domingo, 30 de diciembre de 2012

La Sirga y "una cierta mirada" del cine colombiano

Estoy leyendo en estas pascuas Memoria por correspondencia, las 23 cartas que entre 1969 y 1997, le escribiera la pintora Emma Reyes a su amigo Germán Arciniegas y que ha publicado con mucho éxito en este 2012 la editorial independiente Laguna Libros. Memoria es un libro sencillo y entrañable que, sin embargo, no deja de obligarme a pensar que no hace parte -a despecho de las contorsiones de muchos críticos- de una gran tradición de la literatura colombiana que pudo haberse dado entre las décadas de 1920 y 1970: los años que hay entre La Vorágine y Qué viva la música -con grandiosas cosas extemporáneas a esta tradición como Celia se pudre, de Héctor Rojas Herazo-. Es como si para la literatura colombiana ya hubiera pasado su "momento", y que los escritores actuales tuvieran que vivir bajo ese peso del pasado, con esa "angustia de las influencias". Entretanto, para un cine sin duda minoritario y anclado más a la aprobación internacional que a la propia, pareciera abrirse una gran brecha, un desafiante destino: el de que reconozcamos a través suyo -por medio de un arte desclasado y sin tradición- un país. Esta idea peregrina y apurada la uso solo como disculpa para recuperar un texto escrito para el portal Razón Pública, sobre La Sirga y "una cierta mirada del cine nacional".


Cine colombiano, pero mejor

En la década de 1960, Marta Traba resaltaba la capacidad del cine -un arte hasta ese momento en vía de legitimación en el país- para revelar al paisaje y al hombre colombianos, con un realismo más directo que el de cualquier otra disciplina artística.  Lo que la gran crítica argentina veía en ciernes a través de trabajos pioneros como los de Francisco Norden, que se movían entre lo turístico y lo institucional, es probable que apenas ahora se esté dando a cabalidad. Y lo están logrando unos trabajos que se instalan en los márgenes de la representación tradicional, en un extrarradio nacional, lejos de los grandes centros del poder. 
                                                                                          
La Sirga, la opera prima del director caleño William Vega, conforma junto con Porfirio, de Alejandro Landes, y El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia, un grupo de películas que abren una vía realmente renovadora tanto en contenidos como en lenguaje fílmico dentro de un cine colombiano mayoritariamente embelesado en su propia mediocridad. A estos largometrajes de ficción se podrían unir unos cuantos documentales: Corta, de Felipe Guerrero, Nacer y Bagatela, de Jorge Caballero, La Hortúa de Andrés Chaves.

Sé que estas etiquetas son odiosas, pero me atrevo a decir que estas películas representan una tendencia, un nuevo cine colombiano que tiene la capacidad de entablar un diálogo intenso con la realidad que toma como referente, pero que son antes que cualquier cosa cine, trabajo sobre la forma y el lenguaje; todos y cada uno de estos títulos evidencian altísimos niveles de autoconciencia artística.

Los matices

Estas películas tienen en común que vuelcan su interés en geografías culturales concretas y recuperan la vocación del cine como registro de lo real, como testigo del presente: son filmes en ese sentido profundamente políticos aunque no en todos los casos se ocupen de fiscalizar el ejercicio fáctico del poder.


  • Porfirio fue rodada en Florencia con un grupo de actores encabezado por el propio aeropirata que protagonizó los hechos que la película reconstruye. Pero reconstruir es un verbo engañoso, porque el filme de Alejandro Landes nos obliga a desviar la mirada de lo excepcional del acontecimiento periodístico -el hombre que secuestra un avión con el fin de  llamar la atención del alto gobierno sobre su situación- y exige que nos concentremos en el lento discurrir de la vida cotidiana de un hombre atrapado en su cuerpo, pero que se resiste a sacrificar su libertad interior.



  • El vuelco del cangrejo fue rodada en La Barra, en el Pacífico colombiano, y de cara a ese paisaje idílico escenifica las complejas tensiones de sus personajes. Tensiones que se dan a todo nivel (económico, sexual, cultural) para mostrarnos los múltiples pliegues de la vida en esas pequeñas comunidades idealizadas por el turismo o deseadas por la máquina capitalista. Sin grandes y altisonantes metáforas como las que intenta Chocó de Jhonny Hendrix, El vuelco nos permite entender, lateralmente, las polaridades que amenazan la convivencia social en Colombia.



