Se estrena hoy La mujer del animal, el cuarto largometraje de Víctor Gaviria, destinado, como sus films anteriores, a provocar odio o amor de forma irreconciliable. La siguiente reseña fue publicada originalmente en la edición 116 de la revista Kinetoscopio.
Dos Amparos violentadas por el Animal en un entorno atemorizado e indiferente. |
La mujer del animal, el regreso de Víctor Gaviria después de una inactividad como director de más de una década, es una película que nos obliga a mediar entre sus propósitos, de ambición descomunal, y sus contradictorios resultados. La obra de este director antioqueño traza unos recorridos singulares: en sus cortos de las décadas de 1970 y 1980 filmó su personalísima visión de la Antioquia campesina o tradicional, rehuyéndole a la nostalgia fácil y al inventario folclorista; en su trilogía de largometrajes sobre Medellín se encontró con las transmutaciones de esa tradición: la picaresca convertida en sicaresca, la religiosidad popular en culto a la muerte, lo coloquial en siniestro.
Gaviria va siempre al fondo de las cosas;
su necesidad de inmersión lo ha hecho retroceder en el tiempo, como en Sumas y
restas, para investigar el terremoto social que el narcotráfico causó en la
sociedad antioqueña. La mujer del animal retrocede aún más; aunque la ubicación
temporal de la película es imprecisa y problemática, hay índices claros –en la
música, en la dirección de arte– de que se trata de una ciudad anterior a la de
la trilogía compuesta por Rodrigo D., La vendedora de rosas y Sumas y restas.
Es como si este investigador de la cultura regional necesitara ir al pasado
para crear un mito de los orígenes que saque a la luz un material reprimido; y
que precisamente por ser un lado oscuro y lunar, da vueltas en torno como un
fantasma que gobierna nuestro destino.
La mujer del animal se ha presentado como
una película que toma posición contra el maltrato a la mujer. La victimización
de dos mujeres (ambas comparten el nombre de Amparo) y de toda una comunidad,
por la maldad de Libardo, ‘El Animal’, tendría unos usos ejemplarizantes y
pedagógicos. Pero las películas hablan desde lugares más ambivalentes y
complejos, que superan, en los mejores casos, las referencias a mundos
concretos e históricos. El cuarto largometraje de Gaviria nos pone de frente
las tinieblas del sexo y el deseo, que es como decir las tinieblas de la vida,
para que miremos el mal absoluto del que provenimos.
Víctor Gaviria quiere cargar cada plano
de información cultural o de lo que él, en distintos escenarios, ha llamado
“universo”. Su propósito manifiesto es traer de vuelta las primeras memorias,
las de la casa de los padres y la ley, la cuadra, los barrios de la infancia,
cuando estos ni siquiera se habían formado. La mujer del animal busca ser la
película de ese mundo primitivo e ilimitado, de esas mangas y potreros donde
todo se cargaba de oscuros presentimientos relacionados, cómo no, con la
violencia sexual, con el principio de la vida. Personajes que entran y salen de
los planos, que se atropellan en calles sinuosas y nunca bien definidas que son
como cruces de caminos. Es un universo pugnando por aparecer en su desorden
original.
Trabajo con actores naturales cuya visión del mundo ayuda a construir la dramaturgia, realismo en la puesta en escena y atención al lenguaje y el mundo histórico, centran el cine de Víctor Gaviria |
Es el gran mito fundacional, pero un mito tiene una energía interna que lo sostiene y le da su carácter de verdad profunda. Y en La mujer del animal esa verdad, o esa verosimilitud, para hablar en términos más precisos, se resiente. Después de la rápida ubicación de un mundo y unos personajes, al inicio de la película, y de la fuerza orgánica de su violencia, se pasa a un bache en el que la narración se estanca y se vuelve repetitiva. Sabemos que hay razones para la poca transformación de los personajes. Es una película que habla de parálisis y miedos muy arraigados, y de la connivencia con los victimarios. Es algo que hay que atreverse a ver. A esos personajes monolíticos el transcurrir del tiempo narrativo, que se supone de varios años, no les hace justicia. Ni siquiera se transforman físicamente. Es probable que las elipsis y el paso atropellado del tiempo encuentren una justificación conceptual. ¿Es el tiempo condensando, no realista, de los relatos míticos? Eso sería hilar muy delgado. Es más oportuno reconocer que estamos ante una obra de gran coherencia ética que cierra, con un pesimismo radical, una investigación audiovisual sobre el ethos antioqueño, pero al mismo tiempo una película imperfecta: una puerta abierta a más narraciones que se atrevan a completar esta visión de nuestro infierno social.
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4 comentarios:
La verdad argumental no es la verdad cinematográfica; esa "información cultural" no se pinta con brocha gorda, solo se puede registrar en los detalles más finos y a la vez más superficiales en los que el cine puede desplegar toda su profundidad. La apuesta por esa "coherencia ética" planteada obsesivamente desde la investigación apuntalada en la fidelidad de los hechos tuvo la paradójica consecuencia de la perdida de "realidad". Gaviria cuando narra el presente es un cineasta grandísimo, un poeta; cuando viaja al pasado es un simple narrador y pierde la fuerza de su mirada.
Muchas gracias por la crítica de esta película, necesitaba datos así para poder comprenderla mejor, se valora mucho el aporte!!
no la habia entendido tan a fondo sino gracias a esta reflexion, ya que no quiero llamarle crítica debido a que es más bien una descripción de los hechos, excelente trabajo el que hacéis.
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