios, las ventanas, las vacaciones, los caminos abiertos, los
veranos. ¿Son estos los trozos del espejo roto, por cuyo significado se
pregunta Juan, citando a Bergman, en el epígrafe?
La obra entera de este joven realizador y dentro de ella Estudio de reflejos, conforma lo que me
atrevo a inscribir en la tradición de las bildungsromane,
las novelas de formación. Es decir, aquella imaginación narrativa que en el
siglo diecinueve adquirió forma y entidad mostrando a personajes adolescentes
en el doloroso camino de hacerse adultos. Las experiencias sentimentales e
intelectuales, los requiebros del corazón o las contrariedades de la amistad,
el afecto, en fin, iban definiendo al héroe y dotándolo de un carácter, es
decir de un destino.
Pero la narrativa de Juan Soto es demasiado pudorosa para
hablar directamente de emociones. Así que estas son diferidas, borroneadas en un
aprendizaje de la mirada. Lo que se forma, lo que se educa, es precisamente
esta mirada sobre el mundo. Y es el cine, son las cámaras, es la fotografía
estática o en movimiento, nítida o difusa, lo que da acceso, lo que media.
Por eso el cine de Juan Soto es un cine cinéfilo, por eso es
un cine absoluta e intraicionablemente moderno. En el siglo diecinueve se confió en la metáfora de la novela
como espejo que reflejaba el mundo social. Pero la novela, probablemente, esté
en crisis, y el cine es su reemplazo en la tarea infinita de recomponer los
trozos de ese espejo fragmentado que es lo real. Esa confianza de Juan en el
cine es, no solo conmovedora y digna de nuestra atención, sino una permanente
inspiración para quien quiere ver en ella el camino posible hacia un cine íntimo
pero no autista, libre pero riguroso, suyo pero de todos.
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