Arcadi Espada, Periodismo prático, pg. 18
No, nunca la objetividad fue tan quimérica como en los tiempos que corren, aunque haya quienes crean, como el gran Arcadi Espada, que el periodismo es la ciencia de los hechos y que las noticias pueden ser tratadas "técnica, fría, objetivamente". O que el trabajo intelectual, incluso en los lindes de las ciencias sociales, puede ser concreto y formar parte de los "contenidos objetivos" que convenimos en llamar realidad, como pensaban Benjamin o Popper: aunque los resultados no sean objetivos sensu strictu, el método sí puede serlo.
El documental contemporáneo, que pregona su desmarcación del periodismo, es una fiesta de la subjetividad. No vale la pena discutir ya la legítima subjetividad de quien filma, que se expresa a veces sin disimulo mediante un yo biográfico (Alan Berliner o Agnès Varda) o persuasivo (Michael Moore), o a veces simplemente en el recorte que hace del mundo con fines narrativos. Más interesante y complejo, y asimismo a la orden del día, es pensar cómo el documental configura subjetividades e inventa y define nuevos sujetos políticos.
"Se ha restaurado la razón del sujeto -escribe Beatriz Sarlo en Tiempo pasado-, que fue, hace décadas, mera 'ideología' o 'falsa conciencia', es decir, discurso que encubría ese depósito oscuro de impulsos o mandatos que el sujeto necesariamente ignoraba. En consecuencia, la historia oral y el testimonio han devuelto la confianza a esa primera persona que narra su vida (privada, pública, afectiva, política), para conservar el recuerdo o para reparar una identidad lastimada".
La producción cultural colombiana está inserta, aquí y ahora, en esta peligrosa circunstancia. Una profusa literatura testimonial nos enfrenta a una polifonía de voces y acentos sobre distintos tipos de experiencias que cabalgan entre lo público y lo privado, la televisión y las redes sociales han cooptado la esfera íntima, el arte se vuelve confesional. Y el documental, que es lo que aquí interesa, aprovecha ese río revuelto para posicionar unas agendas ciudadanas sin escapar a las trampas que implica su condición de mediador.
Tal vez incluso sea ambicioso o ingenuo hablar de agendas ciudadanas, sin poner en la balanza otras agendas, no necesariamente coincidentes: las agendas mediáticas, por ejemplo, las de los productores culturales, o las de las ong's, o las del poder (económico, político) a secas, en fin, la tupida malla de intermediarios a través de los cuales se tramitan y posicionan los discursos en la esfera pública.
El éxito de eventos como la Semana de la Memoria, cuya segunda versión se realizó entre la semana pasada y la actual en la Cinemateca Distrital, el estreno reciente en la Universidad Nacional del documental rodado en Colombia El hombre de las serpientes de Eric Flandin, o la clamorosa convocatoria que logró la Universidad Central el lunes pasado para la primera proyección en el país de Impunity (el premiado documental* de Juan José Lozano y Hollman Morris sobre el proceso de Justicia y Paz), revela al mismo tiempo esperanzas y fisuras. ¿Se está subitamente conformando un tejido social, algo equivalente a una movilización ciudadana en torno a la memoria? Y si es así, ¿desde dónde? ¿Cuál es el discurso que centraliza este reclamo? ¿Y quién se aprovechará de su fuerza emergente?
¿Los indignados somos más?
El martes pasado en el programa de debates radiales Hora 20, de Caracol, los panelistas se preguntaban por qué Colombia, a pesar de su tormentosa historia reciente, es una sociedad reacia a protestar o a darle curso a su malestar (en el caso de que lo haya) por vías pacíficas y, por otra parte, garantizadas constitucionalmente. María Jimena Duzán habló entonces de la estigmatización de la protesta y situó sus causas precisamente en los vaivenes del largo conflicto armado colombiano. La protesta ciudadana, los paros, la sindicalización de trabajadores y la protesta laboral y las marchas (salvo aquellas que han sido bendecidas instucionalmente como la marcha del 4 de febrero de 2008 contra las FARC) han sido estigmatizadas como de izquierda y por contigüidad semántica asociadas a la subversión armada. Otro panelista habló de la polarización de la sociedad colombiana entre uribistas y antiuribistas, sin términos medios ni escenarios posibles de negociación.
Definirse como uribista o antiuribista evita cosas tan simples para la movilización social como tener una conciencia de clase o jerarquizar racional (no emocionalmente) los intereses colectivos. El genio político de Uribe probablemente haya consistido en concentrar las energías sociales en torno a su figura mesianica o en contra de ella (que es el reverso de la misma forma de caudillismo), debilitar los partidos y anular las interferencias institucionales mediante esa incesante y tramposa comunicación directa con el pueblo que caracterizó su ejercicio de poder.
