Carlos Álvarez (cineasta, crítico y profesor) murió hoy 7 de julio en Bogotá. Foto: Sergio González. |
La reedición de este texto, publicado originalmente por la revista Cuadro de Medellín en 1978, es un gesto de gratitud por el inmenso trabajo crítico sobre el cine colombiano que durante al menos tres décadas realizó Carlos Álvarez. El documentalista de títulos como Colombia 70, Asalto y ¿Qué es la democracia? desplegó, antes y en paralelo a su trabajo fílmico, una escritura combativa e intensa que le permitió exponer y defender posiciones, e irlas modificando cuando las urgencias políticas o las intuiciones de cada época así lo exigían. Sus artículos, indispensables para recuperar y establecer la tradición crítica del cine en Colombia, tienen el aliento de los manifiestos y son fundamentales para situar las discusiones de los años sesentas y setentas. Álvarez había estado al comienzo de la década de 1960 en Argentina; en esos mismos años escribió para las revistas colombianas Guiones y Cinemés, y tuvo una amplia vocería en la entrada sobre Colombia de una de las versiones de la monumental Historia del cine mundial de Georges Sadoul. Escribió también un prólogo acerca del cortometraje de sobreprecio que fue censurado en ese entonces por la Cinemateca Distrital. Su libro Sobre cine colombiano y latinoamericano fue publicado por la Universidad Nacional, a la que se vinculó como uno de los fundadores -en la década de 1980- de la Escuela de Cine y Televisión. Y trabajó, en años más recientes, en lo que es hoy el programa de Cine y Televisión de la Universidad Agustiniana. También es un reclamo para que su cine circule de nuevo -en mejores condiciones que las que ha tenido hasta ahora- y pueda así ser conocido y confrontado por nuevos espectadores.
Al cine colombiano lo que sí le ha
faltado, entre otras cosas, es una seria reflexión sobre su condición.
Haberse puesto a pensar qué clase de cine
era factible y necesario en un país como Colombia, subdesarrollado, dependiente
y capitalista atrasado.
Pero lo cierto es que esta reflexión ha
estado siempre ausente.
Ni por parte de los cineastas, para
tratar de orquestar su obra en un territorio cierto; ni de los productores, en
la medida en que esperaban recuperar sus dineros invertidos en el cine y
obtener ganancias; ni por parte de los críticos, para los cuales podría
suponerse que ese era su oficio.
Esta negativa a buscar la identidad, a
constatar hechos o a fijar algún tipo de
pautas teóricas culturales no hizo sino estar acorde a los bamboleos
erráticos del cine colombiano en los últimos años, en que la producción se
incrementa y continua y recurrentemente se habla del último film, como “el
verdadero inicio del cine colombiano”.
Hoy es más imperativo que nunca la
necesidad de hacer esa reflexión. Pero pretenderlo implica un trabajo largo y
sistemático, que por supuesto, no se podrá evacuar en un solo texto.
Hace once años hablábamos con Fernando
Birri y decíamos que en 5 años a más tardar, la industria del cine colombiano
sería floreciente y próspera y nos daría feliz trabajo a todos.
A los pocos años ya nos habíamos dado
cuenta del error de apreciación.
Pero, por suerte, nos dimos cuenta.
La industria de cine en Colombia no era
posible y desde esa época no ha sido tampoco posible.
Y hoy con 11 años de por medio, se ve
cada vez más lejana.
La equivocación partía de basar la
formación de una industria de cine en las buenas intenciones de los
realizadores o críticos de esa época, y no pensar en las condiciones económicas
que son las que dan lugar a una industria cinematográfica en un país
capitalista y dependiente. Los realizadores que desde esa época llegaron con
las sanas intenciones de hacer films que se pusieran al lado de las nuevas olas
que inundaban el mundo, vivieron en carne propia la ineficacia de sus
artísticas intenciones y sin entrar a juzgarlas, derivaron fácilmente hacia el
mercantilismo más mediocre, envolviéndolo, eso sí, con papel regalo de colores,
para ocultar sus patrañas con visos seudo-artísticos.
