jueves, 6 de junio de 2019

"Colombia 2019", un tercer manifiesto de Madera Salvaje



Hace 25 años surgió un Medellín, en la Universidad Pontificia Bolivariana pero también en otros lugares menos "centrales" de la ciudad, un colectivo de video independiente -Madera Salvaje- que dejó una marca y aún hoy una huella entre los realizadores audiovisuales que aspiraban a expresarse con libertad y a tomarse por asalto los medio de producción. Muchas cosas han pasado desde entonces en las arcas del cine y en los límites y fronteras de este país, salvaje de una manera indeseada. Este tercer manifiesto de uno de los integrantes de Madera Salvaje, quizá "no pretende explicar más una postura" sino establecerse como gesto en un mercado de muecas y mohines. PAZ 


Por SANTIAGO ANDRÉS GÓMEZ*

Salud, amigos, salud.

Este texto no pretende explicar más una postura salvaje en los muy diversos integrantes que quedamos del colectivo que ahora cumple 25 años.

Los anteriores manifiestos, y es posible que el tercero sea el último, tratan de teorizar sobre un cine salvaje en cuanto a su producción, el primero, en los noventa, como video independiente, y en cuanto a su concepción general, incluyendo lo que tiene que ver con la distribución en Internet, en el segundo, de hace solo cinco años.

En ambos casos tratamos de aprovechar esas innovaciones tecnológicas que, a veces como utopías, a veces como trampas, ofrecen e incluso implican una liberación de los discursos. O sea, una liberación consustancial al cine, que dignifica pero también encarcela.

Ahora recordaremos nada más a ese sujeto con que se gozaba el padre Luis Alberto Álvarez, profeta del video en Colombia, comparando a uno de sus principales impulsores, en los noventa, antes de que el video independiente fuera absorbido por las leyes desvirtuadas del mercado en el Neoliberalismo.

El príncipe Hamlet, idéntico, según Álvarez, a quien esto escribe, el fundador de Madera Salvaje, decía que se sentiría libre encerrado en una cáscara de nuez, si no tuviera deseos.

La libertad, valor tan meditado por la filosofía de los últimos siglos, tan diversa en Adam Smith que en Kant, tan pavorosamente contemplada por los pensadores del xx, precisa por igual del voluntarismo que de la resignación.

¿Qué liberación comporta el cine cuando hoy la imagen es una letra más que te condena a dos o tres acepciones rabiosas? La única dignificación del mundo ante los ojos del cineasta pasa por un reconocimiento mutuo de la ignorancia común. Esto es, abandonar de una vez por todas la idea del cine como industria, e incluso como arte y como instrumento de reivindicación política.

Podemos ser fábrica, quizá, sin necesidad de conquistar mercados. Podemos expresarnos, quizá, sin necesidad del aplauso o la validación de un colegiado. Podemos comunicarnos, sí, sin necesidad del entendimiento diáfano. Gozar, ser crear en la imagen, sin necesidad de dominar, perdurar o figurar, prevalecer.

Los mercados internos, insistimos, hoy como ayer, han de ser nuestro objetivo. Pero el palpar, el meditar, el acompañar, han de ser nuestra tarea.

En días pasados fue popular el video de una chica que se quejaba de las protestas ciudadanas y ponía como ejemplo para el país el decidirse a hacer cine para ganar millones de pesos y que así el país sí crezca.

Al poco tiempo el cineasta Mauricio Lezama fue asesinado mientras trabajaba en una película que haría memoria sobre el conflicto que ha marcado nuestra existencia como país.

Entre esos dos polos nos movemos, y ya no hay medias tintas.

Sepan nada más que Lezama no ha muerto. Y la chica, resucitará.


*Escritor, realizador y crítico. 

domingo, 2 de junio de 2019

Cannes 2019: cine de drones, zombis y bosques encantados

El director palestino Elia Suleiman, actor de su propia película It Must Be Heaven, resume mejor que nadie las contradicciones enormes de un evento como Cannes. Su film ganó el Premio Especial del Jurado.

