Para el número que celebró los 15 años de la revista Kinetoscopio, escribí este breve perfil de Alberto Aguirre: periodista, librero, crítico de cine, jugador de billar, lector infatigable. Lo transcribo con el aprecio por una figura apasionada y apasionante que murió hoy.
Desde los años cincuenta, Alberto Aguirre nos dispensa su presencia en la vida intelectual de
Medellín. Como librero, editor, crítico y periodista ha practicado el
pensamiento “a la enemiga”, en la línea del filósofo de Envigado y su padre
espiritual, el maestro Fernando González. En aquellos cincuenta y sesenta, Aguirre
compartió el escenario local, no sólo con González, sino también con otras
glorias que derivaron con el tiempo –o ya lo practicaban- hacia el ejercicio
del sacerdocio: Gonzalo Arango, Fernando Botero, Pedro Nel Gómez. A Arango le
confesó en 1966 su ilusión y su programa, que, palabras más, palabras menos,
consistía en desmitificar con “gran alegría creadora”.
Fernando González y Alberto Aguirre |
En esa
Antioquia pacata y provinciana, ocasionalmente sacudida por una blasfemia, Alberto
Aguirre se destacó como el intelectual mejor dotado y, sobretodo, como el menos
propenso al misticismo de la religión o del poder. Pero son muchos los que
consideran que a ese brillante espíritu racional lo malogró, precisamente, el
escepticismo.
Para no entrar
en esos detalles, vale la pena decir que para la “disciplina” que nos compete,
el cine, la figura de Aguirre fue, en su mejor momento, completamente
refrescante. Como fundador del Cine Club de Medellín, y de su hija, la revista Cuadro, en los años setenta, Aguirre se comportó
a la altura y en muchos momentos superó un ambiente en el que, aún en círculos
reducidos, se practicaba la crítica, el disenso, la beligerancia, si bien en
los –ahora considerados- estrechos límites del compromiso político de izquierda.
En sus
artículos de Cuadro, la revista de
cine, brilla en todo su esplendor el estilo de Aguirre, sus temas obsesivos y
su implacable método de análisis. Su verbo, tantas veces apocalíptico, se
sazonaba con el uso de un español que pocos dominaron como él. Aguirre fue el
gran estilista de la crítica de cine en Colombia y eso, en medio de tanto
lenguaje corto de miras, sería razón suficiente para recordarlo.
En sus
columnas se enfrentó a la censura, personificada en las juntas de calidad,
clasificación, o como quiera que se llamasen, a la inveterada mediocridad del
cine colombiano de la época, al salvaje capitalismo de la distribución y la
exhibición en el país. Hay que decir que en todos los casos, como corresponde a
un intelectual, salió perdiendo. Frente al cine nacional, el verdadero reto en
el que se mide el carácter de un crítico, Aguirre se rindió. En una de sus boutades favoritas, el “decálogo del
buen espectador”, incluye no ver cine colombiano como precepto.
La revista Cuadro no llegó viva a los ochenta, pero
el interés de Aguirre por el cine, aunque no ha sido constante, nos entrega
ocasionalmente columnas, programas de radio y otra suerte de declaraciones que
nos hacen saber que su talante se mantiene inconmovible. Y por supuesto, hay
algo de admirable y de patético en todo ello.
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