A ellos, la llamada "generación de
los maestros" (Norden, Angulo, Mejía, Pinto, González), se les puede
acreditar su frustración inicial, rápidamente tapada por un reacomodo
vitalizador dentro de la burguesía, que necesitaba realizadores de cine que
publicitaran sus "triunfos y adelantos”, en tantos aspectos de los que
tienen que hablar: sociales, industriales, urbanísticos, etc. Para ellos
hicieron v siguen haciendo documentales en brillantes y primorosos colores
kodak.
Pero la industria no se formó. El atraso
capitalista de Colombia no daba para eso. Los inversionistas no habían
descubierto que ahí también podía haber ganancias y preferían ir sobre seguro
con sus supernegocios en la construcción urbana, los latifundios, el comercio u
otras actividades menos riesgosas y más conocidas.
El arte que propusieron los artistas del
cine de principios de la década del 60 nunca los convenció y más bien los llenó
de una desconfianza abstinente.
Además, si había un cine que abarcara
todas las pantallas, con gran calidad, solvencia técnica, buenísimos argumentos
y protagonistas hermosos y hermosas, ¿para qué ponerse a experimentar en
Colombia, con técnicos novatos, directores incultos y actrices aindiadas? El
neocolonialismo era económico primero y cultural después, y ambos unidos
llevaron a que nunca hubiera una industria colombiana de cine.
Los intentos han sido esporádicos, pero
persistentes en estos 14 años Unos se propusieron hacer películas cultas como
Bajo la Tierra (Santiago García, 1968) o Tres Cuentos Colombianos (Alberto
Mejía y Julio Luzardo,1964); a otros les dio por inspeccionar los géneros que
desde el exterior causaban furor en Colombia, para copiar la fórmula y llenarse
de plata. Entonces hicieron películas de vaqueros colombianos copiadas de los
vaqueros italianos, a su vez copiadas de los vaqueros americanos. Aquileo
Venganza (Ciro Durán, 1967), o El taciturno (Jorge Gaitán, 1969). Algunos
preferían las coproducciones para asegurar algún mercado en el extranjero como
Lizardo Díaz que trae ilustres desconocidos (ilustres en su casa) para dirigir
sus coproducciones como Y la novia dijo... (Gaetano Dell-Era, 1964) o Amazonas
para dos Aventureros (Ernest Hoffbauer, 1974).
Irremediablemente, todos estos trabajos
han llevado al fracaso o por lo menos, a proseguir los trabajos aislados sin
que la industria organizada aparezca.
El cine da para todo y por eso no se le
puede pedir al señor que hace telenovelas romanticonas con el más preciso
interés mercantil, que se apreste a una discusión cultural sobre el cine que
debe hacerse para Colombia, porque este señor tiene objetivos muy precisos y ni
con todos los argumentos posibles de por medio, cambiará su negocio. Pero
tampoco los críticos supieron ubicar este tipo de manifestaciones dentro del
contexto colombiano y no sólo para orientar a su público lector.
Algunos se burlaban despreciativos, pero
no profundizaron en el hecho social, ideológico, ni económico.
Por eso, a los pocos años, y
reflexionando para quiénes tiene validez este mecanismo, nos pudimos dar cuenta
de que era un error de enfoque al creer y desear la aparición de esa industria
de cine en "cosa de cinco años". Porque era estar totalmente dentro
de los esquemas de "ellos".
Del cine de los países capitalistas
desarrollados, cuando nosotros nos debatíamos en la pobreza más
subdesarrollada, aunque siguiéramos soñando en grandísimas cámaras de
panavisión, o inmensas grúas y multitudes de superproducción.
Simplemente nos dimos cuenta de nuestra
colonización cultural, cuando deseábamos una industria de cine como existía
allá, mientras acá no había ni película virgen para filmar.
Entonces, había dos caminos a tomar. O
seguíamos creyendo que el cine era solo la industria que produce largometrajes
con actores, colores y besos, o pensábamos que el cine era "otro"
medio de expresión y que se podía hacer uso de él (como de la literatura,
música o pintura) haciendo caso omiso de las imposiciones y patrones impuestos
por la industria de origen imperialista.
