domingo, 13 de mayo de 2018

Cannes 2018 (y 1): Con ojos occidentales

Le Livre d'image, de Jean-Luc Godard, compite por la Palma de Oro en Cannes 2018.

Al final de Le Livre d'image, el joven de 87 años que es hoy Jean-Luc Godard cita una frase de Bertolt Brecht sobre el fragmento como forma posible de pensamiento -y de autenticidad-. Godard se alinea así, por si quedaban dudas, con una manera de hacer películas para la que el mundo como totalidad ya no resulta posible -tal vez ni siquiera deseable, porque la ambición del gran relato ha demostrado su inclinación a derivar en totalitarismo-. La última película del director de Sin aliento es de nuevo un collage de materiales que preexisten: fragmentos de películas, citas bibliográficas, ideas sueltas que forman un conjunto abigarrado, una enciclopedia... pero ya no de aquellas que fundaron la modernidad, sino una cartografía de ruinas en las que, no obstante, es posible encontrar un algo que sobrevive, disponible para entrar en una nueva serie de sentidos y significados.

Cannes es hoy el escenario de una disputa más, entre muchas otras: la del cine -y las series de televisión- que creen en la gran historia y el relato envolvente que entregan un sentido unitario y monolítico sobre el mundo, y otro cine que procede a tientas buscando entre los rasguños de la realidad -y del cine mismo- algún hilo conductor, necesariamente delgado, provisional, útil apenas para entrever una posible salida del laberinto en el que hemos sido arrojados. Cada uno de estos frentes de batalla, a su vez, se tensiona internamente: la representación del mundo, o incluso la ingenua confianza en que se puede registrar y presentar sin apenas alterar su curso, siempre es conflictiva, evidencia de una lucha con el tiempo, el espacio, la luz, los cuerpos.
  
Por el lugar central que ocupa entre los festivales de cine, es apenas natural que Cannes prefiera, al menos en su Competencia Oficial, el gran relato y que le dé un lugar de privilegio a aquellas representaciones empeñadas en decir cosas importantes y conclusivas sobre un hecho dado: el talante de las películas que abrieron su Competencia Oficial por la Palma de Oro y Un Certain Regard ofrece una señal en esa dirección. Sin haber visto ninguna de las dos no parece haber dudas de que tanto Todos lo saben de Asghar Farhadi, como Donbass de Sergei Loznitsa, suscriben un discurso vehemente y convencido de su propia importancia, sobre la familia, el amor, la guerra y el poder. Al mismo tono mayor se pliega Pájaros de verano, la esperada película de Ciro Guerra y Cristina Gallego, que inauguró la Quincena de Realizadores, y de la que conviene hablar con el detenimiento que se merece en una próxima ocasión. 

Pero si Cannes resulta un lugar al fin de cuentas tolerable, a pesar del poder que en él se pone en escena, es porque, en medio de su eurocentrismo vergonzante, admite o incorpora sus propias disidencias. Puede que llamar rebelde a Godard o al iraní Jafar Panahi sea un gesto inocente: sí, son directores que están empujando hacia caminos imprevistos el repertorio de posibilidades expresivas del cine, pero también son artistas con una voz y una legitimidad dadas precisamente por centros de poder como Cannes u otros festivales, por la academia y por la escritura canónica de la historia del cine. No se trata entonces de cuestionar por cuestionar los privilegios sino de mirar, en cada caso, qué hace un artista con ellos, al servicio de quién dispone su voz. Y no tengo ninguna duda de que Godard y Panahi hacen una contraescritura de la historia (de la historia del mundo y de la historia del cine) y que han pagado, cada uno a su manera, un precio por ello.

La ausencia de ambos directores de la alfombra roja de Cannes resultó significativa en estos primeros cinco días del Festival. Las, hasta ahora, dos más emotivas películas de la Competencia Oficial, se presentaron sin esa figura a la que este festival rinde un culto que todavía resulta conmovedor: la del autor. Ni Jean-Luc Godard ni Jafar Panahi acompañaron la proyección de sus respectivas películas: Le Livre d'image y Three Faces. El primero, retirado voluntariamente en Suiza; el segundo, recluido en Irán y a la espera del resultado de una apelación que le permita trabajar y viajar libremente. Es difícil imaginar dos directores más opuestos, y más necesarios para entender las tensiones actuales de un arte como el cine.

