Cuarenta, el segundo largometraje de Carlos Fernández de Soto (Colombianos, un acto de fe) que se estrenó el viernes pasado, logra una síntesis de las "tareas" que se imponen a cualquier persona que bordea los cuarenta años de edad (y me incluyo): el examen crítico de la propia vida, que es casi como un diario de contabilidad de pérdidas y ganancias; la evaluación de lo acumulado material y espiritualmente; y la sensación irrevocable de que muchas de las decisiones tomadas no tienen vuelta atrás. Epoca de lánguidos o exaltados balances y siempre de cara o en el espejo de los amigos conservados o echados por el borde. Y en el fondo de aquello de lo que se puede hablar, el oscuro depósito de pulsiones sin resolver: el afecto que circula de forma endogámica y autodestructiva, el pánico homosexual, el daño que causamos a aquellos que tenemos más cerca.
Difícil imaginarse pues un tema más universal. Fernández de Soto lo asume con valentía y seriedad, sin banalizarlo con falsos consuelos o misticismos en boga. El trío de amigos que retrata es típico y tópico de una clase media liberal, bien educada y que se creyó con las herramientas para sobrellevar las exigencias del éxito profesional, la buena conciencia política y la estabilidad afectiva.
Sin embargo, nada sucedió como estaba previsto, ni en la vida de estos tres personajes interpretados con altibajos y distintos grados de convicción por Blas Jaramillo, Adyel Quintero y Nicolás Montero, ni, por cierto, en la película. Pues a pesar de que en cada personaje y en muchas escenas reconocemos fragmentos de cosas vividas, el conjunto se antoja falso, innecesariamente explícito, torpemente ceremonioso.
La pregunta que asalta es entonces dónde se malogró un material con indudable potencial. Es fácil suponer un guión preciso y ajustado a las posibilidades de una película de bajo presupuesto, con escasos días de rodaje y fundamentado en la riqueza psicológica de los caracteres principales. Cuarenta es pues una película de ambientes y personajes, que erra en su puesta en escena. Desde la escogencia de la locación principal, la finca donde se reúnen de nuevo los tres amigos para hacer su ajuste de cuentas hasta la selección y dirección del trío de actores, pasando por los diálogos sobreexpositivos y solemnes; todo atenta contra la estética realista que mejor se acomodaba a la película. Los esfuerzos en los que se empeña el montajista, Sebastián Hernández, para escapar de una narración plana y sin matices, la música que siempre subraya las emociones, y los gestos enfáticos y afirmativos de los actores, demuestran que este grupo de trabajo no confíó lo suficiente en lo que estaba contando, y se dedicó a recalcarlo hasta el artificio (1). Sólo así se explican los recurrentes flasbacks que nos llevan a las épocas en que los personajes eran jóvenes y tenían "grandes expectativas", o los insertos donde uno de los personajes resuelve los conflictos con su esposa en un, a veces sugerente, rompimiento de la diégesis narrativa.
Como espectador uno puede perdonar ciertas licencias pero nunca los errores que atentan contra la verosimilitud del mundo representado: en los diálogos de los personajes, que nos informan de su pasado, decisiones vitales y convicciones ideológicas y morales, el guionista o los propios actores -vaya uno a saber- echan mano de un cúmulo de referencias históricas en donde todo es posible a la hora de revestir de supuesta seriedad unos conflictos que, de forma más humilde, hubiesen logrado ser más convincentes. Estos tres cuarentones son personajes con los que se busca ilustrar siempre algo más que su propia crisis y por exceso de pretensiones terminan ajenos al espectador. El uno es un periodista en retiro atormentado por el horror de la guerra que presenció (Blas Jaramillo) y desarrollado con un retorcimiento dramático que evoca lo peor de Jorge Echeverri; el otro recién descubre el amor de un hombre más joven y probablemente su homosexualidad (Adyel Quintero), y un tercero se mueve entre el adulterio y la inmadurez (Nicolás Montero). Han vivido la traición de sus ideales de juventud y cabalgan entre alusiones a mayo del 68, el estatuto de seguridad de Turbay, el M-19 y su reclutamiento urbano, los procesos de paz con las guerrillas, la caída del comunismo y el ascenso de Uribe. Carecen por tanto de un mínimo de verosimiltud histórica, pues tendrían que tener la crisis de los sesenta para haber vivido tanto. El guionista se pifió pues en una generación.
La película tiene breves momentos de espontaneidad donde la energía entre los tres actores se desenvuelve con naturalidad. Pero todo es arruinado por querer ilustrar tesis y decir lo obvio. Ni hablemos del personaje femenino central boceteado con brocha gorda y desde una mirada masculina que la reduce a condición de intrusa o elemento extraño (su cuerpo es fuente permanente de tensión sexual) a la excluyente amistad de los tres hombres.
En el cine colombiano se necesita probar más historias donde los personajes se desarrollen con base en prototipos sicológicos, y sea indispensable dotarlos de un mundo interior. Es un reclamo del público que es preciso atender, sin por ello creer que el espectador le huye al peso de la memoria histórica y sólo busca pan y circo. No siempre. Quizá con frecencia busca simplemente reconocerse.
Por ahora está claro que salvo honrosas excepciones, al cine colombiano este tipo de películas le pasan cuenta de cobro, pues nuestra tradición cinematográfica, como bien lo demostró una investigación de los profesores Gabriel Alba y Maritza Ceballos, reposa en lo anécdotico y lo coral. Necesitamos personajes con un desarrollo individual, construidos de adentro -lo íntimo- hacia afuera -lo social-, aunque sea como alternativa saludable a lo comunmente visto hasta ahora.
Cuarenta es una película agridulce. La lección que queda tras esta jornada de los personajes es como aquella que nos depara la lectura de La educación sentimental de Flaubert. Aprender, no aprendemos nada. O como dicen los protagonistas de Cuarenta, no hay nada mejor en sus vidas que el culo de Marcela.
Notas:
(1). En Kinetoscopio 87, Oswaldo Osorio escribió que "en esta cinta vuelven a aparecer algunos de los fantasmas del pasado de nuestro cine: el mal sonido y las imágenes defectuosas, estas últimas se dan ya sea por mala iluminación o por falta de foco". No estoy de acuerdo con esta afirmación. Quizá Oswaldo vio una mala proyección -la realizada en el Festival Sinfronteras 2009- que afectó su juicio sobre la película. Cuarenta se escucha bien y no tiene mayores problemas de foco, aunque es verdad que algunos planos es fácil juzgarlos de mal iluminados o torpemente encuadrados.
1 comentario:
Como sea, se ve super interesante.
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