Desde la exteriorización de esta
dicotomía (1968) el cine colombiano ha caminado en dos vertientes, de las
cuales, evidentemente creemos que sólo la segunda representa una posición
cultural válida, mientras que en la primera se anidan los oportunistas, los
comerciantes de todos los pelambres, los cocteleros del cine. Podría pensarse
que es una división de clases, si no fuera que el origen ineludible de todos
los cineastas es la burguesía o la pequeña burguesía.
Pero sí lo puede ser en la medida en que
un cine, el de los cocteleros, se alinea de oposición al pueblo, al lado de los
intereses de la burguesía y al otro lado, el de quienes creen y utilizan su
cine para hablar de los conflictos de ese pueblo, de sus luchas, alegrías,
derrotas y victorias.
La división es evidente y es de clases,
aunque sea por opción.
Algunos de los postulados teóricos del
tercer cine colombiano que datan de 1968, son los siguientes:
1. "El cine para América Latina tiene que ser un cine político"
1. "El cine para América Latina tiene que ser un cine político"
2. "Tiene que ser el ‘cine de los 4
minutos'. Su tiempo clave"
3. " Será hecho, con las mínimas
condiciones. No importa tanto la hechura como
lo que se diga"
4.
"Tiene que ser cine documental"
5.
"Hoy peleamos con el cine en la mano. Mañana las condiciones
cambian, y pelearemos con otra cosa. No somos inmutables. Es decir, este cine,
como todas las actividades en América Latina tendrá que ser terriblemente dialéctico".
Hoy, hechas las mismas experiencias de
realización, podemos repensar estos agresivos postulados.
1. Es cierto, en América Latina la vida
política se nos mete por todos los poros. La violencia cotidiana, signo
indudable del Tercer Mundo, nos abarca en cada minuto desde la mañana hasta la
noche. Son las ínfimas condiciones de vivienda, en que el 50 % de les familias
viven en una pieza donde duermen, cocinan, y "viven”. Y son familias de
cinco personas como mínimo.
Es la desocupación de los hombres y el
sub-empleo de las mujeres. Son los dos platos de agua con pan que constituye el
alimento diario de toda la familia, desde los niños recién nacidos para los
cuales no hay leche. Es la falta de educación y la desnutrición crónica.
Toda esta violencia cotidiana, soterrada,
cruel, asesina, es la que conforma ese mundo político apremiante y opresivo.
Entonces, ¿cómo no hacer un cine que refleje todo este mundo y que no sea
radicalmente o abiertamente político?
Claro que hay otro mundo lleno de colores,
niños gordiflones y condiciones opulentas de vida que es el de la burguesía,
pero precisamente para ellos y para alabarlos está la otra vertiente del cine
colombiano opuesta a la nuestra.
Por lo tanto no exageramos cuando pedimos
y practicamos un cine de resonancias políticas explícitas.
2. El cine de los 4 minutos fue una
variante táctica para un cine sub-desarrollado. Veamos.
El cine postulado como un aglutinante de
discusión social, no consiste solamente en producir un film, sino en crear los
canales de distribución y exhibición, ajenos al sistema capitalista de
exhibición.
Si es un cine que pretende cambiar toda
la forma tradicional de “ver" cine, este cambio parte de otro tipo de
relación con el público, y esa discusión es un diálogo abierto entre el público
y el film y entre los espectadores mismos. Pero no dentro de las creencias
individualistas sino dentro del diálogo político de los espectadores
participantes.
Entonces, el público es el 50% del film.
Los films son apenas detonantes de una discusión sobre una realidad mostrada en
el film y sirven para abrir la revisión de esa realidad encubierta por los
medios de comunicación oficiales y por la ideología burguesa.
Al hacer films de 4 minutos que abarcarán
hoy el problema de la mendicidad, mañana el de la alienación religiosa, pasado
mañana el de la represión estudiantil y así sucesivamente, podríamos tocar
muchos temas y abrir la discusión sobre puntos que permanecían ocultos o
tapados.
Claro que son films
"incompletos", más bien "provocadores", que apenas
enunciaban el problema y que eran "completados" por los espectadores.
