Gracias a esa matemática de las coproducciones, a la que el cine nacional se ha entregado -y se va a entregar más- con tan ciega obstinación, por esta vez nos salvamos de una película made in Colombia,con las trazas y los tics con que habitualmente se enfrentan en el país los temas que esta película asume: las drogas, su tráfico y la promesa de atajos con que una y otro encandilan y corrompen todas las instancias de la sociedad.
Menos mal que Sebastián Cordero dirige esta película, y no, supongamos, Felipe Martínez. Desde su opera prima Ratas, ratones, rateros, ubicada en la encrucijada del realismo urbano de los años noventa, Cordero ha desarrollado una carrera en ascenso, que no le teme a los compromisos comerciales y siempre ofrece resultados de calidad. Y Pescador no es la excepción.
Andrés Crespo, en Pescador. |
En su cometido tiene el poco tino de mezclarse con una colombiana (María Cristina Sánchez) que está de paso en Matal, y es así como juntos, cada uno a su manera y siguiendo el guión que la vida los puso a interpretar, intentan aprovecharse del "traído". Pero la película que en casi todo lo demás es rescatable, naufraga en los brazos de esta actriz colombiana, parte del 20% nacional que es representado por Contento Films (la productora antioqueña, que aun con otro nombre, estuvo detrás de las películas de Juan Orozco: Al final del espectro y Saluda al diablo de mi parte). Sánchez nunca encuentra el tono y el 50% de esta aventura termina arruinado por lo mal dibujados que están los rasgos y motivaciones de su personaje.
La película fue rodada con una cámara Canon 7D (el nuevo fetiche del cine independiente y de bajo presupuesto), que según un amigo colombiano solo sirve para rodar diarios personales. Pues Pescador (como otras películas que la usan) demuestra que no es así, y que, en todo caso, si bien el cine es tecnología también es narración y lenguaje.
Pescador tiene otro problema, aunque eso es más un exceso disculpable que un problema estructural: el embelesamiento con algunos recursos técnicos que ofrece la Canon 7D, que resultan accesorios en la narración, sobre todo cuando esta llega a las grandes ciudades (Guayaquil y Quito) a donde los protagonistas han ido a parar con su mercancía. Esto no lo necesita un director tan profesional como Cordero, cuya película en este aspecto pareciera revelar a "un niño con un juguete nuevo". Asimismo el abuso de la música, en este caso de la agrupación La 33. La convergencia entre la música y el cine colombiano merece un análisis aparte, que evalúe casos específicos como los de Rubén Mendoza o Carlos Moreno. Si bien hay un tronco generacional común entre nuevos músicos y nuevos cineastas, valdría la pena pensar la colaboración en términos de necesidades estéticas y/o narrativas, y no comerciales o de legitimación mutua.
El colega César Alzate Vargas llama la atención sobre la coincidencia (por lo menos en algunas ciudades) de cuatro películas colombianas en cartelera: Apatía, una película de carretera, El paseo 2, Lo azul del cielo y Pescador. Estoy de acuerdo con él en que lo único de este lote que nos permite estirar el cuello y ver un poco más allá de la "mediocridad ambiente" es la película colombo-ecuatoriana. Convengamos en que en una industria cinematográfica no todas las películas tienen que ser buenas, pero debería preocupar a los implicados en el negocio (público incluido) cuando la gran mayoría son malas o estancan por su discreción el avance de un cine en el que sin embargo aún ponemos las más altas expectativas.
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