Una versión restaurada de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Dirs. Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1981) se presentará en el Forum del Festival de Cine de Berlín, la misma sección donde tuvo su estreno en 1982. Nuestra voz... es, para mí, el documental más importante que se ha hecho en Colombia. Aún hoy, este trabajo que tiene a los indígenas caucanos como protagonistas sigue siendo "un complejo artefacto político-estético, un cine que es a la vez mágico (como lo expresó en su momento Luis Alberto Álvarez) y activamente racional, sin que haya contradicción alguna entre estos dos modos de sujetar la realidad." La siguiente reseña fue escrita para el número 118 de la revista Kinetoscopio que tuvo a "la tierra" como tema central.
El cine de Marta Rodríguez, tanto el que
ahora hace en solitario como el que hizo con su compañero Jorge Silva, se
tensiona entre dos polos: por un lado, la urgencia de dar cuenta de una hecho
(una masacre, un desalojo, una tragedia detrás de la que siempre está la mano
del hombre) y de denunciarlo antes de que se pierda en el olvido, y por otro,
el interés por notificar con su cámara y con sus herramientas de cineasta,
procesos de larga duración, tomas de conciencia histórica o individual. Lo que
convierte a Nuestra voz de tierra, memoria y futuro en un
extraordinario documento cinematográfico es el balance y feliz confluencia de
lo inmediato (la acción política de los indígenas caucanos) y los ríos
profundos de la historia y el mito.
En una escueta síntesis se puede decir
que este trabajo de Silva y Rodríguez documenta un movimiento doble: el origen
del Comité Regional Indígena del Cauca (CRIC) a través de momentos concretos
como la recuperación por parte de los indígenas de dos haciendas, así como las
movilizaciones y debates que dejan claro las convicciones que sustentan este
activismo. Al mismo tiempo, asistimos al nacimiento de un sujeto político, una subjetivación colectiva con sus
propios relatos y mitos de fundación, expresados en dramatizaciones y voces en
off. Los indígenas ponen en escena su visión del mundo, los relatos
–inseparables del mito– que constituyen su conciencia histórica. La
recuperación crítica de su pasado, les permite encarar el presente y
transformar el futuro.
Esta multiplicidad de niveles hace del
documental un complejo artefacto político-estético, un cine que es a la vez
mágico (como lo expresó en su momento Luis Alberto Álvarez) y activamente
racional, sin que haya contradicción alguna entre estos dos modos de sujetar la
realidad. Un cine dialéctico capaz de contener los términos antitéticos
identificados en su momento por Jorge Silva: “diablo y señor feudal, siervo y
amo, análisis y poesía, organización y magia”. Además, una película bellamente
filmada, con un montaje asociativo y poético, y donde la música de Jorge López,
la fotografía de Silva o las influencias de artistas como Pedro Alcántara están
puestas al servicio de una unidad de sentido.
La génesis de Nuestra voz se remonta a
una película anterior de Rodríguez y Silva: Campesinos. Cuando los directores
mostraban a las comunidades el material de este documental, los indígenas
sugerían que era necesario un análisis de sus problemas específicos, distintos
a los que sufría la comunidad campesina. Rodríguez y Silva decidieron
concentrarse en el departamento del Cauca, por el grado de organización y
actividad política al que habían llegado las comunidades indígenas de esa
región. Como antes en Chircales, el método consistió en una paciente inmersión
etnográfica enmarcada en lo que se llamó “observación participativa”. Fueron
más de cinco años de interacción, donde los indígenas no fueron un objeto de
estudio pasivo sino deliberante. Esta relación entre cineastas y sujetos
filmados les permitió a los primeros penetrar las distintas capas de la
realidad indígena, y a estos últimos, reconocerse.
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