La necesidad era precisa. La historia de
nuestros países ha sido ocultada o tergiversada sistemáticamente, con estos
films la revisábamos aunque fuera provisionalmente y se abría paso a la
discusión y racionalización de todos estos conflictos sociales, con el único
fin de preparar su cambio definitivo.
Hoy podemos concluir que si bien muchos
otros films han necesitado un tiempo mucho mayor para profundizar su discurso,
el "método del cine de los 4 minutos" tiene la misma vigencia de hace 6 años, pues los films más
largos necesitan más recursos, más tiempo y son por esto mismo mucho más
esporádicos que los cortísimos films de 4 minutos, retrasando la posibilidad de
tocar muchos temas que urgen la necesidad de ser vistos a través de la óptica
del cine.
3.
Las condiciones para hacer un cine "aparte" en Colombia continúan
casi iguales. Puede haber más medios, pero continúan siendo los más precarios
imaginables, por lo tanto, se seguirán haciendo con las mínimas condiciones e
intentando que su contenido cubra los posibles defectos de construcción.
En una época se disculpó la mala factura
de los films con su contenido, pero es un gran error. Películas tan mal
construidas como Carvalho (Alberto Mejía, 1969) no tienen ninguna disculpa y
antes por el contrario perjudican el tipo de mensaje contenido pues lo hacen
ilegible. Una cosa es trabajar con pocos medios y otra cosa trabajar sin
aplicar lo mejor posible esos pocos medios para obtener el mejor film posible.
Este es un punto aclarado, aunque no
siempre asimilado.
4. Es cierto. El Cine de los países
subdesarrollados debe ser fundamentalmente el cine documental. Nos permite
aproximarnos más fielmente a la realidad que urge ser mostrada. Exige menos
aparataje cinematográfico para su construcción y menos experiencia, que nunca
la podremos tener en cantidad, pero sobre todo, permite que el realizador saque
su obra de la realidad más objetiva, haciendo diluir todas sus aspiraciones de
"director de cine" en la necesidad de ser fiel y combativo trabajador
por el cambio de esa realidad.
Lo hace olvidar un poco de sus conflictos
internos, estrictamente personales, para dar a su film un mayor contexto
social.
El documental es una terapéutica contra
los deseos ocultos de todo realizador subdesarrollado de volverse, alguna vez,
un gran director de cine, como esos de por "allá". Allende estos
territorios subdesarrollados.
Claro que no se puede ser tan sectario,
como para no saber que hay temas que pueden trabajarse mejor y más
profundamente desde una óptica argumental, de puesta en escena con actores y
dentro de una duración que se acerque a los patrones tradicionales del cine
industrial.
Eso es claro, pero, ¿cuándo podremos
conseguir el dinero para hacer uno o tres largometrajes argumentales, con
actores y el aparataje que eso implica en tiempo y trabajó?
¿Qué director del tercer cine puede
abandonar sus trabajos habituales para sobrevivir y dedicarse tres meses
exclusivamente a "su" largometraje?
Proponer hacer cine documental, con la
relativa facilidad que hay para su filmación, es también proponer otra forma de
terapia para nuestros sueños de cineastas. Si nuestras aspiraciones apuntan muy
alto, moriremos podridos y desgraciados con nuestros sueños sin realizar. Y
cuando digo apuntar no muy alto, no es en cuanto al contenido político de
nuestros films, sino en cuanto a toda una metodología del cine.
Porque leyendo alguna revista de cine,
nos podemos dar cuenta de la forma como filma un joven principiante en Europa o
Estados Unidos. El dinero, el equipo humano, las máquinas, los laboratorios,
etc., con que cuenta y como esas posibilidades no existen, ni existirán dentro
de un proyecto de industria capitalista del cine para Colombia, entonces
tenemos dos opciones: o ponernos a llorar y añorar tiempos o países en donde nuestras
fantasías pudieran materializarse, o buscar el método y el tipo de cine, que
sin ser tal vez el ideal (pero una cosa es lo ideal y otra lo posible), nos
permita hacer cine. Y hacer un cine vital, influyente sobre la realidad,
participante de ella.