  • Corta es una “meditación” sobre el trabajo físico y un documento sobre los corteros de caña en el Valle del Cauca. Pero es sobre todo un filme sobre el hecho de filmar y editar, sobre la necesidad de crear un sentido a partir de un lenguaje dado, el del cine. Nacer y Bagatela son ejercicios de intensa observación de los mundos dispuestos ante la cámara, con unas delimitaciones e intereses precisos a partir de los cuales las realidad filmada se abre a múltiples sentidos. En el primer caso, en los hospitales bogotanos donde distintas mujeres y sus familias se enfrentan al parto; en el segundo caso, en los juzgados donde van a parar las pequeñas causas judiciales. Por último, La Hortúa es el registro de un espacio, el hospital del mismo nombre y las personas que se resisten a abandonarlo, en contra de las lógicas económicas que cooptan a los estados.
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    Corta, de Felipe Guerrero

Dice mucho y lo dice bien

La Sirga se integra naturalmente a este grupo de películas. El filme de Vega se ocupa de un paisaje y unos personajes, y de las interacciones entre uno y otros. Aunque obviamente hay un trabajo dramatúrgico de por medio, el primer milagro de la película es su apariencia de naturalidad, que es la misma que se siente en Porfirio. Un punto en común en este nuevo cine colombiano es la manera como nos obliga a replantear las coordenadas fijas entre el documental y la ficción, a través de una elecciones estéticas y narrativas muy concretas: actores no profesionales, gran atención al diálogo y las palabras como el lugar donde mejor se expresa la cultura y la visión del mundo de los personajes, marcado interés en los pequeños gestos cotidianos, narrativa sin grandes énfasis ni picos; en resumen, una clara conciencia de que el cine es el mejor notario de formas de vida amenazadas y en proceso de desaparición.

El filme empieza con Alicia, una adolescente, que llega a la casa de su tío, el hostal La Sirga en la Laguna de La Cocha en el departamento de Nariño, como único lugar posible para escapar y escamparse de una violencia recién sufrida. En los primeros momentos vemos al personaje y somos partícipes de su miedo, al mismo tiempo que nos hacemos conscientes de su fortaleza. La Sirga nos pone en la condición de testigos de cómo el personaje emprende pequeños trabajos en el hostal para adaptarlo de la mejor manera frente a la inminente llegada de los turistas, un leit motiv en el que es posible leer muchas de las contradicciones a las que está expuesta la vida en estos parajes sin dios y sin ley. En el trabajo cotidiano Alicia encuentra una posible forma de redención, una manera de no entregarle al trauma de la violencia la humanidad que esta pretende arrebatarle. La película no cuenta muchas más cosas, si la consideramos en un sentido narrativo tradicional, pero sí se compromete con el tránsito incierto de este personaje y de quienes la rodean. 



La Sirga, con foto-fija de Carolina Navas.

Pero La Sirga no es solo una película sobre un personaje, es sobre la manera cómo este se integra a una geografía física y humana de múltiples capas. La primera y más superficial es la aparente belleza y beatitud del paisaje, detrás de las cuales se esconden memorias, historias, susurros. La película, con su delicado trabajo de fotografía, se mueve equilibradamente entre esa belleza natural, pero se niega a entregarnos fáciles postales turísticas. A cambio, nos enfrenta a miedos imprecisos que se concretan en el uso de la niebla como expresión material de la indefinición.

Así pues, si bien la película se mueve entre los indicios materiales que nos permiten hacernos una idea de los personajes, el conocimiento que como espectadores tenemos de ellos es impreciso, sus motivaciones se nos escapan. La complejidad de lo real, su imposible unidad es lo que nos queda como espectadores, aunque el filme mismo sea un intento de encontrarla.

Los diálogos de La Sirga, con su apariencia de ser tomados al natural de la vida misma del lugar, contienen múltiples claves para el espectador: allí se puede ver la tragedia que ha significado el conflicto armado y su combustible principal, las distintas mafias que azotan al país. La Sirga no muestra este conflicto directamente, apenas lo insinúa. Sugiere en vez de nombrar con grandes voces. Todo aquí es susurado, pero todo está ahí para quien quiera ver; además del inevitable tema del conflicto colombiano, La Sirga es una película que no elude mostrar la condición de la mujer dentro de él, las tensiones entre modernidad y tradición, entre campo y ciudad, entre otros asuntos. Esta es la anomalía y la pequeña grandeza de esta película. Decir mucho y decirlo bien. 

Ver trailer:


1 comentario:

Manuela Vargas Fernández dijo...

Gracias Pedro, a mi me gustó mucho esta película. Hice fuerza todo el tiempo con la tensión que logra a través del día a día de esta guerra tan berraca, y mas fuerza todavía por la chiquita con esa manada de tipos al acecho.También celebré todo el tiempo la puesta en escena, los cruces de sueño y realidad, y los personajes principales profundos y de verdá verdá. Mas abrazos, Manuela.