En el ensayo de prensa de El ganador (The Fighter), la multi nominada película dirigida por David O. Russell, un colega comentó al final de la proyección que era una lástima que el protagonista finalmente se llevara el título mundial de boxeo en su categoría. Este curioso comentario es sintomático sobre cómo muchas veces la supuesta seriedad y calidad de las películas se mide por el nivel de escepticismo o sufrimiento que transmitan. La felicidad y el triunfo resultan, al parecer, sospechosos.
Pero lo cierto es que hay muy poco felicidad en El ganador y abundantes señales de fracaso y horror político en El gran concierto (Le Concert), una película de producción francesa dirigida por un judío rumano, que empieza hoy su segunda semana en la cartelera colombiana. El hecho de que a pesar de todo, los espectadores puedan encontrar cierta satisfacción en ver esta película, no debería merecer su rechazo. También se va a cine a reír, a vengarse de la vida, a recuperar el aliento.
Críticos no especialmente duros (pongo un sólo ejemplo: Peter Bradshaw del londinense The Guardian), han denostado de la película de Radu Mihaileanu (El tren de la vida, Vete y vive, nunca estrenadas en Colombia) porque echa mano de estereotipos (rusos borrachos, mafia poscomunista, judíos que cobrarían una deuda con un pedazo de cuerpo del deudor) y manifiesta un respeto reverencial por la música de Tchaikovsky.
Respecto a lo primero habría que ver la película como lo que es: una comedia donde el uso y abuso de estereotipos está en buena medida justificado, pues configura el estilo propio del filme. Además, la mirada de Mihaileanu está soldada a varias tradiciones culturales y evoca influencias del Klezmer judío, el desparpajo gitano, el volkgeist ruso y en general de la recia e impresionante amalgama cultural centroeuropea que otros directores como Kusturica representan tan bien.
Reconocer trazos de ese mundo -de fuerte arraigo a pesar de las mil humillaciones- en las actitudes, la música y los rostros de los personajes de esta película es una gran felicidad, y no impide ver detrás de toda esta resistencia la mano igualmente poderosa y destructiva de los totalitarimso del siglo XX, especialmente los dos que se ensañaron contra Rusia y la Europa Central y Oriental: el fascismo y el estalinismo.
El cine de Mihaileanu ha expresado la particular historia de los judíos en el siglo XX, poniendo el acento no el dolor y la destrucción de la Shoah sino en las múltiples supervivencias que fueron posibles en el entorno de ese acontecimiento límite. De esta manera, se aleja tanto de aquella actitud que Saramago denunciaba como "rentismo del holocausto" como de cualquier otro signo de ofuscación o sospecha de sionismo. El gran concierto, que supone su acceso a un cine más comercial y exitoso, no traiciona las convicciones fundamentales de Mihaileanu.
El filme muestra la reivindicación de Andrei, un músico del Bolshoi que cae en desgracia con el premier ruso Leonid Brézhnev, cuando se solidariza con los músicos judíos de su orquesta, a quienes el líder comunista pretendía expulsar. Años después, en la Rusia poscomunista -y evidentemente plagada de mafiosos y degradada en su tejido social- el héroe del filme encuentra la manera de vengarse de la historia -y de la vida- tocando en París mediante un extravagante plan de suplantación de la orquesta del Bolshoi, a la que ya no pertenece.
Eso sería todo si uno se atiene a la reseña, pero las virtudes de esta película se asientan en los pequeños gestos y detalles que revelan, saltando por encima de los estereotipos, un gran afecto por todos y cada uno de los integrantes de la banda de músicos que acompaña al protagonista en su aventura en París: los viejos y derrotados integrantes de la orquesta.
Que Tchaikovsky sea lo que los reúne y reivindica -y lo que conecta a Andrei con una historia especialmente dolorosa del pasado, encarnada por la bella Mélanie Laurent (Bastardos sin gloria)- no debería despertar tantas sospechas de los críticos investidos de seriedad. ¿No es su música también un intento de encontrar la unidad imaginable en el arte e imposible en la vida? Quizá tienen un mérito mayor del que les reconocemos aquellas películas que imaginan un oasis en un desierto de lágrimas.
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