Y también de feligreses. Porque hay algo de religioso sin duda en este ir  cada año a la meca del cine en busca de afirmar una fe a través del contacto con uno o varios dioses tutelares. En otros lados conté algunas aventuras de mi peregrinaje: la aceptación de pequeñas y medianas incomodidades con el solo propósito de restablecer un pacto personal con el cine.

No voy a redundar en las minucias de esa economía del sacrificio, si bien explican una manera particular de vivir el Festival de Cannes, la mía, que no tiene orden ni obligación alguna, ni más intención que la de encontrar en alguna o algunas películas una revelación reparadora. Sin la ansiedad de encontrar esa joya destinada a un programa de otro festival, ni la disciplina que impone dar cuenta precisa de alguna sección específica de Cannes, fui deambulando por entre sus distintos programas siguiendo intuiciones y viejas fidelidades (como esa que le profeso al ya anciano Alain Cavalier y que me llevó a ver su Living and Knowing You Are Alive).

Voy a decirlo de entrada para que no esperen mucho de estas líneas y tomen a tiempo la decisión de dejar de leerlas. No hubo para mí la tal revelación de la que hablo arriba, no tuve el encuentro -que otros críticos han referido desde su experiencia personal- con lo extraordinario y transformador. Lo más parecido al alivio que depara la certeza de haber visto una gran película vino del lado It Must Be Heaven, de Elia Suleiman, a la que el jurado le otorgó su Premio Especial. Sin perder nunca su busterkeatiano estoicismo, el personaje interpretado por el director palestino es a su vez un director palestino que busca hacer cine, pero al que le van a hacer saber que sus ideas de películas no son suficientemente pedagógicas, es decir, que no explican de forma clara al mundo lo que es ser palestino (traducción: no son suficientemente palestinas). Y es que claro, Suleiman, en vez de solemnes endechas, compone pequeñas e irónicas películas de notas absurdas. Así que no hay duda de que el personaje de esta última es su vehículo para hacer un comentario político sobre esa geoestética que distribuye quién puede o dede hablar de ciertos temas, y cómo. 

Pero volvamos a la deriva: las dos primeras películas que vi en Cannes fueron en su orden The Thing, de John Carpenter (en una función especial de la Quincena de Realizadores), y The Dead Don't Die, de Jim Jarmusch, lo que fue una buena manera de ponerme a tono con una discusión central que propiciaron las películas de esta edición: la politización del cine de género, o al menos la utilización de ciertos íconos populares, como los zombis, en clave política. De un lado, esa no parece ser la intención de Jarmusch con su película (si es que tuvo intención alguna). The Dead Don't Die luce más como un gesto cansado del director, un juego sin mayores consecuencias pero eso sí, tremendamente autocomplaciente, sin una relectura del zombi en ninguna dirección clara. Y entonces alguien traía a cuento algo que alguna vez dijera Carpenter (sí, el director de La Cosa) sobre cómo Romero ya había trabajado políticamente el motivo del zombi sin la alharaca que hoy se hace en torno a eso. Viendo The Thing y otros clásicos en Cannes quedó claro que lo viejo es a veces lo más nuevo.

Una inmersión mucho más atractiva (en el fondo y en la forma) en el imaginario zombi es la que hace el director francés Bertrand Bonello, al mezclar tiempos, lugares y géneros e ir al origen cultural del mito de los muertos vivientes. Entre Haití y Francia, entre película de terror y coming of age, entre los años sesenta y la París contemporánea, el siempre inquietante Bonello compone una sinfonía abstracta. En el director de Nocturama y El pornógrafo los temas siempre son sometidos a un sofisticado trabajo estilístico; gracias a esa depuración formal, estas películas quedan resonando mucho más que el cine de personajes o de denuncia que tanto se ve en Cannes, especialmente el que proviene de Latinoamérica y de otras áreas periféricas, según el autonombrado y ratificado centro que es Francia y en concreto su mayor festival de cine.


En la excelente Zombi Child se resuelve con éxito uno de los grandes asuntos que se discutió en las jornadas del Festival: la politización de algunas muestras de cine de género. ¿Qué tan viejo es ese dilema?

