jueves, 17 de mayo de 2018

Cannes 2018 (y 2): en el corazón hay raíz

Burning, del coreano Lee Chang-dong, que se presentó hoy en Cannes, compite por la Palma de Oro de la 71 edición del Festival.


Cercano ya el final del 71 Festival de Cine de Cannes, bueno es intentar otro balance, siempre con la esperanza de que en las horas restantes salte la liebre (nada improbable cuando aún faltan por verse películas como las de Nuri Bilge Ceylan, ganador de la Palma de Oro en 2014 por Winter Sleep). Pero antes pido permiso para un excurso por bagatelas que he ido pensando entre trenes y aviones, filas y restaurantes. Algo que tiene que ver con el porqué de someterse, una y otra vez, a la incomodidad de salir de la casa y con la manera como, ante la perspectiva de las rutinas violentamente alteradas, uno se las arregla para rodearse de cosas familiares, tres o cuatro objetos que, frente a la probabilidad de perderse en un idioma extranjero, en una calle desconocida,  garanticen con qué volver a sí mismo. En mi caso siempre se trata de libretas y libros: las primeras para borronear impresiones o nombres (siempre nombres); los segundos para conversar (y conservar) en silencio. 

Si lo pienso mejor esta digresión tiene todo el sentido. Cannes nos somete a una prueba intensa de familiaridad y extrañeza. El encuentro con algunas películas nos lisonjea con la certeza de ser parte de algo (la patria vicaria del cine, si tomáramos prestadas palabras harto gastadas), mientras que el Festival, como conjunto, sintetiza muchas de las peores cosas de la actual humanidad: la competitividad desalmada y la tendencia a engullir todo en la frivolidad. Cannes es un medidor: de cierto estado del mundo y del cine. Aquí se libran batallas que definen el futuro inmediato de este último: el pulso entre Netflix y el Festival (entre el consumo de contenidos en salas y otros consumos), por mencionar un caso, la presencia de las mujeres dentro de la industria, y también el destino de la seducción y el encuentro entre extraños, que el #MeToo ha alterado en un grado triste aunque imposible de medir.

Frente a tanta confusión, es apenas normal que secciones como Cannes Classics, conformada en su mayoría por películas restauradas y donde uno puede entregarse al piso firme de la tradición, se fortalezcan. En días y horas desiertas, fue la Sala Buñuel del Palais de Festivales la que garantizó el encuentro con autores y películas que, en medio del caos reinante y de las películas sin un norte claro, sirvieron para recordar de lo que el cine ha sido capaz. El centenario del nacimiento de Bergman fue la disculpa para ver dos documentales sobre su frágil, contradictoria y siempre torturada figura: Bergman-A Year in Life de Jane Magnusson y  Searching for Ingmar Bergman de Margarethe von Trotta, son trabajos que acceden, cada uno a su manera, a un archivo de testimonios y fragmentos de películas, y activan el recuerdo de cómo esas películas definieron una época. Uno se pregunta qué imágenes actuales sobrevivirán con la potencia que lo ha hecho la aparición de la muerte en El séptimo sello (con la que Von Trotta arranca su personal búsqueda del espíritu de Bergman), y la respuesta, en medio del tráfago de impresiones del Festival, está lejos de ser clara.

El Festival es como un viaje en tren que nos ofrece un marco para ver paisajes físicos y morales "extranjeros", a veces exóticos, y para, de forma inevitable, ponerlos a prueba o en relación con los paisajes íntimos y familiares. (Ya un día antes de llegar a Cannes, en la vecina Niza, la ciudad solo empezó a ser amable gracias al nombre de sus calles: Jean Vigo, Paganini... y también porque su Paseo de los Ingleses y su playa me hizo pensar en Proust y en Tati, en el verano, en las vacaciones, en la memoria y el olvido involuntarios).

