*Este texto fue leído en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, el 23 de octubre en la clausura del ciclo de conferencias "Los herederos de Tomás Carrasquilla".
"Yo que soy un hombre frágil de niño
tuve buenos años
me sentaba en el quicio de la casa y veía pasar la gente
con una fuerza terrible veía pasar la gente
y me enamoraba de las ventanas encendidas en los
edificios cercanos.
Había sitio para todos.
Nada era mejor que otra cosa. Esa es la infancia
que como un hombre religioso cada uno debe
esforzarse por traer
Como un sastre que es mago y poeta a la vez
Cada cual debe pulir ese traje que se llama Paraíso".
“Yo que soy un hombre frágil”, Con los que viajo sueño, 1980
1. El lenguaje o esa casa del ser
En 1994, el director Víctor Gaviria realizó para el canal regional Teleantioquia, una adaptación en tres capítulos del primer cuento de Tomás Carrasquilla, “Simón el Mago” (1890). Por aquel entonces, ya la obra cinematográfica de Gaviria había dejado de ser la evocación nostálgica y poética de la infancia o del pasado que puede verse en películas como Buscando tréboles (1979), La vieja guardia (1984), Que pase el aserrador (1985) o Los músicos (1986) y se había convertido en el vehículo para investigar el carácter de una nueva sociedad que emitía signos aparentemente indescifrables y desconectados. Con el largometraje Rodrigo D. No Futuro (1989) y el documental Yo te tumbo, tú me tumbas (1990), Gaviria dio, quizá por primera vez, la voz a unos sujetos que actuaban en el margen de la sociedad y se expresaban desde la plena conciencia de su subalternidad.
¿Pero puede tener voz alguien a quien las lógicas del mundo social han condenado a la posición de subalterno? La escritora india Gayatri Spivak, quien se plantea la pregunta, responde que el subalterno, como tal, no puede hablar, a pesar de que se le identifique a menudo con la oralidad: su subalternidad consiste, precisamente, en carecer de importancia o valor dentro de los códigos socioculturales dominantes: puede hablar pero no será oído. Para el investigador John Beverly, el cine de Gaviria soluciona este impasse al permitir que el subalterno hable desde su subalternidad, dándole el rol de estrella o protagonista y evitando lo que Foucault llama “la vergüenza de hablar por los otros”, característica del intelectual progresista.
Ese lugar del subalterno que habla en sus propios términos es uno de los elementos más problemáticos del cine de Gaviria – especialmente en su relación con un espectador que puede llegar a interpretar la fidelidad al lenguaje de los personajes como una agresión –, pero al mismo tiempo es lo que mejor define la originalidad y el horizonte ético de la obra cinematográfica del director antioqueño. El lenguaje de los personajes adquiere una centralidad que, sin embargo, ni está manipulada ni es gratuita. Para Gaviria:
En la simple expresión están las historias acumuladas de muchas personas con sus dolores y esperanzas. No me refiero […] al argumento, sino a la historia como memoria sinuosa, repetitiva, violenta, poética e incomprensible.
[…] El lenguaje de los personajes marca por supuesto una historia de frontera. A mí me parece importante y hasta necesario enfrentarse a esa extrañeza y que de alguna manera el espectador no entienda. El lenguaje, las palabras y hasta los grandes silencios de los actores hablan de y desde la experiencia, una experiencia que por definición se nos escapa, y que nos parece una serie de distorsiones, entre las cuales la lingüística es por irreductible ciertamente una muy agresiva. En otras palabras, lo que violenta al espectador no es la monstruosidad abstracta del lenguaje sino lo que ésta significa como diferencia.
Este “parlache” en el que se expresan los jóvenes protagonistas de Rodrigo D. o Yo te tumbo, tú me tumbas es, como lo definió en su momento Alfonso Salazar “portador de una axiología donde la agresión y la desvalorización del otro están en lugar de preeminencia”.