Es muy posible que debamos hacer cine
argumental, pero mientras llega ese momento o continuamos hablándonos mentiras
como hasta ahora, o preferimos utilizar nuestro tiempo mejor y hacer esos films
cortos, pobres de medios de realización, documentales y muy políticos que hacen
fruncir el ceño despreciativamente a tantos proyectos de “directores" de
cine que esperan sentados todavía a que el buen capitalista se convenza, por
fin, que invertir sus dineros en el cine es buen negocio y que así, sentado
esperándolo, está el artista que hará duplicar sus ganancias.
Por lo menos, como una buena conclusión,
podríamos decir que después de los 30 años, el hombre subdesarrollado, el
cineasta del Tercer Mundo, debería perder su inocencia y pasar a otro estadio
superior.
5. ¿Cómo no ser dialécticos? Cuando
optamos por el cine que camine al lado del pueblo, ¿cómo ser inmutables?,
cuando el pueblo tiene todo por cambiar, todo un mundo por ganar.
Tiene para perder su desnutrición, su
falta de vivienda, sus faltas de educación, Ia castración de todas sus
posibilidades humanas y ganar todo lo contrario.
Cuando la lucha se da en tantos terrenos,
como vamos nosotros a proclamar sagrado nuestro oficio de cineastas, si lo que
queremos es estar al lado de ese pueblo que lucha por conquistar,
arrebatándolo, su vida futura de hombres plenos, no recortados.
Todos estos puntos, que teóricamente nos
separan del intento de cine industrial colombiano, siguen teniendo hoy total
vigencia, con sus más y sus menos.
Todos estos eran puntos claros, elementos
propios para una teoría de cine colombiano, que obviamente los cultores del
cine industrial ni siquiera produjeron. Sus films, o fueron películas como
Préstame tu marido (Julio Luzardo, 1973), comedia rosada con figurones de la
televisión o Camilo Torres (Francisco Norden, 1973), largometraje de
entrevistas a burgueses redomados que se proclaman todos consejeros del cura
guerrillero y prácticamente autores de todos los pasos que en su vida dio una
de las figuras culminantes de la historia contemporánea colombiana.
Pero el objetivo mismo de los dos films
los limita de entrada.
El primero, planteado como un
"éxito" de taquilla, no tiene mayores aspiraciones que copiar el
esquema del cine mexicano. El segundo, en cambio, retoma la figura de Camilo
Torres para explotarlo comercialmente, sabiendo que llenaría los cines. Con
este objetivo fundamental, todos los demás están subordinados. No hay
indagación seria, no hay construcción cinematográfica, no hay ni siquiera una
idea predominante del realizador, que se quiere presentar como un objetivo
investigador, como si todavía alguien creyera que la objetividad existe, para
explicar precisamente a un hombre que se opuso frontalmente al sistema burgués
porque no creía en él y en cambio sólo aceptaba su destrucción.
Todavía pudiera aceptarse la realización
de este film, con el objeto de destruir políticamente a Camilo Torres. Esto por
lo menos implicaba asumir una posición, combatible o no pero era algo. En
cambio es exactamente la mediocridad de los comerciantes que hoy venden iconos
del Ché en todas partes: en las camisas, en los collares, en las hebillas de
las correas.
Estos dos largometrajes son las dos
culminaciones del cine comercial colombiano, que han tenido exhibición en
círculos comerciales con colores y grandísima alharaca alabatoria de los
gacetilleros de los periódicos.
Este es el cine que la otra vertiente del
cine colombiano ha hecho y él cine que nos proponen como camino oficial para
Colombia.
Nuestros films en cambio, son unos pocos: Chircales (1972) y Planas (1970) de Marta Rodríguez y Jorge Silva; El Hombre de la Sal (1969) y Los Santísimos Hermanos (1970) de Gabriela Samper; Oiga Vea (1972) de Luis Ospina y Carlos Mayolo; Padre, ¿dónde está Dios? (1972) de Crítica 33, Mar y Pueblo y La hora del hachero (1970) de La Rosca; Un día yo pregunté (1970) de Julia de Álvarez y Asalto (1968), Colombia 70 (1970) y ¿Qué es la Democracia? (1971) de Carlos Alvarez. Lista demasiado magra, demasiado esporádica y sobre la que hay que reflexionar más de una vez.
