Ayer 2 de octubre estuve en la Universidad Agustiniana de Bogotá hablando con un grupo de estudiantes de cine. Aunque la promesa era ofrecer un taller de crítica, de dos horas de duración, permanecí allí casi tres horas, hablando de esto y de lo otro, y de lo de más allá. Al final del encuentro, Yamid Galindo, el profesor que me invitó, me pidió, en una forma que yo no esperaba, que les dijera algo a los estudiantes. ¿Algo? ¿Un consejo tal vez? Pensé entonces en qué consejo puede dar un crítico de cine, cuyo oficio, casi siempre, es mirado con dosis venenosas de condescendencia y desprecio por los colegas del medio. Alguien que según cierta jerarquía, propia de sociedades acomplejadas, practica la inacción y el parasitismo.
Hilé dos o tres cosas como respuesta, ideas en las que creo aunque suenen ingenuas o absurdas. Les hablé de tener esperanza y decidir con el corazón, que nunca se equivoca, mientras la razón crea monstruos. Y de recordar siempre el porqué escogieron estudiar cine. De volver una y otra vez, sobre todo cuando se cree perdido el camino, a la motivación, al impulso inicial; como cuando en la escritura de una historia el sentido de la misma se dispersa en múltiples, equívocas direcciones y hay que volver al centro, al origen.
Pero de regreso a mi casa la pregunta me siguió acechando. Si pudiera devolver el tiempo, cosa imposible, muchachos, les diría otra cosa, que ni siquiera me pertenece porque el pensamiento propio y la originalidad no son más que otra falacia en la tupida red de mentiras que nos dispensan todos los días. Les diría algo que es una suma de cosas que otros me han dicho y que quiero repetir con convicción. Un día, un amigo me contó que otro día Eduardo Coutinho visitó la ESCAC de Barcelona y le habló a un grupo de estudiantes de cine, quizá semejante a los de la Universidad Agustiniana. Sí, Coutinho, el cineasta de la escucha atenta, del amor por la palabra, del cuidado del otro. El documentalista brasileño, puesto en la situación de dar un consejo, solo les dijo: "hagan dinero con lo que hacen".
Quiero repetir una a una esas palabras, como si fueran mías, y darles todo el énfasis posible, subrayarlas hasta que brillen como una inscripción: MUCHACHOS, HAGAN DINERO CON LO QUE HACEN. Cobren por su trabajo y trabajen con amor. No se dejen enredar en la madeja de argumentos de quienes les dicen que el amor no se debe ensuciar con el dinero. El amor no es sacrificio, como les han enseñado para así mantenerlos atados a la rueda de la culpa, es dar y recibir, para que el mundo permanezca en equilibrio. Y ese equilibrio, entre muchos otras cosas, lo da el dinero (o más bien el dinero, que visto de cierta manera no es nada, es su símbolo -el símbolo del equilibrio-, o sea que lo es todo). Robinson, el Robinson de Michel Tournier, el solitario que naufragó en una isla, solo salió del pantano, de la ciénaga de la depresión y el sinsentido, cuando entendió que quien acumula, quien conserva, quien reúne, encuentra el espíritu.
Hagan dinero con lo que hacen, cobren por lo que hacen, porque lo que hacen o harán es único y tiene valor. Quien les pide que trabajen gratis, ese, casi siempre, tiene las manos llenas. Cobren como el jardinero, el electricista, el carpintero, el ingeniero, que son irremplazables. Lo que ustedes hacen significa mucho en el entramado del universo. Casi diría que ustedes lo sostienen, al universo, porque le dan sentido, proporción, orden simbólico, belleza. Cobren y cobren bien, y a tiempo. Si no, hagan huelga, detengan la marcha de la iniquidad.
Porque de cobrar, ganar dinero, acumular, conservar, dependen no pocas cosas. Depende, por ejemplo que este mundo, que no es el mejor pero es el que tenemos, se renueve. En el trabajo se sostiene la transmisión, la continuidad del saber, la tradición. Sin estas cosas, sin transmisión, sin continuidad, sin tradición, queridos jóvenes, se van a sentir solos y miserables, y eso no se lo pueden permitir. No dejen que crezca en ustedes la sensación de que tienen las manos vacías, que sobran o están de más, que son intercambiables como fichas. Así los quieren los poderosos del mundo, dóciles y llenos de miedo, para venderles mercancías, ideologías, fetiches, ideas de éxito y reconocimiento, identidades de papel. Los quieren en lucha unos contra otros, mirándose con sospecha unos a otros. Si cobran y cobran bien tendrán lo suyo, entenderán el costo de vivir, y de vivir del trabajo -no de los padres ni del estado, ni de nadie más-. Entenderán la grandeza de ganarse el pan -y con el pan una vida que crece en significado espiritual-. Sí, ganarse el pan con el sudor de la frente, esa consigna que cargamos desde aquel día feliz en que fuimos expulsados del paraíso.
Cobren por lo que hacen, porque cuando se cobra por hábito del alma, se gana la libertad de descubrir que también existe el acto generoso y gratuito.
2 comentarios:
Gracias Pedro, ese consejo no digamos que debería ser el juramento hipocrático del realizador de cine, pero casi. Ilustrado con L'argent de Bresson!
Sí, en realidad es EL DIABLO PROBABLEMENTE! Casi, jaja.
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