Tal lenguaje “ha aflorado en el apogeo del narcotráfico y la violencia juvenil que tiene sus raíces en los camajanes y malevos, personajes urbanos que desde la década del 50 incorporaron el lunfardo – el lenguaje de arrabal que llegó con el tango – y el espíritu de los guapos, personajes del campo antioqueño, jugadores, bebedores, devotos de la Virgen del Carmen y desafiantes permanentes de la muerte que se jugaban su vida en duelos de esgrima, con machetes y puñales, por amor o por honor”.
Mirado en el espejo de esa tradición, ciertamente marginal y no pocas veces reprimida, pero no por eso menos presente en la corriente sinuosa de la memoria social, el lenguaje de estos personajes se vuelve el resultado de un proceso histórico: deja de ser una excepcionalidad indescifrable para recuperar su lugar en la cultura de la región antioqueña. A través del lenguaje Gaviria restituyó estos sujetos a la tradición que les dio origen, les otorgó un lugar en la corriente aparentemente amorfa de los hechos: sus cuerpos desechables y abyectos tuvieron la posibilidad de ser representados.
Es una paradoja significativa que el siguiente trabajo importante de Gaviria después de Rodrigo y Yo te tumbo sea precisamente la adaptación de un cuento de Carrasquilla donde la oralidad es determinante. O que el propio Gaviria se haya interesado, años antes, en “Que pase el aserrador”, el cuento del también antioqueño Jesús del Corral que celebra sin mayores miramientos una tradición picaresca victoriosa como visión del mundo propia de la región y donde la oralidad está incluida en los propios mecanismos de enunciación.
Para Raymond Williams, la cultura antioqueña está influida principalmente por tres factores: el primero es su tradición de igualdad que ha fomentado una literatura basada en lo popular y regional y en la costumbre oral de narrar historias, como puede verse en “Simón el Mago” y “Que pase el aserrador”, precisamente los dos únicos trabajos de adaptación literaria directa emprendidos por Gaviria. Para Williams, estos elementos de oralidad distancian la literatura antioqueña de los modos escriturales y elitistas utilizados en el altiplano, que corresponden a las características de lo que Ángel Rama llamó la “ciudad letrada” y sus estructuras de exclusión o a lo que Malcolm Deas definió como las relaciones entre la gramática y el poder, que más adelante veremos expuestas con bastante claridad en el personaje de Fernando en La virgen de los sicarios. Para Carrasquilla, en cambio, y anticipándose en esto varias décadas a Gaviria: “Cuando se trata de reflejar en una novela el carácter, la índole de un pueblo o de una región determinada, el diálogo escrito debe ajustarse rigurosamente al diálogo hablado, reproducirse hasta donde sea posible”.
El segundo elemento distintivo de la cultura antioqueña, según Williams, es la fuerte presencia de una oralidad primaria en ciertas áreas rurales, durante el siglo XIX, y que produjo un impacto en la cultura escrita como se puede comprobar en Carrasquilla. El tercer elemento es la profunda reacción contra la modernidad en el siglo XX que podría ser explicada como un rechazo a la industrialización y sus valores, como un sentimiento de nostalgia del ambiente rural del siglo anterior, o como un deseo de parte de la élite de mantener una sociedad paternalista, amenazada por el desarrollo industrial. Williams concluye que todas estas manifestaciones son tan sólo sentimientos de nostalgia frente a la pérdida de la cultura oral.
Sería simplista decir que la obra de Gaviria, incluso antes de Rodrigo D., se mueva cómodamente en las coordenadas definidas por Williams para delimitar el campo cultural antioqueño. La tradición de igualdad, bastante discutible por cierto, como da testimonio la propia literatura de Carrasquilla, se transforma en el tiempo de Gaviria en la anárquica movilidad social promovida por el narcotráfico, que habría encontrado un terreno fértil en una sociedad proclive a los atajos legales y a las prácticas comerciales poco escrupulosas, de los cuales es un buen ejemplo la familia Alzate, protagonista de Frutos de mi tierra (1896) y sus dos hermanos que “se complementaban para formar, en unidad admirable, el genio mercantil”. Son los “señores de la nueva sociedad”, caracterizados, como los describió el historiador José Luis Romero “por una imaginación exacerbada por la ilusión del enriquecimiento repentino: en una jugada de bolsa, en una especulación de tierras, en una aventura colonizadora, en una empresa industrial; pero también en menesteres más insignificantes, como el acaparamiento de un producto, la obtención de una concesión privilegiada, la solución de un problema de transporte, de envase, de almacenamiento, o simplemente el cumplimiento de gestiones que dejaban una importante comisión”.
