lunes, 4 de abril de 2011

Decir(lo) mucho, decir(lo) poco: documentales en la Semana de la Memoria

El jueves pasado terminó la “Semana de la Memoria”, un evento que supone el arranque de las celebraciones por los cuarenta años de la Cinemateca Distrital. Enormes colas, salas llenas y una muy bien seleccionada programación nacional e internacional, demostraron que, sobreponiéndose a grandes dificultades (entre ellas la percepción de inseguridad sobre el sector en que está emplazada, el penoso desprestigio de la administración distrital y el bajonazo en la oferta cultural del cine en el centro de la ciudad), la Cinemateca sigue siendo un patrimonio de los bogotanos, pero un patrimonio que necesita ampliarse y alzar más el vuelo con iniciativas como la de una nueva sede.

Sea también la oportunidad para reconocer el tesón de Sergio Becerra, el controvertido director de la Cinemateca. A pesar de las resistencias que su estilo genera en el sector, ha demostrado que tiene un norte claro, define prioridades, emprende peleas necesarias y convoca público. Por sobre todo, nos hizo olvidar aquellos tiempos recientes en que la dirección de la Cinemateca pareció depender más de la orientación sexual y de la necesidad de cumplir con una cuota LGTB.

La “Semana de la Memoria” hizo visible un grupo de trabajos que, en palabras de Becerra, ponen “el énfasis en las relaciones existentes entre imagen, memoria e identidad, a través de diferentes procesos creativos”. Películas documentales, iniciativas de recuperación de memoria, publicaciones, homenajes. Voy a centrarme en tres estrenos documentales que demuestran las tensiones por las que atraviesa el campo documental en Colombia: Testigos de un etnocidio, memorias de resistencia, de Marta Rodríguez; Meandros, de Héctor Ulloque y Manuel Ruiz, y La Hortúa, de Andrés Chaves.

Marta Rodríguez, directora de Testigos de un etnocidio.
El primero es un especie de testamento audiovisual que la veterana y valiente documentalista Marta Rodríguez lega a los que tengan ojos para ver y oídos para oír. En él se resumen cuarenta años de registros documentales sobre el exterminio de las comunidades indígenas, afro y campesinas por parte de los grupos en conflicto y el estado colombiano. Son testimonios anclados a los lugares por donde la cámara de Marta, con su indignación y su pena, ha pasado; primero con Jorge Silva, eventualmente con Fernando Restrepo o sola. Pero también es la evidencia de los cambios tecnológicos y los apremios estéticos que han atravesado esta apuesta. La obra de Marta tiene dos registros: de un lado, la pausada y paciente investigación que logró en trabajos como Chircales o Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, donde su horizonte es la antropología cultural, y por el otro,  lo que ahora algunos llaman las narrativas de urgencia, los trabajos de denuncia que no dan espera como la fundacional Planas.  

Es una lástima que los últimos trabajos de Marta hayan abandonado la primera línea y se centren mucho más en la inmediatez de los acontecimientos. Si bien esa memoria de corta duración es indispensable, el acercamiento de Marta, aunque desde una orilla opuesta, no difiere mucho de la aproximación agobiante y coyuntural del periodismo. Esto se nota incluso en la manera como se arranca el testimonio de las víctimas, que devela una ciega creencia en que la voz del testigo es siempre prueba irrefutable de autenticidad.

Aunque Testigos de un etnocidio abarca un periodo de cuatro décadas es frustrante su incapacidad para construir la longue durée que buscaba la Nueva Historia. Para Braudel, uno de los pilares teóricos de esta revolución de las ciencias sociales: “en oposición a una narrativa de corto aliento, dramática y precipitada, existe una historia larga, de respiración contenida y de amplitud secular”. Pero necesariamente esa historia larga debe desconfiar de los simples hechos.

Testigos de un etnocidio, en cambio, está atrapado en su fascinación por el poder de los hechos que evoca, pero no construye un relato para situarlos en un horizonte de sentido. Carece de estructura, algo que los hechos en sí mismos no tienen. Y encontrar esa estructura es, a fin de cuentas, el trabajo del documentalista. Aun así, el documental tiene momentos de gran poder como la apelación directa de Marta Rodríguez a Alfonso Cano, jefe de las Farc, a quien acusa de instrumentalizar a los indígenas, tanto o peor a como lo hace el Estado. La voz de Marta resuena fuerte y conmovedora en ese tú a tú. La cineasta que probablemente alguna vez creyó en la justificación de la lucha armada muestra ahora todo su desencanto. Pero Testigos de un etnocidio tiene pocos momentos como éste, cuya fuerza sea nueva y reveladora.

Ver trailer:



Meandros, filmada en el Guaviare por los mismos directores de Hartos Evos aquí hay, es un documental de un registro muy distinto. Comparto plenamente lo que Franco Lolli escribiera sobre este trabajo en Arcadia No 65: “El gran acierto de Ulloque y Ruiz es que no pretenden decir mucho más de lo que naturalmente muestran las situaciones que filman o cuentan las personas filmadas”. Se resisten incluso a ofrecer al espectador la comodidad de situarlo en unas coordenadas geográficas precisas. Les interesa por el contrario el imaginario que sobre el Guaviare tiene el resto del país como aquel lugar que se hace visible por los hechos de guerra o por las eventuales liberaciones de secuestrados. Pero les interesa para ofrecer su envés. 


