jueves, 15 de noviembre de 2018

My Way or the Highway de Silvia Lorenzini: El último viaje


Por Juan David Correa*

My Way or The Highway, de Silvia Lorenzini

Una de las imágenes de My Way or the Highway muestra un inconmovible lago en Ushuaia durante algunos segundos que parecen infinitos. Contemplando esa quietud caí en cuenta –quizá tarde– de cómo el primer documental de Silvia Lorenzini está construido sobre una idea que encuentro notable: el paisaje no está allí para adornar el viaje en motocicleta que hace ella con su padre desde Colombia hasta el sur del continente, sino para mostrarnos la mirada de la directora sobre las etapas de ese periplo de tres meses. Por eso la presencia de Silvia en los planos es incidental, no muy frecuente, y casi siempre a través de materiales diversos como fotografías, pietajes antiguos, o momentos en los cuales ubica la cámara en espacios cerrados en los que descansan tras las largas jornadas.

En algún año de la década de los años setenta el italiano Giorgio Lorenzini vino a dar a Colombia para trabajar en la fábrica de dulces de un familiar y en este país encontró el amor. Leonor Alonso, se llamaba la hermosa y jovencísima mujer por la que este italiano, heredero de una familia de viajantes genoveses, decidió irse a prestar el servicio militar obligatorio en Italia, con la promesa de regresar. El pacto amoroso, por supuesto, se iría cumpliendo en esos dos años de servicio a través de sentidas cartas –que aparecen aquí y allá a lo largo del documental y de fotos que guardaron para siempre el recuerdo de esos días que parecían felices. El tiempo guardó, también, y tras el regreso de Giorgio al país, dos hijos, una serie de pietajes de una cámara súper ocho, y de un par de programas de televisión de los años ochenta, que cuenta la épica de una familia que creció asumiendo que la vida misma era una aventura.

Giorgio, como buen heredero de navegantes, llegó a Colombia y comenzó a soñar con hacerse a la mar. Tras la boda, la pareja pasó dos años en Guayaquil, y al regresar a Bogotá comenzó a construir vehículos acuáticos primero para lagunas y lagos andinos, y después para el mar, que algún día conquistaría.

Más allá del conmovedor argumento, que Lorenzini y su montajista lograron editar creando una afortunada gramática, hay muchos asuntos que quedan tras ver la escueta y maravillosa épica de un padre y una hija haciendo juntos un viaje en motocicleta de 17.000 kilómetros. El primero, y más evidente, es la manera en que las relaciones filiales han comenzado a revelarse y rebelarse en el cine documental de Colombia: de Todo comenzó por el fin a Amazona pasando por Ciro y yo, y Pizarro, por nombrar solo algunos hitos de nuestra cinematografía reciente. En este caso particular como un diálogo que no termina de funcionar, como una conversación hecha de retazos y silencios, como una imposibilidad de nombrar el dolor y la belleza del pasado.

Lo segundo es cómo la directora fue capaz de emprender la aventura con la consciencia de que más allá del resultado lo importante era el proceso y en ese devenir, la documentación íntima, aburrida, desesperante, feliz y amarga; las conversaciones improbables con un padre que, con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un hombre ensimismado y distante, a quien le cuesta poner en cuestión sus sentimientos. Al hacerlo, cuando por fin el viaje cobra sentido, tal como ocurre con todos los viajes, descubrimos que esa coraza ha ido haciéndose sólida por las heridas de una vida que no termina de describirse pero cuyas fisuras se asoman tras decenas de gestos. Así, la película de Lorenzini nos lanza cientos de preguntas que nos hacemos a diario: ¿de qué están hechas las relaciones humanas? ¿Dónde queda lo que omitimos de las historias que contamos? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar para encontrar respuestas que, de alguna manera, ya sabemos?

El viaje de esta hija y este padre, de su ternura y dureza, resultan kilómetro a kilómetro; paisaje tras paisaje; fotografía tras fotografía en una pieza delicada, sin voces en off, apenas con trazos de textos, que esbozan cómo toda vida es un camino que nadie antes ha recorrido.