En la Antioquia de las décadas del setenta al noventa, en las cuales se desarrolla toda la obra de Gaviria, la anomia social se instaló inmediatamente después del institucionalismo católico, en un proceso de modernidad postergado tal como el que describe Rubén Jaramillo Vélez, donde nunca hubo “tiempo” para un proceso de secularización, siempre obstruido por el poder de la iglesia y el conservadurismo de las élites, empeñadas en hacerse del pueblo una imagen de minusvalía física y mental para preservar el orden paternalista y patriarcal que Williams llega a confundir con la tradición igualitaria.
En esa circunstancia histórica, mediada por un poderoso detonante exterior como el narcotráfico, se puede explicar el misticismo de la violencia que practican muchos de los sujetos de las películas de Gaviria, plenamente conscientes de su fugacidad pero empeñados en darle un sentido cuasi religioso a esas vidas que no “duran nadan”, que “no nacieron pa’semilla”. No se trata solamente de las balas rezadas o la invocación de distintos símbolos religiosos como se puede ver en La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo. Se trata ante todo de otorgar significación a esas vidas como son y no como deberían ser, de aceptar el presente como el único tiempo posible en estas existencias periféricas que nunca conocerán los consuelos del proyecto de vida de la burguesía, sostenido en la confianza de que el sacrificio de hoy será el placer de mañana.
“El sicario – escribe Alonso Salazar – ha incorporado el sentido efímero del tiempo propio de nuestra época. La vida es el instante. Ni el pasado ni el futuro existen”. A ese tiempo de la impermanencia en el que están arrojados los personajes de Rodrigo D. y Yo te tumbo, Gaviria opone el tiempo humanizado y denso de un relato (Ricouer ) que les permite brillar por un instante antes de apagarse en el vacío.
La presencia de una fuerte cultura oral, sí es, como se ha visto, un elemento de contigüidad entre el cine de Gaviria y la tradición cultural antioqueña, incluido Carrasquilla. Pero con el matiz descrito ya a partir de lo dicho por Alfonso Salazar: en esta nueva oralidad que el cine de Gaviria hace visible, es legible ahora una axiología de la agresión y la desvalorización del otro. ¿Puede ese lenguaje de la violencia seguir siendo, en sentido heideggeriano, “la casa del ser”? Gaviria está lejos de insinuar un sí o un no, pues difícilmente juzga moralmente a los personajes. Sin embargo, en su cuidadosa atención a la lengua de los sujetos que filma, él mismo ha anotado los matices de una nostalgia del ser, de la infancia, del pasado familiar. Escuchémoslo:
Hay otra expresión común entre los niños de la calle: fulano – dicen elogiándolo – “tiene mucha casa”. Es una variación de fulano “es un putas”. En La vendedora de rosas la casa, ese lugar imaginario de lo que falta en la vida, se convierte en un adjetivo. Quien tiene casa – aunque literalmente no la tenga – es alguien destacado.
“Para que zapatos si no hay casa”, dice melancólicamente un personaje infantil en La vendedora de rosas, dejando constancia de un reclamo de hogar que está por encima del consuelo pasajero de los objetos, que se exhiben a la vista de los niños de la calle en las vitrinas de los almacenes. Tanto en Rodrigo D. como en La vendedora de rosas, las epifanías de los personajes están relacionadas con la recuperación de los vínculos con un pasado familiar más armonioso que un presente sin sustancia ni profundidad: no se trata de cosas sino de afectos.