Panahi es el consciente heredero de una tradición del cine como registro que se remonta a los Lumière, y que de tanto en tanto retoma sus posiciones en el frente de batalla de la representación. Eso fue en su momento el neorrealismo italiano, el cine iraní posterior a la Revolución, los nuevos nuevos cines latinoamericanos de las últimas décadas y el emerger de cines periféricos como el filipino, el rumano o el tailandés. Habría que llamarlos cines del sur, por pura convención geográfica, aunque su fuerza realista podía igualmente darse en el norte, como ocurrió con los hermanos Dardenne, o donde quiera que se recuperara la confianza en que algo de la realidad, a pesar de sus fallas y ausencias, se ofrecía para ser conocido a través de una cámara. Three Faces, realizada por Panahi en las condiciones semiclandestinas de sus últimas y magníficas películas (This Is Not a Film, Closed Curtain y Taxi Téherán), nos dispensa algunas imágenes, y escenas enteras, en las que un sentido de la realidad se condensa sin forzarlo: un efecto de verdad que una cámara atenta registra en medio del viaje azaroso de los dos protagonistas: la famosa actriz Behnaz Jafari y el propio Jafar Panahi, quienes buscan a una joven aspirante a actriz que grabó un trágico video para Jafari, clamando por su atención en un desesperado deseo de escapar del mundo opresivo de su familia. 

Three Faces, de Jafar Panahi, quien no pudo asistir al Festival por la condena que paga en su país, Irán.

Godard, por su parte, fue de nuevo el sacerdote que ofició una de sus acostumbradas y esperadas liturgias. Su voz de oráculo del cine y de la historia nos conduce por un archivo extenso y abigarrado, en la tradición estilística de su Histoire(s) du Cinéma. Le Livre d'image es, como su título lo sugiere, el encuentro de la palabra -escrita y hablada- con la imagen, y las nuevas colisiones y asociaciones que su mezcla produce. Está de más decir que Godard no cuenta una story, reescribe la history como una experiencia inscrita en una nueva piel: la pantalla, donde la imagen preexistente se desnaturaliza y se enrarece para producir una extraña forma de aura y autenticidad. Lo banal o recreativa inmersión que propone un VJ set cualquiera se transforma en un viaje de iniciación que acorta la distancia entre la imagen y el concepto, o que vuelve obsoleta la distinción entre una y otro. Es, literalmente, el cine como forma que piensa y que se opone al extendido uso de la imagen como ilustración de sí misma, a su fetichismo y reducción a mercancía. Que Cannes permita una experiencia de este tipo habla de la propia contradicción que lo sostiene: el lugar desde el que se generan diariamente las imágenes más desechables (miles y miles de fotografías promocionales y auto-promocionales) es el mismo en el que es posible una ceremonia de reencuentro con su valor de uso.

Esta versión del Festival (de la que solo es posible hablar en términos subjetivos y provisionales) me ha permitido otros tres encuentros con películas que dudan de la condición ontológica de la imagen y del relato, sin ceder a su vaporización. Con Petra, el último largo de ficción del español Jaime Rosales (La soledad, Hermosa juventud), estamos ante un film auto-reflexivo que examina permanentemente sus propias condiciones y medios: Petra es una joven que llega a una residencia artística con el propósito, declarado, de reconocer y confrontar a su padre, el artista que la regenta. Pronto el espectador se da cuenta de que todos los puntos de partida y/o presentación con los cuales la película nos engancha, serán transformados en el camino. El recurso de los capítulos numerados seguidos de un breve resumen, remite no solo a la tradición del storytelling sino a la de la lectura y sus expectativas, que Rosales traiciona una y otra vez enfrentándonos a un rompecabezas narrativo que pone patas arriba todas las certezas. La película, con sus derivas absurdas, se burla de las pretensiones de unidad y coherencia de sus propios protagonistas y comenta sardónicamente la cultura del testimonio, el trauma, el relato subjetivo, la autoayuda y las ficciones de reinvención personal en las que se sostienen las tecnologías de subjetivación contemporáneas. No hay la menor posibilidad de tomarnos en serio, parece insinuar Rosales, y eso concierne a personas, personajes e historias. Como contraparte de este escepticismo, molesta un poco el excesivo rigor formal: la construcción coreográfica de cada plano, el insistente recurso del paneo; es como si para Rosales, en la crisis de todo lo demás, solo nos quedaran las bellas formas.