Ver trailer:


*Periodista y editor.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Sobre el montaje de En el taller (Ana Salas, 2017)


Juan Soto, director y montajista, nos permite entrar en la intimidad de un acto creativo: el que compartió con Ana Salas, realizadora de En el taller, un documental sobre el nacimiento de una obra del pintor Carlos Salas. Esta semana que lo vi, sentí que asistíamos a un doble proceso artístico, el del cuadro y el del documental. Con este texto de Juan (y con las imágenes que lo acompañan) me doy cuenta de que hay un tercero... y quién sabe cuántos más, en cada película. En el taller se estrena en salas de Colombia hoy jueves 1 de noviembre.

Ana Salas (directora) y Juan Soto (montajista). En el taller.

Por Juan Soto*


Un día Ana Salas me escribió un mensaje en el que me citaba a una reunión por skype. Ella estaba en París y yo en Londres. Era el principio de un invierno que aún no sabíamos que sería largo.

Cualquiera que haya hecho una película sabe que buscar y encontrar un montajista es tan difícil como buscar novia/o y encontrarla/o. Para los que no hayan hecho una película, basta con decir que el editor es quien junta las imágenes que han sido filmadas en el rodaje y ayuda a la directora o director a darles un orden. Este orden no es aleatorio pues hay infinitas maneras de ordenar un mismo material, por lo cual es esencial encontrar ese orden que la cuente mejor, que cuente la película que la directora quiere contar.

Ana Salas

Conocí a Ana por sus anteriores películas, Frente al espejo y En la ventana, películas crepusculares, reflectivas, reflexivas. En ellas hay una profundidad que se expresa de forma sencilla y tierna en imágenes casi amateur y que esconden bajo su aparente simplicidad, las múltiples capas y la intimidad de una confesión. Ana estudió filosofía y creció rodeada de arte, el de su padre Carlos, pintor abstracto, y el de su madre, Amparo, filósofa y esteta. Sus películas podrían ser complejas como una teoría o abstractas como una pintura. Pero no, sus películas abren la puerta al espectador y lo invitan a entrar, lo sientan a la mesa para conversar y lo dejan en el momento justo, sin alargarse en explicaciones y sin darse mucha importancia. Cuando Ana me invitó a editar En el taller, los dos sabíamos que no sería fácil, pero estábamos listos para la aventura. Y así, un poco sin pensarlo, llegué a su apartaestudio en París en un diciembre frío. Ese enero sería el atentado a Charlie Hebdo y las redes se llenarían de vacíos #JeSuisCharlie



París no se acaba nunca

No había estado nunca en París, así que editar esta película era la oportunidad perfecta para conocerla desde dentro, convivir con gente que la vive y la sufre, colombianos e inmigrantes como yo, en un continente que puede ser hostil y desolado según por dónde se le mire.

Visitaría museos, me comería todas las partes del pato, tomaría vino y comería quesos olorosos... Editar en París sonaba muy glamuroso, pero para honrar la verdad, no éramos más que dos colombianos en Europa buscándose la vida. Ana era camarógrafa de un noticiero internacional que alertaba sobre la ola de terror que acecha al viejo continente y yo, editor de todo lo que se me atravesara, de vez en cuando, películas.

Nos levantábamos pronto, yo me iba a una panadería de la esquina a comerme un Brioche con mermelada de frutos rojos y tomar un jugo de naranja y un café, mientras tanto, Ana hacía sus ejercicios matutinos. En esos desayunos me leí París no se acaba nunca de Vila-Matas y El paseo de Robert Walser. Ana y yo nos íbamos conociendo a medida que el tiempo pasaba. Ese tiempo que es la base del cine, ese tiempo que se comprime y se estira dependiendo de cómo se edite, de cuando cortas y cuántas veces. Como comas en un escrito, cada plano de una escena da una nueva información o la esconde y el tiempo se vuelve gelatinoso. Ese tiempo que a veces se evapora o se congela y otras veces se arruga y se vuelve a estirar, en fin.