Y si bien el lenguaje de los personajes es testimonio de un presente degradado, él da cuenta, a través de sus intersticios, de una zona donde acechan también los deseos y ansiedades, de un mundo donde cada uno tiene su lugar y las cosas son arquetípicas. El lenguaje es lo único que les es propio y que escapa a los flujos e intercambios del capitalismo salvaje, lo único que tiene valor de uso más que valor de cambio.
Hablando de las historias que de niño le contaba su padre, Gaviria decía en entrevista con Jorge Ruffinelli: “Él alimentó nuestra fantasía. Pasábamos horas escuchándolo, hasta que nos dormíamos. Y cuando despertábamos, dos o tres horas después, proseguía”. En ese recuerdo idílico de la infancia, no es difícil identificar la atención extasiada de Toñito frente a la negra Frutos, quien lo embelesaba con “palabras sacramentales”, como las describe el narrador de “Simón el Mago”.
Por último, la profunda reacción contra la modernidad en el siglo XX que Williams acusa en el campo cultural antioqueño, no es difícil de comprobar en casos tan emblemáticos como los de Pedro Nel Gómez y su lucha contra las ideas del arte moderno en la primera mitad del siglo en Antioquia o la sospecha de Fernando Botero frente al arte de las vanguardias, aunque uno y otro supieron usufructuar las licencias de la modernidad. Esa contradicción también estuvo presente en Carrasquilla, como lo manifiesta su carta a Max Grillo: “Mi ideal es muy claro, Maximiliano: obra nacional con información moderna; artistas de la casa y para la casa”. En casos más concretos, nuestro escritor se fue directamente en contra del modernismo latinoamericano encarnado en figuras como Sarmiento, Martí, Rodó y Darío.
Edison Neira problematiza la acusación de reaccionario que contra Carrasquilla han emprendido figuras intelectuales como Gutiérrez Girardot. Según Neira “Para Carrasquilla el ‘dandismo cerebral’ suponía el reconocimiento de la existencia de este fenómeno en el contexto centroeuropeo y la ausencia de las condiciones de gestación en el ambivalente contexto hispanoamericano, donde se relegaba la posibilidad de producir un artista y se marginaba al que marginalmente surgía”. La reacción antimoderna de Carrasquilla correspondería, en este sentido, a una especie de mecanismo autodefensivo que lo protegía de una temible feminización del arte, de un amaneramiento a lo José Asunción Silva, poeta al que sin embargo Carrasquilla, de opiniones contradictorias y complejas en materia de arte, fue uno de los primeros en apreciar.
El antioqueño fue un arte “duro, sólido y austero” tal como lo definió en su momento el poeta Luis Vidales, y que se blindó en esa barrera para evitar la invasión de delicadezas de origen ajeno. Podemos llamarlo realismo y asociarlo con la dureza del paisaje aun a riesgo de caer en una simplificación. Kurt Levy, el primer biógrafo de Carrasquilla lo describe así: “se quedó en su casa, fija la penetrante mirada en Antioquia, en sus viejas calles, en sus broncas montañas, en los rostros familiares”.
Carrasquilla encontró vías de escape para hacer visibles las miradas subalternas y oblicuas sobre el mundo a través sobre todo del rico repertorio de personajes femeninos que atenúan las líneas duras de su trazo. Marginal él mismo, por su condición de artista en una sociedad que ponía excesiva atención al cuidado de la hacienda o por una homosexualidad asumida quizá en secreto y de manera expiatoria, fue capaz de ubicarse a una prudente distancia desde donde observar, como Gaviria, “con una fuerza terrible” “pasar la gente”.
