El colega Alberto Aguirre ha escrito muchas veces que el cine colombiano es un nonato. Es mentira. En realidad ha nacido muchas veces, pero llegado a cierta edad presenta una penosa resistencia a madurar. En su última vida es un adolescente de 15 años cuyo futuro muy pocos se atreven a predecir. Los siguientes son brochazos de su historia:
En diciembre de 1993 apenas nos reponíamos del 5-0 de Colombia sobre Argentina cuando La estrategia del caracol empezó su escalada de éxito; el país entero andaba en una fiebre nacionalista comparable a la de estos tiempos de seguridad democrática. Desde un año antes se velaba el cadáver de Focine, entidad estatal que, a trancazos, mantuvo activa la producción de cine nacional durante tres lustros, y se abría una etapa de incertidumbre sobre la posibilidad, siempre diferida, de hacer películas de manera continua y con estándares industriales.
Muchos directores de la época de Focine encontraron refugio en la televisión. Otros, como Luis Ospina, iniciaron una muy consistente obra en video que elevó los valores expresivos del nuevo medio. Desde entonces, el video fue el formato casi obligado de una enorme producción documental que muestra un país más ancho y ajeno que el de los grandes medios.
En ese ambiente de retirada ocasionado por la muerte anunciada de Focine, los impresionantes resultados logrados por la película de Sergio Cabrera fueron un poderoso incentivo y un modelo aparentemente viable para mantener vivo el cine nacional, combinando el viejo esquema de la coproducción con apoyos locales privados como el que La estrategia recibió de Caracol.
Entretanto, las salas de cine estrenaban de manera aislada algunos títulos colombianos. En 1995, La gente de
En agosto de 1997 empezó funciones el Ministerio de Cultura y se crearon
Entretanto, el segundo largometraje de Víctor Gaviria, La vendedora de rosas, llevó de nuevo al cine colombiano a la exclusiva vitrina de la selección oficial del Festival de Cannes en 1998 e inauguró discusiones aún no superadas sobre los temas de nuestras películas. Un ciclo insistente sobre la violencia, el narcotráfico y la corrupción empezó a ser identificado con todo el cine colombiano, sin duda porque estos temas dominaban los títulos de mayor impacto. Soplo de vida participó del ciclo en clave de cine negro, La virgen de los sicarios vertió en imágenes del impaciente mundo de Fernando Vallejo y Terminal mostró un mundo íntimo fracturado por el conflicto social. Dago García, por su parte, lideraba las huestes de un cine de corte popular y lenguaje televisivo, que desde esos años y hasta ahora ha mantenido un público fiel.
Cuando en 2003 se aprueba
Algunos de los primeros filmes estrenados después de
El cine colombiano reciente no es ajeno a una sociedad permeada por la visión del mundo y los valores de la mafia. Tampoco a la desorientación general de la cultura nacional, una vez se ha perdido el faro de los viejos maestros del pasado y todo parece haber quedado en manos del esnobismo y la propaganda mediática. Un círculo vicioso de dinero, poder y corrupción atraviesa la mayor parte de las últimas películas, incluso aquellas realizadas en tono de comedia como Soñar no cuesta nada o Bluff, y público y crítica ya no saben si esa sobreexposición implica una posición crítica o la cínica aceptación de un mundo degradado. En los guiones de filmes como Paraiso Travel, Los actores del conflicto o La milagrosa, se sigue apelando a soluciones esquemáticas que impiden tomar en serio lo que se cuenta, aunque no se trate explícitamente de comedias. Las puestas en escena, por su parte, corroboran esa falta de verosimilitud. Hay un gran temor por llegar hasta las últimas consecuencias de investigar la realidad a través del cine, como lo ha logrado en algunos casos Víctor Gaviria, reconocido por la mayoría como nuestro mejor director. Y el temor aumenta ante la presunción de que el público no quiere un cine que procese los traumas históricos del conflicto colombiano en sus distintos niveles y que, en cambio, va al cine sólo a divertirse.
En cambio, los presupuestos inflados, la incapacidad de plantear alternativas distintas a la promoción a través de los dos canales privados de televisión, la aceptación sumisa de su lógica del espectáculo y el desprecio por la inteligencia del espectador se repiten de película en película. Nuestro cine reciente luce provinciano y patriarcal. El desafío de los cines nacionales, en las actuales condiciones, no sólo consiste en mantener cautivo a un público local generalmente esquivo y cambiante, sino en lograr reconocimiento en otras fronteras, para tener acceso a esquemas de producción más internacionales. El sector audiovisual le pide, a público y crítica, paciencia, paciencia, paciencia. Desde esta barrera, y para no desentonar con la fiebre nacionalista, le pedimos trabajar, trabajar y trabajar.
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