El primer día fue como la primera página de un libro. Todos los temas, los gestos, las manías y las historias se quedaron en puntos suspensivos, como esperando las páginas por venir que nos descubrieran el significado de ciertas muecas o la verdad escondida en un silencio incómodo. A los pocos días nos hicimos a una rutina: desayuno/meditación, edición, almuerzo, edición, cena y a veces cine o cerveza. Fui a todos los cines del Quatier Latin, visité el Museo Pompidou y me topé con una exposición de Duchamp. Conocí a la gente del colectivo El perro que ladra y celebramos la navidad en las residencias de la École des Arts con Pablo Cuartas, Gustavo Vasco, Hector Ulloque, Violeta Cruz que cantó una canción de Violeta Parra. Y... la película daba vueltas en círculos sin que Ana o yo pudiéramos alcanzarla, se nos escabullía, se iba por las ramas. Cada que creíamos que estábamos en el camino correcto, o que habíamos encontrado el centro, algo pasaba, el aire se enrarecía y caía nieve dentro del apartaestudio del onceavo barrio de París en donde habíamos instalado la productora-estudio-taller-casa. Ana se levantaba de la silla, se preparaba otro té, yo mentalmente me fumaba diez cigarrillos y Mopet, el gato de Ana, se estrellaba contra el cable del disco duro y lo desconectaba como diciéndonos que ya era tarde y que mañana sería otro día.

Los círculos, el círculo


En el taller sucede en un periodo de tiempo de un mes en que Carlos Salas, padre de Ana, pinta un cuadro circular de tres metros de diámetro y Ana lo filma junto a los productores Hector Ulloque y Manuel Ruiz, la fotógrafa Sofía Oggioni, la sonidista Carolina Ortiz y un ejército de ángeles y arcángeles. El proceso del pintor/padre fue accidentado e iba accidentando el rodaje de la directora/hija, y poco a poco nos dimos cuenta de que esos accidentes se estaban repitiendo en la edición y que no podíamos obviarlos. Empezamos a construir entonces momentos circulares, accidentes con la forma de días que reflejaran de alguna manera el proceso de hacer la película, las similitudes y las diferencias de los dos procesos; las cosas del padre y las cosas de la hija y así paulatinamente se fue armando En el taller con sus colores, sus capas, sus manchones, sus rayones, sus hendiduras, sus fallos y sus aciertos. El proceso que creíamos que duraría cinco semanas, se extendió por quince (o más), repartidas a lo largo de nueve meses, el invierno largo se acabó, yo volví a Londres, sucedió el atentado a Charlie Hebdo y Ana tuvo que cubrirlo con su cámara. 

Editábamos a distancia, por skype, parecido a cómo nos habíamos conocido y cada tanto volvía a París por unos días, veía a la misma gente, volvía a los mismos cines, repetía, de manera casi circular, mis anteriores jornadas. De entre mis recuerdos cinéfilos más preciados de esos días se cuentan la retrospectiva de John Ford en la Cinemateca y el estreno de Kommunisten de Jean-Marie Straub a quién escuché en francés sin entender una palabra diferente de “Comunista” en su agitado y gruñón discurso.

Volver a casa o el eterno retorno

Terminamos la película en Bogotá. Visitábamos a Carlos en el taller, editábamos en el apartamento de Amparo, la madre de Ana. Sin darnos cuenta nos habíamos hecho amigos o familia (si es que los amigos no son la familia que elegimos). Convencimos a Carlos de que me diera un cuadro suyo, cuadrado, no circular, este de un metro cuadrado, tiene líneas que lo atraviesan y que recuerdan un pentagrama, o mejor, muchos pentagramas juntos. Las líneas fueron hechas con la técnica de la “Cimbra”, el color predominante es un amarillo mostaza un poco quemado y si se toca (yo lo hago a menudo), sobre todo en el centro, se le sienten hendiduras. Heridas hechas con un candil. Cicatrices que advierten las capas y capas que esconde la imagen más superficial. Si no fuera porque edité la película En el taller de Ana Salas, muchas de estas cosas, quizás pasarían desapercibidas. La película se estrena este mes en cines independientes de todo el país. Quiero aprovechar este escrito para invitar a todo aquel que lo lea a que vaya a verla.

*Montajista y director colombiano radicado en Londres. Entre sus trabajos como director están Estudios de reflejos y Parábola del retorno.