lunes, 4 de febrero de 2019

Nuestra voz de tierra, memoria y futuro: El cine de los ríos profundos


Una versión restaurada de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Dirs. Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1981) se presentará en el Forum del Festival de Cine de Berlín, la misma sección donde tuvo su estreno en 1982. Nuestra voz... es, para mí, el documental más importante que se ha hecho en Colombia. Aún hoy, este trabajo que tiene a los indígenas caucanos como protagonistas sigue siendo "un complejo artefacto político-estético, un cine que es a la vez mágico (como lo expresó en su momento Luis Alberto Álvarez) y activamente racional, sin que haya contradicción alguna entre estos dos modos de sujetar la realidad." La siguiente reseña fue escrita para el número 118 de la revista Kinetoscopio que tuvo a "la tierra" como tema central.

Esta imagen, detrás de la cual está el ojo preciso y poético a la vez del fotógrafo y director Jorge  Silva, es un emblema del cine colombiano y latinoamericano. Siempre he pensado que el plano final de El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia, la revisita,  conscientemente o no. 

El cine de Marta Rodríguez, tanto el que ahora hace en solitario como el que hizo con su compañero Jorge Silva, se tensiona entre dos polos: por un lado, la urgencia de dar cuenta de una hecho (una masacre, un desalojo, una tragedia detrás de la que siempre está la mano del hombre) y de denunciarlo antes de que se pierda en el olvido, y por otro, el interés por notificar con su cámara y con sus herramientas de cineasta, procesos de larga duración, tomas de conciencia histórica o individual. Lo que convierte a Nuestra voz de tierra, memoria y futuro en un extraordinario documento cinematográfico es el balance y feliz confluencia de lo inmediato (la acción política de los indígenas caucanos) y los ríos profundos de la historia y el mito.

En una escueta síntesis se puede decir que este trabajo de Silva y Rodríguez documenta un movimiento doble: el origen del Comité Regional Indígena del Cauca (CRIC) a través de momentos concretos como la recuperación por parte de los indígenas de dos haciendas, así como las movilizaciones y debates que dejan claro las convicciones que sustentan este activismo. Al mismo tiempo, asistimos al nacimiento de un sujeto  político, una subjetivación colectiva con sus propios relatos y mitos de fundación, expresados en dramatizaciones y voces en off. Los indígenas ponen en escena su visión del mundo, los relatos –inseparables del mito– que constituyen su conciencia histórica. La recuperación crítica de su pasado, les permite encarar el presente y transformar el futuro.

Esta multiplicidad de niveles hace del documental un complejo artefacto político-estético, un cine que es a la vez mágico (como lo expresó en su momento Luis Alberto Álvarez) y activamente racional, sin que haya contradicción alguna entre estos dos modos de sujetar la realidad. Un cine dialéctico capaz de contener los términos antitéticos identificados en su momento por Jorge Silva: “diablo y señor feudal, siervo y amo, análisis y poesía, organización y magia”. Además, una película bellamente filmada, con un montaje asociativo y poético, y donde la música de Jorge López, la fotografía de Silva o las influencias de artistas como Pedro Alcántara están puestas al servicio de una unidad de sentido.

La génesis de Nuestra voz se remonta a una película anterior de Rodríguez y Silva: Campesinos. Cuando los directores mostraban a las comunidades el material de este documental, los indígenas sugerían que era necesario un análisis de sus problemas específicos, distintos a los que sufría la comunidad campesina. Rodríguez y Silva decidieron concentrarse en el departamento del Cauca, por el grado de organización y actividad política al que habían llegado las comunidades indígenas de esa región. Como antes en Chircales, el método consistió en una paciente inmersión etnográfica enmarcada en lo que se llamó “observación participativa”. Fueron más de cinco años de interacción, donde los indígenas no fueron un objeto de estudio pasivo sino deliberante. Esta relación entre cineastas y sujetos filmados les permitió a los primeros penetrar las distintas capas de la realidad indígena, y a estos últimos, reconocerse.

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