lunes, 18 de octubre de 2010

Cine colombiano 2004-2010: Contiendas ideológicas y profilaxis social

El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia.
Este es el texto original sobre el cine del periodo 2004-2010, escrito por encargo de Cahiers du Cinéma-España, con destino a su cuadernillo especial sobre cine colombiano que acompañó la muestra de La Mar de Músicas de Cartagena, España (9 al 24 de julio de 2010). Lo que se publicó finalmente fue sometido con mi consentimiento a una profilaxis donde el cine colombiano no resultara tan mal parado (sobre todo las películas incluidas en la muestra curada por Orlando Mora). Ya que ha pasado el tiempo ofrezco para su lectura la versión inicial:


En “El nuevo cine latinoamericano frente al desafío del mercado y la televisión (1970-1995)” de Historia General del Cine Vol. X (Cátedra), Paulo Antonio Paranaguá definió al cine colombiano por su “chapucería y chatura estética predominantes”. Aunque es difícil precisar que películas tenía en mente el investigador brasileño cuando hizo esa afirmación, lo cierto es que la opinión ilustrada en Colombia la suscribiría con entusiasmo. De nada ha servido que nombres como los de García Márquez hayan estado relacionados con el cine colombiano. Para buena parte de los intelectuales y artistas, y para la mayoría de la sociedad, las películas colombianas son episodios menores de la cultura nacional.

Aun así, y gracias a la presión del gremio cinematográfico, el Congreso aprobó en 2003 la ley del sector, que hoy es soporte esencial para una producción de películas que en el último lustro ha llegado a niveles históricamente altos. Esta ley, con la demagogia propia de la gestión pública, reconoce en el cine un elemento de identidad nacional, al tiempo que afirma lo multicultural de un país que desde los comienzos de su vida republicana, hace doscientos años, se imaginó más hispánico y católico de lo que en realidad era.

El cine colombiano reciente es, entonces, un escenario privilegiado de contienda ideológica. En 2002, las mayorías democráticas le dieron un voto de confianza irrestricto a un proyecto político de derechas (en cabeza de Álvaro Uribe, reelegido en 2006) que cerró filas en torno a un obtuso nacionalismo favorecido por un proceso interno (el desgaste de más de medio siglo de lucha guerrillera) y una coyuntura exterior (la lucha internacional contra el terrorismo).

Buena parte de los directores que han realizado películas en el periodo que cubre la ley de cine se encuentran trabajando en el centro de una paradoja. Sus agendas ideológicas pretenden ser de izquierda: preocupación por la memoria, búsqueda de relevancia social, buena conciencia, confianza en el carácter reproductor y/o referencial del cine con respecto a la realidad. Mientras las mayorías ciudadanas, probablemente sin saberlo, son partidarias de una agenda reaccionaria: búsqueda de evasión y entretenimiento, maniqueísmo, necesidad de eliminar simbólicamente al otro. Es probable, sin embargo, que las dos posiciones estén más cerca de lo que se quiere reconocer.

No es gratuito que Perder es cuestión de método (Cabrera, 2004) y Sumas y restas (Gaviria, 2004) sean las películas que cronológicamente inauguran este repaso. Tanto Gaviria como Cabrera hacen parte de una generación que bordea los cincuenta años y que empezó su carrera durante el periodo conocido como Focine (1978-1993), lapso en el que, con apoyo del Estado, se produjo un cine que, en unos casos, estaba obsesionado con la memoria histórica sin una mayor reflexión sobre lo cinematográfico, y en otros, se entregó al costumbrismo subsidiario de la televisión, con sus estrellas y su mirada simplificada del país.

Perder es cuestión de método demuestra la deriva hacia lo inane del cine de Cabrera, quien ha sabido sobrevivir gracias a su camaleónica capacidad de adaptarse a las exigencias de distintos mercados. En su revista a los códigos del film noir basada en la novela de Santiago Gamboa, es muy difícil reconocer los elementos de autenticidad que justificaron el triunfo de crítica y público de La estrategia del caracol (1993). También en Sumas y restas es evidente el desgaste de un método y su deriva hacia una especie de conformismo antropológico que se limita a decir “así somos”.

Sumas es la culminación de una trilogía sobre Medellín (segunda ciudad de Colombia), que en sus mejores momentos (Rodrigo D. No futuro -1990- y La vendedora de rosas -1998-) fue herramienta de investigación sobre la realidad, dando la posibilidad del relato a personajes y hechos confusos e indiscernibles hasta integrarlos al cuerpo social. La obra de Gaviria sobre el narcotráfico y los cambios culturales en su ciudad es blanco privilegiado de ataques por parte de quienes no ven en ella más que pornomiseria. En contracorriente a esa opinión pública alimentada por el eye candy de los media, la trilogía ha sido objeto de interés de parte de la comunidad académica y hoy supone el único cine colombiano cuyos procedimientos, continuadores del realismo, han sido elucidados.