Nuestros films en cambio, son unos pocos: Chircales (1972) y Planas (1970) de Marta Rodríguez y Jorge Silva; El Hombre de la Sal (1969) y Los Santísimos Hermanos (1970) de Gabriela Samper; Oiga Vea (1972) de Luis Ospina y Carlos Mayolo; Padre, ¿dónde está Dios? (1972) de Crítica 33, Mar y Pueblo y La hora del hachero (1970) de La Rosca; Un día yo pregunté (1970) de Julia de Álvarez y Asalto (1968), Colombia 70 (1970) y ¿Qué es la Democracia? (1971) de Carlos Alvarez. Lista demasiado magra, demasiado esporádica y sobre la que hay que reflexionar más de una vez.
Todos estos films, en diferentes medidas
han tenido difusión muy amplia, de miles de espectadores.
Esto ha sido un triunfo neto. Una falla
parcial es que han sido distribuidos por canales creados por los mismos films y
atendiendo a las necesidades propias de grupos políticos diversos, en cambio de
unir esfuerzos y crear un solo canal, con lo cual el número de exhibiciones
llegaría a cifras mucho más grandes.
Una experiencia cercana y conocida es la
de ¿Qué es la Democracia? Fue exhibida para 100.000 espectadores en un año. De
julio de 1971 en que el film sale, a julio de 1972 en que es secuestrada.
Número de espectadores contados
exhibición por exhibición dentro de todos los públicos: universitarios,
colegios de secundaria, sindicatos, obreros en barrios, obreros en fábricas,
clínicas, concentraciones campesinas, en fin, un público para el cual cada uno
de estos films representa un esfuerzo, aunque sea pequeño, a su lado, de parte
de su causa de explotados, y acompañados con discusiones de una gran riqueza y
de resultados palpables.
Este recorrido lo han hecho todos los
films mencionados con total solvencia, lo cual debería llevar a los
realizadores colombianos del tercer cine a plantearse su oficio del cine con un
mucho mayor rigor del que los buenos resultados hasta hoy permiten deducir.
Hoy creemos encontrarnos ante otra
dicotomía o paradoja, pero esta vez en la parte interna del tercer cine
colombiano.
Veamos como todo este trabajo
cinematográfico ha tenido gran utilización popular, es decir, les ha sido útil
a ellos, a buena parte del pueblo, pero, tal vez, por otro rezago pequeño
burgués, vemos con tristeza como todo esto no ha tenido ninguna gravitación en.
el cine colombiano visto en su conjunto.
Tal vez no es un rezago pequeño burgués
sino una legítima pasión y amor por el cine.
Y el pesar es cuando se le ve en manos de
arribistas y farsantes que con tanta facilidad fabrican sus productos fílmicos
v con tanta facilidad le llegan a un público amplio.
Esta constatación deprimente no es para
deprimirnos más, sino para ajustar nuestra visión y si es que no ha sido
correcta, enmendar los errores y seguir adelante.
Y que le sirva a alguien, a algún país en
donde la experiencia nacional de cine sea más atrasada que la de Colombia, para
que tengan referencia de un camino que pueden llegar a recorrer.
El Tercer Cine Colombiano nos da pie
para:
1. La constatación de la efectividad y
sinceridad política de nuestro cine es correcta.
2. Pero su ejemplo no se ha extendido.
Los cultores del tercer cine son escasos y no aparecen los más jóvenes que le
inyecten vitalidad y sangre más joven.
Muchas veces nos hemos preguntado, por
qué no crece cuantitativamente el tercer cine colombiano en comparación al
teatro experimental o político. Las razones aparentes son varias, pero no hay
una definitiva.