Para Carrasquilla, en su entronque realista, la naturaleza es más bella que el arte, aunque la sola imitación no consiga la belleza, pues hacen falta el corazón y la cabeza del artista. Víctor Gaviria hereda sin lugar a dudas los lineamientos inconscientes de ese arte “duro, sólido y austero” o por lo menos termina en esa tradición, después de sus inicios en la poesía intimista y coloquial y en un cine de clara vena poética y evocativa. Las influencias que formaron la vocación realista del cine de Gaviria son diversas y si se quiere contradictorias, pues son una mezcla que incluye desde el neorrealismo marxista y católico de Pasolini hasta el pathos surrealista de Herzog. El realismo de Gaviria además de dialogar de manera natural con la tradición cultural antioqueña, y dentro de ella, se abre a influencias externas inevitables en un campo de producción como el cine obligado por su misma naturaleza a los cruces fronterizos.
Toda la obra cinematográfica de Gaviria demuestra un especial cuidado en la construcción de una voz colectiva que es difícilmente asimilable por la experiencia de la subjetividad burguesa, claramente individualizada. En Simón el Mago, escenas audiovisualmente muy bien logrados corresponden a los momentos en que las mujeres tejen o juegan naipes, y donde Gaviria sabe construir un tejido de rumores y sonidos que progresivamente van perdiendo diferenciación: se trata de una representación literal de la voz del sujeto colectivo. En la obra entera de Gaviria los personajes hablan pero a la vez son hablados por la tradición que encarnan: el lenguaje, valga decirlo una vez más, es una axiología. Y en las periferias, donde las subalternidades son colectivas más que individuales, el lenguaje transmite de manera vívida los valores de la comunidad.
El sujeto colectivo operó como un fetiche para el Nuevo Cine latinoamericano posterior a la Revolución cubana y en general para los cines del Tercer Mundo empeñados desde el comienzo de los sesenta en un proyecto político de concientización de las masas a través de películas de alcance épico y eminentemente ideológicas. Pero Gaviria, como lo afirma John Beverly, denuncia sutilmente esa pretensión de la izquierda y los intelectuales progresistas que consiste en hablar por los otros. Beverly describe el altercado entre Gaviria y la investigadora argentina Beatriz Sarlo en el estreno norteamericano de La vendedora. En esa ocasión Sarlo le preguntó a Gaviria si sus representaciones de la marginalidad y la abyección favorecían el quietismo político de los espectadores cómodamente instalados en un lugar seguro. Beverly acusa a Sarlo de ser precisamente el tipo de intelectual progresista que se considera el mediador necesario de una reforma social. Para Gaviria en cambio el cine no es un lugar de redención pero permite fijar unas vidas que sólo se concretan como tales en el momento en que se vuelven relato, tiempo humanizado, en donde “lo borrado de la representación, lo sumergido en lo irrepresentable [produce una] sombra de duda en medio de tanta visibilidad satisfecha”.
Pero ese relato en la obra de Gaviria es construido al lado de los sujetos filmados y en sus propias condiciones de enunciación. No es traducido por el director para tranquilidad y bienestar de los espectadores. Para Carrasquilla, como para Gaviria, “la palabra es el alma, entonces no hay mejor camino para conocer al individuo y a la colectividad. Por eso no puede cambiarse por otra más correcta ni más elegante, pues se despojaría a los personajes de su nota más genuina y carecerían de toda verosimilitud”.
Pero hay mucho trecho entre la oralidad venida a través de Carrasquilla y la de Gaviria como testigo de la Antioquia contemporánea, entre los finales del siglo XIX y los del XX. Aunque ambas épocas comparten la incertidumbre de profundos cambios sociales, lo que la obra de Gaviria testifica es la perdida irremediable del paraíso, perdida que no incluye siquiera la posibilidad de esa nostalgia que Williams veía como el motor de la cultura antioqueña. La posibilidad de la nostalgia sobrevive en la dimensión más íntima de cada persona pero ha sido aniquilada como utopía colectiva en una sociedad que no tolera más los elementos heterogéneos y ha tenido notable éxito en su eliminación.