Meandros, de Manuel Ruiz y Héctor Ulloque
Así, el documental empieza con las voces de los medios de comunicación nacionales que transmiten la guerra como algo que ocurre en otra parte, y después nos sitúa en el corazón de una comunidad multiforme de colonos, indígenas y personas de paso, que desarrollan a despecho de la diversidad de origen una nueva piel que los une entre sí y los vincula a un paisaje nada paradisíaco a pesar de la profusión de “verdes de todos los colores”. La cuidadosa mirada sobre la cotidianidad de esos habitantes, a la que el documental nos permite asistir, deja muy en claro su arraigo de desarraigados, y la nueva cultura que los distintos matices han permitido amasar. Los reclamos de la comunidad al Estado por su política frente a la lucha contra las drogas, sus aviones con glifosato y su sistemático abandono hacen coro con su necesidad de marcar distancias con los intereses de los distintos grupos en conflicto.

Meandros fue producida con recursos del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico en sus convocatorias de documental.

La Hortúa, trabajo con el que se cerró la Semana de la Memoria, es una sorpresa en muchos niveles. Este documental de Andrés Chaves, ganador de la Convocatoria Distrital 2009 de la Cinemateca Distrital, muestra lo que ha pasado en el Hospital de la Hortúa en Bogotá, cerrado por el gobierno en 2001. Desde entonces, muchos de los trabajadores emprendieron una lucha legal que aún no se resuelve y algunos de ellos han terminado viviendo en las históricas instalaciones, en los mismos lugares que vieron enfermedad y muerte, y que ahora ven niños crecer y personas vivir.

La Hortúa, documental de Andrés Chaves
A pesar de la impresionante (y poco conocida) historia, el director decide espulgar todo posible elemento sensacionalista o altisonante y se dedica a observar con fascinación el insólito mundo que sus ojos van descubriendo, y lo transmite al espectador como una pequeña gema de resistencia aquí y ahora. Muchas de las imágenes y el preciso montaje de Felipe Guerrero, evocan a distancia la fuerza moral del cine de Pedro Costa. Las muy escasas veces que escuchamos a estos personajes son como susurros de rabias contenidas que nos permiten sentir con más fuerza el grito que no vemos.

La tensión entre un documental explícito y aparentemente transparente en su información como Testigos de un etnocidio y la manera de encarar lateralmente su objeto, como lo hacen Meandros y especialmente La Hortúa, está servida. Bienvenida sea si con esa diversidad de enfoques se ayuda construir la polifonía de voces que el periodista Mario Morales reclamaba en su columna sobre el documental colombiano del lunes pasado en El Espectador:








 

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Sobre el tema de la estructura, invito a Pedro a ver de nuevo el documental de Marta... Muchas cosas se pueden decir sobre este documental (y algunas las diremos esta semana en http://maderasalvaje.blogspot.com/), pero no eso.

Anónimo dijo...

Quiero decir, no se puede decir tan fácilmente que "no tiene estructura"...

Pedro Adrián Zuluaga dijo...

Uso la palabra estructura en el sentido de las ciencias sociales, como aquello que puede dar explicación y amplitud a un hecho aislado, no pienso en un simple hilo narrativo. Habría que pensar si lo que ves como estructra, Santiago, es lo que ya tienen los espectadores y no algo que el documental ayude a a transformar. ¿Cómo se vería esta película por un espectador "ajeno" a los hechos que muestra".

Anónimo dijo...

Aún así... Hay comentarios como la sucesión de gráficos de los mapas, y argumentos sobre lo que se muestra, hechos por los mismos actores sociales del documental, que ofrecen "explicación y amplitud" a lo que vos ves como hechos aislados y que es en verdad mostrado como un exterminio sistemático y calculado

Pedro Adrián Zuluaga dijo...

Claro, el exterminio es sistemático y calculado, pero eso ya lo sabíamos antes de ver el documental

Anónimo dijo...

El hecho es que estructura sí tiene... Lo de que vos y otros ya lo sepamos se presta para otra discusión, porque Martha no sólo hizo el documental para muchas personas, entre ellas algunas que no conocen o niegan ese exterminio, sino que a los que estamos muy convencidos de que "ya lo sabemos" (¿el pueblo entero?), nos da un inestimable documento del fenómeno, no sólo de pruebas o hechos, sino discursivo, hecho con los indígenas a lo largo de años -cosa que no hace ningún periodista-... Además reitera nuestro olvido, de eso se trata de principio a fin, y nos llama a la acción... Esto no se puede despachar tan fácil

Pedro Adrián Zuluaga dijo...

Vos mismo lo decís, es un documento de inestimable valor (coyuntural), como también lo es el periodismo, pero en mi opinión no es un gran documental, si lo ubicamos y lo juzgamos en la tradición de un lenguaje, incluso en la tradición de los trabajos de la propia Marta Rodríguez en compañía de Jorge Silva. En 20 años no creo que este documental llegue a interesar como todavía lo hace Chircales o Nuestra voz de tierra, memoria y futuro.

Anónimo dijo...

En 20 años hablamos, pues... Por lo pronto, el viernes intentaré madurar mi visión frente al exclusivismo tuyo de lo no coyuntural como categoría de valor en el documental (yo creo que es al contrario) en http://maderasalvaje.blogspot.com/...

Unknown dijo...

Es un gran trabajo el de Marta Rodriguez, es un fragmento de una realidad, que toma su lugar en el momento en que permite que los discursos que son perseguidos nos lleguen a los que vivimos en las ciudades.