lunes, 23 de marzo de 2020

La aventura cinematográfica de Santiago García: Bajo el olvido

En 1999, mientras cubría para el diario El Mundo de Medellín el Festival de Cine de Bogotá, asistí a un homenaje que su director Henry Laguado le hizo a Arturo García, hermano de Santiago, quien murió hoy lunes en Bogotá. Los dos hermanos hicieron una película en 1968. Arturo como productor y Santiago, hombre de teatro, como director. Se llama Bajo la tierra y hoy su estatus es distinto, por fortuna, al que se menciona en el texto. 

La película, si recuerdo bien, iba a ser dirigida por Jorge Pinto, quien también escribió el guion. En sus créditos aparece una lista de nombres centrales de lo que fue la cultura del cine y del teatro -en cierto modo indistinguibles- en la década de 1960: Diego León Giraldo, Eddy Armando, Líber Fernández, Luis Ernesto Arocha, Consuelo Luzardo, Jaime Botero, Gustavo Angarita. Era un cine de exploración social, atento a las tragedias del obrero, el sin tierra, el que va a la deriva, esa comunidad andante y flotante, tantas veces despojada y que tantas veces se ha levantado. Como un breve homenaje a Santiago García (imborrable también en otras películas colombianas como El río de las tumbas y Carne de tu carne) recupero este texto, en días en que, como se lee en La peste de Camus, no nos quedan más que "recuerdos inútiles".

Santiago García, alma y nervio de una de las entidades culturales más importantes de Colombia: El Teatro La Candelaria. Foto: El Espectador


Después del homenaje que el señor Henry Laguado,  director del Festival de Cine de Bogotá, organizara para recordar a Arturo García, la pregunta natural entre los asistentes, sobre todo los jóvenes que componían la gran mayoría, era: ¿Y quién fue, a fin de cuentas, Arturo García?

Dos amigos suyos que ocupaban la mesa principal, Jorge Pinto y Mauricio Cataño, representantes de dos generaciones distintas de cineastas colombianos, trataron de recordarlo, acosados por la emoción y cortados por la presencia de la familia García (su esposa, dos hijos y algunos nietos) en el auditorio Germán Arciniegas de la Biblioteca Nacional. Todos reunidos alrededor del recuerdo de un hombre de quien lo más simple que se puede decir es que fue un productor de cine que quebró en sucesivos intentos por consolidar empresas cinematográficas siempre descabelladas.

En 1967, el muy terco de García fundó con Jorge Pinto la empresa Pelco Producciones (con un eco de una empresa del mismo nombre que se fundó a finales de los años cuarenta en Medellín), para la producción de largometrajes. Pinto había estudiado en el IDHEC (París) y junto con él otros de su generación (Guillermo Angulo, Álvaro González, Francisco Norden), quienes también estudiaron en el exterior. El cine colombiano aspiraba, por entonces, a mejores niveles estéticos.


El quijote de la mina

El primer y último largometraje de la “primera” época de Pelco fue Bajo la tierra, película ambientada en las minas de Segovia, a partir de una novela del escritor José Antonio Osorio Lizarazo. 

Bajo la tierra iba a ser dirigida por Pinto, pero, como él mismo lo reconoció sin pudores, una resplandeciente borrachera, un día antes de empezar el rodaje, hizo que se accidentara y que le cediera el turno detrás de cámaras al director de teatro Santiago García, hermano de Arturo.

La película es la historia de un joven tolimense, don Múnera, quien llega a las minas de Segovia (Antioquia) huyendo de la violencia y en busca de trabajo. Antes había intentado vivir en un barrio de invasión de la capital, pero la miseria y el desempleo lo condujeron a las minas, donde encuentra un ambiente hostil.

Según Hernando Martínez Pardo, en su Historia del cine colombiano, “la película pretende hacer una descripción del ambiente de una mina con referencia a algunas situaciones sociales (la violencia, la migración campesina, los barrios de invasión de las ciudades, el desempleo), sin lograr articular los dos niveles. Lo social es contado al principio por Múnera y desaparece posteriormente como punto de referencia. Desde el momento en que entra Inés en escena todo se centra en el machismo y en el drama sentimental. Queda así dividida la obra en dos partes, una social (la narración inicial que hace Múnera de su historia) y otra individual (el triángulo sentimental), dando como resultado un drama de celos vivido en una mina por un campesino que emigró a causa de la violencia. Pero no es la violencia ni lo social lo que desata el conflicto sino lo pasional”.

La película se estrenó en marzo de 1968 y fue una catástrofe económica para la familia de García. En 1997, una copia bastante deteriorada de Bajo la tierra, se vio en la Universidad de Antioquia, dentro de un seminario dedicado a la obra de Osorio Lizarazo. Tal vez haya sido la última proyección pública de la película, que enseguida cumplió el plazo estipulado por Cine Colombia –30 años de exhibición– para proceder a destruirla.


¿Dónde está?

Una de las hijas de García, presente en el homenaje, aseguró que los negativos no fueron quemados porque un amigo de su padre se negó a cumplir la orden, y que ahora deben estar guardados en un banco o en algún lugar no identificado entre Bogotá y las estrellas.

A pesar del despecho del bolsillo, García insistió en el intento de producir cine, y en las décadas siguientes proyectó o llevó a cabo (y a veces las dos cosas) cortos y mediometrajes casi invisibles -o al menos olvidados- como Asistencia y camas (sobre la obra de Arango Mejía, el escritor caldense), El día del odio (según otra novela de Osorio Lizarazo), La corbata blanca y La sed.