Una buena representación de este cine de personajes (concebidos de acuerdo con patrones psicológicos) y de denuncia fueron Litigante, de Franco Lolli, y la guatemalteca Nuestras madres, de César Díaz, presentadas ambas en la Semana de la Crítica. Esta última puede servir como ilustración de ese cine "periférico" que se somete a los mandatos del centro (tal como lo muestra, con su encantador desparpajo, Elia Suleiman). Díaz denuncia, en un tono grandilocuente y explicativo, el problema de los desaparecidos en Guatemala. La importancia de su tema termina por absorber a la película y por definir sus apuestas narrativas siempre puestas al servicio de un énfasis pedagógico. Un cine juicioso, mediana muestra de esas estéticas supeditas que se producen al contacto con los fondos internacionales de apoyo a los cines del sur: cine de un estilo internacional y homologado que recibió, para colmo, la Cámara de Oro a mejor opera prima del Festival. 

Litigante merece un comentario mucho más amplio; por ahora aprovecho para anotar a su favor que el credo realista de Lolli logra esta vez dos espléndidos retratos femeninos interpretados por Carolina Sanín y Leticia Gómez, la madre del director. En torno a ellas gravita el universo emocional de la película y los asuntos a los que nos confronta: el principal de ellos es la muerte de los padres y lo que esta inminencia provoca como desajuste en la vida de los hijos, en este caso en Silvia, el personaje interpretado por Sanín. Pero la película, que es sumamente intuitiva y sensible en la manera de mostrar a las dos mujeres centrales de la historia, es negligente en la construcción de tramas y personajes secundarios, con lo cual la indagación realista que siempre es una búsqueda del sentido del mundo -y no de su repetición- se fractura.

¿Crisis del realismo?

¿Se ha quedado corto el realismo para dar cuenta de la complejidad del mundo en qué vivimos? Una respuesta en cualquier dirección merecería matizarse. Los realismos en el cine vienen y va, y en este relevo de sensibilidades le abren paso a otras búsquedas. En los cines periféricos (y de paso aclaro acá que uso y abuso de este concepto como un homenaje a Alberto Elena, quien escribiera el estudio más serio sobre la cuestión de hablar por fuera de los grandes centros), a los que se les suele demandar explicaciones sobre las sociedades de las que proceden, el quiebre del realismo se carga de sentido político. Tres películas excéntricas que vi en Cannes se rebelan contra el deber ser o contra lo que se espera de los cines del sur, y lo hacen con desigual fortuna. 

El primer caso es el de Bacurau, de los brasileños Kleber Mendoça Filho y Juliano Dornelles, presentada en la Selección Oficial por la Palma de Oro y que resultó una desconcertante mezcla de western apocalíptico, cuadro costumbrista de una pequeña comunidad rural del Brasil profundo y desopilante incursión en manierismos mágico realistas. A pesar de la extrema violencia a la que la película se entrega al final (solo posible de entender y tolerar en clave de video juego o película gore) abundaron en Cannes las interpretaciones que apuntaban a una crítica mordaz al Brasil de Bolsonaro, camufladas en un ecléctico empaque de cines de género (y ojo, hay drones). Pero esas recepciones hablan más de lo que espera de las películas, dependiendo de donde vengan, que de las películas mismas.

Otro film inclasificable fue el del filipino Lav Diaz. En las más de cuatro horas de The Halt, presentada muy discretamente en la Quincena de Realizadores, se repiten elementos habituales del cine de este director: blanco y negro, cámara fija y encuadres en planos generales, y una narración que procede a encadenar viñetas aparentemente aisladas que se van sumando hasta encontrar un sentido que es sobre todo la suma de un tempo y una atmósfera. La aparentemente precaria gramática cinematográfica de Diaz se ha mantenido estable pero al menos en sus dos últimas películas,  Season of the Devil y esta que (no) presentó en Cannes, su cine deriva hacia una suerte de narrativa de la farsa que hace acopio de elementos del cine musical, el melodrama o la comedia negra para seguir explorando la tragedia de la historia, pero en tonos que ya no pueden ser serios. En The Halt estamos ante un film distópico ordenado en torno a la figura de un ridículo pero aun así siniestro dictador de un país que ha caído en una suerte de noche perpetua en un futuro cercano. Cerca del dictador deambula su círculo más inmediato de poder y un desfile de mujeres sedientas de sangre, prostitutas, extraños programas de lavado de cerebros y muchos drones vigilantes, entre otros elementos puestos en la narración con variable suerte. Un conjunto heterogéneo de personajes y situaciones muy difíciles de digerir pero que muestran a un director en constante reinvención.