Hay vida más allá de la sicaresca

Pero ese cine como el de Gaviria donde abundan los sicarios y las “malas palabras” y se hace evidente una axiología de la agresión y la subvaloración de la vida, también significó un límite para los nuevos realizadores. El miedo al rechazo del público y el agotamiento de la fórmula, codificada en novelas de consumo, estudios sociológicos y literatura testimonial , y recientemente reciclada en tono banal y glamuroso por el espectáculo televisivo, condujo a una aparente renovación de los temas, que era antes que nada un cambio de enfoque en el tratamiento de los mismos.

En buena parte de las películas colombianas recientes se vuelve a la encuesta obligada sobre el caos de la(s) violencia(s) en Colombia, pero los directores se cuidan de enmascarar sus agendas en empaques menos perturbadores para el público. La apelación a las convenciones de algunos géneros es una de las tendencias dominantes del último cine colombiano. En otros casos, se acude a narrativas tranquilizadoras, donde el lugar del espectador nunca es confrontado. Por último, en otras películas, una excesiva estilización (¿cinefilia?) puede ayudar a distanciar la inminencia de la denuncia social.

El discurso del género es aplicado en películas como Perro come perro (Moreno, 2007), Satanás (Baiz, 2007) y, en menor medida Apocalípsur (Mejía, 2006). La primera es un bien logrado thriller que, en la tradición del cine vallecaucano, se permite incorporar elementos propios de la cultura de la región (la brujería) y alusiones a prácticas sangrientas que ocurren con frecuencia en el conflicto colombiano (el asesinato con motosierras, los sicarios al mando del mejor postor). Unos dólares extraviados son el móvil de la acción, y en ese punto, Perro come perro tampoco puede evadir la pertenencia a una tradición como la del cine colombiano que ha hecho del dinero un significante ineludible. Satanás, por su parte, es un drama psicológico donde su director explora la naturaleza del mal con un tono siempre contenido. Finalmente, Apocalípsur retoma como escenario la ciudad de Medellín para contar la historia de un grupo de amigos de clase media afectados por la violencia de finales de los 80, con alteraciones temporales y guiños al road movie que permiten una implicación emocional menos directa con los acontecimientos. Moreno, Baiz y Mejía son directores menores de cuarenta años que comparten referencias comunes (mucha cultura audiovisual y experiencias de formación en la Colombia urbana de los años 80) aunque sus películas estén basadas en concepciones del cine muy diferentes. Otras incursiones en el género como las de Libia Stella Gómez con La historia del baúl rosado (2005), de nuevo en clave noir, o el singular ejercicio de cine de terror de Al final del espectro (Orozco, 2006), no pueden zafarse fácilmente de la obsesión por tender puentes con la realidad social, característica del cine colombiano.

En los casos de Paraíso Travel (Brand, 2008) y La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009) hay coincidencias significativas a pesar de que sus directores provienen de orillas muy separadas. Brand dirigió en Estados Unidos su ópera prima Unknown (2006), con un estricto sentido profesional, mientras en Paraíso adaptó una novela de Jorge Franco sobre inmigrantes colombianos en Nueva York. Restrepo, se formó en la época de Focine y ofrece en La pasión el retrato de un sacerdote entre el fuego cruzado del conflicto colombiano. Ambas películas están desbordadas por el contexto social que les sirve de referencia, y es inevitable acusarlas de sobreexposición y didactismo.

Aunque las dos sufren de vacíos inexplicables en la armadura de las historias, las preside una intención de explicarlo todo, ahogando cualquier espacio de libertad interpretativa para el espectador. Y eso las convierte en parte de una corriente de cine “bienintencionado” y fácil de digerir, pero cuya obsolescencia es casi inmediata.

PVC- 1 (Stathoulopoulos, 2008), Los viajes del viento (Guerra, 2009), La sangre y la lluvia (Navas, 2009) y El vuelco del cangrejo (Ruiz Navia, 2010) resultan obras de menor grandilocuencia. Además de tratarse de directores incluso más jóvenes que Moreno, Baiz y Mejía, los identifica una voluntad, vergonzante si se quiere, de poner el cine por encima de grandes declaraciones sobre el país, aunque presionados por los medios y el medio, las sigan haciendo.