Otra vez con el nombre “empresarial” Pelco, García se inventó la manera de permitir el cine de un joven realizador, Mauricio Cataño, la otra voz que lo recordó el lunes 18 de octubre. Cataño tiene listo su primer largometraje, Humo en los ojos, que probablemente se exhibirá a principios del 2000. Oculto, bajo el olvido, García, que murió hace dos años, se siente detrás.

miércoles, 4 de marzo de 2020

Después de Norma, de Jorge Andrés Botero: Una carta al padre




El cine documental colombiano sobre las familias de directores y directoras empieza en 2002 con De(s)amparo Polifonía Familiar de Gustavo Fernández. En este trabajo pionero, Fernández, en compañía de su padre y de sus seis hermanos, intenta recomponer simbólicamente a su familia dispersa y separada, entre otras razones, por la muerte violenta de la madre, 15 años atrás. Es curioso que esa ya muy robusta tradición de películas familiares y autobiográficas empiece con un hombre detrás de las cámaras, pues en los años transcurridos desde ese momento inaugural son muchas más las mujeres quienes han emprendido esos ejercicios. 

La lista es larga y aquí no seré exhaustivo: Daniela Abad en Carta a una sombra y The Smiling Lombana, Andrea Said en Looking For, Luisa Sossa en Inés, memorias de una vida, Josephine Landertinger Forero en Home, el país de la ilusión, Claire Weiskopf en Amazona, Ana Salas en En el taller (con un enfoque más centrado en el trabajo artístico de su padre y menos en los conflictos familiares, que sin embargo se revelan en los intersticios), entre otras. Esto que alguna vez llame "el cine de los hijos" es ante todo el cine de las hijas, mujeres que buscan inscribir un gesto y una pregunta en un entramado familiar hermético, casi siempre dominado por los silencios acordados o impuestos o por los sobreentendidos. 

Una primera cosa, quizá periférica pero no por eso menos sorprendente, es detenerse en los créditos del documental Después de Norma, del director y productor (X-500, La Playa D.C) Jorge Andrés Botero. Allí aparece como el primer asesor del proyecto el nombre de Gustavo Fernández. Y como una de sus coproductoras Andrea Said. Entonces es como si el propio cine colombiano fuera constituyéndose y creciendo como una familia, con sus disfuncionalidades pero también con sus cuidados.

¿Por qué es significativo que sea un hombre quien esta vez, en Después de Norma, acometa la representación de su propia familia? Intentaré responder. En este documental, como en todos los que llevan al espectador a un fisgoneo por intimidades familiares ajenas, hay momentos de incomodidad y una permanente pregunta por nuestro lugar como observadores. También un cuestionamiento incesante a las decisiones del director. ¿Por qué provocar determinada situación? ¿Para qué mostrarla? ¿Con qué fin tirar de ese hilo?

En la película de Botero esas preguntas no solo están presentes sino que aparecen intensificadas pues en principio parecería que no hay mayor justificación para escarbar -o inventar- traumas que desde nuestra indolencia podemos ver como injustificados. ¿Quién no ha sentido incomodidad o quién no tiene reproches que dirigirles al padre y a la madre? Los colombianos, acostumbrados como estamos a las violencias fácticas, tenemos una muy baja autopercepción de las violencias simbólicas. Botero nos abre los ojos y nos invita a que lo acompañemos en una minuciosa indagación personal cuyo fin último es no normalizar los micromachismos y autoritarismos que se manifiestan en una estructura familiar.

Cuando Norma, la madre, desaparece físicamente, las preguntas de  Botero se van volviendo más incómodas, como si la disolución de lo que el llama "mi tribu primaria" a causa de la ausencia de aquella fuerza que la unía, hiciera urgente el desnudamiento: la revisión y exposición del pasado común de esta familia. A medida que la ausencia de Norma crece y el documental avanza, esta pulsión por sincerarse va imponiendo su lógica y su necesidad. La relación del director y su padre se llena de matices y de complejidad; por lo mismo se vuelve universal.

El director toma decisiones, por exceso o por defecto. Omite, por ejemplo, insertar a esta familia en un contexto social y político más amplio. Esto, aquí, me parece un acierto. No hay esta vez esa ansiedad -muy frecuente en este tipo de trabajos- por explicar el país a través de la historia de la familia Botero. Y sin embargo, Colombia está ahí, y Antioquia, de donde viene la familia, también. El archivo con el que empieza el documental muestra a un grupo de mujeres antioqueñas jugando un juego lleno de capas en el que se ponen en escena los roles femeninos y de clase: entre las santas y las prostitutas, entre las patronas y las sirvientas. Allí vemos una Norma pícara e histriónica. Que sin embargo muere en silencio.


Jorge Botero, director, y su padre, en Después de Norma, documental que se estrena mañana 5 de marzo en salas de cine de Colombia.

¿Por qué se enfermó mi madre?, es la pregunta que se hace Botero. Y por qué esa enfermedad significó que, al final de sus días, no pudiera hablar. Aquí se me hizo inevitable pensar en otro mutismo: el de la madre del narrador de Pirotecnia, de Federico Atehortúa. Mientras los Atehortúa introducen el silencio -¿voluntario?- de la madre en una muy sutil red de significantes y significados macropolíticos, el silencio de Norma solo parece ser explicable por lo micropolítico, por las relaciones y el uso de los placeres y los poderes dentro de la propia familia. Pero no nos engañemos, no hay nada más político, en un sentido pleno -ya no importa si micro o macro- que la familia, puesto que allí se asignan los roles y los comportamientos, y se moldean las ideologías. Allí padre, madre e hijos escenifican el primer teatro político, con sus sacrificadores y sacrificados, con lo que se dice y lo que se calla.

Después de Norma es una valerosa interrogación sobre la masculinidad, y acerca de la transmisión y la renovación de las herencias recibidas; una carta al padre escrita con amor y no con odio. 

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