Esta noche se inaugura IndieBo, el Festival de Cine Independiente de Bogotá, con la primera exhibición en Colombia de La tierra y la sombra de César Acevedo, premiada en Cannes con la Cámara de Oro. El siguiente texto fue escrito para el press-book de la película:
Por Pedro Adrián Zuluaga
La opera prima del director y guionista
César Acevedo muestra la destrucción de un mundo por la violencia de la historia
y el progreso. Ese universo, de cuya disolución la película sirve como testigo,
no es una abstracción. Sus marcas, por el contrario, son muy concretas. Una
casa vieja rodeada de plantaciones de caña de azúcar y de un inmenso árbol,
quizá anterior a la casa y sus habitantes. Unos personajes, a la vez
arquetípicos y realistas: tres generaciones de una misma familia en la que se
describe el apego al pasado, la fuerza física y espiritual que intenta cambiar
las condiciones materiales de la existencia –sin lograrlo– y el miedo al
futuro, del que estos personajes han sido desposeídos.
La
tierra y la sombra es una película de espacios y
objetos y de seres que se mueven entre ellos. En los planos, a veces estáticos,
a veces nómadas, estos personajes-no actores aparecen como desencarnados. Esa
condición fantasmal constituye, sin embargo, su verdadero volumen. Su densidad
no es psicológica o sociológica sino mítica. La vida, es decir, una forma
concreta de gestión de la vida por el poder, les ha quitado todo menos la
capacidad de imaginar. Es así como cada uno de ellos, a su manera, individual y
arquetípica al mismo tiempo, está conectado a algo más profundo que su mera
supervivencia como corteros de caña. Un sentido moral de su deber de hijos, de
padres y de abuelos. Y una conciencia viva para dotar al samán y el naranjo, al
mirlo y el azulejo, al imponente caballo o al cometa, al cañaduzal anterior a
su depredación por el capitalismo, de un poder simbólico capaz de restituir,
imaginariamente, la comunidad rota.
Para algún cine colombiano reciente, la
memoria es una suerte de justicia poética. La
tierra y la sombra se suma a una tradición de películas colombianas y
latinoamericanas que insinúan que existió un sentido de comunidad, atrás, en un
tiempo idealizado, en un paraíso perdido y que en el futuro, ese centro
espiritual o corazón del mundo ya solo puede reconstituirse a partir de la
imaginación y el poder de los afectos. Hay dolor y melancolía en esta
constatación, un repliegue conservador, un gesto nostálgico. Pero las películas
están ahí como hechos vivos y sus creadores, etnógrafos contemporáneos, quizá
nos quieran decir que el cine, el arte, es la última utopía. La posibilidad de recuperar
simbólicamente nuestra historia de perdidas concretas, aceptar ese duelo y
seguir adelante.
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