PVC- 1 sorprende por la proeza técnica –un único plano secuencia– y por haber encontrado en esa decisión una forma ideal para potenciar el drama de una mujer con una carga de explosivos alrededor de su cuello. Los viajes del viento y El vuelco del cangrejo abandonan las historias urbanas y buscan ajustarse al ritmo de las culturas tradicionales que describen (la cultura del Caribe vallenato en el primer caso, el Pacífico negro en el segundo). Sin embargo, resultan ser, paradójicamente, la tendencia más de vanguardia del cine colombiano. Tanto Guerra (quien debutó en 2004 con La sombra del caminante) como Ruiz Navia han incorporado influencias de los cines periféricos (de Tailandia a Argentina) y no temen explorar nuevos tempos, los de la espera y la contemplación, propios de los tristes trópicos. La sangre y la lluvia, por su parte, se sumerge en esa corriente que va tras los pasos de vidas urbanas estancadas, sacudidas por una violencia que ejercen o padecen, depende el lugar en el que el azar las ponga.

¿El cine versus el país?

¿Cómo entonces leer en el cine de este apurado repaso las contiendas ideológicas que sacuden al país? Algo va de la praxis política a la autonomía del arte, incluso si su estatuto “artístico” resulta tan cuestionable como en buena parte del cine colombiano. En muchas películas, las representaciones de raza, género o clase social siguen siendo tan problemáticas como en el cine de la primera mitad del siglo XX. En Bluff (Martínez, 2007) y El colombian dream (Aljure, 2006), abundan las deformaciones y caricaturas de la alteridad –llámese negro, mujer, pobre o feo– sin que el público corriente apenas se percate. Esas películas fueron incluso saludadas como apuestas renovadoras –en Bluff se aplaudió su sentido de la comedia negra y en El colombian su virtuosismo visual– muy a pesar de estar atrapadas en discursos heredados del siglo XIX más conservador.

El cine colombiano mainstream sigue sobreexponiendo la violencia, la corrupción y el rebusque como una suerte de determinismo biológico y cultural, y en eso, frecuentemente, conecta con el público y su conformismo moral y político. Este cine está lejos de la capacidad de revelación que tuvo en su momento Rodrigo D. En cambio, codifica una mirada simplista, unidimensional sobre Colombia, atrapada en la fascinación inmediatista de la violencia, a pesar de que intente fungir de anti espectáculo. Lejos de ser crítica, su denuncia del estado de cosas opera en términos sociales y políticos paralizantes, porque todo lo vuelve intercambiable: al descreer de todo, no legitima nada, salvo la aventura del borrón y cuenta nueva, la profilaxis social (lo que por supuesto no es realizable a nivel práctico pero sí en el terreno simbólico). La apuesta política que Colombia emprendió en los últimos años tuvo en el cine un inesperado aliado. Pero estoy seguro de las señales (no sólo por la existencia de películas y energías sociales) de que es posible superar esa representación monolítica.

Ver: http://www.caimanediciones.es/sumario_num36.html

18 comentarios:

Anónimo dijo...

Sicaresca; uno de los términos mas viles que se puedan acuñar en Colombia y sin embargo responde a todo un andamiaje, digamos de rigurosidad intelectual e histórica,concluye que el cine colombiano se encuentra sumergido en un estilo temático monolítico lo cual es falso, mas bien el autor afrancesado de cahiers du cienema si esta sumerguido en un objetivo monolítico el de tratar de demostrar que el es el gran ojo del microscopio del cine colombiano contemporáneo, tercer ojo del intelecto cinematográfico contemporáneo colombiano, el ojo del trasero de esta realidad. patetico el cine colombiano contemporaneo no es simplemente lo que en el barrio la merced se aprueba, no, no ,no, mentiroso Colombia no es el sicariato o lo que usted llama vilmente "la sicaresca" el cine colombiano no se inicio con Victor, con Luis o con lisandro, no, no, señor el cine colombiano no es la burocracia ampulosa y vil e imitativa de la francesa que torpe este pensamiento monolitico.

Anónimo dijo...

Sicaresca es uno de los términos mas viles que se puedan acuñar, y sin embargo responde a un posible andamiaje de alguien que aspira a convertirse en el tercer ojo, en el ojo del trasero del cine colombiano contemporáneo que ampulosidad concluye que esta supuesta "sicaresca" eliminar al otro es lo que guía el presente cinematográfico de aquí o de allá, que tal...esta presuntuosidad, reducir todo a lo monolítico del barrio la merced, lo cinematográfico colombiano no es lo oficialmente establecido es mas señor usted no es versión oficial usted busca serlo dándoselas de sicaresco su mentalidad si es monolítica, porque no reconoce que la ley de cine impulsada principalmente por este aparato burocrático de la merced y por quien usted demuestra desgano y casi que menosprecio "Felipe Aljure" usted pelecho de ella, y bueno ahora afirma que casi fue cahiers du cienam España dejese de absurdos el esquema frances de festivales y de burocracia basados en el rosquerismo burocrático y que usted trata de replicar aquí ya sabe a sicaresca.
Lo que pasa en el barrio la merced no es lo que necesariamente representa al cine colombiano es una copiesita de lo francesito que "sicaresca burocracia cultural"

Anónimo dijo...

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