Las reacciones más inmediatas que produjo la exhibición de Impunity el lunes pasado revelaron esa penosa simplificación de la política colombiana, la intercambiabilidad de causas y consecuencias y la memoria de corto plazo que hace posible personalizar responsabilidades (no digo que no las haya) y no hacer el esfuerzo de situar el conflicto en la condición que lo hace más devastador: su larga duración. Al final, la indignación que se hizo oir en la sala tuvo un único acento antiuribista, con reclamos de que el energúmeno ex presidente fuera llevado de inmediato a la Corte Penal Internacional y el consabido corrillo de "Uribe paraco".
Pero, ¿hay elementos retóricos en Impunity que condicionen esa reacción? La respuesta no es fácil. Es evidente que al centrar la atención en las víctimas, como de entrada lo reconocieron Morris y Lozano, el documental busca una proximidad emocional y un efecto político. Pero es igualmente cierto que Impunity es menos "narrativa de urgencia" que la mayoría de trabajos documentales y periodísticos de Morris, limitados por su precario lenguaje audiovisual y contaminados del odio político del periodista (a fin de cuentas, dada su condición de estrella y por lo que se vio el lunes, ha sabido tomar lo suyo de las andanadas uribistas).
La estructura de Impunity está fuertemente apoyada en material de archivo sobre hechos que la opinión pública mejor informada ha tenido oportunidad de conocer grosso modo. Por ejemplo, la puesta en escena de las versiones libres de los paramilitares, con la aséptica separación de victimarios y víctimas a través de la barrera tecnológica. Pero Morris y Lozano insisten en mostrarlas privilegiando la recepción de las declaraciones en los desconsolados, a veces apáticos y frecuentemente indignados gestos de las víctimas. Como espectadores, el documental nos lleva del lado de estas últimas, aunque también presenta otras voces, incluidas las del poder y la institucionalidad. Que a pesar de ese gesto de los documentalistas, la reacción más epidérmica del público sea otra vez un mundo en blanco y negro, es algo incomprensible y frustrante.
Las causas de esta reducción ad hominem de los argumentos (Morris vs Uribe) pueden estar quizá en que el documental presenta una visión del conflicto armado colombiano bastante recortada históricamente y favorable o por lo menos sincrónica con la del poder. Ubicar los orígenes de la guerra en Colombia en el comienzo de las luchas guerrilleras en los años sesenta, es de algún modo hacerle el juego a la narrativa del conflicto en la que se apoyó la arremetida paramilitar. La lógica de acción y reacción está fuertemente arraigada en la vivencia de la guerra, pero carece de matices y, además, vuelve la guerra potencialmente infinita.
Es muy probable que las explicaciones abarcativas, dictadas por una solemne voz en off dentro del documental, sean concesiones necesarias para el alcance internacional que este documental ha tenido y con seguridad tendrá (la producción incluye aportes de Francia, Suiza y Alemania). Pero son a la vez su mayor limitación, porque convierten un material de tremenda fuerza (in)humana en algo partidista e interesado. Es la diferencia que en el documental tienen las empalagosas intervenciones de voceros y directos interesados en aprovechar políticamente el conflicto como Gustavo Petro e Ivan Cepeda, frente a la "voz" de las víctimas tomada in fraganti en las audiencias de Justicia y Paz. En esta "voz" no pensada ni elaborada con la retórica sesgada del testimonio, está la enorme fuerza de este filme, su dimensión de documento histórico (parcial y parcializado, pero necesario). Allí se presiente que las víctimas son en efecto una nueva fuerza en el ejercicio de la política colombiana (o de la vida ciudadana para no contaminar el término) pues el horizonte de su demanda no es el poder sino la vida. Lástima que su coro no nos llegue siempre directamente sino a través de inevitables mediadores que con frecuencia tienen algo de caudillos o de estrellas. Es la encrucijada del productor cultural, extensiva a los políticos de izquierdas y a las organizaciones que representan a la sociedad civil: ser moralmente diferentes de lo que critican.
El reto del audiovisual colombiano frente a las inaplazables exigencias de la memoria es pues tan simple y a la vez descomumal como encontrar un lugar justo de enunciación. Y puede que tardemos aún mucho en encontrarlo.
*Entre otros, ha obtenido el premio al mejor documental en los Rencontres Cinémas d'Amérique Latine 2011 de Toulouse, y mención especial en el Festival du Film et Forum International sur les Droits Humains 2011, de Genève.
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2 comentarios:
¿Clabagan o cabalgan?
Cabalgan. ¡Muchas gracias!
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