Desde el último balance, publicado aquí mismo, ha habido ocasión para mucho aburrimiento (las películas japonesas de la competencia oficial: Netemo Sametemo /Asako I & II de Hamaguchi Ryusuke y Shoplifters de Hirozaku Kore-eda), y sobre todo para afirmar la distancia entre una buena película y una que gusta o afecta de manera personal. Buenas películas, o bien hechas, las ha habido muchas. La lista podría empezar, en orden de preferencia, por Dogman de Matteo Garrone, seguir con BlacKkKlansman de Spike  Lee y terminar con Under the Silver Lake de David Robert Mitchell, director de una película que tiene su propio culto: It Follows (2014). Las dos últimas hacen inevitable pensar que el cine estadounidense estuvo sub-representado en esta edición de Cannes (si se piensa en relación con el año anterior donde su presencia era, al menos en términos numéricos, mucho más robusta), quizá por el efecto Netflix, o por alguna otra razón que se me escapa. También sirven para postular otra distinción, que alguna vez le leí a Quentin Tarantino, entre las películas que se asientan en "el mundo de la vida" y otras que viven en "el mundo del cine". Under the Silver Lake, con su sobrecarga de referencias cinéfilas, que van de Hitchcock a las películas de monstruos y con paradas en el universo Lynch, pertenece a esa saga de películas para las cuales la experiencia de la realidad pierde toda importancia frente al gusto por hablar en clave: la película de Mitchell consume (en el sentido caníbal del término), alegre y conscientemente, la cultura pop y el cine americano, a través de una fábula que tiene, como no, a Los Angeles y a Hollywood como escenario. Así, un film que pretende hilar un discurso "crítico" sobre cómo se fabrican los sueños que nos alienan, es sobre todo un homenaje a los productos e íconos que produce esa fábrica. 

Spike Lee, por su parte, prueba con éxito un tono que poco le conocíamos: el de la comedia, pero cede, al final, a darnos su buena dosis de compromiso político y de indignación frente al statu quo promovido por la llegada de Trump al poder. El resultado es que BlacKkKansman funciona como película de época que cuenta con gracia la historia de un oficial de policía negro y otro judío, que infiltran una célula del Ku Klux Klan, pero se siente oportunista con su epílogo que actualiza la tensión entre las dos Américas, la negra y la blanca, y sus respectivas reivindicaciones de supremacía racial. Lo mejor de la película de Lee, además de su tono inesperadamente cómico, es la forma, divertida y pedagógica a la vez, en la que revisa la representación de los negros y afroamericanos en el cine, desde Griffith hasta la saga de Tarzán, pasando por las películas Blaxploitaiton. En esto la película dialoga con I Am Not Your Negro de Raoul Peck, que es ideológicamente mucho más sofisticada.


The House That Jack Built, el regreso de Lars Von Trier a Cannes (pero fuera de competencia).

Hay otras películas que se sienten físicamente y fracturan la barrera protectora con que nos cubre la representación. Dos pruebas de esa alteración corporal las tuve con Cómprame un revólver, coproducción colombo-mexicana dirigida por Julio Hernández-Cordón, y con Clímax del director franco-argentino Gaspar Noé. De la primera ya habrá oportunidad de hablar in extenso, cuando se estrene en Colombia. La película de Noé ya mereció de mi parte un exaltado comentario en Facebook que hoy podría matizar en su forma pero no en el fondo. Pasados los días sigo creyendo que estamos ante una película acontecimiento, una experiencia que va entre el cine, la danza moderna y una sesión de VJ, donde no hay, sin embargo, ningún ocasión para la improvisación. Noé y su coreógrafa trabajaron con un grupo de bailarines, al parecer de poco prestigio. La coreografía deviene alucinación: como escribiera Shakespeare, "será locura pero tiene su método". Lo impresionante de lo conseguido por Noé es el control de la cámara (con planos secuencia admirables) y del movimiento de sus actores para conseguir una danza precisa y contundente que habla de la conciencia alterada y su angustia, de la búsqueda de contacto humano, del deseo y el rechazo, del anhelo de unidad y la evidencia de la disgregación. Del Noé de siempre reconocemos su veta romántica, pero contenido aquí por las formas y códigos de la danza. En contravía de su fama como enfant terrible del cine contemporáneo, en Clímax Noé evita todo gesto gratuito o  provocación pueril y hace una película que aunque carezca de una historia en sentido convencional, desarrolla una clara dramaturgia de ascensos y descensos, que termina en un poderoso anti-clímax, donde el hermoso grupo humano que ha compartido el baile y el viaje hacia el fondo de la noche, encuentra su común humanidad. "El mundo iluminado, y yo despierta", como escribiera Sor Juana.