Por ejemplo, el teatro ha recibido mucho
más apoyo de las universidades o empresas particulares que han fomentado sus
grupos de teatro. Implica menor costo y permite palpar el resultado más
rápidamente. Y tal vez, lo más evidente, es que al no haber en Colombia una
tradición de teatro comercial, no ha sido posible mercantilizarlo, como es el
casi ineludible inicio de los realizadores: los comerciales publicitarios para
TV o pantalla grande.
Además el origen de la gente de teatro,
es en las universidades, mientras que la fuente de la gente de cine, son casi
siempre esos clubes de desechos humanos que son las agencias de publicidad, y
en donde los valores son algo diferentes de los que priman en una universidad.
Pero tampoco en las universidades ha
cundido el ejemplo como para lanzar jóvenes al oficio del tercer cine.
En alguna parte debe estar la falla como
para no poderla percibir con claridad.
3. A este ritmo el cine colombiano se
nutre hoy de publicistas o de hombres que trabajan al unísono de esta
mentalidad.
Y es el sentido del cine que predomina.
Esta es una constatación real, para que nos ilusionemos de que es el tercer
cine el que tiene la mayor gravitación general.
La mayoría de sus hombres siguen pensando
en fantasmas.
Unos piensan que primero hay que crearse
una solvencia económica y social para que "coman y vivan los niños",
cuando esto, más una buena casa y buen automóvil esté al día se puede comenzar
a acumular dinero y lanzarse, entonces sí, a hacer el soñado largometraje.
Aunque hayan pasado 10 años desde la idea original.
Es algo así como programar la cabeza
durante 5 años de comerciante del cine, para luego sacarle la tarjeta y meter
la que lo programa como un director de cine culto.
¡Por favor!
Pero la verdad es que estos son todavía
los argumentos que tienen cabida en las cabecitas fílmicas de los
realizadores... Lo que ocurre es que las cabezas quedan amañadas a la primera
tarjeta, que es la de hacer dinero, porque causa más satisfacciones económicas
y menos peligros y la otra alternativa para hacer cine se ahoga ahí.
Otros menos ingenuos han adoptado un
método más expedito, pero no menos deshonesto.
Basados en un decreto que autoriza un
sobreprecio por cada cortometraje en color no menor de 7 minutos, muchos se han
arrimado y han conformado toda una tendencia de cortometrajes en donde, como en
una receta de cocina, hay de todo lo que está de moda.
El cine mundial capitalista para venderse
bien, recomienda: paisajes exóticos, color y una denuncia. Sobretodo la
denuncia. Con todo esto bien revuelto y adobado con mucha publicidad personal
más una elegante presentación al ser servido a la mesa (cocteles con vestido
largo, whisky, "premiere" y palmaditas de felicitación en la espalda)
se consiguen pingües ganancias y ser considerado por muchas señoras y otros
cuantos engañados, como un director de "cine comprometido, político,
izquierdista y crítico".
Esto que parece un chiste, hoy confunde a
todos y los realizadores concluyen sus aspiraciones cinematográficas ahí.
Y otros siguen pensando que la industria
la harán los buenos ricos con plata y siguen esperando. Pero son las almas en
pena que ven fantasmas de colores.
Entonces el cine colombiano hoy son, o
los que hacen los cientos de comerciales para anunciar jabones,
"brassieres" o urbanizaciones, o los que hacen sus cortometrajes de
sobreprecio y "denuncian", o los que sueñan despiertos.
El tercer cine político no está ahí. Está
en otro lado.
Y claro que sí es de lamentarse que sean
las tendencias más reaccionarias y oportunistas las que primen en el otro lado
del cine, pues ahí también podrían y debían existir realizadores que afrontaran
su oficio de cineastas colonizados, por lo menos con seriedad. Pero hasta ahora
no ha ocurrido.
Este es el cine oficial de Colombia, que
aún dentro de esta "amplia democracia" se permite leves autocríticas
que sirvan para apuntalarles el sistema.
El otro cine, diferente al cine oficial,
es el cine documental, político, en el formato de 16 mm.
Entonces dejémonos de espejismos y
volvámoslo a ubicar en donde estaba, dejando constancia de que lamentamos no
exista otro cine en Colombia con vigencia social y validez humana.
Al cine colombiano no lo conformará la industria
de largometrajes. Ni la industria se conformará de largometrajes.
