Luis Ospina. Foto: Juan Cristóbal Cobo |
En casi cinco décadas de carrera ininterrumpida, Luis Ospina (Cali, Colombia- 1949) ha transitado por una variedad de oficios que le han dado forma a su visión del cine. Montajista, crítico, actor, productor, curador y director de festivales, amoroso albacea de la memoria de sus amigos, acumulador obsesivo de momentos de la cultura colombiana, y personalísimo director con una obra imprescindible para entender los debates, los horizontes y las transformaciones del cine colombiano y latinoamericano.
Su obra empieza con cortos experimentales imbuidos del espíritu inconformista de los años sesenta, del que se empapó siendo estudiante en California. El cine que vio mientras asistía a las clases en UCLA, cambió para siempre su visión de este arte y le abrió “las puertas de la percepción” respecto a lo que se podía lograr con el montaje y los materiales encontrados. Desde allí se empezó a decantar su obsesión por la memoria, y su convencimiento de que el cine es un lugar desde el cual preservarla pero también cuestionarla.
Creador y destructor de mitos al mismo tiempo, Ospina se ha enfrentado a las verdades heredadas por la tradición y el conformismo. En la primera parte de su filmografía, él y el vehemente Carlos Mayolo, cuestionaron el cine oficial e institucional en Oiga vea, y la oportunista usurpación y comercialización de la miseria en Agarrando pueblo. En Asunción le dieron curso a los pánicos de su propia clase social, cuyo temor histórico ha sido una revuelta social que le quite privilegios. Como el amigo y mentor Andrés Caicedo, ejercieron con atención y disciplina el desclasamiento, la búsqueda y el encuentro de esas otredades que el miedo encubre con la cara de lo monstruoso.
En la década de 1980, huérfanos de la figura, al mismo tiempo frágil y paternal de Andrés Caicedo, dieron el salto al largometraje en lo que se conoce aún como la época de Focine, establecieron las coordenadas estilísticas de un género cinematográfico colombiano, el “gótico tropical”, del que hace parte su primer largo, Pura sangre, y se inventaron un mote, Caliwood, para definir la energía creativa, el humor y el desenfado que atravesaba a esa vibrante ciudad del occidente del país.
Al final de la década, el triunfo del narcotráfico y la consecuente destrucción del patrimonio urbano y la vida cívica tradicional de Cali expulsaron a Ospina y a Mayolo, junto con otros miembros del Grupo de Cali, de ese precario paraíso. El arte de Ospina tuvo que reinventarse, impulsado por cambios tecnológicos como la llegada del video que abrieron un nuevo sensorium. La memoria comenzó a asediar a Ospina y a revelársele como el gran tema del documental, al mismo tiempo que la desaparición de amigos y conocidos le mostró su propia condición perecedera.
Sus documentales sobre artistas, cultos y populares, proscritos y olvidados, marginales o inventados, y sobre obras o tradiciones que el tiempo ha querido borrar, configuran una memoria en movimiento sobre la cultura nacional, desde Andrés Caicedo, unos pocos buenos amigos a Un tigre de papel. Esta voluntad de recuperar y conservar da a su obra un conmovedor rasgo de entrega a la fidelidad de unos pocos buenos amigos.
Todo comenzó por el fin, su último documental, es el testamento de un director que acostumbraba realizar biografías por interpuesta persona hasta que la fuerza de las circunstancias lo obliga a elaborar la propia. Y lo que resulta de esa necesaria pérdida de pudor es la incansable experiencia de una vida atravesada de principio a fin, por el cine y la amistad.
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1 comentario:
Qué vengan nuevos cineastas, rebeldes, anarquistas!
No más estatuas de parque con berrinches de nostalgia
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