La tentación de escribir unas líneas sobre The House That Jack Built de Lars Von Trier es irresistible. De ninguna manera se trata de su mejor película, o de un título que aporte algo nuevo a la misantropía del director de Los idiotas o Melancolía. Tiene, por el contrario, un carácter de obra derivada que canibaliza temas y motivos de la filmografía anterior de Von Trier y que entra en contiendas con un sello personal (de nuevo aclara y explaya su comentario sobre el nazismo, que en su última presencia en Cannes le costó el mote de persona no grata y una grotesca expulsión del Festival). El director danés suma aquí una nueva perla a su interés por el mecanismo interno de las narraciones y los argumentos (filosóficos), con su distribución en capítulos y el uso consciente de un narrador en off que se desdobla y pone en escena su propia esquizofrenia. El asesino en serie pretende justificar sus actos postulando una suerte de versión contemporánea del asesinato como una de las bellas artes, pero mi convicción es que todo el despliegue argumentativo de los narradores (y de paso el de Von Trier) es nadería en comparación con su forma elegante y sugestiva. Su voluntad de provocación (muchas de las víctimas del serial killer son mujeres y Von Trier no se ahorra la violencia explícita o la mutilación del cuerpo femenino) es bienvenida en medio de la aburridísima corrección política que reinó en Cannes. Por si es necesaria la aclaración, lo que aquí defiendo es la autonomía del arte para hablar en un vocabulario soez o incorrecto, y lo que todos perdemos (sobre todo las víctimas) con la gazmoñería y la falsa conciencia.


Clímax, de Gaspar Noé, sorprendió en la Quincena de Realizadores.

En un idioma extranjero: Han

Hablaba hace un rato del miedo, y a la vez el deseo, de perderse en un idioma extranjero, y tener la vivencia -el privilegio- de cierta desfamiliarización y extrañeza. Y eso lo escribí antes de ver, hoy en la mañana, la película con la que creo justo cerrar esta segunda entrada -y probablemente última- sobre Cannes: Burning, del director coreano Lee Chang-dong. Mientras agradecía a la suerte la oportunidad de haber visto este hermoso film, pensaba en que tiene que existir en el idioma coreano una palabra para expresa la sutil mezcla de sentimientos que Chang-dong provoca en sus espectadores. La combinación de melancolía, pérdida, reposada alegría, rabia y desarraigo. Unidad y separación ("darse del todo al Todo sin hacernos partes aparte", escribió Santa Teresa). Y surfeando por las olas de internet encontré una que tal vez sea apropiada: Han, que etimológicamente significa "en el corazón hay raíz", y que tiene al parecer un uso ambiguo y abierto, dos cualidades que se pueden aplicar también a Burning.

Esta palabra sin traducción resumiría sin agotar una película que, en su superficie más inmediata, nos acerca a una relación de amor, deseo y sospecha entre tres personajes, enigmáticos y solitarios cada uno a su manera y que Chang-dong expone con un prodigioso sentido del ritmo. Como en Under the Silver Lake, estamos ante un personaje principal que busca a una mujer desaparecida y que para cumplir esa misión, solitaria, debe empezar una travesía que es ante todo un viaje por sus propios fantasmas y los de su cultura. Difícil imaginar una obra más vinculada a un paisaje local -Corea y sus heridas históricas- y que a la vez trace puentes más orgánicos con la cultura occidental en general (Faulkner, El gran Gatsby), y con la tradición cinematográfica en particular (Antonioni, Truffaut, Malle y la Nouvelle vague). Las referencias cinéfilas no están acá puestas al servicio de un enciclopedismo moribundo o estéril como en Under the Silver Lake. Iluminan su horizonte posible de recepción, pero aun sin esa enciclopedia la película vive. En un Festival donde se vio más muerte que sexo (las dos caras opuestas de un mismo malestar cultural), Burning brilla por su poética representación del deseo, la espera, el desamor y la búsqueda de una conexión que no puede ser sino espiritual, así necesite de los sentidos, de los juegos de luz, de los cuerpos. 

En la pasada entrada postulaba a Ash is Purest White de Jia Zhang-ke como la película que, a mi juicio (y sin haber visto Lazzaro Felice de Alice Rohrwacher, ni la última de Nuri Bilge Ceylan) merecería la Palma de Oro. Hoy premiaría a Burning. Aún así, creo que no se la ganará. Cannes seguramente terminará enviando un mensaje directo de corrección política. Y Burning es demasiado sutil para salir premiada en un año en que el norte está perdido y se cree que el dogmatismo y la vehemencia es la respuesta a nuestra esencial confusión.

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