El cine de un país no son sólo sus
largometrajes, sino también sus documentales, sus cortometrajes argumentales,
cuando se hacen.
No es la forma de envasar el producto,
sino su contenido, ya sea con argumentales o documentales de largo y
cortometraje.
Por eso desgastar energías en la
conformación de la industria de cine, no es lo que importa, sino darle
contenido con el suficiente valor al cine que se haga, en la forma que se haga.
Hay industria de cine con contenidos
culturales vergonzosos o fascistoides, pero son industrias de cine.
No es eso, lo que deberían querer quienes
sueñan despiertos con la "industria de cine de largometraje".
Y este es el punto fundamental que se
debe plantear el tercer cine colombiano: que sus contenidos cumplan los
primeros postulados que se ha propuesto.
Y
esto, hasta ahora, es seguro que lo ha hecho. Con sus limitaciones, dudas y
fallas.
Romper la idea del largometraje de
actores, ha sido una tarea dura pero necesaria.
Ha sido romper la colonización cultural
de decenas de años en el campo de cine.
Esto implica por otra parte, tres puntos,
para la construcción del tercer cine colombiano.
1. Inventar todos los días nuevas formas
de producción, pues la lucha principal será por construir el film.
El realizador del tercer cine está
limitado por todas partes, especialmente por la economía.
Pero hace films. Uno cada año, cuando
está con suerte, pero ahí están cumpliendo su objetivo.
El otro cine, ni siquiera cumple el
objetivo económico que es su premisa fundamental.
2. Profundizar toda la tarea de
exhibición, que es el otro 50% del film. Pero ahora sí coordinando la
exhibición en todos los films y nuevamente en todos los niveles.
3. Profundizar el discurso de los
documentales.
Aquí hay un fenómeno que al realizador
del tercer cine colombiano le ocurre. Y es su visión fragmentaria de la
realidad, producto del origen social.
Tiende a "impresionarse" por
las injusticias del sistema capitalista y las vuelca en sus films, pero los
films corren el riesgo de volverse impresionistas sin cumplir otros objetivos
importantes. Por ejemplo, ¿a qué público se le está hablando? ¿Cuál es la
utilidad para ellos de ver reflejados sus problemas? ¿En qué tono debe hacerse
este discurso?
Es decir, cómo hacer que estos films,
inscribiéndolos en un movimiento social general, le sean útiles para
racionalizar los mecanismos de opresión, o vislumbrar formas de liberación.
Se corre el riesgo, siempre presente, de
dar una visión documental parcial de la realidad, cuando hay que buscar las
visiones más totalizadoras, además de inscribir el problema dentro del conjunto
social en que se mueve.
El "de dónde viene y para dónde
va" de los conflictos sociales. La dialéctica de la realidad.
Obviamente no es el cine de los 4
minutos, que es otra alternativa más, sino el contenido general que debe tener
el cine colombiano para que tenga validez social y cultural y claro que artística,
que por sobreentenderse, no hay necesidad de mencionar.
Sobre este contenido, que para un país
oprimido, expoliado, subdesarrollado debería ser muy claro, no se aparece así.
El camino está lleno de trampas y
facilidades equivocadas. El hecho concreto es la no producción de films de
contenidos sociales honestos y la pululación del oportunismo en todas sus
formas.
La reflexión sobre la condición del cine
colombiano se hace necesaria comenzarla o recomenzarla ya.
El tercer cine ha dado pasos importantes,
pero todavía cortos y tímidos pasitos en su conjunto.
El otro cine se debate en la
desorientación cultural, en sus opciones sinceras, y el oportunismo, en las
deshonestas.
El cine, como toda la cultura colombiana,
deberá buscar su contenido más vital en las fuerzas de vanguardia que hoy
traducen los mejores sentimientos libertarios del pueblo.
Para que se intente poner a la par y
contribuir con su grano de arena a las nuevas tareas de la liberación.
De lo contrario será un cine muerto, y no
es esa la dirección en que trabajamos hoy.
El tercer cine colombiano dará esa
batalla. De esto estamos seguros.
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