Cold War, del polaco Pawel Pawlikowski, retoma muchos elementos estilísticos (y técnicos) de Ida, su premiado film anterior: el formato 4/3 y el blanco y negro, de nuevo al servicio de un relato donde prevalece la angustia y el desencanto histórico como trasfondo de una historia de amor fracturada entre varios países, y en el contexto de la guerra fría. Pawlikowski pisa un terreno mucho más firme y seguro (la previsible evaluación histórica del comunismo y su aplanamiento del arte y la realidad) que el de Rosales, pero termina cediendo a un formalismo de un signo muy parecido. De nuevo aquí, la película vive más como ejercicio de auto-conciencia; en este caso, es cierta variante del cine moderno la que parece mirarse a su espejo: ese momento, que coincide con los años en que transcurre la historia, que van del primer neorrealismo como crónica inmediata de los acontecimientos (próxima al periodismo) al neorrealismo sentimental (más cercano a la densidad de la novela) de Antonioni o de la Nouvelle Vague con su reacomodación del mito del "chico encuentra chica" y el amour fou.

Cold War, del polaco Pawel Pawlikowski, también compite por la Palma de Oro.

En la misma línea de consanguinidad con el cine moderno es posible ubicar un film como el último de Jia Zhang-ke, Ash is Purest White: un relato en tres actos que sigue los pasos y transformaciones de una relación entre la joven Qiao y Bin, un mafioso de poca monta. El segundo y tercer acto, donde vemos a la joven pagando una condena de cinco años por un incidente en el que defendió a su amante, y buscando encontrar de nuevo a Bin y rearmar su historia de amor con él, son inolvidables: la actriz Zhao Tao (musa del director) encarna una mirada dolida sobre un entorno que se transforma rápida y violentamente, y que remite al desasosiego moral y ontológico de hitos del cine moderno como la Monica Vitti de Antonioni o la Ingrid Bergman de sus grandes películas con Rossellini: cuando la película cambia los carros por las celdas de una prisión y los trenes, la mirada de la protagonista encuentra un nuevo y hermoso marco desde el cual se abre a un mundo mayor que el de su propia fugacidad. Qiao observa un mundo que le devuelve una mueca de soledad, pero algo en ella se sobrepone y sigue una deriva obstinada. Zhang-ke es, a la vez, el cronista y el novelista de la China contemporánea, tan radicalmente transformada por el bienestar como vaciada de referentes espirituales, como no sean los del propio transcurrir. Si se pudieran entregar palmas parciales, esta sería mi película favorita, hasta ahora, para consagrarse en el palmarés. 

Ash is Purest White, del gran director chino Jia Zhang-ke.

Pero un festival es sobre todo un ejercicio de paciencia (aunque los críticos no sepamos mucho de eso y participemos con nuestros propios niveles de ansiedad en la frivolidad ambiente del Festival). Como en un partido de fútbol, las cartas no están echadas hasta el minuto final. Sí me permito, esperando que el fragmento ilumine una forma no totalitaria de la totalidad, especular acerca de un gesto que enerva a estas películas como el combustible que las echa a andar: es una relación con la tradición, incluso si esta tradición se remite a los límites de la obra personal: todos los directores aquí examinados se citan a sí mismos y sus películas anteriores tanto como citan un fragmento acotado de la historia del cine, esa que ahora se exige que sea plural e inclusiva sin ver que en ese reclamo hay un nuevo dogmatismo. Prefiero la sinceridad de Godard cuando dice, desde su oráculo, que los ojos que le puede prestar al cine (y las manos y la piel) son sus ojos "occidentales"... porque no tiene otros más.  


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