Otra película desconcertante por esa misma heterogeneidad y estimulante por su libertad creativa, fue la argentina Por el dinero, filmada por su director Alejandro Moguillansky la mayor parte en Colombia, siguiendo el viaje de un grupo de actores de teatro. El fascinante prólogo donde dos atolondrados militares interpretados por Rodrigo Moreno y Vladimir Durán encuentran unos cuerpos muertos en la playa, siembra una serie de promesas que la película, en su desorden, termina por defraudar. Quiénes son esos muertos y por qué los mataron. Esa parece ser la cuestión que articula una narración en tres actos que reivindica una forma de contar llena de digresiones, y en el camino, la pregunta por el lugar social del artista y su precariedad económica. Esta idea del artista siempre en la cuerda floja y haciendo malabares -y trampas- para tener los recursos económicos que le permitan crear, que tan felizmente Moguillansky había explorado en El escarabajo de oro, aquí se siente como un bosquejo, una obra en proceso, un experimento libre pero inacabado.

El artificio del libertino y el bosque primitivo

Dos películas españolas exhibidas en la sección Una cierta mirada resultaron de las mejores experiencias que me deparo esta versión de Cannes. Y digo experiencias con la plena conciencia de que ambos films parecen expandirse hacia nuevas formas de visibilidad (el museo, por ejemplo), pues están concebidos con tal acento en sus elementos plásticos y sonoros que una sala de cine parece quedarles pequeña. En Liberté, Albert Serra conduce a un grupo de libertinos de la corte de Luis XVI a un bosque que limita con Alemania. Toda la acción de la película consiste en las prácticas sexuales de los personajes, libres o, al contrario, excesivamente reglamentadas. De espaldas al mundo histórico, estos no personajes viven su propia utopía de libertad; sin embargo, el sentido de sus prácticas solo parece colmarse por la presencia de unos testigos que observan desde afuera. ¿Quiénes son esos testigos? ¿Somos nosotros los espectador obligados por la película a ser parte del juego desde la condición de voyeurs? Al parecer la inspiración de la película parte de una obra de teatro que Serra montó en Alemania con la complicidad de la gran Ingrid Caven. Esta Liberté cinemática resulta fascinante, entre otras cosas, porque nos hace pensar racionalmente en el sexo y en el erotismo como creación cultural que requiere de un juego de luces y sombras, hábilmente dosificadas por la fotografía de la película (entre lo que se ve y lo que apenas se intuye surge la potencia de lo erótico). Al amanecer de esa noche de placeres, la luz deshace la utopía, y volvemos al mundo de la plena visibilidad.

En O que arde, el director español Oliver Laxe regresa a su Galicia natal para rodar un film de múltiples capas, que entre un prólogo y  un epílogo de deslumbrante visualidad (con el motivo de un bosque que está siendo derribado por las máquinas al principio, y un bosque ardiendo en llamas al final), inserta la historia de un viejo pirómano que regresa de pagar una condena y se trata de integrar a su pequeña comunidad de origen. Laxe pone en escena la lucha descomunal del hombre con esa doble naturaleza (la interna de sus pasiones incontrolables, y la externa del mundo natural) y finalmente su derrota. Pero filma esa derrota con una belleza que es de por sí un triunfo, tal vez el único que nos queda a la mano mientras somos devorados.  


O que arde, el tercer largo del director gallego Oliver Laxe, muestra la lucha -y la derrota- del hombre ante la naturaleza y ante su propio instinto natural.

Los grandes nombres de Cannes 2019

Cualquier espectador experimentado sabe que esos grandes nombres (y Cannes es muy dado a acumularlos en sus distintos programas, pero en especial en sus secciones oficiales) no garantizan nada más que un ilusión de prestigio. Entre los pesos pesados que competían por la Palma de Oro me quiero detener en tres: Pedro Almodóvar, Xavier Dolan y los hermanos Dardenne (quienes al final resultaron ganadores del premio a Mejor Director).