Así, mientras los chismes y rumores en Simón el Mago son la tranquilizadora melodía de la tradición, un discurso subalterno pero todavía asimilable, en la trilogía que conforman Rodrigo D., La vendedora de rosas y Sumas y restas lo “diferente se desborda” y “amenaza con su diferencia”. La polémica escena del Metro de Medellín en la adaptación cinematográfica de La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 2000) es una demostración inmejorable de esa intolerable diferencia. Cuando Fernando recibe una sarta de insultos que incluye pirobo y gonorrea, responde “Qué riqueza de lenguaje la de estos caballeros. No salen de gonorrea y pirobo. Si supieran con quien están tratando. Con el último gramático de Colombia. Con el que descubrió el proverbo. ¿Qué saben qué es? Es la palabra que está en lugar del verbo. Un ejemplo: dijo que lo iba a matar y lo hizo. Este ‘hizo’ que está en lugar de ‘matar’ es el proverbo”. Entretanto la cámara va a un primer plano de la mano de Alexis alistando su pistola.
Para Geoffrey Kantaris, “las palabras de Fernando aquí, como en muchas secuencias de la película, actúan como ‘proverbos’, es decir como generadores de actos de violencia. En esta secuencia la película nos hace conscientes de esta relación directa entre una gramática de clase amenazada por los lenguajes populares, por la presencia del otro ‘sucio’ e ‘inculto’ en la ciudad letrada, y la violencia generada desde ella que va destruyendo este mismo concepto de ciudad como escenario de privilegios”.
En relación con lo anterior y para finalizar, corresponde decir que el desarrollo antioqueño nunca pudo enfrentar las consecuencias plenas de un proceso de modernización y terminó por confinar este proceso a una acumulación obsesiva de capital que destruyó el paraíso y convirtió los frutos de la tierra no en usufructo de todos, de acuerdo con las promesas de una sociedad democrática sino en rapiña de pocos. Una vez más, es José Luis Romero quien mejor describe las líneas generales de este proceso:
Las nuevas burguesías – a diferencia del viejo patriciado – constituyeron una clase con escasa solidaridad interior, sin los vínculos que proporcionaba al patriciado la relación de familia y el estrecho conocimiento mutuo… se constituyeron como agrupaciones de socios comerciales, cada uno de ellos jugándose el todo por el todo dentro de un cuadro de relaciones competitivas inmisericordes en el que triunfo o la derrota – que era como decir la fortuna o la miseria – constituían el final del drama.
Es fácil reconocer en las anteriores palabras la euforia capitalista que desencadena el narcotráfico y que Sumas y restas describe tan vívidamente. Lo que pretendió este recorrido es situar una línea de continuidad de esos flujos capitalistas más larga en el tiempo de lo que habitualmente se quiere reconocer y ubicar su origen desacralizador en los comienzos mismos de la industrialización antioqueña.
Es así como la muerte de señá Mónica, la madre de los Alzate en Frutos de mi tierra, le sirve a Carrasquilla para mostrar cómo incluso el espacio sacramental de la muerte se ha perdido por la fiebre de acumulación. “Ocho días después se vendieron en el almacén de los Alzate el pañolón y los zapatos de la muerta”, describe lacónicamente el narrador. A finales del siglo XIX, la escritura de Carrasquilla en Frutos de mi tierra desliza ese fino detalle de observación psicológica que opera como una acusación de los procedimientos de una clase social emergente que pone todo su empeño en adquirir objetos que redunden en una mayor distinción social.
Al artista enfrentado a esa devastación le corresponde recordar siempre que el ser humano puede ser algo más que aquello a lo que el poder o la ambición lo quieren reducir. En “Simón el Mago” Toñito en su intento de volar termina de bruces contra el suelo de un chiquero; en La vendedora el deseo de Mónica de estar en familia en la noche de navidad sólo se consigue por la mediación del sacol, y después viene la muerte; el traqueto que en Sumas y restas llega a tener en sus manos el destino del hijo del antiguo patrón de su papá termina despanzurrado por las balas mientras el niño rico coge un taxi a El Poblado. “Todo el que quiere volar…¡chupa!” como Calixto Muñetón, la voz del pueblo, sentencia categóricamente en “Simón el Mago”. Pero si no lo intentamos, con qué derecho nos podremos seguir llamando humanos.
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