Almodovar llevó a la Croisette Dolor y gloria, una película hermosamente personal y, aunque odio el adjetivo para hablar de una película, honesta. A través de su alter ego, un director de cine llamado Salvador (cuya interpretación le valió a Antonio Banderas una justa Palma como Mejor Actor), el director manchego analiza con una afortunada combinación de clínica frialdad y contenida emotividad, lo que significa envejecer y estar a merced de dolores físicos y espirituales que le impiden hacer lo que da sentido a su vida: el cine. En su recorrido por el dolor físico, este film de Almodóvar me recordó a Mortalidad, el ensayo de Christopher Hitchens sobre la enfermedad que le costó la vida. Menos "valiente" que Hitchens, el personaje de Almodóvar decide asistir a su propio deterioro con menos conciencia y enganchado a la heroína, en lo que parece ser un homenaje del director a su amigo Iván Zulueta, heroinómano y creador de la inolvidable Arrebato. Dolor y gloria es un hermoso homenaje al cine (el final ofrece al respecto una poderosa vuelta de tuerca, pero no conviene revelarlo) y a las mujeres que han acompañado a Almodóvar (en especial a su madre y a su productora). Del Almodóvar exultante de los primeros años de la movida solo queda un cuerpo cansado que se resiste a salir de esa casa propia libremente elegida como prisión y como mausoleo.  Parece pesimista pero cuando vean la película van a darse cuenta de que no lo es tanto. También hay aquí una reivindicación del arte o la creación como ese lugar donde no tenemos límites y que vence incluso al dolor físico (ese dolor que, no obstante, cuando se siente parece colmarlo todo).

Matthias et Maxime, la última película del sobrevalorado enfant terrible del cine canadiense Xavier Dolan, confirma todas las sospechas que los escépticos albergamos sobre sus películas. Dolan cuenta una historia de amor (la de los dos protagonistas del título) a partir del retrato de un grupo, y despliega todo un aparato nostálgico para celebrar la amistad y el cine (está filmada en 35 mm.). La premisa de la que parte es bastante inverosímil: Matthias y Maxime se dan cuenta de la atracción que los une a partir del momento en que se dan un beso para un corto que está haciendo una amiga común. Y esa revelación dispara la máquina histérica que siempre mueve las narraciones de Dolan: diálogos exaltados, hiperdramatismo y, como si no confiara nunca en los conflictos que está intentando desarrollar, juegos formalistas que son como salvavidas que él mismo se ofrece ante la poca sustancia de sus personajes. Cualquier momento de verdad es arruinado por su necesidad de imponer su marca exterior de director, como cuando los dos amantes van a tener un encuentro sexual doloroso por la reticencia mutua que lo acompaña y Dolan, que encarna a uno de los dos hombres, decide reencuadrar la imagen para obtener un plano bonito. Este formalismo, tan poco riguroso (tan distinto por ejemplo al de un Bonello), no queda resonando; todo lo que provoca es risa e impaciencia.

Y termino con una confesión que sirve también para redondear eso que hablaba al comienzo sobre los sacrificios a los que uno se somete voluntariamente al ir a un festival de cine. Uno de los mayores sacrificios es ver cómo se recortan las jornadas de sueño y cómo el cuerpo reclama su derecho a dormir y escoge algunas películas para ejercerlo. Intenté dos veces el mismo día ver Le Jeune Ahmed, la película de los hermanos Dardenne, que hacen parte de mi devocionario particular de cinéfilo. Lo intenté a las 8:30 de la mañana y lo volví a intentar a las 8:00 pm. En ambos casos caí rendido ante las leyes del sueño, sin posibilidad de recordar más que los planos iniciales que sitúan a Ahmed, un joven que endurece su fanatismo religioso al contacto con su entorno musulmán, y los conflictos psicológicos y culturales que esto le acarrea en su familia y en el colegio; y los planos finales que llegaron a mi inconsciencia a través de la respiración agitada del muchacho. Nada más que eso; suficiente para recordar que para mí el cine de estos hermanos belgas siempre fue una manera única de acompañar la respiración de sus personajes. Como Rosetta, estamos vivos mientras respiremos. Claro que también hay muertos vivientes.